La izquierda debería recuperar el sentido original del concepto de «reformismo»: no como conjunto de reformas al capitalismo para volverlo «más humano», sino como forma de avanzar hacia el socialismo.
Javier Balsa
Más de cien años separan nuestro presente de los primeros interrogantes
a propósito de la estrategia política de la izquierda en contextos de
democracias representativas, iniciados por Engels y continuados por Gramsci.
Pero la pregunta continúa: ¿cómo disputar, desde la izquierda, la dirección de
la sociedad? Aquí van algunas ideas.
Este artículo forma parte de la serie
«La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista
Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.
En marzo de
2024, una veintena de interesados e interesadas en la obra de Antonio Gramsci
de Brasil, Chile, Colombia, Cuba, México y Argentina nos reunimos una semana en
una isla del Delta del Paraná a debatir sobre distintas cuestiones teóricas
presentes en sus escritos y su utilidad para dar cuenta de la compleja realidad
actual, en el marco del III
Taller-Escuela Latinoamericano de Estudios Gramscianos. Me tocó el
desafío de hacer una breve exposición para abrir la acalorada discusión sobre
cuál es el aporte de Gramsci para diseñar la estrategia política actual.
El
texto de esa exposición, que además recogió algunos de los planteos que
surgieron entonces, acaba de ser publicado en Cuadernos
Marxistas (Balsa, 2024a). El presente artículo reproduce esencialmente
esa publicación, con el agregado de algunas reflexiones adicionales que me
surgieron a partir de la reciente lectura del número 10 de Jacobin, ya que varias de sus notas se centran en cuestiones muy cercanas
a las tratadas en aquella exposición.
El
debate sobre la estrategia política adquiere nuevas urgencias en un contexto de
avance de la ultraderecha y, en particular, ante el efecto desmoralizador que
puede generar en la militancia su acceso al control del Estado y la concreción
de sus políticas. Se abre un escenario en el que es necesario combinar la
resistencia con la disputa de la hegemonía, de modo de evitar volver a la
situación de derrota de los años noventa cuando, en la mayoría de los países,
toda disputa electoral se daba al interior de la hegemonía neoliberal y las
acciones de resistencia no lograban articularse con propuestas que se
presentaran capaces de dirigir la sociedad.
Evitar
esta disociación es lo que permitirá potenciar el espíritu resistente y, a la
vez, debilitar la posibilidad de que se imponga una hegemonía del proyecto
ultra neoliberal autoritario. Es que, justamente, es la visualización de
proyectos alternativos lo que no solo potencia las actitudes resistentes, sino
que también reduce, recursivamente, la viabilidad económica del programa
dominante (Balsa, 2022a). Pero para poder articular estos dos planos
—resistencia y disputa de la hegemonía— precisamos recuperar la tradición de un
debate franco y claro sobre la estrategia política, que permita que toda la
militancia entienda qué se está procurando lograr.
El
debate sobre la estrategia de la izquierda podría decirse que fue inaugurado
por Marx en La lucha de
clases en Francia, 1848-1850 y El 18
Brumario de Luis Bonaparte. Sobre todo en el segundo texto, Marx insiste en
que la carencia de claridad conceptual condujo a la falta de una estrategia
consciente. Cuando escribe que los hombres hacen su historia «bajo aquellas
circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y transmite el
pasado», no se está refiriendo a las condiciones materiales de existencia
(como, lamentablemente, muchos analistas han interpretado erróneamente y
empleado en forma distorsionada).
Por
el contrario, la frase se continúa con el planteo de que «la tradición de todas
las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».
Por lo tanto, cuando se disponen a hacer la revolución «conjuran temerosos en
su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas
de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y ese lenguaje
prestado, representar la nueva escena de la historia universal» (Marx, 1852:
10). Fue este desfasaje semiótico —y, por lo tanto, conceptual— lo que impidió
a los hombres hacer verdaderamente su historia. En El dieciocho Brumario se observa que Marx ha tomado
conciencia de que los intereses de las clases no emergen de forma automática,
ni siquiera son develados por la mera lucha política, sino que es
imprescindible la lucha ideológica y la reflexión autocrítica sobre las
experiencias políticas[1].
Casi
todos los «clásicos» del marxismo estuvieron preocupados y ocupados en pensar,
escribir y tratar de concretar las mejores estrategias, analizando los cambios
en los contextos y la necesidad de rediseñarlas en consecuencia. Así
estimularon el debate público sobre la estrategia, pues concibieron la
emancipación como obra de los propios subalternos y subalternas, y no como un arte
reservado a la dirigencia.
Sin
embargo, durante el siglo XX, una serie de factores fueron reduciendo este
debate hasta casi hacerlo desaparecer. Incluso los avances en la capacidad de
disputar la hegemonía que se lograron durante el siglo XXI —en particular en
América Latina—, carecieron de un correlato en términos de reflexión sobre la
estrategia socialista. Ya en 2009 Emir Sader señalaba tempranamente este
déficit y alertaba de los problemas que podía conllevar. Este artículo procura
aportar algunos elementos a este necesario debate, desde una perspectiva que
recupera especialmente las reflexiones de Antonio Gramsci.
De la «revolución permanente» a
lucha en el marco de la democracia representativa
La
recuperación del pensamiento gramsciano no es casual ni un capricho. Por el
contrario, se debe a que gran parte de las reflexiones contenidas en los Cuadernos de la cárcel tienen
como motivación el repensar la estrategia en el contexto de la dominación
hegemónica que la burguesía había ido imponiendo desde fines del siglo XIX en
Europa central y occidental. Se trata este de un tipo de dominación que hoy se
ha expandido a buena parte del mundo; de allí la vigencia del aporte
gramsciano.
Esta
dominación se basó en la progresiva concreción de demandas «democráticas» (en
general a través de «revoluciones sin revolución», tal como lo analiza
Gramsci), de modo que, al menos para los países centrales, la estrategia de la
«revolución permanente» quedaba desactualizada. Esta consistía en prolongar la
revolución burguesa hacia una revolución socialista, tal como la habían
sistematizado Marx y Engels en 1850: frente al deseo de «la democrática pequeña
burguesía» de «que la revolución terminase tan pronto ha visto sus aspiraciones
más o menos satisfechas», propusieron «hacer la revolución permanente,
mantenerla en marcha hasta que todas las clases poseedoras y dominantes sean
desprovistas de su poder, hasta que la maquinaria gubernamental sea ocupada por
el proletariado». Para ello recomendaban «actuar de tal manera que la
excitación revolucionaria no desaparezca inmediatamente después de la
victoria», y finalizaban el texto proponiendo que el «grito de guerra debe ser:
“La Revolución permanente”» (Marx y Engels, 1850).
Este
planteo fue luego retomado por León Trotsky en su formulación de la estrategia
para la Rusia de comienzos de siglo: como, a pesar de ser una revolución
burguesa (por «sus tareas objetivas inmediatas»), era muy probable que se
instaurara el «dominio político del proletariado», este desde el poder impulsaría
«su revolución socialista» (Trotsky, 1906: 44). En 1919 sistematizó aquella
idea: «el proletariado, pues, llegado al poder, no debe limitarse al marco de
la democracia burguesa sino que tiene que desplegar la táctica de la revolución permanente», lo cual significaba «anular los
límites entre el programa mínimo y el máximo» (Trotsky, 1919: 103). Más tarde,
resumió: «La revolución democrática se transforma directamente en socialista,
convirtiéndose con ello en permanente» (1929: 169).
