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lunes, 22 de noviembre de 2021

LA ESTRATEGIA SOCIALISTA Y EL PARTIDO

 


Gilbert Achcar

17 noviembre 2021

Gracias por invitarme a intervenir en esta reunión. Es una gran oportunidad para mí de discutir estos temas con camaradas de África, el continente donde nací y crecí como nativo de Senegal.

El tema definido por los organizadores es bastante amplio: “El marxismo, la estrategia socialista y el partido”. Estos temas están todos en singular, aunque abarcan una pluralidad de casos y una gran variedad de situaciones. Hay muchos marxismos, como todo el mundo sabe, cada marca cree que es la única real y auténtica. Y ciertamente hay muchas estrategias socialistas posibles, ya que las estrategias se elaboran normalmente en función de las circunstancias concretas de cada país. No puede haber una estrategia socialista global que sea igual en todas partes y en cualquier lugar. Del mismo modo, yo diría que no hay una única concepción del partido que sea válida para todos los tiempos y países. Las cuestiones estratégicas y organizativas deben estar relacionadas con las circunstancias locales. De lo contrario, se obtiene lo que León Trotsky llamó acertadamente “internacionalismo burocráticamente abstracto”, y eso siempre resulta muy estéril. Tengamos esto en cuenta.

Discutiré algunas concepciones que se desarrollaron en el curso de la historia del marxismo ya que nuestra discusión se adhiere a un marco marxista. Y trataré de llegar a algunas conclusiones extrayendo lecciones de la ya larga experiencia del marxismo.

Marx y Engels, el Manifiesto Comunista y la Primera Internacional

Podemos fechar el nacimiento del marxismo como orientación política combinada teórica y práctica en el Manifiesto del Partido Comunista que salió a la luz en 1848. Es una larga historia, que nos obliga a reflexionar sobre el enorme cambio de condiciones entre nuestro actual siglo XXI y la época en que nació el marxismo. Sin embargo, Marx y Engels mostraron mucha flexibilidad desde el principio, a partir de este documento fundacional del marxismo como movimiento político. La sección sobre la relación de los comunistas con los otros partidos de la clase obrera es bien conocida, y bastante importante e interesante porque enmarca el tipo de pensamiento político relacionado con la emergente teoría marxista, que todavía estaba en su fase inicial. Es una expresión temprana de la perspectiva marxista y, como tal, no es perfecta, sin duda. Pero es un documento histórico muy importante para trazar una nueva perspectiva política global. Concebido como un manifiesto político, está muy relacionado con la acción.

En él, leemos esas famosas líneas: “¿En qué relación se encuentran los comunistas con el conjunto de los proletarios? Los comunistas no forman un partido separado y opuesto a los demás partidos de la clase obrera”. Esto, por supuesto, no quiere decir que los comunistas no formen un partido propio, ya que el propio título del documento es Manifiesto del Partido Comunista. De hecho, una traducción más exacta del original alemán habría sido: “Los comunistas no son un partido especial en comparación con los demás partidos de la clase obrera”. (“Die Kommunisten sind keine besondere Partei gegenüber den andern Arbeiterparteien”). Lo que en realidad se subraya aquí es que el Partido Comunista no es diferente de los demás partidos de la clase obrera. En cuanto a lo que se entiende por “otros partidos de la clase obrera”, esto se aclara unas líneas más adelante, pero la idea de que los comunistas no se oponen a ellos se explica justo después.

“Ellos”, es decir, los comunistas, “no tienen intereses separados y aparte de los del proletariado en su conjunto”. En otras palabras, los comunistas no forman una secta peculiar con su propio programa. Luchan por los intereses de toda la clase proletaria. Son parte integrante del proletariado y luchan por sus intereses de clase, no por intereses propios. Esta es una cuestión muy importante, porque sabemos por la historia que muchos partidos de la clase obrera llegaron a desprenderse, como bloques de intereses particulares, del conjunto de la clase. La historia está llena de esos casos.

Así, los comunistas no tienen ningún interés separado y aparte de los del proletariado en su conjunto. No tienen principios sectarios propios, que se separen de las aspiraciones de la clase. ¿Qué es entonces lo que distingue a los comunistas? “Se distinguen de los demás partidos de la clase obrera sólo por esto”: dos puntos siguen:

1.      La perspectiva internacionalista o la comprensión de que, “en las luchas nacionales de los proletarios de los diferentes países, [los comunistas] señalan y llevan al frente los intereses comunes de todo el proletariado”. Esta idea del proletariado como clase global con intereses independientes de la nacionalidad (“von der Nationalität unabhängigen Interessen”) es un rasgo distintivo de los comunistas en el Manifiesto.

