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lunes, 4 de noviembre de 2019

LA FORTUNA DE SER PIER PAOLO PASOLINI



2 noviembre, 2019 Fernando Clemot
 
Alberto Moravia clamaba en el funeral de PPP(1) sobre la gran suerte que habían tenido los italianos de contar entre sus filas con alguien como Pasolini y posiblemente tenía toda la razón. La cultura italiana tuvo la fortuna de tener un intelectual de su talla, pero posiblemente Pasolini también tuvo suerte de vivir en el tiempo que el que le tocó vivir, tan agitado, tan violento, pero tan rico y lleno de propuestas y personalidades fascinantes de las que alimentarse.
Fueron los años cincuenta y sesenta en Italia un tiempo lleno de vitalidad, de esperanzas, de ingenio (allí se alude a menudo a esa época como una especie de Arcadia cultural) y Pasolini sólo vivió el tiempo de la desesperanza (personal y social) hacia el final de su vida, cuando todo lo hermoso por lo que siempre luchó parecía languidecer. Posiblemente el entierro de Pasolini no fue únicamente el de una figura brillantísima sino que representaba el final de muchas más cosas. El año 1975 fue el punto de inflexión de los anni di piombo(2), una década de violencia y frustraciones que aún se alargaría diez años más.

A Pasolini le gustaba definirse únicamente como “escritor”, a modo de buen resumen, pero fue muchas cosas más: poeta, ensayista, activista político, novelista, director de cine… No fue el mejor de su tiempo en muchas de estas actividades (con excepción de su trabajo en el cine) pero no está en la condición del intelectual ser el mejor en todos los campos, sino transmitir una idea, un impulso. Regenerar. Y Pasolini supo hacerlo. Su mensaje caló no sólo en su tiempo sino que posiblemente ha llegado con fuerza y renovada actualidad (la televisión, el fascismo, el individualismo, la pérdida de valores sociales) hasta nuestros días. El objetivo del intelectual no es tanto deslumbrar como que perviva su voz. Y la de él se mantiene intacta y florecida.

No es fácil crear un intelectual. No florecen tan a menudo como los buenos poetas o novelistas. Necesitan a su alrededor el abono de una cultura sólida y rica, el calor de buenas editoriales, de lectores interesados, de buenos compañeros de viaje con los que se pueda confluir en sus ideas, de un tiempo político y social que ayude (por su bonanza o como reacción a él), de algún tipo de sociedad emergente o sólida, reactiva, donde sus palabras tengan un eco y no caigan en el vacío. Tal vez por esa necesidad de tener un sustrato tan fértil, la erudición, la intelectualidad se ha desarrollado con más facilidad en culturas en las que este tipo de figuras tienen un reconocimiento, un premio. En Francia (un sustrato cultural que se adapta a lo señalado) tenemos una hermosa cantidad de nombres que se ajustan a ese patrón, como Sartre, Simone de Beauvoir (con ambos mantuvo siempre una buena relación Pasolini), Barthes, Foucault, Jean Genet, Georges Bataille, Albert Camus, etc. En Estados Unidos encontraríamos también figuras paradigmáticas como Susan Sontag, Allen Ginsberg o Noah Chomsky. Y quizá en España (aquí no tenemos un sustrato tan fértil) destacaríamos a Juan Goytisolo, que hizo acopio (y mucho) de todas las cualidades que hemos señalado. Un intelectual no sólo reflexiona y crea. A menudo actúa. Tiene una causa, es un militante. Hay un componente de acción, político, en cualquier acción transformadora. Un intelectual no es sólo una obra o un pensamiento: es una voz que necesita hacerse oír.

Tal vez por ese componente político estas figuras cobraron especial relevancia en los años cincuenta y sesenta. Europa había quedado destrozada y dividida tras dos largas carnicerías. Fueron tiempos de pobreza, pero también de resurgimientos. Nunca crecieron tanto las ciudades como entonces, ni las sociedades cambiaron de esa manera. Se enfrentaban también dos bloques, dos ideas de entender la sociedad en una guerra larga y taimada, de desgaste. Fueron años muy politizados: los escritores, cineastas, pintores, dramaturgos… solían tener ideologías férreas, un proyecto social. El artista buscaba cambiar la realidad que le rodeaba, no únicamente medrar o sobrevivir en un hábitat tan extremo como es el cultural. En un tiempo tan apático como el que nos ha tocado vivir estas figuras no hubieran tenido sentido ni desarrollo. Hubieran muerto de inanición.