En
líneas generales, los procesos revolucionarios del siglo XX desplegaron primero
revoluciones antidictatoriales, democráticas o anticoloniales que empalmaron
rápidamente en revoluciones que manifestaban tender al socialismo (Rusia,
China, Vietnam, Cuba, Angola, Mozambique y Nicaragua, entre otros). De modo que
se aproximarían a la dinámica de la «revolución permanente», más allá que
predominaran enunciaciones más vinculadas con la idea leninista de la
«dictadura democrática de obreros y campesinos».
Gramsci
reconoce que, en el caso ruso, la corriente leninista terminó aplicando «de
hecho», en forma «adaptada al tiempo y al lugar», la estrategia propuesta por
Trotsky (Gramsci, 1999: tomo 5: 406 [CC19§24]). En la mayoría de las
experiencias revolucionarias, la forma de acceso al poder se basó en un esquema
insurreccional, con mayor presencia de masas o con papeles más activos de
vanguardias armadas.
Sin
embargo, esta estrategia no ha tenido ningún éxito en los países en los que se
instauró una democracia representativa en los marcos de la dominación burguesa.
Como destaca Martín Mosquera en el #10 de Revista Jacobin, «la idea de una insurrección armada
contra el gobierno nunca logró más que un apoyo muy minoritario en la clase
trabajadora, incluso en momentos de intensa agitación social». Y agrega que el
problema no ha quedado reducido a los países centrales: la «progresiva
“occidentalización” del mundo», apunta, volvió necesario
formular un enfoque
estratégico que se corresponda con un mundo donde mayoritariamente se consolidó
un Estado complejo y ramificado en la sociedad civil, en el que la burguesía
tiene una fuerza social muy superior a la de los países que vivieron triunfos
revolucionarios (Rusia, China, Vietnam, Cuba), en el que prevalece un contexto
de legalidad para la lucha política e impera la democracia liberal como
mecanismo de metabolización estatal de demandas.
Tempranamente,
Engels, y luego Gramsci, reflexionaron sobre el cambio en las condiciones
objetivas y subjetivas que había quitado vigencia a la «revolución permanente».
Se habían satisfecho buena parte de las demandas «democráticas» —al menos las
más formales— y esto dificultaba las estrategias insurreccionales. Sin embargo,
se abría la posibilidad de usufructuar la contradicción que Marx había
planteado entre sufragio universal y dominación burguesa (más allá de que
también había descripto a la república parlamentaria como la mejor forma de
organizar esta dominación).
Es
que el régimen parlamentario estimula la discusión y la apelación a la opinión
pública, lo cual favorecería la toma de conciencia de los sectores populares;
además, el sufragio universal le «otorga la posesión del poder político a las clases
cuya esclavitud social viene a eternizar: al proletariado, a los campesinos, a
los pequeños burgueses. Y a la clase cuyo viejo poder social sanciona, a la
burguesía, la priva de las garantías políticas de este poder» (Marx, 1850: 87).
De todos modos, Marx también advertía sobre las derivas autoritarias a las que
se podía dar lugar con el empleo de los plebiscitos, tal como luego se repitió
a lo largo del siglo XX (Balsa, 2019b).
Una
primera elaboración sobre estas nuevas formas de dominación y la necesidad de
reformular la estrategia socialista la realizó Friedrich Engels en 1895 en su
«Introducción» a La lucha de
clases en Francia, 1848-1850. Juan Carlos Portantiero (1987:
24-25) afirma que este texto fue un verdadero parteaguas, la primera reflexión
autocrítica sobre las expectativas revolucionarias y un examen de las
modificaciones producidas por la presencia organizada de las masas, al tiempo
que la conquista de la ciudadanía las interiorizaba en el Estado, que así
perdía su exterioridad frente a ellas.
En
este sentido, Engels planteaba que ya había pasado «la época de los ataques por
sorpresa, de las revoluciones hechas por pequeñas minorías conscientes a la
cabeza de las masas inconscientes». Por el contrario, postulaba que para que
ocurriese «una transformación completa de la organización social» tenían que
«intervenir directamente las masas, tienen que haber comprendido ya por sí
mismas de qué se trata, por qué dan su sangre y su vida». Y para que esto
ocurra era necesario un trabajo ideológico profundo, tal como se estaba
haciendo, con gran éxito, en la Alemania de esos años. Y pronosticaba que, «si
este avance continúa, antes de terminar el siglo habremos conquistado la mayor
parte de las capas intermedias de la sociedad, tanto los pequeños burgueses
como los pequeños campesinos y nos habremos convertido en la potencia decisiva
del país, ante la que tendrán que inclinarse, quieran o no, todas las demás
potencias».
Pero
cabe advertir que no pensaba que la burguesía iba a ceder amablemente su lugar
dominante. Muy probablemente respondería con «la ruptura de la Constitución, la
dictadura, el retorno al absolutismo», ante lo cual, al romperse «el contrato»
queda legitimado el uso de la fuerza (Engels, 1895: 35-39). Engels hacía un
cuidadoso análisis sobre la no conveniencia de avanzar prematuramente en esta
vía insurreccional, pues las condiciones militares habían cambiado
sustancialmente en relación a mediados del siglo XIX, tanto en términos
armamentísticos como ideológicos por la división del «pueblo».
Si
a mediados del siglo, «el soldado […] veía detrás de [la barricada] al
“pueblo”», para 1895, los uniformados veían a «rebeldes, a agitadores, a
saqueadores, a partidarios del reparto, a la hez de la sociedad», por lo cual
«la barricada había perdido su encanto» y también su efectividad
político-militar, pues los soldados ya no se sentían inhibidos de cargar contra
ellas (Engels, 1895: 29). Se observa su conciencia de las dificultades que un
discurso exclusivamente centrado en la clase obrera tenía para garantizar su
triunfo insurreccional: «el “pueblo” aparecerá, pues, siempre dividido, con lo
cual faltará una formidable palanca, que en 1848 fue de una eficacia extrema»
(Engels, 1895: 29).
Toda
esta recontextualización de la estrategia política conducía a Engels a
privilegiar la lucha ideológica y la capacidad de la dinámica política
parlamentaria y de incidencia en la opinión pública que se le abría a la
izquierda, buscando evitar entrar en provocaciones y deslizarse hacia la lucha
militar. Podría interpretarse que Engels había revisado su posición sobre la
democracia contenida en la carta a Bebel de 1884, o al menos sobre lo que
denominaba la «democracia pura» que podía ser usada como «la tabla de
salvación» de «toda la masa reaccionaria», pues, entonces pensaba que «no puede
esperarse que en el momento de la crisis tengamos ya la mayoría del electorado,
y, en consecuencia, toda la nación en nuestro apoyo» (Engels, 1884).