2.     La búsqueda del objetivo final de la lucha de la clase obrera, que es la transformación de la sociedad y la abolición del capitalismo y de la división de clases. En las distintas etapas de la lucha contra la burguesía, los comunistas representan esta perspectiva a largo plazo. Siempre tienen presente el objetivo final, y nunca lo pierden de vista empantanándose en luchas seccionales o reivindicaciones parciales.

Estos son los dos rasgos distintivos de los comunistas como sección de la clase obrera, como grupo o partido dentro de la clase obrera, que lucha por los intereses de toda la clase. Esto tiene implicaciones tanto prácticas como teóricas. En el plano práctico, los comunistas constituyen “la sección más avanzada y decidida de los partidos de la clase obrera de todos los países”. Son los más decididos en la práctica política, ya que siempre impulsan el movimiento hacia adelante, hacia una mayor radicalización. En el plano teórico, gracias a su perspectiva analítica, los comunistas tienen una comprensión amplia y completa de las distintas luchas. Ese es al menos el papel que desean desempeñar.

“El objetivo inmediato de los comunistas es el mismo que el de todos los demás partidos proletarios”. Es importante este renovado énfasis en lo común, la idea de que nosotros, los comunistas -y aquí escriben Marx y Engels- no somos más que uno de los partidos proletarios, no el único partido proletario. La pretensión sectaria de constituir el único partido de la clase obrera y de que ningún otro partido representa a la clase no es, en definitiva, la concepción que aquí se defiende.

¿Y cuál es el objetivo inmediato de los comunistas que se comparte con los demás partidos proletarios? Es una buena indicación de lo que Marx y Engels querían decir con otros partidos proletarios. Ese objetivo es “la formación del proletariado como clase, el derrocamiento de la supremacía burguesa y la conquista del poder político por el proletariado”. Estos objetivos definen lo que los dos autores entendían por partidos proletarios. Y arrojan luz sobre la frase inicial que dice que “los comunistas no forman un partido separado y opuesto a los demás partidos de la clase obrera” (o un partido especial en comparación con los demás). Por partidos de la clase obrera, Marx y Engels entendían todos los partidos que luchan por estos objetivos: la formación política de la clase, el derrocamiento del dominio burgués y la conquista del poder político por el proletariado.

Más allá de esto, lo que la biografía política y los escritos de Marx y Engels muestran claramente es que no tenían una teoría general del partido; no estaban interesados en elaborar tal teoría general. Creo que esto se debe al punto del que partí: que el partido es una herramienta para la lucha de clases, para la lucha revolucionaria, y esta herramienta debe adaptarse a las diferentes circunstancias. No puede haber una concepción general del partido, válida para todos los tiempos y países. El partido de clase no es una secta religiosa con un mismo modelo en todo el mundo. Es un instrumento de acción que debe adaptarse a las circunstancias concretas de cada tiempo y país.

Esta adaptación a las circunstancias reales estuvo constantemente en juego en la historia política de Marx y Engels, desde su temprano compromiso político con un grupo que rápidamente encontraron demasiado sectario -un grupo que estaba más cerca de la perspectiva blanquista- hasta la visión más elaborada que expresaron en 1850 a la luz de la ola revolucionaria que Europa había presenciado en 1848. En un famoso texto centrado en Alemania, el Discurso del Comité Central a la Liga Comunista, los dos amigos describieron a los comunistas aplicando exactamente el planteamiento que habían esbozado en el Manifiesto Comunista, esforzándose por impulsar el proceso revolucionario y abogando por la organización del proletariado al margen de otras clases.

Para ello, llamaban a la formación de clubes de trabajadores. Tenían en mente el precedente de la Revolución Francesa, en la que clubes políticos como los jacobinos fueron actores clave. Abogaron por lo mismo para Alemania en 1850, pero esta vez como clubes proletarios (formando lo que hoy llamaríamos un partido de masas) cuya táctica debería consistir en superar constantemente a los demócratas burgueses o pequeñoburgueses. El partido proletario debe hacerlo para impulsar el proceso revolucionario, convirtiéndolo en un proceso continuo: «revolución permanente» es el término que utilizaron en ese famoso documento.

