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martes, 5 de noviembre de 2013

MANUEL M. NAVARRETE: "LEÓN TROTSKY, EL PRIMER ESTALINISTA"


 Jue Oct 14, 2010 9:32 pm
Hace unos meses, publiqué un artículo titulado Trotsky no existe. Dicho artículo efectuaba una crítica a lo que considero izquierda dogmática y anquilosada, apostando por un marxismo abierto y actualizado, que supere sus errores históricos. Existe, sin embargo, una mala costumbre entre nuestros lectores: la de leer sólo el título de los artículos e inventarse, sin más, el contenido. Un único párrafo llamó la atención del público: aquel en el que someto a crítica la figura de León Trotsky. 

La tesis, sin embargo, era bien sencilla: ni Trotsky ni Stalin existieron jamás, al menos en las versiones icónicas que sus respectivos partidarios nos han legado. Ni Stalin fue el glorioso padre de los pueblos, ni Trotsky fue un activista antiburocrático y antirrepresión, como puede comprobarse recurriendo a toda la historiografía solvente sobre el periodo. 

Como cabía esperar, llovieron las críticas contra mi persona, calificada, claro está, de “estalinista camuflado”. La compañera Neus Pérez-Vico, a quien debo dar las gracias por su brillante artículo (El Frente Popular de Judea), salió en mi defensa, argumentando que mis detractores no demostraban excesiva comprensión lectora... Tras leer un artículo que criticaba a Trotsky precisamente por parecerse más a Stalin de lo que a muchos les gustaría admitir, acabaron concluyendo que dicho artículo era... una defensa de Stalin. 

Sin embargo, debo dar las gracias también a estos detractores, porque sus airadas respuestas no hicieron otra cosa que darme la razón. A nadie molestaron mis críticas a Marx, Engels o Lenin... sino sólo mis críticas a Trotsky, al que dan culto y perciben, por tanto, como infalible. Es más, para ellos, criticar a Trotsky ha de significar necesariamente defender a Stalin, porque proponen una visión grotesca y pueril del marxismo, como un eje en el cual hubiera dos extremos (Trotsky y Stalin) y en el que, obligatoriamente, cuanto más te alejes de uno, más te acercas al otro. 

Somos muchos los que pensamos que el marxismo es otra cosa. Por ello, he decidido continuar este debate, siempre sobre la base del respeto que impone el hecho de que somos compañeros y de que, en estos momentos, diversas organizaciones de la izquierda extraparlamentaria tienen sobre la mesa de debate el proyecto de un Frente de Izquierdas en el que, más allá de las diversas procedencias o matices programáticos, podamos confluir todos, en base a una breve serie de objetivos fundamentales. 


¿Qué es el estalinismo? 

El militante medio definiría “estalinismo” aproximadamente en función de los siguientes rasgos: 

1. La represión.
2. La calumnia contra el enemigo político para justificarse.
3. La militarización de la sociedad y la supresión de la libertad sindical.
4. La burocracia dictatorial del partido único.
5. La ausencia de control obrero y popular sobre la producción.
6. El férreo dogmatismo ideológico.
7. El culto a la persona y la deriva final hacia el reformismo.


El propósito de este artículo es demostrar que podemos afirmar, de la manera más exacta, que si “estalinismo” es eso, Trotsky fue un estalinista, o, para ser más precisos, el primer estalinista. 

Por mucho que a algunos pueda sorprenderle, el problema, tal y como ha sido planteado hasta ahora, se reduce a una burda tautología. La escenificación de una supuesta disputa teórica entre quienes se disputaban el liderazgo tras la muerte de Lenin no resiste un análisis crítico digno de tal nombre. Dada la derrota de la revolución alemana, la “revolución mundial” y el “socialismo en un solo país” no constituían dos opciones entre las que hubiera que elegir, cosa que ambos sabían. El resto fue un vano intento de buscar profundas diferencias políticas donde no había otra cosa que despecho. Tras perder este combate por el poder, a Trotsky empezó a parecerle reprobable todo aquello que él mismo, junto a otros, había construido; y de pronto, otros no podían hacer lo que, años antes, él mismo había hecho. 

Veámoslo. 

La represión 

En su artículo (Trotsky molesta) Pepe Gutiérrez me insta a citar fuentes y emplear las obras de “toda una legión de historiadores”, de los que cita determinados ejemplos. En primer lugar, tal vez debiera Gutiérrez plantearse la posibilidad de que exista cierta falta de respeto intelectual en la pretensión imponerle a su contertulio las fuentes que debe emplear. Mi artículo ya contaba con sus propias fuentes bibiográficas (Pérez-Vico constata que, sólo en los pasajes entrecomillados, empleo 25 fuentes directas). 

Por otro lado, algunos de los imparciales historiadores que cita no son, en realidad, historiadores sino militantes trotskistas, como Deutscher y Mandel. Pero, sobre todo, me llama la atención que mencione a E.H. Carr. Lo que Pepe Gutiérrez no sabe (aunque otros lectores más avispados sí se percataron de ello) es que Carr era precisamente una de las principales fuentes de mi Trotsky no existe. 

De modo que aceptaré su envite y emplearé, precisamente, al historiador que él ha querido imponer para este debate. Tengo sobre la mesa varios de los seis tomos de la Historia de la Rusia Soviética de E.H. Carr. En el Tomo 1 (La conquista y organización del poder) de la serie La revolución bolchevique (1917-1923), página 175, vemos que, tras la ilegalización del partido kadete, el VtsIK (Comité Ejecutivo Central de Todas las Rusias) protesta a Trotsky por las detenciones y registros arbitrariamente realizados. La respuesta de éste es, como poco, siniestra: “Protestáis contra el blando y débil terror que estamos aplicando contra nuestros enemigos de clase, pero habéis de saber que, antes de que transcurra el mes, el terror asumirá formas muy violentas siguiendo el ejemplo de los grandes revolucionarios franceses. La guillotina estará lista para nuestros enemigos, no ya simplemente la prisión”. Una semana después de este discurso nace la Cheka. En la página 174, por su parte, podemos ver a Trotsky amenazando de manera feroz: “Retenemos prisioneros a los kadetes como rehenes. Si nuestros hombres caen en las manos del enemigo, sepa éste que por cada obrero y cada soldado exigimos cinco kadetes”. 

El propio Trotsky, de su propia mano, nos dice en la página 75 de Terrorismo y comunismo (1920): “Una guerra victoriosa, en general, no extermina más que a una ínfima parte del ejército vencido, pero desmoraliza a las restantes y quebranta su voluntad. La revolución actúa del mismo modo: mata a unas cuantas personas, aterra a miles. En este sentido el terror rojo no se diferencia, en principio, de la insurrección armada, de la que tan sólo es continuación. (...) Nuestras comisiones extraordinarias fusilan a los grandes propietarios, a los capitalistas, a los generales que intentan restaurar el régimen capitalista. ¿Percibís ese... matiz? ¿Sí? Para nosotros, los comunistas, es suficiente”. 

También en Terrorismo y comunismo, afirma Trotsky: “Con todo, el socialismo, en su proceso, atraviesa una fase de la más alta estatización. Precisamente en ese periodo nos encontramos nosotros. Así como la lámpara, antes de extinguirse, brilla con una luz más viva, el Estado, antes de desaparecer, reviste la forma de dictadura del proletariado; es decir, del más despiadado gobierno, de un gobierno que abraza imperiosamente la vida de todos los ciudadanos”. 

Presentar un análisis del periodo en el que Stalin sea el inaugurador de la represión en la URSS es, sencillamente, falsear por completo la historia soviética. Recordemos el “Telegrama a los comunistas de Ponza” de Lenin, el 11 de agosto de 1918: “1) Deben ahorcar (ahorcar sin falta, de modo que el pueblo lo vea) por lo menos 100 kulaks notorios, los ricos, y los chupasangres. 2) Publiquen sus nombres. 3) Quítenles todo su grano. 4) Ejecuten a los rehenes - de acuerdo con el telegrama de ayer. Esto necesita ser llevado acabo de tal manera que la gente por centenares de millas alrededor verá, temblará, sabrá y gritará: ahorquemos y estrangulemos esos kulaks chupasangres. Telegrafíenos reconociendo recibo y ejecución de esto. Suyo, Lenin. P.D. Utilizen a su gente más dura para esto”. 

Lenin y Stalin no dudaban en emplear la fuerza. Trotsky tampoco. Pero ¿sólo contra los enemigos de la guerra civil? Charles Bettleheim, en La lucha de clases en la URSS. Primer periodo, 1917-1923 (pág. 353), nos trascribe la declaración de Trotsky en el IX Congreso del partido (29 de marzo-5 de abril de 1920): “Hay que decir a los obreros el lugar que deben ocupar, desplazándolos y dirigiéndolos como si fuesen soldados. La obligación de trabajar alcanza su más alto grado de intensidad durante la transición del capitalismo al socialismo. Los desertores del trabajo deberán ser incorporados a batallones disciplinados enviados a campos de concentración”. 

Figura en las propias actas del IX Congreso: Trotsky, el “enemigo de la represión”, proponía (incluso en tiempos de paz) enviar a campos de concentración a aquellos obreros que no trabajaran en la ubicación exacta que les ordenara el Estado. ¿A quién le sorprende? ¿Es que no recordamos Kronstadt en marzo de 1921? Trotsky dirigiendo a 50.000 soldados del Ejército Rojo que reprimen a sangre y fuego a estos obreros (héroes de la revolución de 1917), que se encontraban amotinados en defensa de reivindicaciones como la libertad de expresión para los diferentes partidos socialistas y anarquistas ilegalizados por el Estado, libertades sindicales y libertad de expresión, entre otras cosas. 

La calumnia contra el enemigo político para justificarse 

Como sabemos, entre los años 1936 y 1938 Stalin juzgó y condenó a buena parte de la burocracia del partido en sus famosos Procesos de Moscú, acusándolos de las más diversas calumnias. 

Pepe Gutiérrez, en su hagiografía (quise decir biografía) Conocer Trotsky y su obra (págs. 76 y 77) justifica la represión a Kronstadt en 1921, bajo argumentos como “Hay que considerar las necesidades de la revolución en peligro”, “lo indiscutible es que la única alternativa a su dominación [de los bolcheviques] era pura y simplemente la restauración zarista” o “los bolcheviques (…) estaban convencidos de que (…) no se podía entender más que como una adaptación de lo que los blancos blandían”. 

Así, Gutiérrez termina aceptando (si bien de un modo algo ambiguo) lo que tanto Lenin como Trotsky, ni cortos ni perezosos, declararon entonces: que los marinos de Kronstadt eran aliados de los blancos. Pero esa acusación ya ha sido completamente refutada por la historiografía. La cuestión no es si era o no “necesario” reprimirlos, sino si era o no necesario mentir además sobre ellos. De modo que, si Trotsky, como defendemos, es el primer estalinista, su posición calumniadora con respecto a Kronstadt es el primer Proceso de Moscú. 

Por otro lado, el “Hay que considerar las necesidades de la revolución en peligro” de Gutiérrez me recuerda al argumento empleado por otro de mis detractores (Ronald León, quien en su ¿Qué nos divide? defiende la división entre trotskistas y estalinistas y la imposibilidad de un frente único de todos los comunistas): “los dirigentes bolcheviques se vieron obligados a colocar su defensa como primera cuestión. Este fue el contexto, ineludible de enmarcar, de las medidas autoritarias o burocráticas que Navarrete señala a Trotsky, Lenin y a la dirección bolchevique”. La prohibición de todos los partidos menos el bolchevique le resultan a Ronald León “una medida de guerra”, ya que, de permanecer los mencheviques o los anarquistas en la legalidad, habría acabado “imponiéndose ya no un régimen político con ciertas limitaciones circunstanciales a la democracia, sino un régimen de dictadura tipo fascista”. Curiosa percepción del resto de fuerzas políticas, aunque siempre dentro de la lógica autojustificatoria, apoyada en el argumento de la “inevitabilidad de lo necesario”; una lógica que cuenta con la dudosa ventaja de hacer innecesaria cualquier autocrítica. 