Un
detalle: en 1921 Lenin (1921: 361) hará referencia a esta carta para justificar
la represión a la rebelión de Kronstadt. Sin embargo, la cuestión más general
de la lucha ideológica como elemento central de la estrategia política, por
encima de las luchas por las reivindicaciones inmediatas y también como forma
de articularlas en favor de la disputa por la dirección de la sociedad había
sido destacada tempranamente en su ¿Qué hacer?
Lucha ideológica y hegemonía en
Lenin
Frente
a la falta de estrategia del economicismo (que pensaba en una articulación
cuasi-automática entre lucha sindical y lucha revolucionaria), Lenin insistió
en la necesidad de una lucha política que construya subjetividades
revolucionarias. En este sentido, considero completamente equivocado el planteo
de Laclau y Mouffe (1987: 62-63) de que la idea leninista de hegemonía se
reducía a una mera alianza de clases que no afectaba la identidad de sus
componentes.
Todo
lo contrario: Lenin propuso no solo un proceso de articulación de demandas,
sino que, además, sugirió que los militantes socialdemócratas se insertasen en
las distintas organizaciones populares, las liderasen y concientizasen acerca
de la necesidad de estas articulaciones y, sobre todo, de que sintiesen (reparar el plano del sentir, tan importante luego para Gramsci) todas las
luchas como parte de una confrontación global contra la autocracia instalando
«la idea de que es todo el régimen político el que es malo» (Lenin, 1902:
457-458). Su propuesta era que
el obrero más atrasado
comprenderá o sentirá que el estudiante el miembro de una secta, el mujik y el
escritor son vejados y atropellados por esa misma fuerza tenebrosa, que tanto
lo oprime y lo sojuzga a él en cada paso de su vida, y al sentirlo así
experimentará deseos incontenibles de reaccionar y entonces, sabrá organizar
hoy una batahola contra los censores, mañana una manifestación ante la casa del
gobernador que haya sofocado un alzamiento de campesinos, pasado mañana dará
una lección a los gendarmes con sotana que desempeñan el papel de la santa
inquisición, etc. (Lenin, 1902: 443-444)
Considero
que aquí corresponde hacer una reflexión en torno a si las demandas son
dirigidas «hacia el poder» o «contra el poder». Laclau, en su respuesta a la
objeción de 2006 de Zizek sobre el hecho de que el populismo siempre está
demandando algo al poder en lugar de tratar de destruir el poder (lo cual
conduce a Zizek a postular la necesidad de evitar «la tentación populista»),
sostiene que esas demandas, en cierta etapa, «pasaron a ser reclamos contra el
orden institucional» (Laclau, 2006: 7-8).
Sin
embargo, en la práctica, las lógicas políticas de los populismos realmente
existentes se centraron más en articular «desde arriba» las demandas que
surgían «desde abajo». Por lo tanto, aunque cuestionaban el poder de las élites
económicas, tuvieron una dinámica que limitó la creatividad y la organización
popular participativa. Pero más allá de esta cuestión del arriba y el abajo, un
programa que se limite a la articulación de «demandas» corre el riesgo de que
solo se centre en las que provengan de los grupos más activos, que son, muchas
veces, minoritarios.
Esto
puede dejar a sectores mayoritarios con la sensación de que «han sido
olvidados» (por ejemplo, el caso de los varones blancos y heterosexuales frente
a este tipo de «progresismo focalizado»), quedando en disponibilidad para la
prédica de la ultraderecha (Dubet, 2020). De allí la necesidad de pensar
proyectos que disputen la hegemonía con una pretensión de universalidad como
horizonte pero también como elemento central de la lucha por la hegemonía.
Es
por estos motivos que creo que hoy, más que la articulación de demandas,
debemos promover la construcción de proyectos concretos desde abajo que den
lugar a la aspiración de características distintas a las de nuestra realidad
(desde el reemplazo de la subordinación a las plataformas capitalistas por
formas cooperativas, hasta el control de los algoritmos de las redes por
comités de usuarios, por mencionar solo dos ejemplos) y que se articulen en un
deseo mayor de un nuevo tipo de sociedad. Y este, me parece, era el espíritu de
la propuesta de Lenin anteriormente citada.
Si
bien en el ¿Qué
hacer? Lenin no empleó el término «hegemonía», sí lo hizo en escritos
posteriores. Y aquí aclaró, como destaca Gianni Fresu (2016: 140), que la
hegemonía no es un pacto, un «mutuo reconocimiento», sino una «lucha», donde se
impone quien «lucha con mayor energía» (Lenin, 1905: 73). De hecho, en este
esquema de disputas por la hegemonía, Lenin, justamente, analizó cómo las
clases «educan» a las otras clases para adaptarlas a su dominación (1911-1912:
420). En esta misma línea, contrapuso una propuesta de izquierda que «excluye la idea de la “hegemonía” de la clase obrera»,
pues «deben limitarse a la lucha económica, dejando la lucha política a los
liberales», a otra propuesta que «deliberadamente define esa misma idea» de
hegemonía contra el economismo (1911-1912: 430).
La lucha por la hegemonía: «guerra
de posiciones» y «guerra de movimientos»
Las
elaboraciones de Gramsci acerca de la estrategia política, sobre todo las
contenidas en los Cuadernos, parece
ser una continuación de las reflexiones de Engels escritas en la «Introducción»
de 1895; aunque nunca hizo referencias explícitas a este texto, seguramente lo
leyó pues era parte central de la literatura socialista de la época. Ahora
bien, Gramsci reflexionó en la cárcel sobre el fracaso de los intentos
revolucionarios de posguerra, pero también sobre la neutralización de la
estrategia de avance por la vía electoral o, mirado desde el lado burgués, de
la capacidad del capitalismo para recomponer su dominación en el contexto de
democracias representativas.
Gramsci
analizó la capacidad de la burguesía para dominar a importantes instituciones
de la «sociedad civil» y mantener su predominio ideológico y teórico sobre los
intelectuales, incluso aquellos «de izquierda». Así, logró conservar niveles de
consenso en torno a la continuidad del capitalismo. Una dominación ideológica
que excede lo meramente político representacional, a la que la reduce Perry
Anderson (1978). Es que, para Gramsci, la cantidad de votos que recoge cada
propuesta
es la manifestación
terminal de un largo proceso en el que la influencia máxima pertenece
precisamente a aquellos que «dedican al Estado y a la nación sus mejores fuerzas»,
pues las ideas y las opiniones no «nacen» espontáneamente en el cerebro de cada
individuo; han tenido un centro de formación, de irradiación, de difusión, de
persuasión, un grupo de hombres o incluso un individuo aislado que las ha
elaborado y presentado en la forma política de actualidad. (Gramsci, 1999, Tomo
5: 70 [CC13§30])
A
partir de estos análisis, Gramsci reformuló la estrategia: no alcanza con
ocupar espacios clave en la sociedad política, sino que hay que disputar
integralmente la hegemonía. Para estar reflexiones retomó los aportes de Lenin
sobre la articulación y la lucha por la hegemonía, y también algunas muy breves
indicaciones suyas acerca de la necesidad de modificar la estrategia política
en Europa central y occidental.