Marx y Engels pasaron después varios años sin participar formalmente en una organización política, hasta la fundación de la Primera Internacional en 1864. El papel que veían para ellos en ese momento era actuar directamente a nivel internacional, en lugar de involucrarse en una organización nacional. La Primera Internacional aglutinó un amplio abanico de corrientes. Era cualquier cosa menos monolítica, incluyendo lo que hoy llamaríamos reformistas de izquierdas, junto con anarquistas y, por supuesto, marxistas. Los anarquistas estaban formados principalmente por dos corrientes diferentes: los seguidores del francés Proudhon y los del ruso Bakunin. Así, diversas tendencias y organizaciones obreras se unieron a la Primera Internacional, cuyo nombre oficial era Asociación Internacional de Trabajadores, en el lenguaje arcaico de la época.

La Primera Internacional culminó con la Comuna de París. Este año hemos celebrado el 150 aniversario de la Comuna de París, el levantamiento de las masas obreras, trabajadores y pequeña burguesía parisina, que comenzó el 18 de marzo de 1871 y terminó con una sangrienta represión después de unos dos meses y medio. Este trágico desenlace puso fin a la Internacional tras un fuerte aumento de las luchas internas entre facciones, como ocurre muy a menudo en épocas de retroceso y reflujo.

La Segunda Internacional, la socialdemocracia, Lenin y Luxemburgo

La siguiente etapa fue el surgimiento de la socialdemocracia alemana, que Marx y Engels siguieron muy de cerca desde Inglaterra. Uno de los textos famosos de Marx es la Crítica del Programa de Gotha, que es un comentario sobre el proyecto de programa del Partido Socialista Obrero de Alemania antes de su convención fundacional en 1875.

Los integrantes de la Segunda Internacional eran diferentes de los grupos implicados en la Primera, y comprendía una gama más estrecha de puntos de vista políticos. Aunque estaba bastante abierta al debate, los anarquistas no eran bienvenidos en sus filas. La Segunda Internacional se basaba en partidos obreros de masas que participaban en toda la gama de formas de lucha de clases, desde la sindical hasta la electoral, luchas que se habían vuelto cada vez más posibles de librar legalmente en la mayoría de los países europeos a finales del siglo XIX.

Estos partidos obreros implicados en la lucha de masas surgieron con el telón de fondo de una crítica al blanquismo, que es la idea de que un pequeño grupo de revolucionarios ilustrados puede tomar el poder por la fuerza, mediante un golpe de estado, y reeducar a las masas después de tomar el poder. Esta perspectiva, que surgió de una de las corrientes radicales que se desarrollaron a partir de la Revolución Francesa, había sido fuertemente criticada por Marx y Engels como ilusoria y contrapuesta a su concepción profundamente democrática del cambio revolucionario.

Desde la época de Marx y Engels, el marxismo ha pasado por varios avatares, como sabemos, pero el más dominante en el siglo XX fue indiscutiblemente el modelo ruso. Más concretamente, fue la variante del marxismo desarrollada por la facción bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, una sección de la Segunda Internacional. Tras la escisión del partido en 1912, ambas alas -bolchevique y menchevique- siguieron afiliadas a la Internacional, que pronto entró en crisis con el inicio de la Primera Guerra Mundial en 1914.

Las condiciones rusas, por supuesto, eran bastante excepcionales comparadas con las de Francia o Alemania, o con las de la mayoría de los demás países donde había grandes secciones de la Internacional. Rusia estaba gobernada por el zarismo, un estado muy represivo que no permitía ninguna libertad política, excepto durante breves períodos. Los revolucionarios rusos tuvieron que trabajar en la clandestinidad la mayor parte del tiempo, escondiéndose de la policía política.

Es a la luz de estas condiciones tan específicas que hay que considerar el nacimiento del leninismo como teoría del partido. Nació a principios del siglo pasado, siendo su primer documento importante el libro de Lenin ¿Qué hacer? (1902). Este libro ofrecía una concepción de la organización y la lucha que era en gran medida fruto de las circunstancias que he descrito: el partido clandestino de revolucionarios profesionales que actuaban de forma conspirativa, que era la única forma en que los revolucionarios podían actuar en las circunstancias de aquella época en Rusia.