Pasolini nació cuando nacía el fascismo, en 1922. Lo vivió durante su juventud. Sufrió muy directamente la crueldad de la guerra (su hermano fue asesinado por partisanos yugoslavos en febrero de 1945). También vivió con esperanza el nacimiento de “la República de los trabajadores” de 1946. Tuvo sus primeros reconocimientos en aquella Italia de la “fiebre de América”, la del realismo social bajo la vigilancia estricta de Einaudi y otros intelectuales, la de las traducciones y las novelas de Pavese, del Neorrealismo que suplía la falta de medios con una nueva forma de ver el cine, del erotismo de Moravia, de Elsa Morante, de Natalia Ginzburg o Carlos Emilio Gadda, hasta de figuras tan poliédricas como la de Curzio Malaparte. Vivió años de un intenso desarrollismo (que menciona una y otra vez en sus escritos), del silencioso control social de la Democracia Cristiana, de la emigración del sur al norte industrializado. En esos años convulsos siempre buscó con anhelo lo más sencillo, la pureza de lo popular, de aquella Italia humilde que funcionaba todavía como una comunidad y que todavía podía reconocer en algunos barrios de Roma. Tiempos convulsos, llenos de anhelos y también de desesperanzas. Hacia el final de su vida todo se tornó terrible y violento. PPP vivió un tiempo brutal, fiero, pero también digno y apasionante.

Es por ello que todos tuvimos suerte de tener a Pier Paolo Pasolini, pero posiblemente él también tuvo la fortuna de vivir una época en la que todo parecía posible.

PPP: Una vida violenta

En una de las entrevistas de este dossier, la editora de Gallo Nero, Donatella Iannuzzi, hizo una definición reveladora de lo que fueron las últimas obras de Pier Paolo Pasolini -en este caso relacionada con su cine-, sobre las diferencias entre Accatone (1961) y Salò o los ciento veinte días de Sodoma (1975), primera y última obra que dirigió: «Es el mismo camino que recorrió él. Un camino hacia la amargura. Sus últimas denuncias son muy violentas. Ya no era un mensaje de denuncia, se convirtió en un enfado violento. Evolucionó hacia algo más duro, sangriento».

La imposibilidad de cambio, la impotencia, condujo a un mensaje más radical, más desabrido, que impregna sus últimos años. Nada tienen que ver sus primeras poesías en lengua friulana, sus primeras novelas y películas neorrealistas con sus obras finales como Teorema (1968), Pocilga (1969) o la mencionada Los 120 días de Sodoma. Es un camino que va del idealismo y la búsqueda de la pureza (búsqueda en algún momento obsesiva) a la crudeza y la violencia final. Su propia obra parecía venir marcada en sus últimos años hacia un destino violento y terrible.

Años atrás, cuando ya era un autor maduro y reconocido (a finales de los cincuenta ya había obtenido el premio Viareggio por Las cenizas de Gramsci) pero no había empezado todavía su carrera como realizador, nos muestra todavía esa mirada esperanzada, deseosa de encontrar la pureza. Es entonces, en el verano de 1959, cuando emprende un viaje de ida y vuelta desde las primeras playas de Liguria, en la frontera francesa, hasta el municipio más meridional de Sicilia, regresando por la costa adriática hasta Trieste. El escritor (que plasmará este viaje al volante de su Fiat 1100 en una serie de artículos para la revista Successo, recopilados en La larga carretera de arena [3]) parece exultante, esperanzado. No es sólo una pequeña aventura solitaria, sino también un viaje hacia la pureza, hacia la sensualidad y la inmanencia de lo sencillo. El viaje está repleto de elementos que revelan el estado de ánimo del escritor: «El corazón me late de felicidad y de impaciencia», «Aquí todo es perfecto, como en las islas de Verne». Sobre Ravello, cerca de Nápoles, dice: «No soy capaz de separarme de este rincón de cielo: un lugar destinado al éxtasis».