Pérez-Vico contesta con una original fórmula matemática: “Si la circunstancia de guerra civil en Rusia justificaba todos los recortes democráticos que hicieron Lenin y Trotsky, ¿la circunstancia de guerra civil española justificaba acciones análogas? 


Podemos expresarlo incluso mediante una regla de tres:

Guerra civil rusa--------------------------Kronstadt

Guerra civil española-------------------- X

Si despejamos la ecuación, el resultado será: 

X= mayo del 37”. 

La militarización de la sociedad y la supresión de la libertad sindical 

En la página 228 del Tomo 2 (El orden económico, también en la serie La revolución bolchevique 1917-1923) de E. H. Carr (Historia de la Rusia Soviética), precisamente el historiador que Pepe Gutiérrez me sugería emplear, leemos la siguiente cita de Trotsky: “Reconocemos con ello fundamentalmente -no formalmente, sino fundamentalmente- el derecho del Estado de los obreros a enviar a todos los hombres y mujeres trabajadores al lugar donde son necesarios para el cumplimiento de las tareas económicas. Por tanto, reconocemos el derecho del Estado, el Estado de los obreros, a castigar al hombre o mujer trabajador que se niegue a cumplir sus órdenes, que no subordine su voluntad a la de la clase trabajadora y a sus tareas económicas. La militarización de la mano de obra es el método indispensable y básico para la organización de nuestras fuerzas laborales”. 

Trotsky proponía esta fórmula para el “periodo de transición del capitalismo al socialismo”. En la página 225 del mismo tomo, E.H. Carr reproduce esta otra frase de León Trotsky: “La militarización es impensable sin militarizar a los sindicatos como tales, sin el establecimiento de un régimen en el que cada obrero se sienta soldado del trabajo, que no pueda disponer por sí mismo libremente; si se le da la orden de trasladarse, debe cumplirla; si no la cumple, será un desertor a quien se castiga. ¿Quién cuida de ello? El sindicato; él crea el nuevo régimen. Esto es la militarización de la clase obrera”. 

Todo esto figura, como ya dijimos, en las actas del IX Congreso del partido bolchevique. Como podemos consultar en la página 238 de Carr, la propuesta de Trotsky (también secundada por Bujarin) fue rechazada por 336 votos contra 50. Las Resoluciones del IX Congreso (que pueden consultarse en el tomo anexo a las Obras completas de Lenin), recogen que para la inmensa mayoría del partido, contra lo que pensaba Trotsky, la coerción y la militarización sólo podían justificarse por circunstancias de guerra, y de ningún modo una vez superada ésta ni como método de construcción del socialismo. 

Como expone Charles Bettleheim (páginas 357-360), Lenin combatió las posiciones burocráticas de Trotsky en su folleto Los sindicatos, la situación actual y los errores de Trotsky. Para Lenin, Trotsky no entiende la dialéctica, ya que concibe el Estado soviético de una forma falsamente abstracta, como si fuese la “pura expresión” de la dictadura del proletariado. Lenin afirma que el Estado soviético tiene una doble naturaleza: obrero en la medida en que lo dirige un partido revolucionario y burgués por muchos de sus rasgos: dependencia de los técnicos y especialistas burgueses, reminiscencias administrativas del pasado... Por tanto, para Lenin, a diferencia de lo que planteaba Trotsky, la lucha huelguística puede estar justificada por la necesidad de combatir las deformaciones del nuevo Estado y las supervivencias del antiguo. 

Trotsky, en su libro Terrorismo y comunismo (1920), expone de nuevo su curiosa propuesta de organización de la URSS. En el capítulo VII (“Las cuestiones de organización del trabajo”, pág. 155), leemos: “El Estado proletario se considera con derecho a enviar a todo trabajador adonde su trabajo sea necesario. Y ningún socialista serio negará al gobierno obrero el derecho a castigar al trabajador que se obstine en no llevar a cabo la misión que se le encomiende (…) Sin trabajo obligatorio, sin derecho a dar órdenes y a exigir su cumplimiento, los sindicatos pierden su razón de ser, pues el Estado socialista en formación los necesita, no para luchar por el mejoramiento de las condiciones de trabajo —que es la obra de conjunto de la organización social gubernamental—, sino con el fin de organizar la clase obrera para la producción, con el fin de educarla, de disciplinarla, de distribuirla”. 

Existe una idea comúnmente difundida, según la cual, de haber ascendido Trotsky, en lugar de Stalin, al poder, la URSS habría sido un lugar mucho más habitable. Sin embargo, cualquiera que lea estas palabras tendrá que admitir que la propuesta de Trotsky no parecía presagiarlo. No tenemos, por tanto, el menor motivo para pensar que la URSS hubiera sido mucho mejor, si excluimos el pensamiento desiderativo. 

Sólo dos cuestiones me resta por plantear al respecto. La primera: algunos, como Roland León, dirán que muchas de las medidas extremas que se propusieron eran estrictamente necesarias, pero, ¿era esta medida que proponía Trotsky necesaria? ¿Era necesario militarizar a la población, subordinar los sindicatos al Estado y que éste decidiera a dónde debía mandar a cada trabajador, so pena de ingresar en un campo de concentración en caso de negarse a cumplir dicha orden? La segunda cuestión es, ¿por qué Pepe Gutiérrez, en su biografía de Trotsky (cuyas imparciales fuentes son, básicamente, la autobiografía de Trotsky y la biografía realizada por el trotskista Isaac Deutscher), no menciona una sola palabra acerca de este hecho, que figura, no sólo en el E. H. Carr que me aconsejaba consultar, sino en las propias obras de Trotsky, como Terrorismo y comunismo (1920)? ¿Existen fragmentos de la vida y de la obra de Trotsky que no deben mencionarse? ¿Hay que falsificar la historia para construir un nuevo Trotsky a la medida del mito que sobre él hemos inventado? ¿Qué adelantamos con eso? 


La burocracia dictatorial del partido único 

En Terrorismo y comunismo, Trotsky nos dice también: “Más de una vez se nos ha acusado de haber practicado la dictadura del partido en lugar de la dictadura de los sóviets. (…) En esta sustitución del poder de la clase obrera por el poder del partido no ha habido nada casual, e incluso, en el fondo, no existe en ello ninguna sustitución. Los comunistas expresan los intereses fundamentales de la clase trabajadora”. En esta obra, recientemente vuelta a publicar por Akal, Trotsky defiende la concepción de un partido único, infalible y situado por encima de la sociedad. 

Bettleheim, por su parte (pág. 355), nos transcribe esta despectiva referencia a la Oposición Obrera de Alexandra Kollontai, efectuada por Trotsky en los debates del X Congreso del partido (1921): “Ellos han avanzado consignas peligrosas. Han convertido en fetiche los principios democráticos. Han colocado por encima del partido el derecho de los obreros a elegir sus representantes. Como si el partido no tuviese derecho a afirmar su dictadura, incluso si esta dictadura está en conflicto temporal con los humores cambiantes de la democracia obrera. El partido está obligado a mantener su dictadura, cualesquiera que sean las vacilaciones temporales, incluso de la propia clase obrera. La dictadura no se basa a cada instante en el principio formal de la democracia obrera”. 

Como vemos, Trotsky defendía la dictadura del partido, y no la democracia obrera. Es más: todos los bolcheviques lo hacían. Ya recordé, en Trotsky no existe, el episodio de la disolución de la Asamblea Constituyente, en enero de 1918. O la crítica a la Revolución Rusa de Rosa Luxemburg, también en una fecha tan temprana como 1918. Vale la pena releer las palabras de Rosa y reflexionar sobre ellas: “Pero al sofocarse la actividad política en todo el país, también la vida en los sóviets tiene que resultar paralizada. Sin sufragio universal, libertad ilimitada de prensa y reunión y sin contraste libre de opiniones, se extingue la vida de toda institución pública, se convierte en una vida aparente, en la que la burocracia queda como único elemento activo. Al ir entumeciéndose la vida pública, todo lo dirigen y gobiernan unas docenas de jefes del partido, (...) en definitiva, una camarilla, una dictadura, ciertamente, pero no la del proletariado, sino una dictadura de un puñado de políticos”. 

Además, cabe resaltar que Trotsky, en este X Congreso, se auto-expulsó virtualmente a sí mismo del partido, al votar a favor de la propuesta de Lenin de prohibir las facciones internas. Años más tarde, fue expulsado del partido por organizar una facción precisamente. 

A pesar de las utópicas palabras de Lenin en El estado y la revolución (1917), nunca en la URSS existieron los cargos revocables ni las decisiones democráticas. Si queremos ver un texto más realista sobre las prácticas desempeñadas en la vida real por los bolcheviques, podemos consultar Las tareas inmediatas del poder soviético (Lenin, 1918), donde leemos: “La experiencia irrefutable de la historia muestra que la dictadura personal ha sido con mucha frecuencia, en el curso de los movimientos revolucionarios, la expresión de la dictadura de las clases revolucionarias, su portadora y su vehículo". También en el 18 aparece otro texto de Lenin, Acerca del infantilismo de izquierdas, citado por E.H. Carr en su Tomo 2 (pág. 105), donde leemos: “Nuestra tarea consiste en aprender de los alemanes el capitalismo de Estado, en implantarlo con todas las fuerzas, en no escatimar métodos dictatoriales para acelerar su implantación, (…) sin reparar en medios bárbaros de lucha contra la barbarie". 

¿Lenin y Trotsky antiburocráticos? Sería necesario reescribir y falsear la historia entera de esta revolución para llegar a esa conclusión. Por último, no deja de resultar curioso que, en sus últimas cartas (consideradas su “testamento político), Lenin, tras criticar con dureza a Stalin, Bujarin, Zinoviev, Kamenev y Piatakov, acuse también a Trotsky de vanidad y... burocratismo (“está demasiado ensoberbecido y demasiado atraído por el aspecto puramente administrativo de los asuntos”). El caso es que, nos guste o no, para Lenin ninguno de sus sucesores estaba a la altura. 

La ausencia de control obrero y popular sobre la producción 

En la célebre novela de George Orwell Rebelión en la granja, fábula inspirada en la historia de la Revolución Rusa, los animales de la “Granja Animal” se han sublevado contra sus amos y viven en un régimen utópico. Entonces, uno de los líderes (Napoleón) expulsa a otro (Snowball) y establece su dictadura. Se produce un corte radical: desde ese momento, comienza una degeneración por la cual Napoleón acaba siendo tan tiránico y explotador como los antiguos amos (o quizá más). 

La mala costumbre de la militancia comunista actual de no leer ni informarse hace que, en no pocos casos, esta breve y popular novela (o la película, o el resumen de Wikipedia, o la narración acelerada de un compañero...) venga a sustituir a la adecuada formación histórica sobre el periodo. Así, surge el “mito del corte de 1924”. En pocas palabras, la URSS era un paraíso socialista (con sus problemas, tal vez... pero básicamente eso), hasta que, en 1924, muere Lenin y asciende al poder Stalin, que acaba con la revolución y establece un sistema similar al de la Alemania nazi. Otros, en un alarde de cultura, adelantan la fecha a 1922, demostrando con ello conocer aquello de la apoplejía final de Lenin. La cuestión es que, conociendo la fábula popular orwelliana, basta con rellenar los huecos a base de tres o cuatro anécdotas eruditas, que demuestren, por ejemplo, lo bueno que era mi personaje histórico favorito y lo malo que era su odiado rival y... voilà, ya tenemos a un militante bien formado, capaz de ingresar en el Comité Central de más de una liga o partido proletario con más siglas que afiliados. 

