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domingo, 24 de julio de 2022

2001 Y EL PROBLEMA DE LA HEGEMONÍA EN LA ARGENTINA

  

El significado de la crisis de 2001 es un debate vivo con muchas implicancias para el futuro de la Argentina (PERFIL/PABLO CUARTEROLO).

Leonardo Frieiro

La rebelión de 2001 fue un punto de inflexión en la historia argentina. Pero el significado de aquellas jornadas —¿la irrupción de un nuevo capítulo progresista? ¿el punto álgido de una crisis estructural de las élites nacionales?— es un debate que pesa sobre la política actual.

En 1972, el presidente estadounidense Richard Nixon visitó la República Popular China, un hecho histórico que marcó un quiebre en las relaciones internacionales en el contexto de la Guerra Fría. Durante aquella semana de febrero, el entonces secretario de Estado Henry Kissinger entabló una extraña relación amistosa con Zhou Enlai, en ese entonces primer ministro. Las largas conversaciones, algunas muy interesantes, entre ambos fueron puntillosamente relatadas por Kissinger en su libro On China.

La anécdota más destacada del encuentro —más allá de las fotos entre Nixon y Mao Zedong— ocurrió cuando Kissinger, en un intento por analizar la extensión de las ideas occidentales y el sincretismo del confusionismo con el marxismo, le preguntó a Enlai cuál creía que era la influencia de la Revolución Francesa de 1789. Con una mezcla de templanza socialista y sabiduría ancestral, Enlai respondió «es muy pronto para opinar».

En La hegemonía imposible (Capital Intelectual, 2022), Fernando Rosso se propone pensar la rebelión argentina de 2001 como puntapié para un análisis más amplio sobre la historia reciente del país. Se pregunta —y nos pregunta— si es muy pronto para opinar con contundencia sobre los significados de una de las rebeliones latinoamericanas más importantes de nuestro tiempo o si acaso, por el contrario, es ya demasiado tarde, y solo podemos analizar a la rebelión del 2001 como una pieza de museo, agotada, deglutida y petrificada en su propia temporalidad histórica. ¿Es el 2001 argentino una «sombre terrible» que se abalanza sobre cualquiera que quiera ocupar el trono abandonado por el entonces presidente De la Rúa? ¿O un mero recordatorio para las clases dominantes acerca de que a veces conviene «parar la mano» y de que, en última instancia, la paz social sale bastante barata?

En realidad, la anécdota original entre Kissinger y Enlai es falsa, al menos en el sentido en que fue mundialmente conocida y de la forma en la que es recogida en el libro. Se produjo un malentendido producto de la diversidad lingüística de la reunión. Kissinger preguntó por la Revolución Francesa, Enlai respondió sobre el Mayo Francés de 1968. El traductor de la misión diplomática de Nixon, Chas Freeman, lo confirmó en 2011. ¿Por qué no lo dijo antes? Parece que el malentendido fue demasiado bueno como para corregirlo. Como señaló Enzo Traverso en El Pasado, instrucciones de uso, que la memoria se conjuga siempre en el presente, y es en esta instancia que el interrogante que plantea Rosso es, sin dudas, correcto. 

A veinte años de las jornadas de diciembre de 2001, que de alguna forma marcaron toda la historia contemporánea de la Argentina, bastante agua ha corrido bajo el puente. En este sentido, el autor nos propone insertar el 2001 en una historicidad de la Argentina leída a partir de las incapacidades de las clases dominantes para convertirse en dirigentes, es decir, como un episodio particularmente bullicioso de una larga y crónica crisis de hegemonía. Sobre este concepto, el de hegemonía, se estructura todo el libro, y es allí donde reside su más relevante aporte para el análisis de la Argentina actual.

El 2001 y la «palabra H»

¿Qué fue 2001? Según el historiador Colin Lewis,

La rebelión de diciembre de 2001 fue un proceso de condensación de rebeldía social que inició en las periferias de Argentina en 1993, con el Santiagazo, una revuelta popular que terminó en la toma de la casa de gobierno de la provincia de Santiago del Estero, el poder judicial y la legislatura provincial, que se extendió con las puebladas donde se sostenían cortes de ruta, accesos y acampes por varios días protagonizados por alianzas sociales que comprendían a trabajadores, desocupados, profesionales y algunos pequeños propietarios agrícolas e industriales.

En diciembre, el país era un polvorín: en un mismo día, el 13, coincidió una enorme huelga general convocada por todas las centrales sindicales, un cacerolazo convocado por las organizaciones de la mediana empresa en la ciudad de Buenos Aires, cortes de calle, rutas y accesos a grandes cuidades del interior del país (como en Tucumán y Jujuy), combate callejero (Neuquén), pedradas contra las instituciones bancarias y de crédito (Córdoba) e inclusive el motín y la toma de la sede de un gobierno municipal (Pergamino, provincia de Buenos Aires).

El golpe final al régimen fue asestado con la proliferación de los saqueos a los comercios de alimentos los principales centros urbanos de todo el país, es decir cuando una capa pauperizada de la sociedad desconoció la propiedad privada de los productos de subsistencia. El 19 y 20 de diciembre todas las formas de lucha previa confluyeron en un episodio insurreccional que ocurrió de forma espontánea cuando el presidente decretó el estado de sitio y llamo a las Fuerzas Armadas a su acuartelamiento, lo que terminó con la ocupación del centro porteño, una posterior batalla campal entre las masas autoconvocadas contra la Policía y, finalmente, con la huida del presidente. 

De las varias maneras en las que podemos pensar lo que ocurrió en diciembre del 2001 en la sociedad argentina, Rosso nos propone una en particular: como un episodio rupturista que transformó la lógica de la relación entre las clases sociales en el país y, por extensión, las posibilidades de la dirección hegemónica. Así visto, el 2001 no aparece ni como un punto de llegada ni como uno de partida, sino como un acontecimiento que permite trazar un corte normativo, tan discrecional como evidente, para pensar los elementos que todavía arrastramos del siglo anterior.

Rosso se propone preguntarse por qué Argentina ha sido el país del «empate» hegemónico por excelencia. Repasa los esfuerzos teóricos que realizó la tradición de los estudios gramscianos en la Argentina para explicar la incapacidad de los sectores dominantes para convertirse en dirigentes y ordenar un esquema políticamente sostenible para la consolidación del capitalismo como sistema político, social y moral. 

En esa clave de lectura, buena parte del período puede leerse como una sucesión de intentos fallidos de las clases dirigentes para consolidar su dominación política. Golpe de Estado tras golpe de Estado, la democracia liberal fue la primera víctima de ese empate entre fuerzas sociales. La densidad de la sociedad civil y la potencia de la clase obrera impidieron que el proyecto de las élites lograra estabilidad. Esta particularidad orgánica de la sociedad argentina la diferenció de buena parte del continente y permitió a una serie de intelectuales marxistas releer el trabajo de Antonio Gramsci para «traducir» su teoría de la hegemonía al castellano rioplatense.