Y, sin embargo, cuando examinamos la evolución del pensamiento de Lenin al respecto, vemos que después de la Revolución de 1905, modificó su perspectiva hacia una mejor valoración del potencial de radicalización espontánea de las masas obreras. Mientras que en un principio había insistido en que la inclinación espontánea de los trabajadores estaba obligada a permanecer dentro de los límites de una perspectiva sindicalista, después de 1905 se dio cuenta de que las masas obreras podían, en algunos momentos, ser más revolucionarias que cualquier otra organización, ¡incluida la suya!

Sin embargo, esto no resolvió la disputa que se desarrolló antes de 1905 entre mencheviques y bolcheviques sobre la concepción del partido: ¿Cuántos miembros debe tener el partido? ¿Qué condiciones debe haber para la afiliación? ¿Deberían todos los miembros del partido estar plenamente comprometidos con la actividad política diaria, o debería la afiliación incluir a los simpatizantes que pagan cuotas, independientemente de su nivel de participación activa? Este debate se intensificó en 1903. Pero cuando el partido se dividió años más tarde, en 1912, la divergencia más seria fue política -la actitud hacia la burguesía liberal- más que organizativa. Esto explica la actitud de alguien como Trotsky, que era muy crítico con la concepción del partido expresada en ¿Qué hacer?, aunque seguía estando políticamente más cerca de los bolcheviques. De ahí su postura conciliadora hacia ambas alas después de 1912, ya que estaba de acuerdo y en desacuerdo con cada una de ellas en diferentes cuestiones.

Durante ese mismo periodo, Rosa Luxemburg fue en realidad más crítica con el Partido Socialdemócrata Alemán que Lenin. Mientras que Lenin consideraba al partido como un modelo y una inspiración clave, Rosa Luxemburg era la crítica de izquierda más prominente de la dirección del partido. Ella también criticaba la concepción de Lenin sobre el partido, porque creía fundamentalmente en el potencial revolucionario de las masas obreras y en su capacidad para desbancar a la dirección del partido socialdemócrata en tiempos revolucionarios.

Esta breve, y sólo parcial, visión de conjunto basta para mostrar que existía una compleja variedad de concepciones del partido obrero y de su papel. Este hecho hace que sea aún más importante considerar las diferentes condiciones de los distintos países en los que se encontraban los portadores de estos puntos de vista. El partido bolchevique se convirtió en un gran partido de masas en 1917. En el curso de la radicalización y el proceso revolucionario de ese año, el partido se ganó a una gran parte de la clase obrera rusa y a otros componentes de la base social de la Revolución Rusa: soldados, campesinos y otros. Para absorber la radicalización de masas en curso, el partido abrió ampliamente sus filas. Vemos aquí en acción la flexibilidad de la forma organizativa que es necesaria para adaptarse a las circunstancias cambiantes.

La fórmula centralismo democrático, que suele atribuirse al leninismo, no procede en realidad de Lenin. Resume el funcionamiento organizativo de la socialdemocracia alemana, indicando la combinación de democracia en el debate y centralismo en la acción. No pretendía impedir el debate. Al contrario, se hacía hincapié en la mitad democrática de la expresión. Incluso en las duras condiciones de la Rusia zarista, siempre hubo muchas discusiones, disputas abiertas y creación de facciones organizativas dentro de cada ala del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Las discusiones salieron a la luz dentro de la propia Rusia cuando las condiciones cambiaron en 1917.

Sólo más tarde -en 1921, en el contexto de las difíciles condiciones resultantes de la guerra civil- se prohibieron las facciones en el Partido Comunista (heredero del ala bolchevique del Partido Obrero Socialdemócrata), una decisión que resultó ser un error fatal. No resolvió ningún problema, sino que fue utilizada por una facción del partido, un grupo dentro de su dirección, para hacerse con el control total del partido y deshacerse de cualquier oposición. Ese fue el comienzo de la mutación estalinista.

En 1924, Stalin redefinió el leninismo y lo consagró en un conjunto de dogmas. Esto incluía una concepción muy centralista y antidemocrática del partido: el culto al partido y a su dirección, la disciplina férrea, la prohibición de las facciones y, por tanto, de la discusión organizada dentro del partido. Allí se expone la concepción del partido como instrumento de la dictadura del proletariado, una visión ajena no sólo a Marx y Engels, sino incluso a un libro como Estado y revolución (1917) de Lenin, en el que el partido ni siquiera se menciona en la definición de esa dictadura (esto, en cierto modo, es realmente un problema, ya que el libro debería haber discutido los derechos y el papel de los partidos después de la revolución). Pero el punto clave es que esta idea -que el partido encarna la dictadura del proletariado- también se convirtió en parte de lo que se consideraba predominantemente como leninismo en esa época.