Contrasta esta mirada ilusionada con la que estaba mostrando en alguna de sus primeras novelas, las de los años cincuenta, Muchachos de la calle (1955), Una vida violenta (1959), Nebulosa (1959) o Mujeres de Roma (1960). Por entonces había centrado su interés en los suburbios de las grandes ciudades italianas, alrededor de las cuales se había ido creando un cinturón de pobreza. Los escenarios son variados pero no tan semejantes como se podría pensar. En Roma se centra en los barrios del sur y oeste de la ciudad, como la Garbatella o el Gianicolense, y también los alrededores de la Estación Termini, siempre tan abigarrados y extraños. Allí deambulan una serie de personajes al límite de la delincuencia -algunos incluso habitan en cuevas debajo del monte Testaccio-, que malviven y se ganan la vida como pueden. La mirada de PPP no es una mirada censora, se siente cercano a la vida sencilla y todavía primitiva de estos arrabales romanos que, en el fondo, reproducen todavía una forma de vida tradicional, colectiva, muy semejante a la que podían tener en sus pueblos de origen en el Mezzogiorno.

Su mirada será más distante y dura cuando reproduzca la vida de los arrabales del norte de Milán (Sesto, Paderno) con el fondo del naciente skyline formado por la Torre Breda, el Pirellone. La juventud desarraigada que retrata allí sí que le produce escalofríos y su retrato no es tan benevolente. Esos jóvenes desarraigados no son los culpables, son el resultado, son los teddy boys, una mezcla de delincuencia e imitación del estilo de vida americano (ropa, música, en la jerga, cierto nihilismo vehemente). Ese tipo de adaptación forzada de la juventud a “lo americano” representa para PPP las pequeñas monstruosidades que está creando el desarrollismo acelerado de la sociedad italiana, la entrada del capitalismo, la imitación llevada al delirio que se empezó a crear en los años de la “fiebre de América” (4).

Quizá esta mirada en busca de lo esencial, lo sencillo y puro que representaba una sociedad más antigua, más cohesionada, es lo que hará que el autor (no olvidemos que era un hombre del norte de Italia) se sienta siempre mucho más representado por Roma que por Milán. En Roma podía encontrar señales de lo que buscaba.

Desde entonces para Pasolini el viaje al sur será siempre un viaje hacia lo esencial, hacia una forma de vida más equilibrada que anhela, pero que observa que está cada vez más alejada de su propia realidad. Buscará no sólo en el sur esta pureza antigua, sino que también tratará de encontrar su reproducción en los distritos más populares de Roma.

El discurso cinematográfico de sus primeras películas será también una búsqueda de esa pureza. Son las llamadas “películas en blanco y negro”, el eje formado por Accatone (1961), Mamma Roma (1962), El Evangelio según San Mateo (1964) y Pajaritos y pajarracos (1966). Las dos primeras están todavía rodadas en clave neorrealista (con toda seguridad marcan ya el cierre de este movimiento) y muestran un mundo de prostitución y pequeña delincuencia en los suburbios romanos, siempre teñidas de un trasfondo trágico. Tras acabar Mamma Roma se embarca en Ro.Go. Pa.G, una película dividida en cuatro episodios dirigidos por cuatro directores (Rossellini, Godard, Pasolini, Gregoretti). En su parte, La ricotta, (alterna ya escenas en color) hace en su escasa media hora un retrato crítico, crudo y desangelado de la crucifixión de Cristo (en forma de una trouppe de actores que están rodando una película) que le costará una condena en 1963 por «insulto a la religión». Pese al apoyo de buena parte de la intelectualidad italiana e internacional, la condena seguirá adelante y posiblemente este hecho marcará de forma decisiva la sensación de persecución e incomprensión que arraigará en PPP hasta el final de sus días. El Evangelio según San Mateo sólo se puede entender como una continuación y depuración de la simplicidad de algunas escenas de La ricotta y una forma de entender el cine como una representación de lo puro y esencial. Y posiblemente sea el clímax de esta esencialidad.

Desde finales de los años sesenta, la producción literaria y cinematográfica de Pasolini adopta una mirada más dura. Sus ensayos, apariciones televisivas y discursos se tornan más críticos, ácidos y resentidos. Podemos ver entonces cómo carga contra la televisión, contra el sistema político (se aleja del PCI en esos años) y contra una sociedad entera de la que se siente cada vez más alejado. Comienza a sentirse alienado, sin un papel social. Teorema (novela y película de 1968) aborda ya una temática más burguesa (con pinceladas todavía de su primera época) y en la Trilogía de la vida (El Decamerón, de 1971, Los cuentos de Canterbury, de 1972, y Las mil y una noches, de 1974) muestra a las claras una última deriva hacia temáticas y escenarios más complejos y extremos que se subliman en películas como Pocilga (1969) o Salò o los ciento veinte días de Sodoma (1975) en los que predominan escenarios de una sexualidad convulsa y desabrida, de una violencia latente, casi escatológica en algún momento, reflejo posiblemente de una realidad social mucho más extrema y violenta que empezaba a contaminar a la sociedad italiana en aquellos años, y espejo también de ese desencanto que él mismo parecía arrastrar.