Volvamos al mundo real. En sus Tesis de abril (1917), al igual que en El estado y la revolución, Lenin proponía que los funcionarios del Estado o los directores de fábrica no percibieran un salario mayor que los obreros y fueran elegidos por ellos democráticamente, con posibilidad de revocación en cualquier instante. En Acerca del infantilismo de izquierdas (1918), en cambio, Lenin ha asumido que es completamente imposible reorganizar la maquinaria del Estado mediante el control obrero. A menudo las fábricas sólo miran por su propio interés o expulsan a los directores arbitrariamente. La producción desciende y la utopía, sencillamente, no ha funcionado. 

En la página 85 del Tomo 2 de la obra de E.H. Carr asistimos a la creación del Consejo Superior de Economía Nacional (Vesenja), por el decreto del 5-18 de diciembre de 1917. En la página 98, asistimos a la promulgación del decreto de 3 de marzo de 1918, que otorga a este organismo estatal el control de toda la industria, acabando de facto con el control obrero. Como cuenta Carr en el Tomo 1, página 234, un militante llamado Sapronov protestó ante el partido porque el Vesenja zanjaba cualquier discusión con los órganos inferiores con un lacónico: “No entendéis absolutamente nada de producción”. En Acerca del infantilismo de izquierdas, Lenin explica la necesidad de poner al frente de la industria a los antiguos capitalistas y expertos, al ser los únicos que podían ponerla en marcha de manera solvente. Estos expertos, naturalmente, serán nombrados por el Vesenja (el sóviet tendrá un papel meramente consultivo). Lenin justifica incluso la necesidad de que cobren un salario más elevado que los obreros. He ahí el génesis de la burocracia: en 1918. Ya en el IX Congreso (1919) Sapronov criticó esta degeneración burocrática, argumentando que eso no era “centralismo democrático” sino “centralismo vertical ordinario” (E.H. Carr, Tomo 1, pág. 235). 

También en E. H. Carr (pág. 238 del Tomo 1) podemos leer la siguiente declaración de Trotsky en el II Congreso del Komintern (1920), una declaración que constituye, además, un alarde de burocratismo casi sin precedentes: “Hoy hemos recibido propuestas del gobierno polaco para firmar la paz. ¿Quién decide en esta cuestión? Poseemos el Sovnarkom pero tiene que estar sujeto a un cierto control. ¿Qué control? ¿El control de la clase obrera como masa caótica y sin forma? No. El comité central del partido ha sido reunido para discutir la propuesta y decidir cómo contestarla”. Eso opinaba Trotsky. ¿Y el resto del bolchevismo? Un año antes, en el IX Congreso, como leemos en la página 237 del Tomo 1 de E. H. Carr, escribía por su parte Grigori Zinoviev, presidente del Soviet de Petrogrado, que “las cuestiones fundamentales de política, tanto internacional como interior, tienen que ser decididas por el comité central de nuestro partido, es decir, del Partido Comunista, que de este modo tramita estas decisiones a través de los organismos del Sóviet”. 

Así pues, tal vez el trotskismo defienda el control obrero y la autonomía sindical, pero la realidad (contrastable en toda la historiografía disponible de las más diversas tendencias) es que Trotsky no lo hizo. O, en otras palabras, en esta materia Trotsky no fue trotskista, sino “estalinista”. 

El férreo dogmatismo ideológico 

En el epílogo de La revolución permanente (1930) Trotsky resume sus ideas, efectuando determinadas afirmaciones harto atrevidas: “La resolución íntegra y efectiva de los fines democráticos y de la emancipación nacional tan sólo puede concebirse por medio de la dictadura del proletariado, empuñando éste el poder como caudillo de la nación oprimida y, ante todo, de sus masas campesinas”. “La realización de la alianza revolucionaria del proletariado con las masas campesinas sólo es concebible bajo la dirección política de la vanguardia proletaria organizada en Partido Comunista”. “Sin embargo, esta última [la experiencia histórica] ha demostrado, y en condiciones que excluyen toda torcida interpretación, que, por grande que sea el papel revolucionario de los campesinos, no puede ser nunca autónomo ni, con mayor motivo, dirigente. El campesino sigue al obrero o al burgués. Esto significa que la 'dictadura democrática del proletariado y de los campesinos' sólo es concebible como dictadura del proletariado arrastrando tras de sí a las masas campesinas”. “Un país colonial o semicolonial, cuyo proletariado resulte aún insuficientemente preparado para agrupar en torno suyo a los campesinos y conquistar el poder, se halla por ello mismo imposibilitado para llevar hasta el fin la revolución democrática”.“La tendencia de la Internacional Comunista a imponer actualmente a los pueblos orientales la consigna de la dictadura democrática del proletariado y de los campesinos, superada definitivamente desde hace tiempo por la historia, no puede tener más que un carácter reaccionario”, ya que “esta consigna se opone a la dictadura del proletariado”, de modo que “la incorporación de esta consigna al Programa de la Internacional Comunista representa ya de suyo una traición directa contra el marxismo y las tradiciones bolchevistas de Octubre”. 

Cuando uno lee este libro, parece que el centro de la “teoría de la revolución permanente” es la idea de que el campesinado no puede ser revolucionario. Sólo el proletariado industrial (con su mono azul, a ser posible) está capacitado para ello. Estamos otra vez ante el vetusto (o carpetovetónico) prejuicio, defendido aún por muchos en la actualidad, lo que resulta más grotesco si cabe, ya que, hoy día, el pueblo trabajador se divide en muy distintas fracciones de clase y los obreros fabriles son sólo una minoría (y no la más empobrecida, ni tampoco la más revolucionaria). 

Trotsky no quiso aprender de los aportes que, ya entonces, planteaba José Carlos Mariátegui, de su alegría creadora y del nuevo papel que asignaba al campesinado. En mi opinión, Trotsky aquí es más marxiano, pero menos marxista que Mariátegui o Lenin. Si tomamos al pie de la letra (y, por tanto, de manera antidialéctica) los textos de Marx, la teoría de Trotsky se convierte correcta, pero deja de tener utilidad en el mundo real. El gran acierto de Lenin es saber qué hemos de desechar de las ideas de Marx, para que el marxismo siga siendo útil. Por ejemplo, a la idea marxiana de que la revolución triunfará en los países industrializados, Lenin opone la idea marxista de que una cadena se rompe por “el eslabón más débil” (las naciones subdesarrolladas). Lenin no hace uso de los textos de Marx como un creyente hace uso de la Biblia. De modo que yo, porque soy leninista, no me ciño lo que dijera Lenin. Parto de mi propia realidad, no de cuatro citas descontextualizadas. 

Esto nunca fue comprendido ni por Trotsky, ni por buena parte del trotskismo (y del estalinismo). Sin embargo, contra lo que postulaba la “teoría de la revolución permanente”, y como bien teorizó en su día el Che Guevara, el campesinado se ha convertido en el sujeto central de todas y cada una de las revoluciones triunfantes que se han producido desde el momento en que ese texto de Trotsky fue redactado hasta la actualidad: desde la Revolución China, hasta la Revolución Nicaragüense, pasando por la Revolución Cubana o la Vietnamita. ¿Se puede seguir defendiendo esa teoría, aun habiendo sido refutada de manera clamorosa por toda la historia del siglo XX? Supongo que, por descontado, no podemos esperar de nadie la menor rectificación, ni tampoco el abandono de esta teoría (en todo caso, podemos esperar que la falsifiquen, diciendo que afirmaba otra cosa distinta a lo que realmente afirmaba). Aunque, ¿qué es la realidad comparada con una hermosa teoría de hace casi un siglo? 

Uno de mis detractores, Ronald León, milita, como él mismo indica, a un partido perteneneciente a la LIT, que es sólo una más de las muchas “Internacionales” que surgieron tras la muerte de Trotsky, cuando cada uno de los líderes de su IV Internacional llegó a la conclusión de que era el verdadero exégeta del revolucionario ucraniano, a diferencia de los demás que eran unos traidores pequeñoburgueses. El líder de la LIT, que se llamaba Nahuel Moreno y fue uno de los principales dirigentes del trotskismo latinoamericano, escribió en 1973 un texto titulado Tesis sobre el guerrillerismo, en el que afirma: “El surgimiento de direcciones pequeñoburguesas independientes del stalinismo que han dirigido revoluciones triunfantes, como fue en su momento el castrismo y es ahora el sandinismo, puede llevarnos al error de creer que con estas direcciones y sus organizaciones nos une una estrategia común. (…) Pero a la larga es inevitable que traicionen a la revolución, en algún punto del proceso revolucionario, por esa profunda razón de clase: son pequeñoburguesas. (…) Las organizaciones y direcciones guerrilleras no son obreras, sino burguesas o pequeñoburguesas, por el solo hecho de ser guerrilleras. (…) Las organizaciones guerrilleras son enemigas de la organización obrera. (…) Las organizaciones guerrilleras son terroristas. (...)Los trotskistas no sólo no apoyamos esas acciones, sino denunciamos ante los trabajadores su carácter desmoralizador, desmovilizador y desorganizador”. 

El dogmatismo afirma que su método de lucha es el único válido y posible, satanizando cualquier otro. Tampoco la efectividad de una u otra vía supone el menor argumento para ellos, como vemos en esta crítica a Fidel Castro y los sandinistas (que, a diferencia de Moreno, sí hicieron la revolución en sus respectivos países). Se trata, simplemente, de dar cabezazos contra la realidad, a fin de amoldarla, encorsetarla y, aunque sea a duras penas, hacerla coherente con un texto sagrado y lleno de polvo. 


El culto a la persona y la deriva final hacia el reformismo 

Ésta es, para acabar, una de las características más evidentes del estalinismo de León Trotsky. En La revolución permanente, Trotsky habla de sí mismo en tercera persona, a lo largo de todo el libro. En la primera de las conclusiones finales, afirma, tan humilde como de costumbre: “La teoría de la revolución permanente exige en la actualidad la mayor atención por parte de todo marxista”. En la última, se ubica a sí mismo en el olimpo de los dioses del marxismo, junto a los más grandes: “el problema de la revolución permanente ha rebasado las divergencias episódicas, completamente superadas por la historia, entre Lenin y Trotski. La lucha está entablada entre las ideas fundamentales de Marx y Lenin de una parte, y el eclecticismo de los centristas, de otra”. Para colmo, Trotsky no pudo resistirse a escribir su autobiografía (Mi vida). 

Si el culto a Stalin fue vergonzoso y de mal gusto, no lo es menos el culto a Trotsky. En cualquier organización o editorial de ideología trotskista, como por ejemplo El Militante, no faltarán jamás rostros de Trotsky por doquier, o citas de este autor, aunque no vengan al caso. La misma adscripción al significativo término “trotskista” se efectúa de un modo sectáreo, excluyente y cerrado. Cabe preguntarse, ¿creó este revolucionario (o Fidel, o Mao, o el Che) un corpus teórico comparable al de Marx o Lenin, que justifique el nacimiento de una nueva ideología? 