Gramsci, guerra de posición y maniobra

De la misma manera que se desarrollaron varios avatares del marxismo, ha habido varios leninismos: el de los estalinistas, que acabo de describir, y otros leninismos, especialmente entre los grupos que se autodenominan trotskistas. Algunos de estos últimos estaban en realidad bastante cerca de la versión estalinista; en el lado opuesto, encontramos a alguien como Ernest Mandel, el marxista belga, cuyo leninismo está bastante cerca de la perspectiva de Rosa Luxemburg.

Una reflexión muy interesante que se desarrolló después de la Revolución Rusa es la de Antonio Gramsci, el famoso marxista italiano. Al considerar los acontecimientos que se desarrollaron en Europa, destacó la diferencia entre las condiciones de Rusia y las de Europa Occidental. Volvemos aquí, de nuevo, a nuestro punto de partida: las circunstancias, la situación concreta de cada país y región. En Europa Occidental, la democracia liberal iba acompañada de la hegemonía burguesa. La burguesía, para gobernar, no se basaba sólo en la fuerza, sino también en el consentimiento de una mayoría popular.

Y hay que tener en cuenta esa gran diferencia, en lugar de limitarse a copiar la experiencia rusa. En las condiciones típicas de Occidente, el partido obrero debe esforzarse por construir una contrahegemonía, es decir, por ganarse el apoyo de la mayoría para romper con la dominación ideológica burguesa. Debe librar una guerra de posiciones en condiciones democráticas liberales que permita al partido conquistar posiciones dentro del propio Estado burgués a través de las elecciones. Esa guerra de posición es el preludio de una guerra de maniobras, una distinción tomada de la estrategia militar. En una guerra de posición, una fuerza armada se atrinchera en posiciones y bastiones, mientras que, en una guerra de maniobra, las tropas se ponen en movimiento para ocupar el territorio del enemigo y romper su fuerza armada. Por lo tanto, en las condiciones típicas de Occidente, el partido obrero debe prever una guerra de posición prolongada, estando al mismo tiempo preparado para pasar a una guerra de maniobra, si y cuando esto sea necesario.

Una concepción materialista del partido, Internet

Permítanme añadir a todo esto lo que yo llamaría una concepción materialista del partido. Para los marxistas, el punto de partida para evaluar las condiciones sociales y políticas es el materialismo histórico: las formas de organización de una sociedad determinada tienden a corresponder a sus medios tecnológicos. Este axioma puede extenderse a todas las formas de organización: normalmente se adaptan a las condiciones materiales. Este es el caso de los modos de gestión de las empresas capitalistas. Lo mismo ocurre con la organización revolucionaria: su tipo y su forma dependen en gran medida de los medios que utiliza para producir su literatura, que a su vez están determinados por la tecnología y las libertades políticas disponibles. Así, si un partido depende principalmente de la imprenta clandestina, es necesariamente una organización conspirativa que requiere un alto grado de centralización y secretismo. Si puede imprimir su literatura de forma abierta y legal, puede ser una organización abierta y democrática (si es conspiradora por elección, más que por necesidad, suele ser más una secta que un partido). Esto nos lleva a Internet como una gran revolución tecnológica en la comunicación. La creencia de que este cambio tecnológico no debe afectar a la concepción del partido es el signo inequívoco de que éste se ha convertido en una organización dogmática de tipo religioso.

Hoy en día, todas las formas de organización están muy condicionadas por la existencia de Internet. Por ello, el trabajo en red se ha convertido en una forma de organización mucho más extendida de lo que podía ser antes. El trabajo en red que permiten las redes virtuales, como los medios sociales, también puede facilitar la constitución de redes físicas. Gracias a Internet, es posible un funcionamiento mucho más democrático, tanto en el intercambio de información como en la toma de decisiones. No es necesario reunir físicamente a personas que se encuentran a grandes distancias cada vez que hay que celebrar un debate y decidir democráticamente.

El potencial de Internet es enorme, y sólo estamos al principio de su uso. Alimenta la fuerte aversión al centralismo y a los cultos de liderazgo que existe entre la nueva generación. Creo que es bastante saludable que exista tal rebeldía entre la nueva generación, en comparación con los patrones que prevalecían en el siglo XX.