Recordemos
que, en 1920, Lenin había precisado que «lanzar sola a la vanguardia a la
batalla decisiva, cuando toda la clase, cuando las grandes masas no han
adoptado aún una posición de apoyo directo a esta vanguardia o, al menos, de
neutralidad benévola con respecto a ella y no son incapaces por completo de
apoyar al adversario, sería no sólo una estupidez, sino, además, un crimen». Y
sostuvo que para modificar esto «se precisa [estimular] la propia experiencia
política de las masas» (Lenin, 1920: 222-223). Este análisis desembocará en la
propuesta de los «frentes únicos». Gramsci conceptualizó estas modificaciones
en la estrategia en términos de un cambio de la «guerra de maniobras» a la de
«posiciones»:
Me parece que Ilich
[Lenin] comprendió que era preciso un cambio de la guerra de maniobras,
aplicada victoriosamente en Oriente en el 17, a la guerra de posiciones que era
la única posible en Occidente […] Esto es lo que creo que significa la fórmula
del «frente único» […] Solo que Ilich no tuvo tiempo de profundizar su fórmula,
aun teniendo en cuenta que podía profundizarla solo teóricamente, mientras que
la misión fundamental era nacional, o sea que exigía un reconocimiento del
terreno y una fijación de los elementos de trinchera y de fortaleza
representados por los elementos de la sociedad civil, etcétera.
Y,
justo a continuación de esta frase, agregaba una distinción fundamental:
En Oriente el Estado lo
era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente, entre
Estado y sociedad civil había una justa relación y en el temblor del Estado se
discernía de inmediato una robusta estructura de la sociedad civil. El Estado
era solo una trinchera avanzada, tras la cual se hallaba la robusta cadena de
fortalezas y de casamatas; en mayor o menor medida de un Estado a otro, se
comprende, pero precisamente esto exigía un cuidadoso reconocimiento de
carácter nacional. (Gramsci, 1999, tomo 3: 157, [CC7§16])
En
relación a esta diferencia, Gramsci también hizo explícita la influencia del
planteo de Trotsky en el IV Congreso de la Internacional Comunista, cuando
«hizo una comparación entre el frente oriental y el occidental», recogiendo que
la diferencia «se trataría de si la sociedad civil resiste antes o después del
asalto» (Gramsci, 1999, tomo 5: 63 [CC13§24]).
Además,
es probable que también influyera en la teorización gramsciana sobre la
hegemonía (con su insistencia en la cuestión de ser «dirigentes» de las clases
aliadas), la reflexión de Lenin acerca de la necesidad de revisar la relación
política con el campesinado que condujo a promover la NEP: el «proletariado,
como clase dominante» debe «llevar a la práctica las medidas que son necesarias
para dirigir al campesinado, establecer una firme alianza con él» (Lenin, 1921:
356)[2].
La
base de la reflexión gramsciana no se reduce a una cuestión coyuntural de los
años veinte, sino que se ubica en un cambio del tipo de dominación burguesa,
que desde 1870 pasó a basarse en la hegemonía, lo que dejó desactualizada la
estrategia de la «revolución permanente», propia de un período en el cual «no
existían todavía los grandes partidos políticos de masas ni los grandes
sindicatos económicos y la sociedad estaba aún, por así decirlo, en un estado
de fluidez en muchos aspectos», se encontraba el «aparato estatal relativamente
poco desarrollado» y había una «mayor autonomía de la sociedad civil respecto a
la actividad estatal».
Por
eso ahora cobraba vigencia la nueva «fórmula de la “hegemonía civil”», por lo
cual hay que disputar las «organizaciones estatales» y el «complejo de
asociaciones en la vida civil», propias de «la estructura masiva de las
democracias modernas», que se convierten «para el arte político lo que las
“trincheras” y las fortificaciones permanentes del frente en la guerra de
posiciones: hacen solamente “parcial” el elemento del movimiento que antes era
“toda” la guerra, etcétera» (Gramsci, 1999, tomo 5: 22, [CC13§7]).
Además,
en el marco de esta dominación hegemónica, la construcción de subjetividades
mucho más integradas reduce para Gramsci el efecto de las crisis económicas y
también de la «espontaneidad». Por lo cual, sin dejar de reconocer el valor de
los aportes de Rosa Luxembug —de allí que escribiera que «El “librito de Rosa” [Huelga de masas, partidos y sindicatos], más allá
del descuido de los elementos “voluntarios” y organizativos, es uno de los
documentos más significativos de la teorización de la guerra de maniobras
aplicada al arte político» (Gramsci, 1999, tomo 5: 60-61 [CC13§24])—, destacó
Gramsci la persistencia de la «superestructuras de la sociedad civil» frente a
lo que parecen crisis catastróficas (a las que Luxemburg, pero también las
posiciones de la Tercera Internacional frente a la crisis desatada en 1929,
consideraban claves para generar una situación revolucionaria):
al menos por lo que
respecta a los Estados más avanzados, donde la «sociedad civil» se ha vuelto
una estructura muy compleja y resistente a las «irrupciones» catastróficas del
elemento económico inmediato (crisis, depresiones, etcétera); las
superestructuras de la sociedad civil son como el sistema de trincheras en la
guerra moderna. Así como en esta sucedía que un encarnizado ataque de
artillería parecía haber destruido todo el sistema defensivo adversario pero
por el contrario sólo había destruido la superficie externa, y en el momento
del ataque los asaltantes se encontraban frente a una línea defensiva todavía
eficaz; ni las tropas asaltantes, por efecto de la crisis, se organizan
fulminantemente en el tiempo y en el espacio, ni mucho menos adquieren un
espíritu agresivo; a su vez los asaltados no se desmoralizan ni abandonan las
defensas, aunque se encuentren entre ruinas, ni pierden la confianza en su
propia fuerza y en su futuro. (Gramsci, 1999, tomo 5: 62 [CC13§24])
Para
Gramsci resultaba central la batalla ideológica, y propuso una estrategia muy
diferente de la que, unos años más tarde, plantearía Trotsky en su Programa de transición. Aquí el eje estaba centrado en la
caracterización de que las iniciativas revolucionarias eran bloqueadas por los
aparatos burocráticos de la dirección proletaria, por «cobardes» o «traidores».
Repárese que Gramsci evitó centrarse en la idea de «traición», lo cual tiene la
ventaja de que le permitió eludir la consiguiente necesaria explicación de
porqué las masas continuaran siguiendo a los «traidores», como planteó Adam
Przeworski (1990: 13).
En
cambio, para Trotsky, «solo la lucha, con independencia de sus resultados
concretos inmediatos, puede hacer que los trabajadores lleguen a comprender la
necesidad de liquidar la esclavitud capitalista» (Trotsky, 1938: 18). Es decir,
el eje no estaría centrado en la disputa ideológica, sino en impulsar la lucha,
de forma de estimular la percepción de la incapacidad de concretar una serie de
demandas existentes («un conjunto de reivindicaciones
transitorias, basadas en las condiciones y en la conciencia actual de amplios
sectores de la clase obrera») y lograr así, por la propia incapacidad de
concretarlas, la toma de conciencia de la necesidad del socialismo para poder
hacerlo.