Por otra parte, el trotskismo ha acusado siempre al estalinismo de “reformista”. Por supuesto, el trotskismo se ha cuidado mucho de mezclar y confundir el estalinismo con las ideas de revisionistas y anti-estalinistas tardíos como Nikita Kruschev o, en el contexto del Estado español, Santiago Carrillo (ya que no podían llamar reformistas a las guerrillas radicales maoístas, que proliferaban por medio mundo). Con Kruschev (que, como sabemos, renegó de Stalin y de sus prácticas) comienza la doctrina de la “coexistencia pacífica” y los Partidos Comunistas de todo el mundo adoptan la vía electoral como la fundamental, descartando métodos revolucionarios. 

La base empírica que emplea el trotskismo para promover esta identificación entre estalinismo y reformismo está en la estrategia de Frentes Populares, adoptada, tras extensos debates, por el Komintern en su VII Congreso (1935), con el fin de frenar el auge incontenible del fascismo en Europa. La posibilidad, en situaciones muy concretas (por ejemplo, una invasión extranjera, una situación semi-feudal o el auge del fascismo), de alianzas de clase entre la clase trabajadora y sectores progresistas de la burguesía es algo que siempre ha espantado de manera singular al trotskismo, a pesar de que el propio Marx, en un texto tan poco rebuscado como el Manifiesto comunista, afirma: “En Alemania, el partido comunista lucha al lado de la burguesía, en tanto que ésta actúa revolucionariamente contra la monarquía absoluta, la propiedad territorial feudal y la pequeña burguesía reaccionaria”. Pero, en efecto, a mediados de los años 30 el estalinismo empieza a plantear la necesidad de alianzas con la socialdemocracia reformista y otras fuerzas democráticas antifascistas, manteniendo sin embargo la independencia del partido. 

Sin embargo, en esta misma época, Trotsky instaba a sus seguidores a dejar en un segundo plano el partido comunista en el que militaran y afiliarse... directamente a los socialdemócratas. En La Liga frente un giro decisivo, de 1934, Trotsky afirma que “Queremos participar activamente. La única posibilidad que nuestra organización tiene de participar en el frente único de masas, en las circunstancias dadas, consiste en ingresar al Partido Socialista. Hoy, tal como antes, consideramos más necesaria que nunca la lucha por los principios del bolchevismo, por la creación de un verdadera partido revolucionario de la vanguardia proletaria y por la Cuarta Internacional. Confiamos en que hemos de convencer de todo esto a la mayoría de los trabajadores, tanto socialistas como comunistas. Nos comprometemos a llevar a cabo esta tarea dentro de los marcos del partido, a sujetarnos a su disciplina y a preservar la unidad de acción”. 

Esta táctica (afiliarse a un partido con el fin de convencer a algunos de sus miembros de que ingresen en otro), que se caracteriza por su excepcional deslealtad, fue denominada “entrismo”. En muchos lugares conocemos sus nefastos resultados. Incluso en la actualidad. Así fue como destruyeron las asambleas vecinales que se crearon en Argentina tras el “corralito”. Por no hablar del movimiento estudiantil en diversos puntos del Estado español. Pero lo curioso, volviendo a los años 30, es que los trotskistas acusaran a los comunistas de reformismo por pactar con la socialdemocracia, decidiendo con ello ingresar... en la socialdemocracia. 

Por otro lado, ¿por qué no se acusa a Lenin de reformismo, en tanto que inspirador de la NEP? ¿Su figura es incuestionable? ¿Cómo es que al hablar de la NEP (al igual que pasaba al tratar el asunto de Kronstadt) vuelven a entrar en juego las “circunstancias que obligan y justifican” y la “inevitabilidad de lo necesario”? 

Conclusión 

El término “estalinismo” no me parece aceptable para definir el fenómeno que hemos tratado de referir. Suele emplearse arbitraria y abusivamente, para definir experiencias históricas en los más diversos lugares y épocas, o hechos que se dieron tanto antes de la ascensión de Stalin al poder como después de su muerte. No obstante, lo emplearé provisionalmente. 

La conclusión de este artículo es que Trotsky, como hemos tratado de demostrar, fue el primer estalinista. Era partidario de la más férrea represión, no sólo contra el enemigo de clase, sino incluso contra los propios trabajadores, como en Kronstadt (a cuyos obreros no dudó en calumniar, en lo que he denominado “el primer Proceso de Moscú”). Propuso incluso la deportación de los trabajadores a campos de concentración si desobedecían al Estado. Defendió con toda firmeza la militarización del trabajo (no ya para los tiempos de guerra, sino como modelo de construcción del socialismo), de modo que el Estado decidiera donde debía trasladarse a trabajar cada cual, de manera obligatoria y vinculante. Creía en un régimen de partido único, sin la menor libertad sindical y en el que los sóviets estuvieran totalmente controlados por el partido. Se auto-expulsó a sí mismo del partido, ya que votó a favor de la prohibición de facciones internas, para acabar siendo expulsado precisamente por ese motivo. Propugnaba que una minoría del Comité Central del Partido debía decidir en todas las cuestiones relevantes. Participó activamente en la eliminación del control obrero sobre la producción, que sólo se mantuvo vigente durante los 6 primeros meses de la revolución. No dejó de practicar y defender todas estas prácticas hasta que fue desplazado de los puestos de poder. Además, hacía gala de un férreo dogmatismo ideológico, lo que le llevaba a despreciar el papel del campesinado, que según él no podía tener un papel activo ni revolucionario. No estaba exento de cierta egolatría y sus seguidores dieron culto a su persona, cosa que siguen haciendo. Dado la pequeñez de los partidos de su IV Internacional, terminó propugnando a sus militantes que, en lugar de militar en los partidos comunistas, lo hicieran en la socialdemocracia, si bien era sólo una táctica desleal para convencer a la gente de que abandonara esos partidos e ingresara en el suyo. Todo esto es irrefutable, ya que he acudido a las fuentes más directas para documentarlo, empezando siempre por los textos del propio Trotsky. 

Además, este fenómeno que hemos tratado de estudiar, el fenómeno de justificar y practicar la represión en defensa de un partido dictatorial y burocrático (“estalinismo” según la errónea terminología que aquí, provisional y metodológicamente, hemos aceptado) sería un fenómeno común tanto a Lenin, como a Stalin, como a Trotsky, en diferentes grados. Podemos decir que en Stalin se dio en un grado mayor, quizá por el hecho de estar durante más años en el poder. Pero, no obstante, en los años en los que Lenin y Trotsky (junto a Stalin y otros) controlaron los resortes del poder, ya existían el terror, la Cheka, el GULAG, el Partido Único, la prohibición de las facciones internas en el partido, la burocracia, el dogmatismo y la ausencia de control obrero. 

Por supuesto, para mí no se trata de extraer conclusiones maniqueas, aunque no faltarán, de igual modo que tampoco faltarán etiquetas. Probablemente, los trotskistas dirán que soy un estalinista (y me recordarán los crímenes de Stalin, aunque no venga a cuento hacerlo, ya que ni los he negado ni tengo el menor interés en hacerlo). Los estalinistas, por su parte, dirán que soy un anarquista. Los anarquistas dirán que soy un degenerado. Nada de eso me ha import(un)ado a la hora de elaborar este escrito, que persigue únicamente la verdad, la realidad histórica a la que, a grandes rasgos, con todos los matices que puedan hacerse, llegará cualquiera que, libre de prejuicios y estereotipos, estudie el periodo. Por tanto, no he buscado llegar a una vulgar moraleja, al estilo de “los bolcheviques eran buenos” o “los bolcheviques eran malos”. Los bolcheviques, en mi opinión, hicieron una gran revolución, que pasará a la historia de la humanidad como uno de los momentos más luminosos para los oprimidos en su pugna por liberarse de la sociedad de clases. Los avances de la sociedad soviética fueron innegables, pero también sus errores. Apoyo y defiendo la Revolución Rusa, pero trato de comprenderla históricamente, para aprender de sus fracasos, al plantear, aquí y ahora, la táctica más adecuada para (y desde) mi realidad. 

No creo en las excusas. Como dice Zizek, el trotskismo (al igual que el estalinismo) ha supuesto un obstáculo casi insalvable, que anulaba cualquier oportunidad de efectuar una crítica útil, seria y estructural. Eso nos impide progresar. Por un lado, como nos recuerda Jean Salem, se aceptan acríticamente las cifras sobre la represión en la Unión Soviética o la China de Mao, por irrisorias que puedan llegar a ser (como los 100 millones del Libro Negro de Courtois). Por otro, se echan balones fuera, cada vez que se cuestiona algún aspecto de la URSS (o incluso de Cuba o la China maoísta), recurriendo al comodín de Stalin. No podemos seguir jugando a este juego. Debemos admitir que el comunismo (el de Lenin, el de Fidel y el de todos) también tuvo sus problemas, sus errores y sus dilemas (desde el mismo año 17). 

Defiendo la noción de Poder Popular y creo que, en las condiciones históricas actuales (bastante distintas a las que vivieron los bolcheviques), los partidos deben centrarse en reforzar las instancias comunes de participación y resistencia, y no en reforzarse a sí mismos. No creo en el partido infalible que, nos guste o no, planteaban tanto Lenin, como Trotsky, como Stalin. Creo que, tarde o temprano, esa subordinación del pueblo trabajador (de las bases) a la jerarquía y ese flujo unidireccional del poder y las decisiones acaban por socavar la propia jerarquía, haciendo caer todo como un castillo de naipes. Debemos apoyarnos en la heterodoxia para pensar otra vez la relación entre el partido y las masas, alcanzando una comprensión más profunda de cómo se protegen sus lazos, ya que el divorcio entre él y ellas ha sido, hasta ahora, a causa de la prepotencia de él, y no de la “incapacidad” de ellas. Sólo así podremos hacerlo mejor la próxima vez. 


Trotsky no existe: es un símbolo, una fábula, una excusa para no aceptar que, en más de un aspecto, lo hicimos mal desde el principio. La cuestión es ¿necesitamos ese símbolo? ¿Nos sirve para algo? ¿Refleja la madurez de nuestro movimiento, o su puerilidad?



domingo, 21 de octubre de 2012

POLÉMICA PALINGENÉSICA: MARXISMO SIN GUIONES





LUCHAR Y ORGANIZAR ES LA TAREA DEL PRESENTE



Marxismo sin guiones es un enjundioso estudio de Manuel Muñoz Navarrete que no deja hueso sano a los doctrinarios de todas las latitudes.

A las nuestras, criaturas perfectas del capitalismo, los verdaderos defensores, los auténticos paladines, los abanderados de la defensa de la ortodoxia marxista-leninista-maoista-mariateguista, ¿les quedará lengua para mascullar el odio visceral que destila su mediocridad de hombres incompletos? Ahora queremos ver si estos gallos cantan en corral ajeno.

Pero, veamos que opina la piñata favorita de «Los Cruzados del Anti Revisionismo»:

 «El debate “actual” está anclado en el pasado, y no se da en otras realidades. Y el problema, en todo caso, no es el m-l, tema ya resuelto pues ¿acaso JCM se opuso a Lenin?, y ¿habrá ahora algún marxista que se oponga a Lenin, o que lo ignore, o que lo refute? Si se sigue con los guiones, ¿termina en m-l o habrá que agregarle m-l-m, y más ismos según pase el tiempo? El debate actual debería ser, en todo caso, acerca de la propia teoría del proletariado y su denominación, tema que requiere urgente replanteamiento y dilucidación, a nivel nacional y a nivel internacional. Y la clave es ¿seguirá la teoría del proletariado con nombre personal, como las religiones? Y es que hay ismos personales (religiosos, p.e,) y hay ismos conceptuales (materialismo, idealismo, p.e.). Marx y Engels definieron el comunismo como movimiento, pero en sus inicios, en 1847. Y con el aporte de Marx a la teoría, Engels tiempo después señaló que “desde que el socialismo se hizo ciencia, exige que se le trate como tal, es decir, que se le estudie”. Entonces, el comunismo (socialismo) ¿se quedó en movimiento o se elevó a CIENCIA? Y como ciencia, ¿qué nombre requiere?»