Es difícil saber cómo se hubiera desarrollado la obra de Pier Paolo Pasolini de no haber sido asesinado aquella noche de noviembre de 1975. Parecía estar en un callejón sin salida. Con poco recorrido. Sin voz.

A los que amamos su obra nos gustar pensar que, tras esa deriva final, el autor podría haber vuelto a la esperanza, a algún tipo de seguridad, a nuevas ilusiones: a esa búsqueda de lo sencillo y lo antiguo que durante un tiempo anheló.

Es imposible saberlo, pero es preferible pensar que sí.

Que podría haber pasado.

Que le esperaba un final mejor.

Notas:

[1] En Roma, el cinco de noviembre de 1975
[2] Se alude a los años de plomo al periodo de violencia terrorista y de mafiosa en la sociedad italiana y que abarcaría desde 1969 (atentado de Piazza Fontana en Milán, obra de las Brigadas Rojas) al atentado del tren 904 (finales de 1984, a cargo de la Mafia siciliana). Esos quince años de violencia tendrían posiblemente su clímax en el atentado de la estación de Bolonia, en agosto de 1980, y el secuestro y ejecución de Aldo Moro (mayo de 1978).
[3] Publicada en Gallo Nero (Madrid, 2018)
[4] La fiebre de América es el nombre que recibe un movimiento masivo de emigración a los Estados Unidos (1898-1915) pero también un movimiento de imitación del modo de vida americano que se plasma en la sociedad italiana desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de los años cincuenta.
Artículo publicado originalmente en la revista Quimera nº 423, marzo de 2019.


lunes, 15 de abril de 2019

EL MARXISMO DE LA SUBJETIVIDAD REVOLUCIONARIA DE LUKÁCS



Pensamiento 13 abril, 2019 Michael Löwy
 
Durante muchos años, los investigadores y lectores se preguntaron por qué Lukács nunca contestó al fuego intenso de la crítica dirigida contra Historia y Conciencia de Clase (HCC) poco después de su publicación, particularmente desde las filas comunistas. El reciente descubrimiento de Chvostismus und Dialektik, en los viejos archivos del Instituto Lenin, muestra que el “eslabón perdido” existía. Efectivamente Lukács respondió en forma muy explícita y vigorosa a estos ataques y defendió las principales ideas de su obra maestra hegeliano-marxista de 1923. Se podría considerar esta respuesta como el último escrito marxista revolucionario del filósofo húngaro, poco antes de que se produjera un giro importante en su orientación teórica y política.

Laszlo Illés, el editor húngaro de Seguidismo y dialéctica (SyD) en 1996, cree que fue escrito en 1925 o 1926 “al mismo tiempo que las importantes revisiones de la Edición Lassalle y los escritos de Moses Hess”. Creo que 1925 es la fecha más exacta, porque no hay razones para que Lukács esperara dos años para responder a críticas publicadas en 1924. El estilo del documento sugiere mas bien una respuesta inmediata. Pero sobre todo, no creo que sea contemporáneo al artículo sobre Moses Hess (1926) por un buen motivo: y es que este texto está estrictamente opuesto, como trataré de demostrar más adelante, en su orientación filosófica básica, al ensayo recientemente descubierto.

Ahora que sabemos que Lukács consideró necesario defender Historia y Conciencia de Clase contra los críticos comunistas “ortodoxos” -nunca se molestó en contestar a los socialdemócratas- la pregunta obvia, que curiosamente no plantean los editores (ni los ingleses, ni los húngaros) es ¿por qué no lo publicó? Se me ocurren tres respuestas posibles a esta pregunta:

1) Lukács temía que su respuesta pudiese provocar una reacción de los organismos soviéticos o del Comintern, agravando así su aislamiento político. No creo que esa sea una explicación plausible, no sólo porque en 1925- contrariamente a 1935- todavía había lugar para la discusión en el movimiento comunista, pero sobre todo considerando que en 1925 había publicado una dura crítica a la “sociología marxista” de Bujarin, que tiene muchos puntos en común con Seguidismo y dialéctica. [1] Por supuesto, Bujarin era una figura mucho más importante en el movimiento comunista que Rudas o Deborin, y sin embargo Lukács no tuvo miedo de someterlo a un intenso ataque crítico.