Reaparece,
por detrás de esta línea argumental, una cierta desvalorización de la lucha
ideológica, que también estaba en su Historia de
la revolución rusa, donde planteaba que «el rezagamiento crónico en que se hallan
las ideas y relaciones humanas con respecto a las nuevas condiciones objetivas,
hasta el momento mismo en que éstas se desploman catastróficamente, por decirlo
así, sobre los hombres, es lo que en los períodos revolucionarios engendra ese
movimiento exaltado de las ideas y las pasiones» (Trotsky, 1932, tomo I: 26).
Por lo cual la clave, como lo retoma Matías Maiello, sería que existieran,
«llegado el momento de aquellos grandes choques históricos», «partidos
revolucionarios con la suficiente fortaleza para aprovechar políticamente esas
situaciones y evitar que la energía desplegada por las masas se disipe en torno
a variantes reformistas o caiga en la impotencia frente a los golpes de la
reacción» (Maiello, 2022: 26).
La
idea implícita es que los partidos revolucionarios poco aportarían hasta ese
momento. Como critica Rolando Astarita (1999: 9): la estrategia se basa en «la
idea de que la movilización de masas tiende a superar todos los obstáculos los
políticos e ideológicos». Maiello, en su valioso libro de 2022 dedicado a
recuperar el debate sobre la estrategia, ha realizado un interesante esfuerzo
por retomar la perspectiva elaborada por Trotsky en su Programa de transición. Una de sus sistematizaciones
más importantes es la de destacar la necesidad de las formas democráticas
soviéticas, ya que serían estas formas de organización política participativas
las que permitirían ir procesando colectivamente las vicisitudes de los
intentos de implementación de las consignas transicionales. Sin embargo, su
texto de 2024 podría leerse como cierta corrección a algunos de los planteos
contenidos en su libro, porque destaca la importancia de la lucha ideológica.
En
la actualidad, frente a una profunda crisis subjetiva de la clase trabajadora
asistimos, tal como apunta Henrique Canary en el #10 de Revista Jacobin, a un cierto «mesianismo
ultraizquierdista», consistente en reemplazar este factor subjetivo por la
«simple existencia de un núcleo revolucionario activo», con la idea errada de
que las masas tarde o temprano sabrán reconocer su mérito. Esta posición «se
distribuye democráticamente entre todas las corrientes del marxismo, incluyendo
diversas aglomeraciones estalinistas que actúan precisamente sobre la base del
principio de la “crisis de dirección”», y genera, como su reverso, el apoyo
acrítico a «cualquier proceso de lucha o levantamiento, independientemente de
su dirección, programa, sentido y estrategia. Todo se justifica porque la
entrada en escena de las masas sería el único factor determinante».
En
Gramsci, en contraste con Trotsky, el trabajo ideológico de masas es
insoslayable. Cabe aclarar que no se reduce a una batalla meramente cultural,
desplegada independientemente de la lucha política y de un sentido de
transformación social más profunda. Es que, sin estos dos elementos, todo
avance progresista-cultural puede terminar siendo fagocitado por la dinámica
mercantilizadora del capitalismo. Resulta imprescindible pasar del momento
defensivo de los intereses corporativo-económicos, al momento en disputar la
hegemonía, lo que implica que «se alcanza la conciencia de que los propios
intereses corporativos […] pueden y deben convertirse en intereses de otros
grupos subordinados». Así, «las ideologías» «se convierten en “partido”», «situando
todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no en el plano
corporativo sino en un plano “universal”, y creando así la hegemonía de un
grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados» (Gramsci,
1999, Tomo 5: 36-37 [CC13§17]). Resulta clave, aunque problemática, la cuestión
de la «universalización», pues es lo que tiende a invisibilizar el componente
clasista de todo proyecto hegemónico, cuestión que hemos abordado en otro
trabajo (Balsa, 2022a).
Partidos, participación y pluralismo
Obsérvese
que Gramsci, en su formulación del pasaje a la lucha por la hegemonía, ha
debido incluir al «partido» en su argumentación (ausente en la redacción
original de este párrafo contenida en el Cuaderno 4§38). Un partido que es
pensado como un «nuevo príncipe» y que constituye el «intelectual orgánico» del
proletariado. Jodi Dean (2022) ha actualizado esta cuestión a partir del auge
de las «multitudes» que ha tenido lugar en las últimas décadas, al tiempo que
señala que cierta izquierda, crítica de la forma-partido y con una idealización
del individuo, ha obstaculizado que estas movilizaciones masivas se
transformaran en un pueblo politizado. De allí que, para Dean, solo el partido
puede ofrecer una estructura organizativa y, también, afectiva que rompa la
captura del sujeto en las redes del capitalismo comunicativo, ofreciendo la
posibilidad de la construcción de un futuro colectivo y popular.
En
el caso de América Latina hemos podido observar dos interesantes fenómenos en
este sentido. Por un lado, los ciclos de movilizaciones populares masivas han
logrado traducirse, directa o indirectamente, en fuerzas políticas que
disputaron la hegemonía a las fuerzas neoliberales. La resistencia al
neoliberalismo de los años noventa del siglo pasado no quedó en una mera
agitación multitudinaria, sino que partidos o frentes políticos (que retomaban,
en varios sentidos, los reclamos) se propusieron para disputar la dirección del
Estado y de la sociedad y lograron triunfos electorales que les permitieron
acceder al poder ejecutivo.
Sin
embargo, por otro lado, en la mayoría de los casos, no canalizaron el
despliegue de una participación popular que se organizara en la forma de
partidos democráticos de masas. De modo que no se estructuró una organización
de militantes capaces de decidir los rumbos (en particular dando más
profundidad y persistencia los procesos de cambio), ni capaz de defender
eficazmente a los gobiernos cuando fueron golpeados por las derechas (aunque,
en la mayoría de los casos, lograron reaccionar y retornar al poder estatal)[3].
Borriello y
Jager también destacan el «hiperliderazgo» al que la izquierda
populista se habría rendido y los problemas que esto trajo a estas mismas
fuerzas políticas, con la sustitución de la mediación y la consiguiente
«desintermediación» contribuyendo al proceso iniciado en los noventa de la
instauración de un sistema de partidos cada vez más fluidos y con disciplinas
internas muy débiles. Para estos autores, la actual crisis de la mayoría de
estos partidos populistas de izquierda marcaría los límites de estas propuestas
que no solo se encontraron con techos electorales inquebrantables y
limitaciones para llevar adelante un programa diferenciado del de los partidos
socialdemócratas con quienes finalmente se aliaron, sino con generalizadas
crisis internas y una escasa capacidad para resolver las mismas. Pero este
fenómeno de rupturas y dispersiones no es solo patrimonio de la izquierda
populista: como señala Gloria Trogo —también en el último número
de Jacobin— esta es una
problemática que recorre también a la izquierda anticapitalista de la mayoría
de los países, a la que le ha faltado «construir acuerdos programáticos y
sólidos sobre el modo de saldar las eventuales diferencias».