Y que nos dice Manuel Muñoz Navarrete, en su Marxismo sin guiones:

“…añadir   nuevos   guiones   no soluciona  nada,  y  además  supone  una  radical incomprensión de lo que es la dialéctica. Lenin y Mao no rechazaron (ni aceptaron) las aportaciones  teóricas  previas  en  bloque  (ni  tampoco Marx,  cuya  teoría  laboral  del  valor  se  basaba en autores como Adam Smith). Lo que hicieron fue,  como  diría  Hegel,  «superar  conservando»  (aufhebung).  Pero  superar  al  fin  y  al  cabo (y  también  desechar).  Lo  que  hicieron  con  el marxismo  anterior  no  fue  matarlo,  sino,  como diría Carlo Frabetti, tragárselo vivo. El marxismo se va enriqueciendo y puliendo progresivamente, pues no realiza meras «adaptaciones» a diferentes  circunstancias,  sino  auténticos  desarrollos nuevos en función de la cambiante realidad de un mundo «ancho y ajeno».

Pero, los doctores del presente pluscuamperfecto creen (en verdad, ¡alucinan!) construir partido con BABAS y PAPEL. Estos intelectuales de cafetín, piensan un mundo en base a conceptos abstractos y no en base a realidades. Si la naturaleza no fue prodiga con ellos que culpa tenemos nosotros. Sólo cerebros obtusos, enfermos de resentimiento, son incapaces de entender que sólo un desquiciado o despistado podría pensar que JCM se opuso a Lenin. Después de la primera experiencia socialista es imposible ignorar la obra ciclópea de Vladimir Ilich Lenin. La concepción individualista pone el acento en el sujeto en la historia. Para las “lumbreras” de esa corriente del pensamiento, la teoría de la clase obrera es producto del ingenio de los dirigentes. Olvidan éstos que somos criaturas de nuestro tiempo. Olvidan éstos que la partícula aislada es insignificante y que sólo toma sentido cuando se une a sus iguales. Olvidan éstos que la teoría es un producto histórico – social; es decir, producto de la acción de miles de hombres y  mujeres. El rasero individualista de los “doctores del marxismo” se revela con nitidez en el tema de los ismos, la denominación y la teoría del proletariado.

Actualmente, hay demasiados bienes persiguiendo pocos compradores; demasiado dinero a la busca de pocas inversiones lucrativas; demasiados obreros tras la búsqueda de pocos puestos de trabajo; demasiados bancos persiguiendo a los pocos ahorristas y depositantes empobrecidos; demasiados famélicos en busca de un nicho que les permita sobrevivir; en fin, demasiadas mercancías para millones de potenciales compradores. Un nuevo negocio aparece y al toque se multiplican los replicadores. Sobran los repetidores. Abundan los copistas. Fusilar es un oficio sencillo; pero, daña en su abundancia. En política no es distinto, abundan los plagiarios, los discos rayados, los “originales” ciento por ciento, esto es, más falsos que políticos besuqueando niños. Fácil es hacer política discutiendo el pasado porque no nos compromete en la lucha de intereses y los riesgos del presente. Fácil es hacer política, engordando y embotándose en la comodidad de su casa. Los hombres completos se hacen en la práctica, en la lucha de clases: organizando la resistencia al capitalismo. No en la esterilidad de interminables debates por un guión o una coma. En el mundo sobran Sanchos cuando se necesita Quijotes. Hacen falta más molinos de viento. Hace falta imaginación mucha imaginación, para salir de la ciénaga del capitalismo. Todavía estamos descubriendo las genialidades del autor de los 7 Ensayos. Al Perú actual le hacen falta hombres PRÁCTICOS como Mariátegui, Caro Ríos, le hacen falta muchos Quijotes armados del método marxista.

Entonces, ¡Buen provecho, tristes obispos bolcheviques! ¡Buen provecho doctrinarios, buen provecho sectarios, buen provecho fanáticos de la línea única, buen provecho fervorosos hinchas, buen provecho depositarios del monopolio de la ciencia social! ¡Buen provecho pedantes profesores tudescos del marxismo!

Tacna, 21 de Octubre 2012
Edgar Bolaños Marín

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MARXISMO SIN GUIONES

Manuel Muñoz Navarrete

No perdamos el tiempo en estériles letanías o en mimetismos nauseabundos. Dejemos a esa Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que  lo  asesina  dondequiera  que  lo  encuentra,  en  todas  las  esquinas  de  sus propias calles, en todos los rincones del mundo.
Los condenados de la tierra

I.              Introducción

El  movimiento  comunista  está  en  crisis. Decir  esto  no  es  decir  nada  nuevo.  Pero  el aspecto teórico de esta crisis reviste sus propias características.  En  determinados  círculos,  el marxismo  como  campo  teórico  se  ve  reducido a  una  repetición  necia  de  tópicos  mal  asimilados  y  peor  expuestos.  Jóvenes  voluntariosos (y,  a  juzgar  por  las  fotos,  bastante  folklóricos) se han reunido en la I Escuela Unitaria Juvenil Comunista. Al parecer, hay entre ellos quien se cree inmunizado contra la inoperancia política por el mero hecho de  incrementar  el  número de  hoces  y  martillos  bordados  en  sus  puristas banderas.

Mientras  tanto,  el  movimiento  real  de  los explotados y víctimas de la crisis capitalista  se articula y se desarrolla en las calles, con escasa influencia del marxismo como movimiento organizado.  Tras  el  15M,  un  nuevo  contexto político,  tal  vez  complejo  pero  que  ofrece  sin duda mayores espacios para la intervención política anticapitalista, se abre frente a estos librescos y endogámicos jóvenes, sin despertar entre ellos el menor interés. ¿Tal vez esperaban que  el estallido social se articulara de manera directa en soviets y las masas se  convirtieran automáticamente al marxismo-leninismo?  Lo que está claro es que, mientras el mundo gira, nosotros seguimos parados. Movámonos.

Esa  etiqueta,  la del marxismo-leninismo, es  aquella bajo la que he desarrollado hasta ahora mi actividad política y, probablemente, es también aquella con la que encuentro una mayor convergencia.  ¿Por  qué?  No  se  trata  de  una cuestión identitaria. Simplemente, mi ideario y mi manera de entender los procesos históricos y las luchas de clases me convierten en marxista y en leninista.

Sin  embargo,  una  serie  de  reflexiones me surgen  al  leer  el  libro  Tesis  sobre  la  crisis  del comunismo,   del preso  político del Estado español Manuel Pérez Martínez «Arenas». Este libro forma parte de una serie de debates (es destacable el referido a la cuestión de «lo universal y  lo  particular») en los que  se han producido aportaciones teóricas que pueden suscitar reflexiones de gran importancia. Algunos de los participantes negaron terminantemente que puedan existir varios desarrollos marxistas diferentes y aplicables a las distintas épocas o nacionalidades.  La  influencia  de  esta  postura «universalista»  tiene,  en  realidad, un alcance más hondo  y menos anecdótico  de  lo que  se piensa.

Trataré de exponer por qué, a mi entender, existe  un  problema  en  el  guión  intermedio de la fórmula «marxismo-leninismo» y en sus implicaciones  teóricas (al  menos tal y como es concebido por los autodenominados  representantes políticos de esta doctrina ideológica, en particular la  Conferencia Internacional de Partidos  y Organizaciones  Marxistas-Leninistas). Desde un punto de vista teórico, y teniendo en cuenta dicha traducción política por parte de los m-l, una fracción importante de los marxistas y leninistas han decidido que no pueden hacer otra cosa sino combatir eso que han optado por denominar «guionismo».

A  ellos  me  sumo.  Porque  el  guionismo,  en su  primera  fase,  conlleva  una  rusificación  del marxismo, al presentar la fórmula «marxismo-leninismo» como una unidad orgánica en la cual ninguno de los dos términos puede  comprenderse sin el otro, elevando uno de los desarrollos «laterales» del marxismo (el leninismo) a centro, a  canon;  y,  en  su  segunda  fase  («marxismo-leninismo-maoísmo»),  supone  una  chinización del  marxismo  análoga;  pero,  tanto  en  un  caso como en el otro (por no hablar de otros –ismos agregados posteriormente), dificulta la introducción de desarrollos más realistas en pos de un culto a «lo universal» que no atiende al despliegue que de lo particular se da frente a nuestros ojos.

Trataremos de argumentar todo esto.

II.           Guionismo  como  cierre  epistemológico

Desde  un  punto  de  vista  provocador,  un compañero de luchas enunció la tesis con las siguientes palabras: «Soy marxista y soy leninista, pero no soy marxista-leninista». Incluso podría matizarse así: «soy marxista; por ello, leninista; y más leninista aún por no caer en el m-l».

Ya  hemos  adelantado  la  idea  de  que  el marxismo-leninismo,  tal  y  como  es  traducido políticamente por la mayoría de sus partidarios, no  es  más  que  un  dogma  cerrado,  fosilizado  y sin la menor posibilidad de avance. Esto se debe a  que el guión intermedio es empleado como un elemento subordinante o actualizador cuya función es cerrar epistemológicamente la teoría a fin de preservar su «pureza». Naturalmente, el problema no es el guión como elemento formal en  sí  mismo.  No  es  una  cuestión  nominalista, sino teórica e interpretativa.

Hemos adelantado que la teoría m-l se niega a admitir nuevos desarrollos teóricos; a lo sumo, se  presta  a  ser  simplemente  «aplicada»  a  las distintas  realidades  (que en realidad son  una sola: la de la época del imperialismo). Pero esa «pureza», esa cerrazón hermética, tan alabada por ciertos m-l, es en realidad la perfecta garantía de  su inoperancia  política y de  su  incomprensión  de  la  dialéctica. El propio marxismo (el mismo Lenin lo admite) es un híbrido  impuro de  diversas  fuentes,  como  la  filosofía  alemana, el  socialismo  francés  y  la  economía  política inglesa.

Dadas  la  riqueza  cultural  y  la  diversidad socioeconómica  del  mundo,  para  que  la  teoría marxista  sirva  a  los  objetivos  revolucionarios es estrictamente   necesario que permanezca «abierta», que articule desarrollos creativos y que no  se limite a reproducir «nuevas  aplicaciones» de lo mismo. Ya lo dijo Machado: «caminante, no hay camino, se hace camino al andar». El marxismo ha de estar abierto por el sencillo motivo de que la historia también está abierta, es  contingente, no cuenta con ningún tranquilizador final escrito en  ningún  libro revelado y, en consecuencia, tampoco constituye ninguna sucesión de etapas preconcebidas y obligatorias.

Esto  lo  comprendió  el  propio  Marx  mucho mejor que sus continuadores. En contraste con la rígida sucesión teleológica de modos de producción  con  la  que nos han deleitado  tantos «marxistas» (al feudalismo sigue necesariamente  el  capitalismo,  y  a  este  el  socialismo),  en  el Prefacio a la segunda edición rusa del Manifiesto Comunista leemos:

En Rusia, al lado del florecimiento febril del fraude capitalista y de la propiedad territorial burguesa en vías de formación, más de la mitad de la tierra es posesión comunal de los campesinos. Cabe, entonces, la pregunta: ¿podría la comunidad  rural  rusa  —forma  por  cierto  ya muy desnaturalizada de la primitiva propiedad común de la tierra— pasar directamente a la forma superior de la propiedad colectiva, a la forma  comunista,  o,  por  el  contrario,  deberá pasar primero por el mismo proceso de disolución que constituye el desarrollo histórico de Occidente? La única respuesta que se puede dar hoy a esta cuestión es la siguiente: si la revolución rusa da la señal para una revolución proletaria en Occidente, de modo que ambas se  completen,  la  actual  propiedad  común  de la  tierra  en  Rusia  podrá  servir  de  punto  de partida para el desarrollo comunista.