Si nos detenemos en esto, se vuelve necesario mencionar que la dictadura militar de 1976 fue el último de los intentos de las clases dominantes para romper el «empate», ya no por la vía de la dirección, sino por medio de la desarticulación de la clase obrera mediante el terrorismo de Estado, en un contexto de auge del ciclo de impugnación popular a la dominación capitalista en general. 

El resultado final fue ambiguo: mientras que tuvo éxito a la hora de desarticular las diferentes iniciativas anticapitalistas presentes tanto en las izquierdas como en el peronismo revolucionario, desactivando la amenaza más frontal a las clases dominantes, la contracara fue que la búsqueda de terminar con el «empate» mediante la represión abierta derivó en el agotamiento histórico de la agencia política de las Fuerzas Armadas. Así, el inicio real de la democratización argentina en 1983 coincidió con la caída de cualquier paradigma alternativo encabezado por las clases subalternas.

De ese momento en adelante, el «empate» continuó, pero en otros términos. No es una casualidad que los primeros dos gobiernos democráticos de la Argentina posdictadura hayan terminado de la forma en la que lo hicieron: con crisis económicas profundas y con el capital político de los presidentes y los partidos en el poder hechos añicos. 

Raúl Alfonsín, quién asumió el gobierno bajo la promesa de complementar los derechos democráticos recientemente conquistados con los derechos económicos y sociales, se enfrentó a una deuda externa insoportable y a una crisis fiscal generada a conciencia por los últimos meses del gobierno militar. Sin la voluntad, la intención o la certeza de enfrentarse al endeudamiento ilegítimo desde todo punto de vista, la carga de la deuda destruyó uno tras otro los planes del elenco gobernante para estabilizar una economía que ya se encontraba ante una espiral inflacionario (en diciembre de 1983, año de asunción del presidente radical, la inflación fue superior al 340%).

En 1984, Alfonsín declara una «economía de guerra» y lanza el plan de estabilización más ambicioso de su gobierno (el Plan Austral), que consistía en una política de shock antiinflacionaria cuyo fracaso terminó en la medida desesperada de congelar precios y salarios en febrero de 1986, cuando la desocupación y la subocupación alcanzó al 12% de la población económicamente activa, una cifra récord para la Argentina de ese momento. 

Ante la caída del valor de los salarios, la conflictividad obrera fue aumento: hubo trece huelgas generales convocadas por la Confederación General del Trabajo, cuyas demandas centrales eran la recomposición del valor de los salarios y la renegociación de la deuda externa. La derrota en las elecciones de medio término dejó a Alfonsín desnudo, sin capacidad de negociar con los sindicatos, con la oposición, ni con los grandes actores financieros con quienes Argentina estaba en una negociación permanente para evitar el default de la deuda. Aislado y sin mucha capacidad de reinventarse, ensayó un último intento de estabilización de la economía en 1988 —el Plan Primavera—, que terminó en un completo descalabro social: las hiperinflaciones de 1989 y 1990. 

La caída de Alfonsín y su entrega del poder de forma anticipada al presidente electo Carlos Menem luego de una ola generalizada de saqueos y con catorce muertos en las calles, se correspondía con la desarticulación general de las relaciones sociales ante la desaparición del dinero (con 3000% de inflación en 1989 y con una de cada dos personas cayendo por debajo de la línea de la pobreza) y significó también el colapso de la Unión Cívica Radical como opción de poder. En 1995, este proceso culminó con el derrumbe del bipartidismo argentino, cuando el FREPASO —una coalición ideológicamente variada de socialistas moderados, progresistas y peronistas contrarios a Menem— superó a la UCR (que apenas consiguió el 16% de los votos) y se convirtió en el principal partido de oposición. 

En 1999, el FREPASO y la UCR sellaron la primera alianza política entre peronistas y radicales de la historia argentina, un episodio que puede pensarse como la primera gran señal de alarma para la estabilidad de las identidades ideológicas en el país, y por consiguiente para su capacidad de construcción hegemónica. Sin cambios en el modelo económico heredado con respecto al menemismo, la sociedad argentina llegó a diciembre de 2001 con una enorme acumulación de rebeldía pero sin un proyecto alternativo. Como nos dice Rosso, parafraseando el peronista revolucionario John William Cooke, el 2001 se convirtió así en «el hecho maldito» del país normal… pero no del país burgués.

Así, mientras que el empate hegemónico anterior a la dictadura de 1976 se basó en la presión constante de la clase obrera para la imposición de su programa político, la rebelión de 2001 consagró una suerte de «empate negativo», donde los sectores mayoritarios no contaban con ninguna herramienta más que la acción directa esporádica, que ya había entrado en un proceso de reflujo. La proliferación de las asambleas populares y el auge en las encuestas de algunas organizaciones de izquierda se apagaron con la misma velocidad que emergieron, sumándose a un fuerte periodo de división el movimiento obrero organizado. La principal proclama colectiva de la insurrección del 2001, el «que se vayan todos», tuvo un carácter «contrapolítico» —algo que Rosso se propone discutir— que fue todo lo radical que pudo ser en el demacrado estado de la sociedad argentina.

Pero el 2001 sí generó una transformación profunda en la mecánica de la dominación política: con el obelisco poco visible por el humo de las barriadas y con la Plaza de Mayo sitiada, el «empate hegemónico» se transmutó en lo que Rosso nos presenta como una «hegemonía imposible». Así, con un tono que entremezcla la crónica con la teoría gramsciana, Rosso dedica el resto de los capítulos de su libro a repasar las razones del fracaso de las empresas políticas del kirchnerismo, el macrismo y el panperonismo que —mal que mal— preside Alberto Fernández, quienes se enfrentaron al desafío de ocupar el gobierno del Estado pero con una cuota real de poder cada vez más estrecha.

A excepción del primer periodo del kirchnerismo —que, junto con el menemismo, fue para Rosso el único momento relativamente hegemónico de la experiencia política reciente—, los resultados no fueron buenos, y las capacidades de captura hegemónica de los gobiernos parecen ser cada vez más fugaces. Peor aún, cada intento por construir hegemonía obtiene menos éxito que el anterior, en una verdadera espiral de decadencia política. Rosso señala algo importante: los únicos dos momentos hegemónicos recientes (el menemismo y el primer kirchnerismo) necesitaron de un ciclo externo y de un clima de época para su acotado éxito. Este argumento es interesante, ya que hace pensar el modo en que se derrama la hegemonía en las periferias del capitalismo global y también en la debilidad estructural de ese tipo de «hegemonía soft». 