La
centralidad del partido en la disputa por la hegemonía condujo a Gramsci a
formular algunas advertencias acerca del peligro de una deriva hacia un «centralismo
burocrático». Una primera manifestación de esta preocupación la encontramos en
la carta que enviara a Togliatti para ser entregada al Partido Comunista de la
URSS (PCUS). Gramsci señalaba que estaba más cerca de la posición mayoritaria,
en particular porque presentaba una perspectiva hegemónica capaz de integrar al
campesinado, cuestión que ya le parecía central: «el proletariado no puede
llegar a ser clase dominante si no supera esa contradicción con el sacrificio
de sus intereses corporativos, no puede mantener la hegemonía y su dictadura si
no sacrifica, incluso cuando ya es dominante, esos intereses inmediatos a los
intereses generales y permanentes de la clase», y para ello debía incluir a los nepman, campesinos «con todos los bienes de la tierra a su disposición»
(Gramsci, 1926: 206).
Sin
embargo, Gramsci no dejaba de mencionar que «los camaradas Zinoviev, Trotski y
Kamenev […] han sido nuestros maestros» y que «creemos estar seguros de que la
mayoría del Comité Central de la URSS no desea supervencer en esa lucha, sino
que está dispuesta a evitar las medidas excesivas» (1926: 205-206). Para Manuel
Sacristán, «frases como esta motivaron probablemente las reservas de Togliatti
respecto de esta carta» y, por lo tanto, nunca la entregó al PCUS. Los Cuadernos advertían, en términos generales, de
los peligros de la fetichización de la forma partido que anulaba toda la
relación dialéctica entre intelectuales-masa:
si cada uno de los
componentes individuales piensa el organismo colectivo como una entidad extraña
a sí mismo, es evidente que este organismo no existe ya de hecho, sino que se
convierte en un fantasma del intelecto, en un fetiche […] este modo de pensar […]
es común para una serie de organismos, desde el Estado a la Nación, los
Partidos políticos, etcétera. Es natural que suceda con la Iglesia […] anular
todo rastro de democracia interna […] Lo que causa asombro, y es
característico, es que el fetichismo de esta especie se reproduce por
organismos «voluntarios», de tipo no «público» o estatal, como los partidos y
sindicatos [produciendo] una actitud crítica exterior del individuo con
respecto al organismo (si la actitud no es de una admiración entusiasta acrítica).
En todo caso una relación fetichista. (Gramsci, 1999, Tomo 5: 190-191
[CC15§13])
Esta
cuestión de la real participación del conjunto en la dinámica democrática del
partido no es solo planteada por cuestiones éticas, sino también porque es la
única manera de que surja una línea correcta. Así, en el Cuaderno 16, responde
a la pregunta de «quién deberá decidir que una determinada conciencia moral es
la que más corresponde a una determinada etapa de desarrollo de las fuerzas
productivas», planteando que «nacerán del mismo choque de los pareceres
discordes, sin “convencionalidad” y “artificio” sino “naturalmente”», pues
«ciertamente no se puede hablar de crear un “papa” especial o una oficina
competente» que resuelva la línea correcta (Gramsci, 1999, Tomo 5: 278
[CC16§12]). El juego entre la intelectualidad-dirigente y la base partidaria
resultará clave para el éxito de una dinámica emancipatoria[4].
Este
mismo razonamiento de la necesidad de la pluralidad de posiciones para poder
desplegar una dinámica crítica tendiente al socialismo había sido esgrimido por
Rosa Luxemburg en un texto publicado póstumamente: «el presupuesto implícito de
la dictadura en el sentido leninista-trotskista es que la transformación
socialista es una cuestión para la cual el partido revolucionario tiene siempre
preparada en la bolsa una receta, y que sólo se necesita aplicarla
enérgicamente». Pero no es así, pues «en nuestro programa apenas poseemos unas
pocas observaciones generales…». Sin embargo, «esto no es una carencia, sino
justamente un signo de superioridad del socialismo científico sobre el utópico.
El sistema socialista será, indefectiblemente, un producto histórico, nacido
del aprendizaje de la experiencia» (Luxemburg, 1918: 37). Por lo tanto, «el
socialismo, por su propia esencia, no puede ser objeto de autorización ni puede
ser introducido por úkase».
Toda la masa popular
debe participar. De otra manera, el socialismo es decidido por decreto y
aprobado desde la mesa por una docena de intelectuales […] La única vía que
conduce al renacimiento es la escuela misma de la vida pública, de la más
extensa e irrestricta democracia, de la opinión pública. Lo que desmoraliza es
justamente el terror. (Luxemburg, 1918: 37-38)
Resulta
increíble la claridad con que Luxemburg vaticinó la deriva autoritaria a la que
llevaba la «supresión de la vida política», más allá de la representación a
través de los soviets:
Lenin y Trotsky han
instituido los soviets como la única representación auténtica de los
trabajadores. Pero con la supresión de la vida política en todo el país, los
mismos soviets no podrían evitar sufrir una parálisis cada vez más extendida. Sin
elecciones generales, sin libertad de prensa y de reunión irrestrictas, sin el
libre enfrentamiento de opiniones, y en toda institución pública, la vida se
agota, se vuelve aparente y lo único que permanece activo es la burocracia. La
vida política se adormece poco a poco: algunas docenas de jefes del partido, de
inagotables energías y animados por un infinito idealismo, conducen y
gobiernan; entre estos, unos pocos cerebros superiores constituyen la guía
efectiva; y una élite de obreros es congregada de vez en cuando para aplaudir
los discursos de los jefes y votar con unanimidad disposiciones fabricadas de
antemano: es, en el fondo, el predominio de una pandilla. Una dictadura, es
verdad, pero no la dictadura del proletariado sino la de un manojo de políticos,
es decir, la dictadura en sentido burgués, en el sentido del dominio jacobino.
(Luxemburg, 1918: 39)
Obviamente,
Luxemburg reconoce las situaciones adversas generadas por la acción de los
contrarrevolucionarios y los países imperialistas, sin embargo, advierte que
«el riesgo comienza cuando, haciendo de la necesidad una virtud, plasman en la
teoría la táctica a la que se vieron empujados por estas dramáticas
circunstancias y pretenden recetarla como modelo a emular por el proletariado,
como paradigma de la táctica socialista» (Luxemburg, 1918: 42).
Con
un siglo de distancia puede comprobarse la necesidad de preservar una
institucionalidad democrática participativa y plural. Cuestión que no se
resuelve simplemente ni con la autorización a que existan líneas internas
dentro del Partido Comunista (que siempre dependerán de la buena voluntad del
liderazgo o de la mayoría de esta fuerza política), o a una libertad de acción
de «partidos soviéticos» o «revolucionarios», como propuso Trotsky (1938: 52),
ya que la determinación de cuáles son los partidos «verdaderamente
revolucionarios» y, por lo tanto, «autorizados» también dependerá de los
liderazgos o mayorías políticas circunstanciales.