III.  La  reconciliación  entre  Trotsky y Stalin

En  su  artículo  «Bolchevismo  y  estalinismo», Trotsky decía que «para nuestra época, el bolchevismo es la única forma del marxismo».  Stalin, por su parte, aseveraba en los Fundamentos  del  leninismo  que  «el  marxismo-leninismo es el marxismo de la época del imperialismo y de la revolución proletaria».

Así, los dos enemigos se reconciliaban en este aspecto, al convertir el modelo bolchevique en un esquema táctico y organizativo de aplicación universal válido para la época del imperialismo, así,  vista  en  su  globalidad.  Tanto  Stalin  como Trotsky  subestimaban  la  amplitud  (espacial  y temporal) de eso que llamaban «época del imperialismo»,  así  como  (lo  hemos  adelantado) la  diversidad de las estructuras,  niveles  de  desarrollo  socioeconómico  y  pautas  culturales existentes en el mundo. La teoría del desarrollo desigual y combinado o la táctica «diferenciada» para los países subdesarrollados por parte de la Komintern no modifican demasiado esta rigidez operativa, como veremos más adelante.

Por otro lado, sus epígonos (mejor dicho: los epígonos de sus figuras  idealizadas  que  jamás existieron)  no  hacen  más  que  copiar  acríticamente   el modelo bolchevique, generando importantes deformaciones. En La  izquierda en  el  umbral  del  siglo  XXI, Marta Harnecker enumera algunas de ellas: vanguardismo, verticalismo, copia de modelo foráneos, teoricismo, subjetivismo, concepción de la revolución como mero asalto al poder, insuficiente valoración de la democracia, percepción de los movimientos sociales como meras correas de transmisión, desconocimiento del factor étnico-cultural…

Ahora  bien,  detectar  estos  problemas  es fácil:  lo  difícil  será  determinar  si  efectivamente  contamos  con  una  solución  teórico-práctica para los mismos.

IV. Lo universal y lo particular

Che Guevara trató de demostrar en el Congo y  Bolivia  que  las  «condiciones  de  excepción» que  hicieron  posible  la  revolución  cubana  no tenían tanto de excepcionales. Tal vez se equivocara, pero una cosa está clara: cada coyuntura requiere su propia táctica, ya que el imperialismo no ha generado una realidad tan homogénea a nivel internacional como pensaba el marxismo soviético, o como auguraban ya los propios Marx y Engels, quienes, en el Manifiesto Comunista, analizaban  cómo  el  capitalismo  y  el  carácter mercantil  de  la  producción  estaban  corroyendo,  aceleradamente  pensaban  ellos,  las  formas de vida tradicionales de las diferentes naciones.

Todas las condiciones son, pues, condiciones de excepción. En  su  discurso  Sobre  diez  grandes  relaciones  (1956),  Mao  declarará  que  «Nuestra  teoría es  la  integración  de  la  verdad  universal  del marxismo-leninismo  con  la  práctica  concreta de la revolución china». ¿Era eso cierto? ¿En qué sentido?  ¿En  el  sentido  táctico  u  organizativo? ¿Y  la  revolución  cubana?  ¿También  esa  revolución se basó en el leninismo? ¿En qué fase? ¿Era acaso el Movimiento 26 de Julio una estructura similar a la del partido leninista expuesta en el Qué hacer?

Realmente, hace falta una importante dosis de fe ciega para pensar eso. Tanto en sus tácticas como en su sujeto, así como en otros decisivos aspectos del proceso, la revolución rusa es muy diferente de las revoluciones china y  cubana. En  realidad,  no  podía  ser  de  otro  modo:  como analiza  Mao,  lo  particular  está  ligado  a  lo universal;  pero  lo  particular  no  es  un  mero resumen o reflejo de lo universal; y menos aún en la conciencia subjetiva de los hombres, pues, como  bien  sabía  Marx,  hasta  el  más  esforzado intento  de  visión  general  tiene  sus  límites  históricos.

V. Lenin dentro de sus límites

Lenin comprendió bastante mejor que muchos «marxistas-leninistas» o   trotskistas la  necesidad  de  un  tratamiento  específico  de lo  particular,  aun  sin  olvidar  su  relación con lo  universal.  Así,  en  los  documentos  del  III Congreso de la Internacional Comunista (1921), Lenin declara que

no puede haber una forma de organización inmutable  y  absolutamente  conveniente  para todos los partidos comunistas. (…) Las particularidades  históricas de cada país determinan, a su vez, formas especiales de organización para los diferentes partidos» (Tesis sobre la  estructura,  los  métodos  y  la  acción  de  los partidos comunistas).

Esto contrasta dramáticamente con la obcecación de gran parte de los actuales trotskistas y m-l por reproducir, sin mayores consideraciones, unas estructuras organizativas calcadas del modelo  bolchevique.  Con  todo,  aunque  gran parte de la obra de Lenin fuera perecedera, no estamos  negando  el  carácter  universal  e  imperecedero  de  otra  importante  fracción  de  los estudios  teóricos  del  autor. La aportación de Lenin al conocimiento y estudio del imperialismo  (o  del  Estado)  es  sencillamente  imprescindible;  su  audacia  política  (precisamente  audaz por enfrentarse a sus problemas, y no a «la vida de los otros»), impresionante; pero de ahí a que Lenin  pudiera  ser  futurólogo  hay un trecho;  y de ahí a pensar que, aun conociendo el futuro, habría podido   idear fórmulas válidas para cualquier contexto de un mundo tan complejo como este, otro.

Recurramos  a  Gramsci,  quien,  en  Notas sobre la política y el Estado moderno, afirmará:

El concepto de hegemonía es aquel donde se anudan  las  exigencias  de  carácter  nacional  y se  comprende  por  qué  determinadas  tendencias no hablan de dicho concepto o apenas lo rozan. Una clase de carácter internacional, en la medida en que guía a capas sociales estrictamente  nacionales  (intelectuales)  y,  con  frecuencia,  más  que  nacionales,  particularistas y  municipalistas  (los  campesinos),  debe  en cierto  sentido  «nacionalizarse».  (…)  Que  los conceptos  no-nacionales  (es  decir, no referibles a ningún país en particular) son erróneos, se  demuestra  reduciéndolos  al  absurdo.  Ellos condujeron a la pasividad y a la inercia en dos fases  muy  diferentes:  1)  en  la  primera  fase, ninguno  creía  que  debiera  comenzar,  o  sea, consideraba  que  comenzando  se  habría  encontrado aislado; y en la espera de que todos se moviesen en conjunto, nadie lo hacía ni organizaba el movimiento; 2) la segunda fase es quizás peor, ya que se espera una forma de «napoleonismo» anacrónico y antinatural (puesto que no todas las fases históricas se repiten en la  misma  forma).  Las  debilidades  teóricas  de esta  forma  moderna del  viejo mecanicismo están enmascaradas por la teoría general de la revolución permanente que no es más que una previsión genérica presentada como dogma y que se destruye a sí misma al no manifestarse en los hechos.

VI.     El  guionismo como falsa solución

Así  pues,  el  maoísmo,  el  castrismo,  el  guevarismo o el mariateguismo son distintos desarrollos del marxismo acaecidos en la época del imperialismo, y son tan fértiles como el propio leninismo  (véanse  si  no  experiencias  como  las revoluciones china, cubana, vietnamita o nicaragüense). Ahora bien, ¿son desarrollos legítimos? Teniendo en cuenta (y no debería ser necesario aclararlo)  que,  desde una perspectiva emancipadora, no existe mayor criterio de legitimidad que el de la fertilidad revolucionaria, indudablemente sí.

Ahora bien, ¿debemos añadir para cada coyuntura un nuevo guión (marxista-leninista-maoísta;  o marxista-leninista-mariateguista- guevarista,  etc.)?  ¿O  tal  vez debamos suprimir el estrato ‘leninista’ para hablar directamente de   marxismo-maoísmo,   marxismo-guevarismo,  etc.?  No  veo  la  necesidad  de  ninguna  de las dos cosas, como no sea para añadir nuevas etiquetas divisoras del movimiento comunista. Este  movimiento  siempre  contará  con  fracciones  o  tendencias  internas,  pero,  frente  a  una lógica que busca definiciones cada vez más herméticas  e  identitarias  (y  casi  siempre  a  causa de  visiones  demasiado  sesgadas  de  polémicas que ni siquiera incumben al siglo XXI, sino con suerte  al  XX),  muchos  partimos  una  lanza  en pos de que volvamos a llamarnos, sencillamente, comunistas. No se trata de hacer tábula rasa o evitar la autocrítica: al contrario. Sencillamente, podemos (es más: debemos) basarnos a la vez en Guevara y Mao, y también en Lenin, Ho Chi Minh y otros  revolucionarios  que  emplearon las más diversas tácticas para lo que realmente importa: vencer, hacer la revolución y alcanzar el  socialismo  en  diferentes  países.  Eso  (¿qué  si no?) es ser comunistas.

El  leninismo  no  es  más  que  un  desarrollo del  marxismo  de  acuerdo  a  las  condiciones  de la Rusia de los años previos y posteriores a 1917, de igual modo que el maoísmo lo es a las condiciones de la China de los años previos y posteriores a 1949. No ha de existir una única vía al socialismo, sino que puede haber multitud de vías nacionales.

VII. Las vías nacionales al socialismo

Así, en sus brillantes Cuadernos de la cárcel, escritos  desde  las  mazmorras  de  Mussolini, Gramsci escribió:

Está  por  ver  si  la  famosa  teoría  de  Trotsky sobre  el  carácter  permanente  del  movimiento no es el reflejo político de las condiciones económicas, culturales y sociales generales en un país en el que las estructuras de la vida nacional son embrionarias y laxas, e incapaces de convertirse en «trincheras» o «fortalezas». En este caso se puede decir que Trotsky, aparentemente «occidental», fue de hecho un cosmopolita –esto es, superficialmente occidental  o  europeo.  Lenin, por  su  parte,  fue  profundamente  nacional  y profundamente europeo. Me parece que Lenin comprendió que era necesario un cambio de la guerra de maniobra, aplicada victoriosamente en Oriente en 1917, a la guerra de posición, que era la única forma posible en Occidente donde, como  observó  Krasnov,  los  ejércitos  podían acumular rápidamente cantidades infinitas de municiones,  y  donde  las  estructuras  sociales eran todavía capaces por sí mismas  de  transformarse  en  fortificaciones  con  armamento pesado. (...) La tarea fundamental era nacional; es decir, exigía un reconocimiento del terreno y la identificación de los elementos de trinchera y fortaleza representados por los elementos de la sociedad civil, etc. En Oriente, el Estado lo era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; en Occidente existía una relación apropiada entre Estado y sociedad civil, y cuando el Estado temblaba, la robusta estructura de la sociedad civil se manifestaba en el acto. El Estado sólo era una trinchera avanzada, tras de la cual había un poderoso sistema de fortalezas y casamatas; más o menos numerosas de un Estado al otro, no hace falta decirlo –pero precisamente esto exigía un reconocimiento exacto de cada país individual.