Afirmar que la Argentina se encuentra inmersa en una hegemonía imposible significa, nos dice Rosso, la existencia de una suerte de empate extendido: no hay coalición política que no tropiece con sus propias contradicciones. Como sostiene a lo largo del libro, el país de la hegemonía imposible es aquel en el que no se puede ser más neoliberal ni más populista de lo que permite la relación de fuerzas. Los últimos dos gobiernos son la expresión más cabal de ello, así como también reflejan los intentos desesperados de la clase política por suplantar su incapacidad hegemónica ensayando soluciones «desde arriba»: el peronismo lo intentó y los resultados están a la vista, y ahora las derechas procuran ensayar algo similar con miras a las elecciones de 2023.

A la sombra del obelisco

S i volvemos a las primeras líneas de este texto, podemos responder que sí, nos encontramos hoy lo suficiente cerca y lo necesariamente lejos como para comenzar a hacer de la insurrección el 2001 un hecho terrenal (y, en consecuencia, pasible de análisis). El 2001 aterrorizó a los sectores dominantes, de eso no hay duda. Esos sectores aprendieron que su unidad es el bien más preciado que tienen. La última reunión de Asociación Empresaria Argentina, la élite empresarial argentina que libra hoy una pelea imaginaria contra el comunismo, es una prueba cabal sobre cómo los sectores del poder económico lograron digerir el «susto» que se llevaron en 2001.

Con esto pretendemos matizar la tesis de Rosso que propone pensar al 2001 como una «sombra terrible». Que ahora los sectores dominantes vuelvan con una presión frontal sobre los derechos colectivos de los trabajadores con un programa unificado —la reforma laboral, previsional y fiscal en base al programa político de la elite financiera y agroexportadora— aunque presentado en varias velocidades, es una muestra de cuán lejano ha quedado el retumbar de las cacerolas. 

Sacando algunas conclusiones del texto, existe una influencia todavía palpable de los hechos de 2001: la distancia cada día más amplia entre las pretensiones de hegemonía de la clase dirigente y la respuesta de la sociedad, cuya última cara es la explosión de un nuevo proceso de quiebre en las identidades políticas colectivas y de desafección partidaria que, de momento, tiene como principal beneficiaria a la ultraderecha.

En las primeras páginas de su texto, Rosso anticipa un libro militante de reflexiones provisionales. Cumple con ambas promesas. La hegemonía imposible es tan provisional como la insurrección del 2001 permite serlo, tanto por su cercanía como por su singularidad, y tan militante como la realidad argentina lo amerita. El libro merece ser debatido, contestado y refutado. Como afirmaba Maquiavelo sobre su obra, no es un libro de coyuntura sino escrito sobre la coyuntura, es decir, inserto activamente en un proceso histórico particular, en el aquí y ahora.

Fuente: https://jacobinlat.com/2022/07/24/2001-y-el-problema-de-la-hegemonia-en-la-argentina/?mc_cid=e630ec65b7&mc_eid=00d2b5fd75

 

miércoles, 2 de febrero de 2022

PEDRO CASTILLO: MAL PASO Y OPORTUNIDAD PERDIDA


En el film Tiempos Modernos Charles Chaplin aparece liderando el movimiento social como producto del azar.

Por Jorge Agurto

Servindi, 1 de febrero, 2022.- Desilusiona que miles de compatriotas que se sumaron con entusiasmo a la candidatura de Pedro Castillo Terrones hoy se ven decepcionados por su falta de manejo político para gobernar con un mínimo de eficiencia y viabilidad democrática.

No se trata de exigirle un gobierno revolucionario y menos socialista, sino que demuestre que los sectores populares y democráticos pueden hacer las cosas con mayor racionalidad y ecuanimidad que la derecha vetusta y neoliberal anclada en el pasado.

La confesión de que está "aprendiendo a gobernar" no es mala. Es sincera. Ninguno de los expresidentes anteriores –excepto el corto gobierno de Valentín Paniagua– supo gobernar y todos purgan procesos ante la ley por sus fechorías. 

El único que no purga nada es Alan García Pérez, quién prefirió el suicidio como escape al vergonzoso suicidio político de su monumental ego y la quiebra y desaparición histórica del partido APRA que ya habia reemplazado en los hechos por el Alanismo.

Por esto, el tema de fondo es cómo las representaciones populares adquieren la capacidad de gobernar, de qué manera un sujeto político histórico puede conducir al país por un camino viable y democrático, que proteja los bienes comunes y defienda los intereses de las mayorías.

El tema se vuelve más complejo si consideramos que el Estado Nación y el sistema democrático formalmente vigente no es viable en el país y urge cambiarlo por un nuevo sistema edificado “desde abajo”.

Este nuevo poder, sería en esencia un "no poder" que debe cimentarse en el protagonismo y la autonomía de las comunidades y la libredeterminación de los pueblos indígenas u originarios.

Pero era demasiado complicado exigirle todo esto al humilde profesor cajamarquino. Lo que sí eran requisitos era practicar la transparencia, la honestidad y la consecuencia en la lucha contra la corrupción.

El gran cambio que prometió Castillo descansaba precisamente en el orden ético, en cimentar una moral a prueba de fuego y diferenciarse así de los gobiernos anteriores.

Para la conducción del gobierno podía apoyarse en diversas agrupaciones políticas democráticas, la academia y personal calificado de la propia institucionalidad estatal.

Parecía que Castillo entendía esto cuando cayó el primer gabinete encabezado por Guido Bellido y lo reemplazó -con buen reflejo- por uno presidido por Mirtha Vásquez.

A pesar de la mediocridad de la cúpula cerronista de Perú Libre que pataleó por su derecho a una cuota de poder, Castillo nombró a Pedro Francke en Economía y Finanzas y luego a Avelino Guillén en el sector Interior.

El cisma y la desconfianza se ha generado por no secundar la propuesta de cambios propuesta por Avelino Guillén para impulsar modificaciones que permitan darle mayor transparencia, eficiencia y profesionalidad a la Policía Nacional del Perú.

Entre un hombre probo e intachable como Guillén –quién llevó a prisión a Alberto Fujimori Fujimori– Castillo eligió mantener personal PNP proclive a sus andanzas y manejos. Este ya no es un problema de gobierno sino de ética política y marca un parte de aguas en su desempeño público.  

Junto con Avelino Guillén, se va no solo Mirtha Vásquez, sino también Pedro Francke.

"Este ya no es un problema de gobierno sino de ética política y marca un parte de aguas en su desempeño público. "

Volviendo al problema de fondo

El maestro Felipe Torres Andrade comenta en Facebook que “la ausencia de una organización política que lo respalde y lo asesore facilitó la labor de los oportunistas de derecha e izquierda que hoy tienen capturado al Presidente Pedro Castillo".

“Antes que profesionales y técnicos corruptos el Ejecutivo necesita gente con ética, honradez y moral comprobada”, culmina el comentario del lúcido profesor.