El trabajo en red está a la orden del día. Empezó pronto con los zapatistas, que defendían este tipo de organización en los años 90. Una encarnación importante hoy en día es el Black Lives Matter (BLM). Este movimiento comenzó hace unos años, principalmente como una red en torno a una plataforma en línea y un conjunto de principios compartidos. Los capítulos locales sólo se comprometen con los principios generales del movimiento, que no tiene una estructura central: sólo una red horizontal sin un centro dirigente; sin jerarquía, sin verticalidad. Es en gran medida un producto de nuestro tiempo que no habría sido posible a tal escala antes de la tecnología moderna. Es una buena ilustración de la concepción materialista de la organización.

El trabajo en red también está presente en otro gran acontecimiento reciente, ocurrido en el continente africano, en Sudán. La revolución sudanesa que comenzó en diciembre de 2018 ha sido testigo de la formación de Comités de Resistencia, que son capítulos locales mayormente activos en los barrios urbanos, cada uno de los cuales involucra a cientos de miembros, en su mayoría jóvenes. En cada una de las principales zonas urbanas hay decenas de estos comités, con cientos de participantes cada uno. Decenas de miles de personas se organizan así en las principales zonas urbanas. Funcionan como el BLM: principios comunes, objetivos comunes, ausencia de liderazgo central, uso intensivo de las redes sociales. Sin embargo, no se han inspirado en BLM. Son, más bien, un producto de la época, un producto de la mencionada aversión a las experiencias centralizadas del pasado y sus tristes resultados, combinado con la nueva tecnología.

Esto, sin embargo, no anula la necesidad de la organización política de los afines, de personas que -como los comunistas del Manifiesto Comunista- comparten puntos de vista específicos y quieren promoverlos. Pero el grado cualitativamente más alto de democracia organizativa que permite la tecnología moderna se aplica igualmente a esos partidos de afines. Los [revolucionarios marxistas] deben aspirar a construir un partido de masas de la clase obrera y eventualmente dirigirlo, siempre y cuando logren convencer a la mayoría de sus puntos de vista. Por eso también deben unirse a los partidos de masas, obreros y anticapitalistas, cuando éstos existan, o bien contribuir a su construcción.

Para terminar, el punto clave que señalé al principio es que el tipo de organización depende de las condiciones concretas del lugar donde se va a construir. El tiempo y el lugar son decisivos, además de la dimensión tecnológica. Es muy importante evitar caer en el sectarismo de los autoproclamados partidos de vanguardia. La vanguardia es un estatus que debe adquirirse en la práctica, no proclamarse. Para ser realmente una vanguardia, debe ser considerada como tal por las masas.

Los revolucionarios marxistas que deseen construir un partido de vanguardia deben considerarse a sí mismos, como en el Manifiesto Comunista, como parte de un movimiento de clase más amplio que incluye otras organizaciones de diferentes tipos. Deben aspirar a construir un partido de masas de la clase obrera y eventualmente dirigirlo, siempre y cuando logren convencer a la mayoría de sus puntos de vista. Por eso también deben unirse a los partidos de masas, obreros y anticapitalistas donde existan, o bien contribuir a su construcción. No es construyendo un autoproclamado partido de vanguardia y reclutando miembros a sus filas uno por uno como se construye un partido de masas. No funciona así. Además, el socialismo sólo puede ser democrático. Es banal decirlo, pero significa que no se puede cambiar la sociedad a mejor sin una mayoría social a favor del cambio. De lo contrario, como la historia nos ha demostrado tan trágicamente, se acaba produciendo el autoritarismo y la dictadura. Y eso tiene un precio enorme.

Mi último punto es sobre la necesidad de la vigilancia democrática contra los efectos corrosivos de las instituciones burguesas y las tendencias burocráticas. No todos los países del mundo, pero sí la mayoría, son países en los que actualmente es posible emprender la guerra de posición descrita por Gramsci, que incluye una lucha dentro de las instituciones electivas del Estado burgués. Esto debe combinarse con una lucha desde el exterior, por supuesto, a través de los sindicatos y diversas formas de lucha de clases, como huelgas, sentadas, ocupaciones, manifestaciones, etc.

En el curso de la guerra de posición, los revolucionarios se enfrentan a los efectos corrosivos de las instituciones burguesas, porque los funcionarios elegidos pueden verse afectados por el poder corruptor del capitalismo. Lo mismo puede decirse del poder corruptor de la burocracia, que está en juego dentro de los sindicatos y otras instituciones de la clase obrera. Los revolucionarios deben permanecer atentos a estos riesgos inevitables y pensar en nuevas formas de evitar que prevalezca este efecto corrosivo. Esa es también una parte clave de las lecciones de la historia que debemos tener en cuenta.