Así pues, para Gramsci el verdadero internacionalismo no sería la  simplificadora  imposición de una sola táctica y un  solo  modelo  organizativo  únicos e independientes de las  circunstancias concretas.   Durante   el   proceso   revolucionario chino, por ejemplo, la forma en que han de relacionarse las clases en los países atrasados y semi-coloniales es una cuestión que tiene menos de universal de  lo  que  pensaban  la  Internacional  Comunista por un lado, y Trotsky por el otro (ya que, aunque pensaran exactamente lo contrario, ambos coincidían en defender la existencia de una única táctica posible  o  adecuada  para  todas  aquellas  naciones que se encontraran en tal situación).

Mariátegui, en cambio, no tratará de imponer al resto del planeta su  interpretación  sobre  la realidad peruana e indo-americana. En «Punto de vista antiimperialista» (1929), escribirá:

La colaboración con la burguesía, y aun con muchos elementos feudales, en la lucha anti-imperialista china se explica por razones de raza, de civilización nacional que entre nosotros no existen. El chino noble o burgués se siente entrañablemente chino. Al desprecio del blanco por  su  cultura  estratificada  y  decrépita,  corresponde con el desprecio y el orgullo de su tradición milenaria. El anti-imperialismo en la China puede, por tanto, descansar en el sentimiento y en el factor nacionalista. En Indo-América las circunstancias no son las mismas. La aristocracia y la burguesía  criollas  no  se sienten solidarizadas con el pueblo por el lazo de una historia y de una cultura comunes. En el Perú, el aristócrata y el burgués blancos desprecian lo popular, lo nacional. Se sienten, ante todo,  blancos.  El  pequeño  burgués  mestizo imita este ejemplo.

VIII.  La  determinación  del  sujeto revolucionario

La  determinación  del  sujeto  revolucionario (que a su vez condiciona sensiblemente la intervención política) es otro claro ejemplo de todo esto. Mao escribe en «Sobre la nueva democracia» (1939):

cualquier escolar sabe que el 80 por ciento de la población de China es campesina. Por eso, el problema campesino es el problema básico de la revolución china, y la fuerza de los campesinos constituye la fuerza principal de ésta.

Más tarde, además, en «La situación actual y nuestras tareas» (1947) describirá su táctica revolucionaria en los siguientes términos:

tomar  primero  las  ciudades  pequeñas  y medianas y las vastas zonas rurales, y luego las grandes ciudades.

Esta  alegría  creadora  resultaba  desconcertante  para  el  marxismo  anterior,  mucho  más anquilosado,  que  consideraba  al  proletariado industrial  como  el  único sujeto revolucionario posible y despreciaba al campesinado en su globalidad. Trotsky, en el Congreso de Londres de 1907, declaró que

sería indigno de un marxista pensar que el partido de los campesinos es capaz de ponerse a la cabeza de la revolución.

añadiendo que

es la ciudad la que posee la hegemonía en la sociedad moderna, y sólo la ciudad es capaz de desempeñar un papel importante. (El partido del proletariado y los partidos burgueses en la revolución)

En La revolución permanente (1930), Trotsky universalizaría su vulgata haciéndola extensible a cualquier nación del mundo:

[la experiencia histórica] «ha demostrado, y en  condiciones  que  excluyen  toda torcida interpretación, que, por grande que sea el papel revolucionario  de  los  campesinos,  el  campesinado no puede ser nunca autónomo ni, con mayor motivo, dirigente. El campesino sigue al obrero o al burgués.

Naturalmente,  tan  extravagante  tesis  no puede  ser  defendida  por  nadie  mínimamente serio en la actualidad, pues «la experiencia histórica»  ha  demostrado (y  «en  condiciones que excluyen toda torcida interpretación») que   Trotsky se equivocaba. Por suerte, el marxismo posterior superó estas  limitaciones. Che  Guevara,  siempre  partidario  de  «los guajiros» contra «el llano», escribirá acerca de «el ejemplo que nuestra revolución ha significado para la América Latina y las enseñanzas que implican  haber  destruido  todas  las  teorías  de salón», añadiendo, muy en la línea de Mao, que una  de  esas  enseñanzas  que  debían  extraerse del proceso cubano era «que hay que hacer revoluciones  agrarias,  luchar  en  los  campos,  en las montañas y de aquí llevar la revolución a las ciudades»  («Proyecciones  sociales  del  ejército rebelde», 1959). En otro texto del mismo año, («¿Qué  es  un  guerrillero?»),  el  Che  escribirá literalmente:   «el   guerrillero   es,   fundamentalmente  y  antes  que  nada,  un  revolucionario agrario».

Más  allá  de  las  valoraciones  del  Che,  la historia misma del siglo XX ha dejado meridianamente clara una idea: que el sujeto revolucionario  está  constituido,  sencillamente,  por  los explotados  en  sus  múltiples  formas  (incluidos los campesinos pobres). ¿Habrá que recordarle a alguien cuál es el significado de que en nuestro símbolo  la  hoz  aparezca  junto  al  martillo?  La revolución  rusa  fue  comandada  por  obreros industriales,  en  alianza  con  el  campesinado pobre.  La  revolución  cubana  (o  la  china,  o  la vietnamita, o la nicaragüense), por el campesinado  guerrillero,  en  alianza  con  los  trabajadores de las ciudades. Una revolución actual en el Estado  español  podría ser  encabezada  por  una alianza de los trabajadores del llamado «sector terciario», los obreros industriales y los parados, por  ejemplo  (algo  que,  al  parecer,  no  produciría  sino  espanto  al  «monoazulismo  vulgaris»). Es decir, por la clase asalariada capitalista (que, recordemos, puede producir objetos o servicios) realmente existente en el Estado español actual, por  los  proletarios,  por  los  que,  al  no  poseer medios  de  producción,  sólo  pueden  vender  su fuerza de trabajo (y, en demasiadas ocasiones, ni eso consiguen).

Pese  a  ello,  una  parte  sustancial  del  pensamiento  comunista  se  niega  a  subsanar  este problema de un modo constructivo. Más bien se limita  a  generar  una  nueva  escolástica.  Si,  por ejemplo,  el  marxismo  tradicional  subestimaba el rol del campesinado en determinadas formaciones  sociales,  esto  se  subsanaba  creando  la teoría del marxismo-leninismo-maoísmo.

Como  algunos  de  los  participantes  en  el debate  sobre  «lo  universal  y  lo  particular» señalaron, a cada nueva etapa, nuevo problema teórico o nuevo conjunto de problemas teóricos se añade, guión mediante, una nueva etiqueta a la fórmula (o se funda una  nueva  «Internacional»,  en  el  caso  del  trotskismo)  y  el  problema se   considera   solucionado.   Sin   embargo,   la teoría  marxista,  al  no  constituir  un  listado de  consignas,  sino  un  método  o  programa  de estudio,  lleva  implícitos  sus  propios  desarrollos sin necesidad de añadir subordinaciones o «pensamientos principales». El conocimiento es infinito,  no  sólo  porque  sea  acumulativo,  sino porque su objeto de estudio (la realidad física y social) es infinito y cambiante.

Si  al  enfrentarme  a  mi  proceso  particular,  argumentó  un  camarada,  niego  los  principios  desarrollados  históricamente  (dejando  de aprender  de  ellos  y  sustituyéndolos  por  otros), puedo  cometer  revisionismo;  pero  si  ante  un problema   nuevo   que   todavía   no   se   conoce demasiado  (o  cuyo  conocimiento  es  general  e impreciso) no me esfuerzo por extraer enseñanzas nuevas, tengo el riesgo de incurrir en el más burdo y paralizador dogmatismo, y entonces el pensamiento marxista se estanca y no sirve para absolutamente nada.

IX. Aufhebung: la clave del marxismo hereje

Por  supuesto,  el  marxismo  vulgar  se  olvida de  algo:  Lenin  fue  un  hereje  de  Marx,  y  Mao un hereje de Lenin. Es más: si pudieron ser revolucionarios  fue  precisamente  porque  fueron herejes.  Pero,  en  realidad,  sólo  fueron  herejes en un sentido superficial o sintomático, ya que, en un sentido profundo o analítico, no se trata tanto de que Lenin fuera «hereje» de Marx como de que lo comprendió mejor que nadie. Mao fue también un gran «comprendedor» de Marx. En sentido estricto, con lo que Lenin fue hereje es con las interpretaciones limitadas y reformistas de Marx y del marxismo divulgadas en su época (véanse por ejemplo a Plejanov o Kautsky).

Sin   embargo,   añadir   nuevos   guiones   no soluciona  nada,  y  además  supone  una  radical incomprensión de lo que es la dialéctica. Lenin y Mao no rechazaron (ni aceptaron) las aportaciones  teóricas  previas  en  bloque  (ni  tampoco Marx,  cuya  teoría  laboral  del  valor  se  basaba en autores como Adam Smith). Lo que hicieron fue,  como  diría  Hegel,  «superar  conservando»  (aufhebung).  Pero  superar  al  fin  y  al  cabo (y  también  desechar).  Lo  que  hicieron  con  el marxismo  anterior  no  fue  matarlo,  sino,  como diría Carlo Frabetti, tragárselo vivo. El marxismo se va enriqueciendo y puliendo progresivamente, pues no realiza meras «adaptaciones» a diferentes  circunstancias,  sino  auténticos  desarrollos nuevos en función de la cambiante realidad de un mundo «ancho y ajeno». 

En  Historia  y  conciencia  de  clase,  Lukács afirmó  que  «marxismo  ortodoxo  no  significa reconocimiento acrítico de los resultados de la investigación marxiana, ni fe en tal o cual tesis, ni interpretación de una escritura sagrada. En cuestiones de marxismo la ortodoxia se refiere exclusivamente al método». Imre Lakatos, por  su  parte,  afirmaba  con  toda  razón  que  el marxismo  es  un  programa  de  investigación cuyo núcleo duro es irrefutable y cuyas teorías laterales  (el  cinturón  protector)  pueden  ser alteradas  sin  que  dicho  núcleo  duro  se  vea afectado. Tenemos una «verdad universal capitalista», que es la fórmula D-M-D’ (donde D’>D). El  capitalista  vuelca  una  cantidad  de  dinero  a la esfera mercantil, valorizándolo y recuperando  una  cantidad  mayor:  el  dinero  inicial  más la  plusvalía.  Los  mecanismos  de  explotación y  extracción  de  la  plusvalía  pueden  ser  más complejos y diversos que en tiempos de Marx; en algunos países puede predominar el sector terciario o la explotación capitalista del campo (muy  distinta,  naturalmente, al  feudalismo); pero, en toda sociedad capitalista, la plusvalía sigue apareciendo como ganancia empresarial, comercial (y bancaria), a interés o como renta del suelo o la tierra.

Lo  que  el  guionismo  ha  hecho  es  elevar algunos de esos desarrollos teóricos laterales de los que hablábamos (por ejemplo el leninismo) a nuevo núcleo duro o centro principal.

X.   La   esterilidad   del   marxismo analógico

Sin embargo, fuera de ese centro irrefutable que hemos  señalado,  el  marxismo  está  abierto a  nuevas  aportaciones.  El  marxismo  vulgar y  dogmático,  que  funciona simplemente por analogía, no es funcional a los intereses transformadores,  ya  que  en  demasiadas  ocasiones termina por llevar a la inoperancia.

No  se  analiza  debidamente  algo  que  la  lingüística  pragmática  actual  conoce  a  la  perfección:  que  el  contexto  en  el  cual  se  produce un  mensaje  forma  parte  del  mensaje  mismo, transmitiendo tanta información como el propio contenido lingüísticamente   codificado.  Ignorando  esto,  se  razona  de  la  siguiente manera:  aquello  mismo  que  Lenin  hizo,  de ser  repetido,  ha  de  dar  idénticos  resultados  en cualquier  momento  o  lugar  del  mundo  o  de  la historia. Dicha asunción vergonzante del «mito del  eterno  retorno»  tiene  más  de  circularidad metafísica  que  de  espiral  dialéctica;  de  pensamiento mágico que de pensamiento racional; de repetición idealista de los hechos históricos que de «repetición como farsa».