El problema es qué organización política está en la capacidad de construir un plan de gobierno adecuado y pertinente a las necesidades históricas del país y prepara dirigentes éticos y capaces de llevarlo a cabo.

Perú Libre es gobernado por una cúpula aferrada a un ideario sectario, anclado en el pasado, que no incorpora temas trascendentales como la agenda climática, ambiental y de género, por citar solo algunos.

El sociólogo Roberto Espinoza se tomó el trabajo de analizar las falencias del Ideario y Programa de Perú Libre (1), así como del Plan de Gobierno del primer gabinete encabezado por el cerronista Guido Bellido (2).

La visión maniquea de los cerronistas los lleva a recusar la agenda de las organizaciones no gubernamentales a las que califican absurda y tontamente de “caviar”, una palabreja que usan a diestra y siniestra –con la derecha recalcitrante– para descalificar a lo que no encaja en sus moldes seudodoctrinarios.

Por esto, en lugar de ganar adeptos y fortalecer su bancada parlamentaria, la cúpula cerronista expulsó a importantes cuadros políticos como Dina Boluarte, Betssy Chávez y provocó la renuncia de Guillermo Bermejo y Roberto Kamiche. 

A pesar de todos sus defectos y limitaciones, a Perú Libre debemos reconocerle el enorme mérito –de la mano de Pedro Castillo– de interpretar el anhelo de cambio del pueblo y así derrotar a la derecha y todo su poder mediático millonario.

Tuvo el enorme acierto de cerrarle el camino a la derecha retrógada en el año del Bicentenario de la independencia y tenía en sus manos la oportunidad histórica de demostrar que se pueden hacer mejor las cosas.

Pero los cambios de última hora y la incertidumbre política abren posibilidades a nuevos embates que pueden hacer retroceder los pocos avances logrados en los últimos años.

Los cambios de gabinete ocasionan que las gestiones se interrumpan, se suspendan así sea momentáneamente acuerdos y compromisos, y se pierda un valioso tiempo que vale mucho en materia de gestión pública.

La hegemonía: un tema clave   


Lo cierto es que ninguna organización política sigue el camino del amauta José Carlos Mariátegui La Chira, quién -coincidiendo con Antonio Gramsci– dedicó sus energías a la educación política del pueblo.

Ambos maestros tenían la plena convicción de que la labor de educación y propaganda era clave para formar una nueva conciencia ciudadana. Entendían la política como un liderazgo ético-moral y la cimentación de una nueva cultura. 

Para ello era fundamental desarrollar un sentimiento y conciencia de clase forjando el Frente Único. Al respecto el amauta Mariátegui escribió:

“El movimiento clasista, entre nosotros, es aún muy incipiente, muy limitado, para que pensemos en fraccionarle y escindirle. Antes de que llegue la hora, inevitable acaso, de una división, nos corresponde realizar mucha obra común, mucha labor solidaria. Tenemos que emprender juntos muchas largas jornadas. Nos toca, por ejemplo, suscitar en la mayoría del proletariado peruano, conciencia de clase y sentimiento de clase. Esta faena pertenece por igual a socialistas y sindicalistas, a comunistas y libertarios. Todos tenemos el deber de sembrar gérmenes de renovación y de difundir ideas clasistas. Todos tenemos el deber de alejar al proletariado de las asambleas amarillas y de las falsas "instituciones representativas". Todos tenemos el deber de luchar contra los ataques y las represiones reaccionarias. Todos tenemos el deber de defender la tribuna, la prensa y la organización proletaria. Todos tenemos el deber de sostener las reivindicaciones de la esclavizada y oprimida raza indígena. En el cumplimiento de estos deberes históricos, de estos deberes elementales, se encontrarán y juntarán nuestros caminos, cualquiera que sea nuestra meta última” (3).

Para la construcción del frente único Mariátegui concedía especial importancia al periodismo y a la labor de propaganda. Con motivo del 1 de mayo en 1929, Mariátegui escribió:

“Es preciso que el proletariado, lo mismo que se acostumbra a comprar el periódico burgués, deba comprar, leer y difundir el periódico de su clase. Porque así como la burguesía tiene su prensa, el proletariado debe tener la suya, que es la única que podrá defender sus intereses, denunciar los abusos que con los trabajadores se comete y servirá como el mejor medio, por hoy, de hacer propaganda de organización” (4).

Los sectores progresistas, sean o no de izquierda, no podrán satisfacer la necesidad de cambio estructural sino vuelcan su mirada a la realidad, se dedican a la docencia política, a la construcción programática y promueven la formación de dirigentes con valores, honestos y capaces, capaces de librar las batallas políticas que el presente nos exige.

 

Notas:

(1) Espinoza, Roberto: Perú: más derechos y democracia, nunca menos. Ver artículo en Servindi: https://www.servindi.org/15/04/2021/analisis-critico-pero-propositivo-para-que-castillo-derrote-al-fujimorismo

(2) Espinoza, Roberto: Pueblos originarios y el Plan Bellido: retórica, vacíos y peligros. Ver artículo en Servindi: https://www.servindi.org/actualidad-opinion/01/09/2021/pueblos-originarios-y-el-plan-bellido-retorica-vacios-y-peligros

(3) Mariátegui La Chira, José Carlos: El 1° de Mayo y el Frente Unico. Publicado en El Obrero Textíl, vol. V, No. 59, Lima, mayo 1, 1924.

(4) Mariátegui La Chira, José Carlos: Manifiesto a los trabajadores de la República lanzado por el Comité 1º de Mayo. Publicado en el periódico “Labor", Nº 8, pág. 8, Lima, 1º de mayo de 1929.

Fuente: https://www.servindi.org/01/02/2022/pedro-castillo-mal-paso-y-oportunidad-perdida

 

miércoles, 12 de mayo de 2021

EL MITO DE LA LIBERTAD

Por Carolina Vásquez Araya.

Resumen Latinoamericano, 11 de mayo de 2021.

Convencidos de que las libertades ciudadanas estaban grabadas en piedra y eran inamovibles, hemos dado por hecho el goce de ese estatus ideal. Casi sin sentirlo, poquito a poco ha calado el desarrollo –sin pausas- de una ideología divorciada de los fundamentos de la democracia, con los falsos abalorios del bienestar económico y una reformulación de los entes políticos y económicos hacia la concentración casi absoluta del poder, con todo lo que ello significa en pérdida de derechos. 

Hay que reconocer que la estrategia es brillante. Tanto es así, que aquellos partidos políticos de izquierda, tan poderosos a mediados del siglo pasado, se han transformado paulatinamente en clubes sociales en donde se juega el juego de la derecha; aunque no al extremo de perder del todo la identidad, sí lo suficiente para no alterar el marco hegemónico del sistema neoliberal. Este sistema, que amarra con sus recursos a los países dependientes gracias a organismos financieros expertos en el arte de la negociación artera y condicionan incluso sus políticas públicas, ha dirigido durante décadas a los gobiernos desde el anonimato corporativo.