En
este sentido, Hugo Chávez, cuando intentó relanzar la idea del socialismo a
comienzos del siglo XXI, era claramente consciente de la «mochila» que cargaba
esta propuesta por su deriva autoritaria y por eso, en el mismo momento que
planteó la necesidad de construir un «poder comunal» en Venezuela, releyó en su
alocución presidencial las críticas que Kropotkin le formulara en su carta al
propio Lenin en 1920:
Pareció que los soviets iban a servir precisamente para
cumplir esta función de crear una organización desde abajo […] Pero […] la
influencia dirigente del «Partido» […] ha destruido ya la influencia y energía
constructiva que tenían los soviets, esa promisoria institución. En el momento actual, son los
comités del «Partido», y no los soviets, quienes llevan la dirección en Rusia, y su organización sufre
los defectos de toda organización burocrática. (Kropotkin, citado por Chávez
Frías, 2009: 7)
La estrategia de la disputa de la
hegemonía y la transición al socialismo
De
modo que proyecto político, partido democrático, y dinámica plural y
participativa son centrales en la estrategia de lucha por la hegemonía.
Estrategia que debe recostarse sobre todo en el despliegue de una «guerra de
posiciones», desarrollando un «asedio» al poder burgués (que, de todos modos,
será «recíproco») y reservar a un papel más acotado para la «guerra de
movimientos». Al respecto, Dal Maso rescata el concepto de «guerra de asedio»
«como componente “ofensivo” de la guerra de posición» (2016: 108). Sin embargo,
considero que en los Cuadernos de la
cárcel toda guerra de posiciones implica un aspecto ofensivo, y de
«asedio recíproco» y permanente.
Ahora
bien, esta centralidad de la «guerra de posiciones» no excluye que existan
momentos claves en los que opere la «guerra de movimientos», ya que es la que
permite acceder a los puestos claves del dominio del aparato estatal. En
principio, estos accesos podrían darse tanto por la vía insurreccional, como
por la vía electoral. Aunque esta última tiende a articularse mejor con la
lucha por la hegemonía, estallidos sociales pueden aportar elementos insurreccionales,
que sobre todo le brinden más potencia a los avances electorales, en última
instancia ineludibles si se quiere instituir un socialismo de base democrática.
Ambas
tácticas requerirán de una máxima concentración de fuerzas y de su empleo
decidido para alcanzar el objetivo político. Este acceso al poder gubernamental
será más fácil y sólido cuánto más se haya avanzado antes en la «guerra de
posiciones» ideológica y en las instituciones de la sociedad civil. Pero,
además, la consolidación en el control del Estado también dependerá de la
capacidad de conseguir el apoyo o, al menos, la neutralidad del aparato
militar, es decir, el respeto a las decisiones populares. Este es un plano que
no es solo técnico-militar, sino también político-militar, pues los cuadros
militares son también sujetos cuya conducta dependerá de sus apreciaciones
político-ideológicas[5].
La
vía de avances electorales abre la siempre compleja cuestión de la
participación en gobiernos de coalición con fuerzas centristas o que no
promueven una transición al socialismo. Estos gobiernos de coalición,
normalmente centroizquierdistas, generan oportunidades y frustraciones para las
izquierdas. Por un lado, tienden a construir un clima político-cultural que
permite notorios avances no solo en los niveles de vida de los sectores
populares (sobre todo en comparación con el que generan los gobiernos
neoliberales), sino también en las capacidades de organización política y
sindical y la consiguiente posibilidad de desarrollar la formación política.
No
apoyar a estos gobiernos de centroizquierda tiende a alejar a la izquierda de
los sectores populares que, además, perciben que la izquierda se desentiende de
sus necesidades concretas. Pero, por otro lado, en especial en momentos de
crisis económica, estos gobiernos tienden a genera una gran frustración que
puede ser capitalizada por la derecha.
Considero
que el mayor riesgo para una izquierda que confluya en estos gobiernos de
coalición es el de perder independencia ideológica, dejar de pregonar la
necesidad de avanzar hacia una sociedad socialista. Por ello creo que es
central no abandonar la identidad socialista. Si se retoma la idea de que
existirá cierto proceso de transición al socialismo y no una implantación
necesariamente rápida del mismo, queda abierta la cuestión de cómo podrían
combinarse las medidas de esta etapa con el acceso democrático al poder estatal
y la participación en gobiernos de coalición. Pienso que las izquierdas que
formen parte de coaliciones populares no deben «descansar» en la denuncia de
«traición» o «tibieza» de los sectores moderados de la misma, sino que deberían
abordar seriamente las dos cuestiones centrales de esta tensión: el recrear
cierto ideal de sociedad socialista al que las masas puedan anhelar llegar, y
pensar formas en las que pueda operarse, a partir de estos gobiernos de
coalición, la transición al socialismo.
Para
ello, la izquierda debería recuperar el sentido original del concepto de
«reformismo», habitualmente negativizado por demás en la tradición izquierdista
e, incluso, desvirtuado y confundido con posiciones no-reformistas, sino
meramente favorables a un «capitalismo humanizado». Es que la derrota
ideológica del reformismo comenzó cuando dejó de ser tal. Creo que existe
cierta confusión conceptual con el término «reformismo» que ha tendido a
incluir tanto a estrategias de realizar reformas al capitalismo para que sea «más
humano», como a la idea original reformista de ir avanzando hacia el socialismo
a través de reformas.
El
progresivo abandono de este objetivo de trascender el capitalismo por parte de
los partidos socialdemócratas (y también de varios de los populismos de
izquierda) ha contribuido a que la idea del «reformismo» mute hacia la primera
conceptualización. Pero esta no era su acepción original. Como señala
Przeworski, el reformismo murió cuando abandonó el programa de
nacionalizaciones masivas, adhirió a la propuesta de «libremercado siempre que
es posible y la propiedad pública cuando es necesario», y en particular a «la
convicción de que el mercado puede dirigirse, y el Estado puede ir
transformando a los capitalistas en funcionarios privados de lo público sin
alterar la condición judicial de la propiedad privada» (Przeworski, 1990: 53).
Es
que, como señalaba Rosa Luxemburg, el problema de las propuestas reformistas
que se postularon como una vía hacia al socialismo es que escondían un desvío
en el objetivo final que ya no era el fin del capitalismo: «quienes se
pronuncian a favor del camino de las reformas legislativas en lugar de —y en
contraposición a— la conquista del poder político y de la revolución social, no
están realmente eligiendo un camino más calmo, seguro y lento hacia la misma meta, sino una meta distinta» (Luxemburg, 1899: 71). Personalmente, no creo
que este desvío sea inherente a la idea de una vía reformista al socialismo.
Ahora bien, esto no debe hacernos olvidar las dificultades que sí son
inherentes a esta vía, por lo que deberemos trazar estrategias claras que las
eviten.
En
este sentido, una vez alcanzado el control del aparato estatal (o de porciones
clave del mismo) resulta fundamental eludir el estancamiento del proceso de
cambio social manteniendo una lógica agonal en la dinámica política (Balsa,
2021). De allí la importancia del ejemplo de Hugo Chávez, que recupera Steve Ellner en Jacobin, con su
permanente preocupación por mantener el impulso del «proceso». Considero que el
control de este aparato debería ser empleado para profundizar tres líneas de
acción de modo que no se limite a una mera victoria electoral: la modificación
del sistema político-institucional, la democratización de la dinámica de
instituciones claves de la «sociedad civil» y la articulación de diferentes formas
de producción sobre la base de la idea de un control democrático de la
economía.