2) Lukács trató infructuosamente de publicarlo. Otra hipótesis posible es de que la envió a una publicación soviética -por ej. Pod Znamenem Marxisma (Bajo la bandera del marxismo), donde Deborin había publicado un ataque contra él en 1924- pero el ensayo fue rechazado dado que los editores estaban más del lado de Deborin. Esto explicaría por qué el manuscrito se encontró en Moscú y también -tal vez- por qué Lukács uso la palabra rusa Chvostismus, que sólo conocían los lectores rusos. También podría ser que el ensayo fuese demasiado largo para ser publicado en una revista y demasiado corto y polémico para aparecer como libro.

3) Algún tiempo después de escrito este ensayo -unos pocos meses o tal vez un año- Lukács comenzó a tener dudas y finalmente cambió de parecer y ya no estuvo de acuerdo con esa orientación político-filosófica. Entre paréntesis, esta hipótesis no se contradice necesariamente con la anterior.

En cuanto al silencio de Lukács sobre este documento en los años siguientes , se puede explicar fácilmente por su rechazo -particularmente después de la década de 1930 – de HCC como un libro “idealista” e incluso “peligroso”.

Seguidismo y dialéctica es, como su título lo sugiere, un ensayo en defensa de la dialéctica revolucionaria y en contra de gente como Lazlo Rudas (un joven intelectual comunista húngaro) y Abram Deborin (un ex-menchevique y seguidor de Plejanov) que representaban, dentro del movimiento comunista, un punto de vista influyente y poderoso, semi-positivista y pre-dialéctico.[2] A pesar de su excelente valor en este aspecto, el documento tiene, según mi opinión, algunos defectos graves.

El más obvio es que se trata de una polémica en contra de autores de segunda línea. En sí, esto no es una cuestión relevante. ¿Acaso Marx no debatió en detalle los escritos de Bruno y Edgard Bauer? Sin embargo, Lukács adoptó, hasta cierto punto, los temas de sus críticos y limitó sus respuestas a los problemas que ellos planteaban: la conciencia de clase y la dialéctica de la naturaleza. Aunque el primero es un tema ciertamente esencial en la dialéctica revolucionaria, apenas puede decirse lo mismo del segundo. Es difícil percibir el significado filosófico/político de muchas paginas de SyD dedicadas a la epistemología de las ciencias naturales, o a la cuestión de que la experimentación y la industria son en sí mismas -como creía Engels aparentemente- una respuesta filosófica al desafío de la cosa-en-sí kantiana. Otra consecuencia de esta temática limitada es que la teoría de la reificación, que es uno de los argumentos centrales de HCC y la contribución mas importante de Lukács a una crítica radical de la civilización capitalista, que ejercería una influencia poderosa en el marxismo occidental de todo el siglo XX (desde la Escuela de Frankfurt y Walter Benjamin a Lucien Goldmann, Henri Lefebvre y Guy Debord) estuviese totalmente ausente de Seguidismo y dialéctica, como también estaba ausente en las laboriosas polémicas de Rudas y Deborin.

En relación a la conciencia de clase y la teoría leninista del partido -verdaderamente la parte más interesante de este ensayo- hay un problema otro tipo. Si se compara la discusión de estos tema en HCC con los de SyD, no se puede dejar de tener la impresión que su interpretación del leninismo en el segundo texto, adquiere un tono definitivamente autoritario. Mientras que en la obra de 1923 hay un intento original de integrar algunos de los puntos de vista de Rosa Luxemburgo en una especie de síntesis entre ella y el leninismo[3], en este ensayo polémico Luxemburgo solo aparece en forma bastante simplista, como una referencia negativa y como la encarnación del espontaneísmo puro. Mientras que en HCC la relación entre “conciencia atribuida” y la empírica se percibe como un proceso dialéctico en el cual la clase, asistida por su vanguardia, se eleva a una conciencia inclusiva (zugerechnetes Bewustsein) por medio de su propia experiencia de lucha, en SyD la tesis estrictamente no-dialéctica kautskyana de que el socialismo “es introducido desde afuera” en la clase por los intelectuales (una visión tomada por Lenin en ¿Qué hacer? (1902), pero descartada después de 1905) , se presenta como la quintaesencia del “leninismo”. Mientras que en HCC Lukács insistía en que “los consejos obreros son la superación político-económica de la reificación”[4], en SyD se ignora a los soviets y se refiere sólo al partido, identificando incluso la dictadura del proletariado con la “dictadura de un verdadero Partido Comunista”.