El problema es el cambio solapado de la polaridad. El pueblo ya no manda en nuestros países. De hecho, los gobernantes de extrema derecha han declarado la guerra a la ciudadanía y, con lujo de fuerza y haciendo caso omiso de sus mandatos constitucionales, prohiben a la población manifestar su descontento por los actos de sus gobernantes. Para ello cuentan con la potencia de sus ejércitos y sus cuerpos de policía, entrenados a fondo y con equipo bélico, enviados a apagar de una vez y para siempre el fuego de la protesta ciudadana dejando muy en claro cuáles son las reglas. En esta contienda desigual, la juventud resulta doblemente sacrificada en aras de un nuevo orden de cosas, en donde actuar en conciencia es un delito penado por la ley.

En este escenario de retrocesos, otra de las libertades bajo la bota es la de prensa. La mayoría de medios de comunicación masivos, aquellos de carácter empresarial cuyos intereses se encuentran estrechamente vinculados a los poderes político y económico, callan ante los abusos y se doblegan ante las presiones del estatus quo al cual pertenecen. Ese silencio ha obligado a muchos periodistas éticos a abandonar las grandes salas de redacción para conformar sus propios espacios de comunicación alternativa, asumiendo el riesgo de trabajar bajo la presión de las amenazas, la persecución y los intentos de sacarlos de circulación por medios violentos. En nuestro continente, la cifra de reporteros asesinados por su trabajo investigativo es de terror.

Hoy, la consigna desde la cúpula del poder es mantener silenciado al pueblo, impedirle cualquier forma de ejercicio ciudadano y blindar a los centros de poder con la complicidad de sus aliados en prensa, instituciones religiosas y organizaciones empresariales. Al mismo tiempo, se alinean los canales oficiales para limitar el acceso a las fuentes de información. De ese modo, se cierran espacios con el propósito de conservar un ámbito hermético en donde cualquier acto de corrupción goce de impunidad garantizada y sea fácil cooptar a los entes institucionales. El panorama nos demuestra que nuestros países nunca serán libres en tanto sus instituciones políticas –los partidos, verdadera cocina de la democracia- sean el laboratorio en donde se cometen los peores actos de corrupción, discriminación y abuso, con el único fin de impedir la participación del pueblo en los asuntos de su competencia. 

Hoy la consigna, desde la cúpula del poder, es aplastar al pueblo.

Fuente: TeleSUR

https://www.resumenlatinoamericano.org/2021/05/11/pensamiento-critico-el-mito-de-la-libertad/

 


domingo, 11 de abril de 2021

EL MARXISMO EN LA PRÁCTICA: POR UN DIÁLOGO ENTRE LUXEMBURG Y GRAMSCI

 


Yohann Douet

9 abril 2021

Comentario sobre el libro Rosa Luxemburg, Antonio Gramsci actuels, de Marie-Claire Caloz Tschopp, Antoine Chollet y Romain Felli (éd.), París, Kimé, 2018, 391 p.

Rosa Luxemburg y Antonio Gramsci tienen mucho en común 1/. Desde un punto de vista histórico, una y otro participaron en la fundación de sendos partidos comunistas, en Alemania y en Italia, respectivamente, y fueron figuras tutelares de los mismos, tanto por su vida, que fue heroica, como por su muerte a manos de la represión burguesa y fascista. Desde un punto de vista teórico, representan un marxismo abierto y creativo, pero también vinculado de un modo intrínseco con la lucha de clases, por lo que no encajan en lo que Perry Anderson llamó marxismo occidental 2/, o sea, un marxismo innovador teóricamente, pero ajeno a la praxis política. Por el hecho de que tengan mucho en común resulta particularmente interesante confrontar sus pensamientos y determinar claramente qué les opone.

La obra dirigida por Marie-Claire Caloz-Tschopp, Antoine Chollet y Romain Felli, Rosa Luxemburg, Antonio Gramsci actuels, retoma un conjunto de textos dedicados al pensamiento teórico revolucionario de las dos figuras. Se presenta a modo de homenaje a André Tosel, autor de una obra cuya importancia para los estudios gramscianos, y para el pensamiento marxista en general, no es posible sobrestimar 3/ y que murió en marzo de 2017. El libro tiene su origen en un seminario organizado por Caloz-Tschopp y Tosel, y las contribuciones recogidas son demasiado numerosas y diferentes para poder resumirlas. En este artículo exploraré tres grandes ejes en torno a los cuales podemos establecer una comparación entre Luxemburg y Gramsci, y que aparecen en gran parte de los textos del volumen: la historia del capitalismo y de las sociedades burguesas; la estrategia revolucionaria; el método teórico.

Sobre las transformaciones históricas del capitalismo: imperialismo y hegemonía

Para designar sus contribuciones teóricas, Tosel habla del descubrimiento realizado por Luxemburg y de la perla que hallamos en Gramsci. Luxemburg descubrió, en su gran obra de economía política, La acumulación de capital (1913), que la reproducción del capitalismo solo es posible “si el capitalismo encuentra fuera de su propio ámbito sociedades no capitalistas susceptibles de entrar en el circuito” de acumulación. El capitalismo requiere fuentes de materias primas, una fuerza de trabajo y una demanda económica procedentes de espacios no capitalistas, razón por la cual el imperialismo es una consecuencia necesaria del capitalismo. Para reproducirse tiene que extenderse, es decir, ensanchar cada vez más su espacio apropiándose de nuevos territorios y nuevas poblaciones. La acumulación primitiva no es un acto original, tiene que reiterarse continuamente. Por tanto, cabe esperar, una vez subsumido el mundo entero por la lógica capitalista, una crisis devastadora 4/. La violencia imperialista se desencadenará entonces también en las metrópolis de los centros capitalistas.

Esto es lo que Caloz-Tschopp denomina efecto bumerán. El mundo se sumirá en su totalidad a la barbarie, a menos que venza la revolución. Esta idea, que Luxemburg formuló en 1915 con la célebre expresión “socialismo o recaída en la barbarie” 5/, apareció en sus escritos a partir de finales de la década de 1890 6/ . El efecto bumerán, por cierto, no es una simple previsión histórica: ya opera en la época en que escribe Luxemburg, cuando el imperialismo genera sus efectos catastróficos en la misma Europa, como demuestra la primera guerra mundial. En realidad, como recuerda Caloz-Tschopp, para Luxemburg la catástrofe es el modo de existencia del capitalismo. Así, Luxemburg escribe:

El rasgo característico del imperialismo como lucha competitiva suprema por la hegemonía mundial capitalista no estriba únicamente en la energía y la universalidad de la expansión –signo específico de que el ciclo de la evolución comienza a cerrarse–, sino en el hecho de que la lucha decisiva por la expansión rebota de las regiones que fueron objeto de la codicia hacia las metrópolis. De este modo, el imperialismo retrotrae la catástrofe, como modo de existencia, de la periferia de su campo de acción a su punto de partida. Después de librar durante cuatro siglos la existencia y la civilización de todos los pueblos no capitalistas de Asia, África, América y Australia a incesantes convulsiones y al declive generalizado, la expansión capitalista precipita hoy los pueblos civilizados de la propia Europa a una sucesión de catástrofes cuyo resultado final no puede ser más que la ruina de la civilización o el advenimiento de la producción socialista 7/.