Desgraciadamente,  los errores teóricos tienen  sus  consecuencias  en  el  nivel  de  la práctica política, y esta analógica y antimarxista ignorancia del contexto conduce a posiciones sencillamente surrealistas.  Véase  por  ejemplo la  posición  de  aquellos  «comunistas»  que,  por analogía,  siguen  obcecados  en  constituirse  en la  excepción  dentro  de  CC  OO,  a  pesar  de  la innegable  constancia  de  que  dicho  «sindicato» sólo sirve a los intereses de la burguesía y es cada vez más odiado por el conjunto de la clase trabajadora (obcecación para ellos justificada merced a la burda repetición de una cita descontextualizada en la que Lenin llamaba a «participar en los sindicatos reaccionarios»).

Qué  decir  del  modelo  de  partido  del  Qué hacer (adaptado a las durísimas condiciones de clandestinidad  bajo  la  autocracia  zarista,  pero repetido en coyunturas muy diferentes, llegando incluso  al  ridículo);  o  de  la  boba  creencia  de que  las  opresiones  nacional  o  de  género  no requieren   un   tratamiento específico (pues, según cierto cafre economicismo, serán subsanadas de manera automática por la implementación de una economía de corte socialista); o del eterno mito que ya hemos comentado según el cual el campesinado explotado no puede ser revolucionario  (refutado  hasta  la  extenuación por  la  «insignificante»  realidad  histórica  de todo  el  siglo  XX);  o  del  burdo  productivismo (que  ignora  los  límites  ecológicos  del  planeta por el sencillo motivo de que Marx, que vivió en el siglo XIX, no pudo conocerlos); o del inmovilismo  purista  (que  se  niega  a  participar en los movimientos sociales debido al carácter impuro de los mismos desde un punto de vista clasista, obviando las drásticas transformaciones sufridas en la estructura de la clase obrera desde los tiempos, ya superados, en los que el fordismo dominaba Europa); o del empeño en seguir empleando jerga teórica incomprensible para las masas (como aquello de la «dictadura del  proletariado»,  como  si  lo  que  hubiera  que preservar no fuera dicho concepto político, sino su expresión terminológica, aunque resulte anacrónica); o incluso del mito mesiánico según el cual el Estado, al ser definido –en análisis claramente insuficientes– como mero «instrumento clasista»,  se  «disolverá»  progresivamente  bajo el  socialismo  (mito  defendido  por  puro  nominalismo  o  para  ser  más  coherente  con  Lenin que  con  la  realidad  misma,  pero  que,  en  el fondo, nadie se toma demasiado en serio, dada la obvia necesidad, en sociedades complejas, de leyes y mecanismos coercitivos que las hagan cumplir).

XI. La fertilidad del marxismo real

Como  fondo  oculto  de  estas  concepciones  «analógicas»  encontramos  una  aplicación rígida y abusiva del esquema base/superestructura,  tras  la  estela  de  unos  breves  párrafos  del célebre Prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política de Marx (1859):

El  conjunto  de  estas  relaciones  de  producción  forma  la  estructura  económica  de  la sociedad,  la  base  real  sobre  la  que  se  levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden  determinadas  formas  de  conciencia social.

Si toda superestructura, obra de arte, institución política o ideología no es más que el reflejo fijo y unívoco de determinadas relaciones de producción o de propiedad, entonces es lógico que a toda intervención política igual correspondan resultados  iguales  y  análogos  también.  El  determinismo  unidireccional,  aislante,  que  corta artificialmente el flujo dialéctico y recíproco de influencias entre estas esferas, lleva en no pocas ocasiones al culto de las estructuras formales en sí mismas.

Así,  se  razona  de  la  siguiente  manera:  si  el KKE  griego  ha  sido  capaz  de  generar  el  tejido social que ha generado (y, de hecho, si la propia revolución  rusa  fue  posible),  esto  es  debido  a la  implementación  de  una  estructura  política férreamente  leninista.  Pero  decir  esto  es  decir sólo una parte de la verdad, o, en otras palabras, media mentira. Efectivamente, el KKE ha generado un gran tejido social. Pero también lo ha  hecho  el  MLNV  (con  una  estructura  organizativa  completamente  diferente).  También  lo hizo  la  revolución  cubana  (con  otra  estructura  diferente,  a  su  vez,  de  las  dos  anteriores).  Y etcétera.

Si  la  implementación  de  «estructuras  de PC» tuviera efectos tan milagrosos, multitud de hechos  históricos  pasarían  a  ser  imposibles  de comprender: véase el apoyo a Violeta Chamorro por  parte  del  PC  de  Nicaragua,  para  expulsar del gobierno a los sandinistas. O la bochornosa actitud de Mario Monje, fundador y secretario general del PC de Bolivia, frente al foco guerrillero  organizado  por  el  Che  Guevara  en  dicho país. ¿No ha sido, de hecho, el PC chino quien ha reinstaurado el capitalismo en su nación?

Con todo, por más que un regimiento de tertulianos,  «todólogos»  y  profesores  universitarios anticomunistas se empeñen en lo contrario, el  marxismo  purista  y  dogmático  no  es  más que una rama, y además minoritaria, dentro de la  teoría  marxista.  Además,  puede  decirse  que la  práctica  política  de  las  organizaciones  comunistas  ha  ido  siempre  muy  por  delante  de su  teoría,  y  el  comunismo, como movimiento político, ha sido mucho  más  antidogmático de  lo  que  muchos  querrían  reconocer.  Porque los  «marxistas  reales»,  en  su  praxis,  han  sido capaces  de  articular  las  tácticas  políticas  más dispares (y fructíferas) en función de los diferentes medios a los que se han enfrentado: desde los soviets obreros rusos, hasta las guerrillas campesinas cubanas, pasando por el Frente Popular antifascista o el empleo táctico de las instituciones parlamentarias en Chile o Venezuela, entre otras innumerables eventualidades.

Lo mismo cabría decir al nivel de la «superestructura»: los artistas marxistas han comprendido mejor que muchos «teóricos» (o estadistas) que no hay una única tendencia artística válida o  revolucionaria,  cultivando  las  más  diversas formas estéticas: desde el realismo socialista de Máximo  Gorki,  hasta  el  surrealismo  vanguardista  de  César  Vallejo,  pasando  por  el  teatro épico de Bertolt Brecht o Alfonso Sastre y mil ejemplos más.

XII. Conclusiones

Como dijo Mariátegui en su «Aniversario y balance» de la revista Amauta

el socialismo, aunque haya nacido en Europa como el capitalismo, no es tampoco específica ni particularmente europeo. Es un movimiento mundial […] No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser  creación  heroica.  Tenemos  que  dar  vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indo-americano».

Esa es la cuestión: jamás el calco y la copia dieron los frutos que a muchos m-l les gustaría. Insistamos  en  algo:  gracias  a  la  revolución cubana, que no la hizo un partido sino un movimiento, sabemos que dar culto a determinadas estructuras  organizativas  no  deja  de  ser  puro folklore, pues lo determinante, como comprendió el citado MLNV, es el grado de inserción y tejido social que logremos crear. Por lo demás, aunque  nos  cojamos  de  los  brazos  en  las  manifestaciones como hace el KKE griego, eso no nos  convertirá  en  el  KKE  griego  (pues  lo  que efectivamente  es  referencial  para  los  revolucionarios  de  toda  Europa  no  es  «lo  externo», la  forma,  sino  «lo  interno»,  el  contenido:  por ejemplo,  su  línea  política  y  sindical),  de  igual modo  que  tampoco  el  dejarnos  barba  y  adornarnos con un gorro de estrella roja incrementará nuestras posibilidades hasta equipararlas a las que tuvo el M-26.

El folklore, la lógica identitaria o de ghetto y el  culto  a  estructuras  inadaptadas  son  algunas de  las  manifestaciones  prácticas  del  fenómeno teórico  guionista.  Pero  las  estructuras  organizativas  no  las  escogemos  nosotros:  las  escoge el  enemigo.  Y  aunque  el  enemigo  sea  la  clase dominante  internacional,  ésta  tiene  siempre expresión a otro nivel: en un marco de relaciones nacional (a su vez interrelacionado con el resto de marcos nacionales existentes). Los distintos marcos  jurídicos,  políticos  o  históricos  nacionales  imponen  muy  diferentes  formas  de  organización, que, en función de las circunstancias y  avatares  de  la  lucha  de  clases,  pueden  tener igual contenido o eficacia revolucionaria: desde frentes amplios, hasta  clandestinidad,  pasando por partidos, movimientos,  organizaciones armadas,  sindicatos…  Además,  las  culturas  de los pueblos oprimidos son mucho más ricas de lo que el culto a la «forma universal de partido leninista» se presta a aceptar.

También dijo Machado que «al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar».  Si  hay  diferentes  formas  de  hacer  valer los  contenidos  revolucionarios,  no  se  trata  de defender  uno  u  otro  modelo,  sino  uno  y  otro modelo como referentes parciales en la búsqueda de  nuestro  propio  modelo,  de  nuestra  propia vía hacia la emancipación. No en vano, aquello que un chino como Mao, un argentino-cubano como el Che y un ruso como Lenin compartían y tenían en común no era un corpus teórico inabarcablemente  pormenorizado  por  la  lógica de  los  guiones,  ni  tampoco  un  modelo  organizativo  válido  para  tan  dispares  contextos,  sino su intransigente deseo de destruir por la vía revolucionaria  y  –valga  la  redundancia–  armada un  sistema  imposible  de  reformar  como  es  el capitalismo,  edificando  sobre  sus  cenizas  una sociedad socialista (objetivo que los tres alcanzaron en diversas naciones y de las más diversas maneras). Ese era su «universal».

El guionismo es una falsa salida para la crisis del  movimiento  comunista,  una  huida  hacia adelante que, como un bucle, no lleva sino a retroceder; un modelo de comunismo acomplejado  que  intenta  huir  de  sus  defectos  añadiendo guiones  identitarios  en  una  sucesión  interminable; pero que, lejos de abrir las posibilidades del  marxismo,  efectúa un cierre epistemológico que lo  esteriliza.  Superar  el  guionismo  (no, por  supuesto,  el  guión  como  elemento  formal, sino  la  lógica  guionista  que  hemos  tratado  de rebatir) se nos antoja un requisito imprescindible para superar la crisis que sufre la producción teórica ligada a las organizaciones marxistas (y, en consecuencia, la intervención política de las mismas).  Cada  vez  son  más  los  marxistas  que comienzan  a  comprender  esto.  Sin  embargo, mientras  la  historia  sigue  pasando  por  delante de sus ojos, los guionistas se empeñan en seguir añadiendo guiones (o, peor aún, tratan de fijar la  historia atrincherándose  frente  a  cualquier herejía).

Así,  nos  encontramos  con  anécdotas  significativas,  como  esos  comunistas  que,  con orgullo, se declaran seguidores del «marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento Gonzalo-principalmente  Gonzalo».  Una  cosa  está  clara: como sigamos añadiendo guiones, dentro de un siglo necesitaremos tres folios enteros nada más que para escribir el nombre de la ideología. Pero, por  desgracia,  la  narración  de  nuestros  éxitos revolucionarios  seguirá  requiriendo  en  cambio bastantes menos líneas.

Fuente: laberinto nº 36 / 2012 - Rebelión