A pesar de estos problemas, Chvostismus und Dialektik tiene poco en común con el estalinismo y puede ser considerado como un ejercicio poderoso de dialéctica revolucionaria, en contra de la rama cripto-positivista del “marxismo” que muy pronto se convirtió en la ideología oficial de la burocracia soviética. El elemento clave en esta batalla polémica es el énfasis que Lukács pone en la importancia revolucionaria decisiva del momento subjetivo en la dialéctica histórica del sujeto/objeto. Este tema corre como un hilo rojo a través de todo el texto, especialmente en su primera parte, pero hasta cierto punto también en la segunda. Tratemos de poner en evidencia los principales momentos de este argumento.

Se podría empezar con el misterioso término de Chvostismus en el título del libro. Lukács nunca se molestó en explicarlo, suponiendo que sus lectores (¿alemanes? o ¿rusos?) lo conocerían. La palabra fue usada por Lenin en sus polémicas (por ejemplo, en ¿Qué hacer?) contra los “marxistas economicistas” que “van a la cola” del movimiento obrero espontáneo. Sin embargo, Lukács lo usa en un sentido “historiosófico” mucho más amplio. Chvostismus significa seguir pasivamente -“a la cola”- el curso “objetivo” de los acontecimientos, ignorando los momentos subjetivo-revolucionarios del proceso histórico.

Lukács denuncia el intento de Rudas y Deborin de transformar al marxismo en una “ciencia”, en el sentido burgués y positivista. Deborin -un ex-menchevique- intenta, en una maniobra regresiva, llevar nuevamente al materialismo histórico “al redil de Comte o Herbert Spencer” (auf Comte oder Herbert Spencer zurückrevidiert), una especie de sociología burguesa que estudia leyes trans-históricas que excluyen toda actividad humana. Y Rudas se ubica como un observador “científico” del curso objetivo, regido por leyes, de la historia, con lo cual puede “anticipar” los acontecimientos revolucionarios. Ambos consideran digno de investigación científica sólo aquello que esté libre de toda participación por parte del sujeto histórico. A su vez, ambos rechazan, en nombre de esta ciencia “marxista” (en realidad, positivista) cualquier intento de acordar “un papel activo y positivo a un momento subjetivo de la historia”.[5]

La guerra contra el subjetivismo, dice Lukács, es la bandera bajo la cual el oportunismo justifica su rechazo a la dialéctica revolucionaria: fue utilizado por Bernstein contra Marx y por Kautsky contra Lenin. En nombre del anti-subjetivismo, Rudas desarrolla una concepción fatalista de la historia que sólo incluye “las condiciones objetivas”, pero no deja lugar para la decisión de los agentes históricos. En un artículo de Inprekor contra Trotsky -criticado por Lukács en SyD– Rudas sostiene que la derrota de la revolución húngara en 1919, se debió solamente a las “condiciones objetivas” y no a los errores de la dirigencia comunista. Menciona tanto a Trotsky como a Lukács, como ejemplos de una concepción política unilateral que enfatiza demasiado la importancia de la conciencia de clase proletaria.[6]

En tanto que rechaza la acusación de “idealismo subjetivo”. Lukács no se retracta de su punto de vista subjetivo y voluntarista: en los momentos decisivos de la lucha “todo depende de la conciencia de clase, de la voluntad conciente del proletariado”, es decir, del componente subjetivo. Naturalmente existe una interacción dialéctica entre sujeto y objeto en el proceso histórico, pero en el momento (Augenblick) de la crisis, le da una dirección a los hechos, en forma de conciencia y práctica revolucionaria. Con su actitud fatalista, Rudas ignora la praxis y desarrolla una teoría del “seguidismo” pasivo que considera que la historia es un proceso “que tiene lugar independientemente de la conciencia humana”.