La perla que descubre Tosel en Gramsci también tiene que ver con las transformaciones históricas del capitalismo, pero en términos muy diferentes. Se trata del principio de asimilación, asociado a la política hegemónica de la burguesía y sus metamorfosis. Para Tosel, este principio define la modernidad como tal: en el seno de las sociedades europeas, la dinámica de la lucha de clases ha permitido, hasta cierto punto, destruir la lógica social rígida y tradicional que prevalecía hasta entonces. Las antiguas clases dominantes eran conservadoras y se veían a sí mismas como “castas cerradas” 8/. A la inversa, al comienzo de su periodo de dominación y hegemonía –en particular después de 1789, pues Gramsci considera que la Revolución francesa fue el pivote de la historia moderna, como dice Tosel–, “la clase burguesa de autodefine como un organismo en continuo movimiento, capaz de absorber, asimilando a su nivel cultural y económico, a toda la sociedad” 9/.

Sin embargo, en un momento determinado –la fecha de 1871, la de la Comuna, puede servir de marca simbólica de esta inflexión 10/, “se produce un parón”, debido a que “la clase burguesa está saturada: no solo no se amplía, sino que se desagrega; no solo no asimila a nuevos elementos, sino que pierde una parte de sí misma”. Las clases subalternas tienden a desarrollar su actividad y a ensanchar su margen de participación, pero las clases dominantes no pueden aceptarlo. Por esta razón, recurren a la fuerza del Estado para reprimir las luchas de las clases subalternas por su emancipación o emplean nuevas “formas de asimilación”, es decir, formas de asimilación “falsas” o “perversas”, en la medida en que su propósito es que las clases subalternas se vuelvan pasivas. Desde luego, pueden combinar estas dos estrategias, cosa que hacen la mayoría de las veces.

La nueva vía emprendida por la burguesía para reproducir su dominación o, en otros términos, la nueva modalidad de su actividad hegemónica, es claramente diferente de la movilización de las fuerzas populares que habían practicado típicamente los jacobinos. Corresponde, como dice Gramsci, a una “revolución pasiva”: la clase dominante mantiene a las masas populares en la pasividad y emprende por su parte ciertas transformaciones sociales requeridas por la situación histórica (transformaciones requeridas en particular para que pueda mantener su dominación).

De este modo, el descubrimiento de Luxemburg y la perla de Gramsci nos proporcionan dos ideas muy distintas sobre la historia de las sociedades capitalistas modernas. Teniendo presentes estos elementos, veamos ahora los planteamientos estratégicos y organizativos que una y otro abordaron de una manera original y específica.

Sobre la estrategia revolucionaria: las masas y el partido

Recordemos de entrada, a fin de evitar debates innecesarios, algunas cosas evidentes. Rosa Luxemburg y Antonio Gramsci desarrollaron el pensamiento revolucionario y fueron dirigentes del movimiento obrero. Pese a que esto a veces se olvida o se malinterpreta, el partido era, tanto para Luxemburg como para Gramsci, “el horizonte insuperable de su tiempo”, como dice Jean-Numa Ducange. Claro que Luxemburg discrepaba de la dirección del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) y de la Internacional en virtud de su internacionalismo incondicional (tanto antes como durante la guerra) y de la primacía que otorgaba a la actividad de las masas (por ejemplo, cuando defendió la estrategia de la huelga de masas durante el debate que siguió a la Revolución rusa de 1905, en particular en Huelga de masas, partido y sindicatos, 1906).

Gramsci también criticó arduamente a la dirección del Partido Socialista Italiano (PSI, del que fue miembro hasta la fundación del PCI en enero de 1921), cuya burocratización y cuyo reformismo (a menudo no reconocido) fueron en su opinión la causa principal de la derrota de la clase obrera turinesa en el movimiento de los consejos del bienio rojo (1919-1920). Más tarde, después de 1926, pondrá en tela de juicio la línea sectaria de la Komintern en la medida en que representaba un obstáculo a una verdadera política de masas antifascista.

A la luz de su compromiso revolucionario y de sus marxismos antidogmáticos, vivos y abiertos, Frigga Haug –retomando una expresión de Peter Weiss– habla de una “línea Luxemburg-Gramsci” y la toma como hilo conductor de su estudio. Vista su gran sensibilidad ante la actividad autónoma de las masas subalternas, Michael Löwy puede escribir que, pese que solamente Gramsci utilice esta expresión, una y otro desarrollaron una “filosofía de la praxis”, en la que la categoría de praxis remite a “la unidad dialéctica entre lo objetivo y lo subjetivo, la mediación por la que la clase en sí deviene clase para sí”.

Löwy observa que, mientras que para Lenin, “redactor del periódico Iskra [Chispa], la chispa revolucionaria la aporta la vanguardia política organizada, desde fuera de las luchas espontáneas del proletariado”, para Luxemburg, “la chispa de la conciencia y de la voluntad revolucionarias se enciende en el combate, en la acción de masas”, si bien el partido prepara y desempeña un papel necesario en este proceso. Explica su concepción dialéctica del desarrollo de la conciencia de clase en su respuesta polémica a ¿Qué hacer?:

Tan solo en el transcurso de la lucha se recluta el ejército del proletariado y este toma conciencia de los objetivos de esta lucha. La organización, los progresos de la conciencia y el combate no son fases particulares, separadas en el tiempo y mecánicamente, como en el movimiento blanquista, sino, por el contrario, aspectos diversos de un único e idéntico proceso 11/.

En estas luchas, la clase se educa a sí misma: para referirse a este proceso, Luxemburg utiliza sobre todo la noción de Selbstbetätigung (actividad autónoma o autoactivación).

Si hubiera que situar a Gramsci –al menos al Gramsci de los Cuadernos de la cárcel– entre Lenin y Luxemburg, sin duda estaría más cerca del primero. Luxemburg contempla el partido ante todo como expresión orgánica de la clase, mientras que Gramsci, al igual que Lenin, insiste en la forma de organización específica que representa el partido. Presenta el partido como el “Príncipe moderno” que debe dirigir el proceso revolucionario, lo que significa que la formación de un verdadero Príncipe moderno es uno de los problemas que deben resolver los movimientos revolucionarios para que pueda triunfar la revolución. Como defiende Tosel en su segunda contribución al libro, Gramsci se esfuerza por establecer un “círculo virtuoso”, de pedagogía recíproca, entre la espontaneidad y el “sentimiento” de las masas por un lado, y la intelectualidad colectiva del partido, “intérprete de las relaciones sociales”, por otro.