25/04/2021

https://puntodevistainternacional.org/la-estrategia-socialista-y-el-partido/

Fuente: https://vientosur.info/la-estrategia-socialista-y-el-partido/

 

domingo, 28 de febrero de 2021

¿CÓMO PODEMOS HACER REVIVIR LA "INMUNIDAD DE REBAÑO" FRENTE AL FASCISMO?

 

El ascenso político de la extrema derecha

 

"…el fenómeno reaccionario debe ser considerado y analizado ahí donde se manifiesta en toda su potencia, ahí donde señala la decadencia de una democracia antes vigorosa, ahí donde constituye la antítesis y el efecto de un extenso y profundo fenómeno revolucionario."

JCM, Escena Contemporánea

 

Gilbert Achcar

25 febrero 2021

El concepto de inmunidad de rebaño, es decir, la inmunización de toda una población como resultado de que un alto porcentaje adquiere resistencia a una enfermedad, ha ganado mucha aceptación desde el inicio de la pandemia covid-19. Durante mucho tiempo una tradición de las ciencias sociales ha sido tomar prestados términos y conceptos de las ciencias médicas, y la actual situación mundial  induce a más de lo mismo. Por lo tanto, existen motivos razonables para describir metafóricamente como una pandemia la propagación mundial de los movimientos de extrema derecha en los últimos años, incluidos los gobiernos dirigidos o co-dirigidos por fuerzas políticas que reproducen algunos de los principios ideológicos clave del fascismo en países tan variados como Brasil, Hungría, India, Italia, Filipinas, Rusia y EE.UU.

El inicio de esta pandemia de extrema derecha se remonta a la década de los años 80 y se vio fuertemente impulsada en la década siguiente como reconocían en 2004 los editores del libro colectivo Fascismo y Neofascismo: “Si bien se dio en la década de los años 80 un resurgir de la actividad extremista en Europa Occidental, el colapso del comunismo provocó un auge de la extrema derecha en todo el continente. Durante la década de los años 90 el fascismo, o algo parecido, reapareció repentina e inesperadamente". Como el fascismo clásico de las tres décadas posteriores a la Primera Guerra mundial, este neofascismo (posiblemente sea ésta la mejor denominación ya que se refiere tanto a las afinidades históricas como a la renovación de formas en sintonía con nuestro tiempo) adquiere diferentes formas según los países en los que se desarrolla.

Karl Polanyi dedicó varias páginas en su  obra clásica de 1944 La gran transformación para subrayar la gran variedad de fascismos e ideologías fascistas. “De hecho”, comentó, “no hubo ningún tipo de trasfondo religioso, cultural o de tradición nacional que hiciera a un país inmune al fascismo una vez que se dieran las condiciones para su surgimiento”. Afirmó que incluso "la existencia de un movimiento fascista propiamente dicho" no tenía necesariamente que reunir parte de los síntomas de lo que llamó una "situación fascista". Tan importantes eran  señales como la difusión de ideas irracionales, puntos de vista racistas y el odio al sistema democrático.

Leído a la luz de los acontecimientos en curso en EE UU, el siguiente comentario de Polanyi suena escalofriante: “La fuerza potencial del fascismo, aunque generalmente se basa en un seguimiento masivo, éste no se detectó por el número de sus seguidores sino por la influencia de las personas en posiciones elevadas con cuya buena voluntad podían apoyarse los líderes fascistas y con cuya influencia en la sociedad podían contar para protegerse de las consecuencias de una revuelta fallida". Para el pensador húngaro-estadounidense, el fascismo era sobre todo una "solución al impasse alcanzado por el capitalismo liberal" con el objetivo de emprender "una reforma de la economía de mercado que se alcanzaría al precio de extirpar todas las instituciones democráticas". En este sentido la inmunidad de rebaño al fascismo, lograda en la mayoría de los países occidentales después de 1945, no solo fue el resultado de la derrota de las potencias del Eje, sino también y sobre todo consecuencia de una solución alternativa al impasse del capitalismo liberal: la solución democrática keynesiana que descartaba la idea del “mercado autorregulado", al que Polanyi calificó de "una utopía manifiesta".