En
primer lugar, se debería impulsar una reforma de la estructura estatal de modo
de ir generando un sistema político-institucional cada vez más participativo.
Formas políticas de democracia directa, como el poder comunal o los consejos
obreros, pueden combinarse con consultas populares que permitan la toma de
decisiones en forma directa (aprovechando las capacidades que la comunicación
digital ha abierto). Sin embargo, deben también articularse con la permanencia
de instancias representativas, que permitan la presencia de diversidad de
perspectivas, aunque sean minoritarias en el conjunto de la ciudadanía. Esta
representación no está garantizada en el sistema soviético, pues el delegado es
el de la posición mayoritaria.
La
existencia de un pluralismo de partidos y de posiciones permitiría que los
debates en las bases se asemejen o reproduzcan las discusiones en los
parlamentos, permitiendo que se coordinen nacionalmente las posiciones al
interior de cada forma participativa de base, de modo de evitar que la posición
mayoritaria en el Estado se imponga como única perspectiva en el debate en las
bases y terminen reduciendo las discusiones en los órganos comunales a cuestiones
locales o meras formalidades. En este sentido, acordamos con que «la columna
vertebral debe estar constituida por los soviets, pero también por la Asamblea
Constituyente y el sufragio universal» (Luxemburg, 1918: 35).
En
segundo lugar, el control del aparato estatal debe ayudar a democratizar las
instituciones de la «sociedad civil», en particular los medios de comunicación
y las redes sociales, hoy fuertemente oligopolizados o directamente
monopolizados. Hay que usar los avances en el Estado para modificar los
términos legales e institucionales que regulan a la sociedad civil e inciden en
la correlación de fuerzas dentro de ella. Es falso que la no regulación genere
«espontáneamente» el pluralismo.
Como
señala Guido Liguori (2004: 222), Gramsci no tenía una visión idealizada de la
sociedad civil como arena libre, basada en el mero diálogo, pues siempre
«existe la lucha por el monopolio de los órganos de la opinión pública»
(Gramsci, 1999: Tomo 3: 196-197 [CC7§83]). De modo que «el Estado, que actúa
para crear el “conformismo” [operando sobre la opinión pública], no deja a la
sociedad civil ninguna espontaneidad» (Liguori,
2006: 25). Garantizar que exista un espacio relativamente unificado de opinión
pública (algo que es erosionado por la fragmentación promovida por la
oligopolización de los medios y las redes) es clave para que se pueda avanzar
en el debate colectivo en un proceso emancipatorio.
Y,
en tercer lugar, el poder estatal debe ser usado para impulsar transformaciones
en la economía que promuevan su democratización. No podemos prefigurar cómo
deberá ser la mejor articulación entre planificación y mercado, entre formas
estatales, cooperativas o privadas de producción, etc. Considero que la clave
será lograr que las masas deseen autogobernarse y regular democráticamente la
dinámica de la sociedad, incluyendo dentro de ella las relaciones de
producción.
Esto
nos coloca frente a la grave cuestión de cómo lidiar con el poder de veto que
tiene la burguesía sobre cualquier programa de reformas demasiado radical. Veto
que, como señala Birch (2024), se basa en su capacidad de detener el flujo de
inversiones, pues todo Estado, para su supervivencia en los marcos del
capitalismo, posee una fuerte dependencia del proceso de acumulación de
capital. En este mismo sentido subraya Octavio Colombo la peligrosa deriva
política que se genera en contextos de gobiernos progresistas que se encuentran
ante crisis de acumulación:
como la clase obrera
experimenta la crisis capitalista como una crisis de sus propias condiciones de
reproducción y de vida, cuando la parálisis se prolonga se instala la idea de
que la única salida es la reconstitución de la acumulación de capital, incluso
a expensas de las condiciones laborales y de los derechos adquiridos por la
clase trabajadora [y así] las salidas más reaccionarias pasan a tener consenso
social por la propia dinámica de la crisis.
Por
eso Colombo señala la necesidad de «un quiebre definitivo de ese poder coactivo
del capital sobre el conjunto de la sociedad». Ahora bien, considero que
debemos profundizar más nuestro conocimiento de los límites de este poder
coactivo o la capacidad, que destaca Birch, de la burguesía, más allá de su propia
conciencia de clase, para disciplinar a los gobiernos reformistas. En
particular, habría que estudiar la posibilidad de revertir el sentido de estas
coacciones en los casos en que el poder estatal cuente con una gran fuerza
política, como pareciera que sucede en el caso chino.
Existe
una difícil tensión entre evitar «imponer un programa revolucionario de ruptura
a los reformistas», pues estos son hoy mayoritarios dentro del movimiento de
masas, y esto lo único que lograría es eliminar la posibilidad de la unidad
(Canary, 2024: 20-21), pero, al mismo tiempo, mantener el proyecto socialista.
El arte de una política de izquierda requerirá desarrollar políticas de unidad
en esta dirección, tal vez observando cómo la burguesía ha sido mucho más
exitosa en evitar, en las coyunturas claves, las divisiones entre quienes
sostenían posiciones ultraderechistas y posiciones centristas.
Tendremos
que aprender a converger, al menos en los momentos decisivos, entre reformistas
y radicales, aunque sin perder el horizonte comunista. Es que para quebrar este
poder coactivo de la burguesía y, su reverso, potenciar la capacidad de los
sectores populares para dirigir democráticamente la economía, resulta
imprescindible reconstruir estos horizontes como algo posible y deseable
(incluso una propuesta reformista, para que lo sea realmente, apunta a otro
modelo de sociedad). Para ello debemos recrear la utopía, no como mera
idealización fantástica, sino como posibilidad de cambiar las valencias de
algunos de los procesos contemporáneos (Jameson, 2013: 481 y 494).
En este sentido, la concentración económica, las redes sociales,
la robotización y el desarrollo de la inteligencia artificial podrían modificar
su significación en la medida en que las decisiones acerca de su implementación
estén en manos de la ciudadanía y no de los mega-multimillonarios. Para
conseguir reinstalar este deseo de avanzar hacia una sociedad socialista
considero que deberíamos profundizar las características de la propuesta. Y
para fundar más sólidamente el diseño de la misma, resulta clave desarrollar un
proceso investigativo y autocrítico de lo realizado en los intentos de
transición al socialismo a lo largo del siglo XX, a fin de diseñar una
estrategia que explique cómo evitaremos caer, nuevamente, en el autoritarismo
político, la parálisis cultural y el estancamiento económico. De otro modo,
nunca lograremos recrear en las masas el deseo del socialismo.
Notas
[1] Ver más detalles en Frosini, 2009 y en
Balsa, 2019a.
[2] Más detalles en Thomas, 2009: 232-239.
[3] En Balsa (2024b: capítulo 2) pueden
consultarse las tensiones que generó en estos procesos su carácter
relativamente «jacobino», en tanto el grupo dirigente tendió a ser acotado y
con cierta independencia de las representaciones de las clases.
[4] Más detalles sobre esta tensión en Balsa,
2022b.
[5] Véase Gramsci, 1999: tomo 5: 38 [CC13§17].
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Fuente: https://jacobinlat.com/2024/10/debates-sobre-la-estrategia-en-contextos-de-lucha-hegemonica/