De todos modos, aunque Gramsci fuera más lejos que Lenin en la teorización de la dialéctica entre espontaneidad y dirección consciente, se centra como este en el papel dirigente del partido. Por eso sus Cuadernos de la cárcel nos ofrecen reflexiones preciosas sobre las organizaciones y estrategias revolucionarias, pero tal vez no desarrollan suficientemente cuestiones fundamentales como las libertades políticas y la democracia socialista, contrariamente a Luxemburg. Este hecho, referido a los textos escritos por Gramsci en la cárcel, ha de matizarse si tenemos en cuenta sus escritos de la época de L’Ordine nuovo y del bienio rojo, donde dedicó profundas reflexiones a las formas de autoorganización y de la democracia concreta como los consejos obreros.

Sobre el método teórico: abstracciones y mediaciones

Las diferencias analíticas y estratégicas entre Luxemburg y Gramsci que se han evocado tienen que ver con la diferencia entre sus métodos teóricos. Como escribe Guido Liguori, en Luxemburg se puede discernir una manera de pensar abstracta (sin que esto sea peyorativo), que se traslada de inmediato a lo más general, ya se trate de los principios políticos más importantes o del nivel más fundamental de la realidad 12/. Por el contrario, Gramsci se interesa más por las mediaciones y se detiene en situaciones sociohistóricas concretas.

Retomando los términos de Tosel, podemos decir que Luxemburg descubre la lógica económica del capitalismo imperialista que opera a escala mundial, mientras que la perla teórica de Gramsci (el principio de asimilación asociado a las nociones de hegemonía y de revolución pasiva) aporta ante todo un análisis político-ideológico a escala nacional, aunque afirmando asimismo que la estructura económica es fundamental. Así, con respecto a la escala pertinente del análisis y de la acción política, Gramsci escribe que “el desarrollo va en dirección al internacionalismo, pero el punto de partida es nacional, y por tanto hay que partir de este nivel. Pero la perspectiva es internacional y no puede ser de otra manera” 13/. Dicho de otro modo, el carácter internacional del proletariado no puede traducirse inmediatamente, sino que requiere –dialécticamente– mediaciones nacionales. Esta es la razón por la que el pensamiento de Gramsci es probablemente menos útil que el de Luxemburg para comprender la lógica imperialista en toda su pureza, pero más pertinente para comprender fenómenos concretos complejos, como la nación y el nacionalismo, el racismo o la espacialidad.

La oposición entre la estrategia política de Luxemburg y la de Gramsci también está relacionada con la cuestión de las mediaciones. Aunque Gramsci sea demasiado severo con Luxemburg y no hace justicia a la sutileza de su pensamiento, era consciente de esta diferencia entre sus visiones. Así, escribe que “Rosa”, a causa de “la clase del prejuicio economicista y espontaneísta que albergaba, despreció los elementos voluntaristas y organizativos” en su análisis de la revolución de 1905. Según él, Huelga de masas, partido y sindicatos es “una de las ilustraciones más destacadas de la teoría de la guerra de movimiento aplicada al arte político”:

El elemento económico inmediato (crisis, etc.) se considera el equivalente a la artillería de campaña que, en una guerra, abre una brecha de la defensa enemiga, una brecha suficiente para que las tropas propias puedan penetrar por ella y conseguir una ventaja definitiva (estratégica), o por lo menos un éxito importante en la perspectiva de la línea estratégica 14/.

Desde el punto de vista de Gramsci, Luxemburg consideraría que los acontecimientos políticos eran una expresión casi directa de los factores económicos. Para él, hay que rechazar categóricamente esta visión, sobre todo en “Occidente”, es decir, en los países capitalistas avanzados. Y estima necesario examinar las mediaciones en juego: el movimiento revolucionario ha de librar una guerra de posición, esforzarse por construir organizaciones y partidos de masas –siendo el partido la mediación por excelencia– y combatir en el terreno político-ideológico, luchas y actividadades que convergerán hacia la conquista de la hegemonía. Por supuesto, el diagnóstico de Gramsci sobre el economicismo, el espontaneísmo y la huelga de masas en Luxemburg es demasiado unilateral y reduccionista. Pero vio claramente que el pensamiento de Luxemburg no se centra de entrada en las mediaciones políticas, mientras que según él la política debe concebirse precisamente como –para emplear una expresión de Daniel Bensaid– un “arte de las mediaciones”.

Por tanto, es más bien en Gramsci donde habrá que buscar las fuentes teóricas que nos permitan captar las dimensiones ideológico-culturales de la realidad histórica. Sus concepciones resultan útiles para comprender las transformaciones intelectuales y subjetivas asociadas al capitalismo contemporáneo. Del mismo modo, Tosel puede utilizar la noción de revolución pasiva para analizar el neoliberalismo: aplicando continuamente innovaciones técnicas y organizativas, e instrumentalizando las demandas de autonomía de las clases subalternas, el neoliberalismo reconduce su pasividad. Por esta razón, los grupos subalternos necesitan, según él, una “revolución antipasiva” que les permita volver a ser activos.

La forma exacta de este proceso está por determinar, pero se sabe que construir organizaciones de masas asociadas a los grupos subalternos mediante un círculo virtuoso es una de sus partes constitutivas; y se sabe que este partido ampliado, capaz de librar una “lucha de clases ampliada” que ponga en juego la emancipación intelectual y democratización política articuladas con objetivos económicos, deberá estar muy atento a toda deriva autoritaria que recuerde a la de los partidos estalinizados del siglo XX.

Mientras que el tratamiento de las mediaciones en Gramsci explica el interés de su obra para nuestra época, la actualidad de Luxemburg es indisociable de su modo de pensar abstracto. Así, ella estuvo en condiciones de formular con toda su agudeza una alternativa epocal como socialismo o barbarie, que adquiere una nueva pertinencia en nuestros días. Captó las contradicciones imperialistas del capitalismo mundial en toda su radicalidad y supo hacer justicia a la posibilidad de acontecimientos o procesos políticos imprevistos, no lineales y espontáneos, que expresan esas contradicciones. Por esta razón, su pensamiento puede ayudarnos a comprender explosiones inesperadas de la lucha de clases como las revoluciones árabes o –más allá de las diferencias entre las situaciones– el movimiento de los chalecos amarillos.