Otro clásico muy anterior en las ciencias sociales, Émile Durkheim,  el fundador de la sociología, ya se lamentaba en su libro Suicidio de 1897del hecho de que “durante todo un siglo el progreso económico haya consistido principalmente en liberar las relaciones laborales de toda regulación. El gobierno, en lugar de regular la vida económica, se ha convertido en su instrumento y servidor”. Para el sociólogo francés esta desregulación económica fue la principal causante de lo que llamó "anomia", es decir, "un estado de exasperación y un frustrante cansancio" como resultado de la pérdida de seguridad económica y la quiebra de los moldes sociales. La anomia lleva a los individuos a buscar refugio en algún tipo de grupo identitario -a menos que sea orientado hacia adentro (suicidio)-,  donde despliegan su exasperación contra otras identidades consideradas responsables de la creciente precariedad de su condición social, principalmente por medio de la lógica racista y/o xenófoba.  Así, el surgimiento de ideologías y movimientos de tipo fascista a partir de la década de los años 80 fue acompañado del surgimiento de otros grupos de identidad exclusivos, de los cuales el fundamentalismo religioso es el más evidente.

Esto coincide plenamente con la observación hecha por Eric Weitz y Angelica Fenner, los editores del libro antes mencionado, sobre la reaparición del fascismo: “Los resurgimientos derechistas fueron en gran medida una respuesta a las dislocaciones políticas y sociales de la década de los años 90, incluido el masivo desempleo, la erosión de la red de seguridad que habían tejido los Estados del bienestar tanto en Europa occidental como en Europa del Este, así como el deterioro de los entornos urbanos. También fueron una respuesta a las migraciones de población a gran escala que tuvieron lugar desde 1945 en Europa a lo largo de los ejes norte / sur así como este / oeste”.

De hecho, existe una clara e innegable correlación entre el asalto neoliberal iniciado en la década de los años 80, liderado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, un asalto que hizo de la desregulación uno de sus principales objetivos junto con la privatización, la reducción del gasto social y la bajada de los impuestos para los ricos, acompañado del surgimiento tras décadas de marginación de fenómenos como el neofascismo y el fundamentalismo religioso. Al igual que la Gran Recesión, desencadenada en 2007, dio un gran impulso a las fuerzas neofascistas, unido a la gran oleada de refugiados, en su mayoría sirios, que llegó a Europa en 2015. Los hechos resultantes de ambas crisis siguen afectando mucho a nuestro mundo. Y la enorme  crisis económica que se está gestando actualmente, como consecuencia de la pandemia de covid-19, solo puede agravar enormemente las condiciones de anomía a nivel mundial (la explotación por la extrema derecha de los movimientos contra los cierres patronales es un indicador), a menos que sean contrarrestadas por políticas económicas similares a las adoptadas después de 1945.

Añádase a esto el hecho de que, por importante que haya sido la derrota de Donald Trump en las últimas elecciones presidenciales de EE UU, ciertamente no fue de un alcance comparable a la derrota de las potencias fascistas en la Segunda Guerra mundial. Su derrota se produjo no por el descontento de sus partidarios sino que iba unida aun enorme incremento de sus adeptos (11 millones más de votantes) en un momento en el que, a diferencia de 2016, no había una posible ilusión sobre lo que representaba Trump y, por lo tanto, apenas había ambigüedad en el sentido del voto. Asimismo, a nivel mundial, por ahora no hay signos de que el  neofascismo esté menguando: la continuada popularidad de figuras como Jair Bolsonaro (al menos hasta hace muy poco), Narendra Modi o Viktor Orbán no presagia ninguna desaparición de la pandemia de la extrema derecha en un futuro predecible.

Lograr de nuevo  un estado de inmunidad colectiva al fascismo, como el de los años de la posguerra, requiere no solo una derrota política de los movimientos neofascistas más destacados y una lucha intransigente contra sus ideologías. También requiere, lo que es más crucial, un giro global alejado del paradigma neoliberal que ha sido dominante durante las últimas cuatro décadas.

 

Gilbert Achcar es profesor en SOAS, Universidad de Londres y autor de El choque de barbaries y Marxismo, orientalismo, cosmopolitismo, entre otras obras.

https://www.thenation.com/article/world/fascism-trump-neoliberalism-capitalism/

Traducción: Javier Maestro

Fuente: https://vientosur.info/como-podemos-hacer-revivir-la-inmunidad-de-rebano-frente-al-fascismo/