¿Qué es el leninismo -se pregunta Lukács- sino la insistencia permanente sobre “el rol activo y conciente del momento subjetivo”? ¿Cómo podría uno imaginarse “sin esta función del momento subjetivo” el concepto de Lenin de la insurrección como un arte? La insurrección es precisamente el Augenblick, la instancia del proceso revolucionario donde “el momento subjetivo tiene una predominancia decisiva (ein entscheidendes Übergewicht)“. En esa instancia, el destino de la revolución, y por lo tanto el de la humanidad “depende del momento subjetivo”. Esto no significa que los revolucionarios debieran “esperar” la llegada de este Augenblick: no hay ningún momento en el proceso histórico, donde la posibilidad de un rol activo de los momentos subjetivos esté completamente ausente.[7]

En este contexto, Lukács enfoca sus herramientas críticas contra una de las principales expresiones de esta concepción positivista, “sociológica”, contemplativa, fatalista y objetivista de la historia (chvostistich en la terminología de SyD): la ideología del progreso. Rudas y Deborin creen que el proceso histórico es una evolución mecanicista que fatalmente lleva a la próxima etapa. Se concibe la historia de acuerdo con los dogmas del evolucionismo, como un avance permanente, un progreso sin fin: la etapa siguiente en el tiempo, es necesariamente superior en todos los aspectos. Sin embargo, desde un punto de vista dialéctico, el proceso histórico “no es ni evolucionista ni orgánico”, sino que es contradictorio; se desarrolla espasmódicamente en avances y retrocesos.[8] Desafortunadamente Lukács no desarrolla estos conceptos que apuntan hacia un corte radical con la ideología del progreso inevitable, tan común en el marxismo de la Segunda y -después de 1924- de la Tercera Internacional.

Otro aspecto importante relacionado a la batalla contra la degradación positivista del marxismo es la crítica que Lukács hace en la segunda parte del ensayo, contra las opiniones expresadas por Rudas sobre la tecnología y la industria como un sistema “objetivo” y neutral de “intercambio entre los seres humanos y la naturaleza”. Esto significaría, objeta Lukács, ¡que existe una identidad esencial entre la sociedad capitalista y la socialista! Desde su punto de vista, la revolución debe cambiar no sólo las relaciones de producción sino que también debe revolucionar en gran medida las formas concretas de la tecnología y la industria que existen en el capitalismo, dado que están íntimamente ligadas a la división capitalista del trabajo. En ese aspecto, Lukács también estaba muy adelantado a su época, pero no desarrolla su sugerencia en su ensayo.[9]

Casualmente, existe una analogía llamativa entre algunas de las formulaciones de Lukács en SyD (la importancia del Augenblick revolucionario, la crítica a la ideología del progreso, el llamado a una transformación radical de la infraestructura técnica) y las últimas reflexiones de Walter Benjamin.

Unos pocos meses después de escribir Seguidismo y dialéctica -en todo caso, menos de un año- Lukács escribió el ensayo “Moses Hess y los problemas de la Dialéctica Idealista”

(1926) que exhibe una perspectiva político-filosófica radicalmente diferente. En este texto brillante, Lukács celebra la “reconciliación con la realidad” de Hegel, como prueba de su “grandioso realismo” y su “rechazo de todas las utopías”. En tanto que este realismo le permite comprender “la dialéctica objetiva del proceso histórico”, el utopismo moralista y el subjetivismo de Moses Hess y los hegelianos de izquierda no llevaba a ninguna parte. Como traté de demostrar en otro lado, este ensayo proporciona la justificación filosófica de Lukács mismo en su “reconciliación con la realidad”, es decir con la Unión Soviética estalinista, que implícitamente representaba “la dialéctica objetiva del proceso histórico.”[10] Poco después, en 1927, cuando Lukács, quien todavía había citado favorablemente a Trotsky en un ensayo que apareció en junio de 1926, publica su primer texto “anti-trotskista” en Die Internationale, el órgano teórico del Partido Comunista Alemán.[11]

¿Cómo explicar este giro repentino entre 1925 y 1926, que llevó a Lukács del subjetivismo revolucionario hacia la “reconciliación con la realidad”? Probablemente la sensación de que la ola revolucionaria de 1917 a 1923 había sido derrotada en Europa y que todo lo que quedaba era el “socialismo en un solo país” soviético. Lukács no estaba solo en sus conclusiones: muchos otros intelectuales comunistas siguieron el mismo razonamiento “realista”. Solo una minoría -entre ellos por supuesto, León Trotsky y sus seguidores- siguieron siendo fieles a la esperanza internacionalista y revolucionaria de Octubre. Pero esa es otra historia.