En fin, la preocupación de Luxemburg por los principios políticos fundamentales la llevó a percibir plenamente el lazo existente entre democracia y socialismo. Al tiempo que saludó la Revolución de Octubre como un paso adelante en la lucha revolucionaria del proletariado, criticó el autoritarismo de las decisiones de los bolcheviques en la medida en que constituían obstáculos a la realización de una auténtica dictadura del proletariado. En marzo de 1918, refiriéndose a dichas decisiones, escribió un texto que merece citarse in extenso:

La vida socialista exige una completa transformación espiritual de las masas degradadas por siglos de dominio de la clase burguesa. Los instintos sociales en lugar de los egoístas, la iniciativa de las masas en lugar de la inercia, el idealismo que supera todo sufrimiento, etcétera. Nadie lo sabe mejor, lo describe de manera más penetrante, lo repite más firmemente que Lenin. Pero está completamente equivocado en los medios que utiliza. Los decretos, la fuerza dictatorial del supervisor de fábrica, los castigos draconianos, el dominio por el terror, todas estas cosas son solo paliativos. El único camino al renacimiento pasa por la escuela de la misma vida pública, por la democracia y opinión pública más ilimitadas y amplias. Es el terror lo que desmoraliza.

Cuando se elimina todo esto, ¿qué queda realmente? En lugar de los organismos representativos surgidos de elecciones populares generales, Lenin y Trotsky implantaron los soviets como única representación verdadera de las masas trabajadoras. Pero con la represión de la vida política en el conjunto del país, la vida de los soviets también se deteriorará cada vez más. Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que solo queda la burocracia como elemento activo. Gradualmente se adormece la vida pública, dirigen y gobiernan unas pocas docenas de dirigentes partidarios de energía inagotable y experiencia ilimitada. Entre ellos, en realidad dirigen solo una docena de cabezas pensantes, y de vez en cuando se invita a una élite de la clase obrera a reuniones donde deben aplaudir los discursos de los dirigentes, y aprobar por unanimidad las mociones propuestas –en el fondo, entonces, una camarilla–, una dictadura, por cierto, no la dictadura del proletariado, sino la de un grupo de políticos, es decir, una dictadura en el sentido burgués, en el sentido del gobierno de los jacobinos (¡la postergación del Congreso de los Soviets de periodos de tres meses a periodos de seis meses!) 15/.

Conclusión

Este libro ofrece un amplio abanico de estudios sobre los pensamientos de Luxemburg y Gramsci, y las aproximaciones que pueden observarse entre sus planteamientos. Como hemos dicho, el libro tiene su origen en un seminario, y cada texto explora su propio tema, en función de su propia problemática. Esto implica necesariamente ciertas repeticiones y una escasa unidad entre las aportaciones al conjunto. De todos modos, cada contribución es en sí misma rigurosa y esclarecedora. Dado que nadie duda de la actualidad de las obras de Gramsci y de Luxemburg, no cabe sino esperar que el esfuerzo de confrontación iniciado con este libro tenga continuidad por parte de los autores y autoras que han aportado sus textos o por parte de otras personas, y que tal vez lo hagan de una manera más sistemática.

01/04/2021

http://www.contretemps.eu/marxisme-luxemburg-gramsci-imperialisme-hegemonie/

Traducción: viento sur

Notas

1/ Doy las gracias a Ulysse Lojkine por sus sugerencias y sus críticas, que me han sido de gran utilidad.

2/ Perry Anderson, Consideraciones sobre el marxismo occidental, Madrid, Siglo XXI, 2012.

3/ El año anterior a su fallecimiento, André Tosel publicó su obra cumbre sobre Gramsci: Étudier Gramsci. Pour une critique continue de la révolution passive capitaliste, París, Kimé, 2016. Es fruto de cerca de 50 años de reflexión sobre el pensamiento del revolucionario italiano.

4/ Por mucho que se utilice a menudo la idea de un colapso (Zusammenbruch) para describir la teoría de Luxemburg, esta concepción se desarrollará sobre todo después de su muerte, especialmente por Henryk Grossman: La loi de l’accumulation et de l’effondrement du système capitaliste (1929).

5/ Véase La crisis de la socialdemocracia, escrito en la cárcel en 1915 y publicado en 1916 con el seudónimo Junius. Michael Löwy escribe en su contribución al libro que “la consigna socialismo o barbarie [es] un punto de inflexión en la historia del pensamiento marxista” en la medida en que remite a una alternativa epocal y sugiere que la historia debe concebirse como un proceso parcialmente contingente. También es un punto de inflexión en el pensamiento de Luxemburg, pues antes de la primera guerra mundial, “paralelamente a [su] voluntarismo activista”, todavía era patente en sus escritos “el optimismo determinista (económico) de la teoría del Zusammenbruch, del colapso del capitalismo, víctima de sus contradicciones” (Michael Löwy, L’étincelle s’allume dans l’action. La philosophie de la praxis dans la pensée de Rosa Luxemburg, p. 239).

6/ Por ejemplo, en su artículo Verschiebungen in der Weltpolitik (Cambios en la política mundial), publicado en el Leipziger Volkszeitung el 13 de marzo de 1899, escribe explícitamente que el imperialismo estaba a punto de toparse con sus límites.

7/ Rosa Luxemburg, La acumulación de capital (febrero de 1915) [traducción propia].

8/ Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, cuaderno nº 8.

9/ Ibid.

10/ Señalemos que se trata también de la fecha de conclusión de la unidad nacional alemana, después de la unidad nacional italiana en 1870; por supuesto, esta última era particularmente importante desde el punto de vista de Gramsci.

11/  Rosa Luxemburg, Problemas organizativos de la socialdemocracia (1904).

12/  Guido Liguori, “Luxemburg e Gramsci: convergenze e divergenze di due pensatori rivoluzionari”, Critica Marxista, 2020/1, p. 36.

13/  Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, op. cit., cuaderno nº 14, §68.

14/  Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, cuaderno nº 13, §24. Gramsci desarrolla a continuación su lectura de Luxemburg: en su pensamiento, el elementos económico inmediato “estaba concebido como un factor con un doble efecto: 1) abrir una brecha en la defensa del enemigo, después de haber sembrado en él la confusión y haberle hecho perder la confianza en sí mismo y en su porvenir; 2) organizar de manera fulminante las tropas propias, crear las estructuras, o por lo menos situar de manera fulminante las estructuras existentes (elaboradas hasta entonces por el proceso histórico general) en su puesto de encuadramiento de las tropas diseminadas; 3) crear de manera fulminante la concentración ideológica en torno a la identidad del objetivo a alcanzar. Se trataba ahí de una forma rígida de determinismo económico, agravado por la idea de que los efectos se producirían con extrema rapidez en el tiempo y en el espacio; ahí había también un misticismo histórico, la espera de una especie de fulguración milagrosa” (ibidem) [traducción propia].

15/ Rosa Luxemburg, La Revolución rusa, IV. La disolución de la asamblea constituyente.

Fuente: https://vientosur.info/el-marxismo-en-la-practica-por-un-dialogo-entre-luxemburg-y-gramsci/