En conclusión: a pesar de sus defectos, Seguidismo y dialéctica es un documento fascinante, no sólo desde el punto de vista de la biografía intelectual de Lukács, sino también en su actualidad teórica y política presente, como antídoto poderoso a los intentos de reducir al marxismo o a la teoría crítica a una mera observación “científica” del curso de los eventos, a una descripción “positiva” de los altibajos de la coyuntura económica. Más aún, dado su énfasis en la conciencia y la subjetividad, por su crítica a la ideología del progreso lineal y por su comprensión de la necesidad de revolucionar el aparato técnico-productivo imperante, parece llamativamente adecuado a las cuestiones que hoy en día se discuten en el movimiento internacional radical contra la globalización capitalista.

Notas:
[1]La revisión crítica de Lukács a la Teoría del Materialismo histórico de Bujarin se publicó en el Archiv für die Geschichte des Sozialismus und der Arbeiterbewegun de Grünberg en 1925.
[2] En mi ensayo sobre Lukács (de 1979) yo escribía: “Podemos notar que las dos críticas mejor conocidas, es decir las de Rudas y Deborin, se ubicaban firmemente sobre la base del materialismo pre-dialéctico. Deborin usa numerosas citas de Plejanov para demostrar de que el materialismo se origina justamente en el ‘materialismo naturalista’ tan criticado por Lukács. En tanto Rudas compara las leyes marxistas sobre la sociedad con la ley de la evolución de Darwin y llega a una conclusión sorprendente: la de que el marxismo es una ‘pura ciencia de la naturaleza'” (M.Lowy, Georg Lukács – From Romanticism to Bolshevism, London, New Left Books, 1979, pág. 169).
[3] Por ejemplo: “Rosa Luxemburg percibía muy correctamente que ‘la organización es un producto de la lucha’. Solamente sobreestimó el carácter orgánico de este proceso:
{…}”. (G. Lukács, Geschichte un Klassenbewusstsein, Berlin, Luchterhand, 1968, pág.
494). Yo traté de analizar esta síntesis en Georg Lukács, pág. 185
[4] G. Lukács, GuK pág. 256.
[5] G. Lukács, Tailism and the dialectics, London, Verso, 2000, pág. 50, 135, 137. Cf. el original en alemán Chvostismus und Dialektik, Budapest, Aron Verlag, 1996, pág. 9.
[6] En un comentario muy atinado, John Ree dice que Rudas y Deborin se encuentran en continuidad directa con el marxismo de la Segunda Internacional , positivista y determinista: “En la mente de Rudas, Trotsky y Lukács están ligados, porque ambos resaltan la importancia del factor subjetivo en la revolución. Rudas se perfila como el defensor de las ‘condiciones objetivas’ que garantizaban que la revolución estaba destinada a fracasar. Es llamativa la similitud con la reseña de Karl Kautsky de Marxismo y Filosofía de Korsch, donde atribuye el fracaso de la revolución alemana, justamente a estas condiciones objetivas, lo cual es un notable testimonio sobre la persistencia del marxismo vulgar en la emergente burocracia estalinista”. (“Introducción” a SyD, pag. 24-25).
[7] G. Lukács, SyD, pág. 48, 54-58, 62. Cf. Chvostismus und Dialektik, pág. 16. El subrayado está en el original. Por supuesto que este argumento está principalmente desarrollado en el primer capítulo de la primera parte de este ensayo, que lleva como título explícito “Subjetivismo”; pero se lo puede encontrar también en otras partes del documento.
[8] SyD pág. 55, 78, 105
[9] SyD pág. 134-135
[10] M. Lowy, Georg Lukács págs. 194-198. La traducción al inglés del ensayo de Lukács sobre Hess se la puede hallar en sus Political Writings 1919-1929, London, New Left Books, 1972, págs. 181-223.
[11] El artículo de 1926 es “L’art pour l’art und proletarische Dichtung”, Die Tat 18.3, junio 1926 que cita favorablemente la crítica de Trotsky al Proletkult. El texto de 1927 es “Eine Marxkritik im Dienste des Trotzkismus, Rez. Von Max Eastman: Marx, Lenin and the Science of Revolution”, Die Internationale, X.6, 1927.
Fuente: Revista Herramienta Nº 34, marzo de 2007