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domingo, 28 de febrero de 2021

DEBATE: ECOSOCIALISTAS vs DECRECENTISTAS

 Löwy propugna una alianza entre ecosocialistas y decrecentistas, y no puedo sino coincidir con esta conclusión. Sin embargo, antes de justificar esta apuesta estratégica, siente la necesidad de argumentar por qué el decrecimiento se queda corto como visión política. Circunscribe su evaluación crítica a tres cuestiones. Primera, Löwy mantiene que el decrecimiento como concepto es insuficiente para expresar claramente un programa alternativo. Segunda, el decrecentismo y sus discursos no son explícitamente anticapitalistas. Finalmente, para él, los y las decrecentistas no son capaces de distinguir entre aquellas cosas que es preciso reducir y aquellas que pueden seguir desarrollándose.”

 

Cementerio de bicicletas en Wuhan. Foto: Wu Guoyong. Fuente: South China Morning Post

 

DECRECIMIENTO: SOCIALISMO SIN CRECIMIENTO

Timothée Parrique | Giorgos Kallis

26 febrero 2021 | ecologismo, decrecimiento, Ecosocialismo

 

Parece que la gente comprende el concepto abstracto de ilimitado, pero resulta más difícil entender que este concepto no debe aplicarse al crecimiento. Incluso los socialistas deben desechar la idea de que la cantidad puede mejorar, cuando solo cuenta la calidad.

Notables (eco)socialistas han criticado recientemente la idea del decrecimiento 1/. Aquí queremos explicar por qué esta crítica está fuera de lugar. El crecimiento es un problema asociado al capitalismo. Un ecosocialismo sostenible debería rechazar toda asociación con la ideología y la terminología del crecimiento. Las y los socialistas del siglo XXI deberían empezar a pensar en cómo podemos proyectar sociedades que prosperen sin crecimiento. Nos guste o no, el crecimiento está condenado a finalizar, la cuestión es cómo y si esto ocurrirá pronto o demasiado tarde para evitar catástrofes planetarias.

Toda forma de crecimiento ilimitado es ecológicamente insostenible

La típica respuesta socialista al decrecimiento es que el problema es el capitalismo, y el crecimiento capitalista, no el crecimiento económico. Pero ahí está el meollo: ningún crecimiento económico puede ser sostenible. Un incremento del nivel de vida material requerirá, claro está, más materiales. Esto es independiente de si la economía en cuestión es capitalista, socialista, anarquista o primitiva. El aumento del nivel de vida material requiere el aumento de la extracción de materiales y de la emisión de contaminación (el aumento del nivel de vida en general, no; explicamos esto más abajo). Resultado: hoy por hoy –y muy probablemente también mañana–, el crecimiento económico está estrechamente asociado al uso de energía y materiales a escala global, que es la única que muestra el cuadro completo de una economía globalizada.

El destacado teórico marxista David Harvey califica la idea del crecimiento compuesto de locura de la razón económica y la más letal de las contradicciones del capitalismo (que hace que nos preguntemos por qué querrían los socialistas dedicar su tiempo a tratar de preservar esta locura). Para calibrar esta sinrazón, hagamos el siguiente cálculo. Un modesto crecimiento del 3 % anual supone doblar la economía cada 24 años, habiéndose multiplicado por diez al final del siglo y creciendo rápidamente hasta una magnitud infinita. Sustituyamos economía por cualquiera otra cosa (energía, agua, bicicletas, masajes). La idea del infinito es pura locura, y punto. Es la generalización de la lógica de los capitalistas individuales que esperan embolsarse su ganancia del 3 o 5 % todos los años, llueva o luzca el sol. Pero no es algo que una sociedad pueda sostener durante mucho tiempo.

Hay socialistas que sueñan con un Comunismo de lujo totalmente automatizado, en que las nuevas tecnologías permitirían desacoplar absolutamente la producción económica del medio ambiente. De momento, esto no ha ocurrido, ni por aproximación, y hay dudas de si el futuro encierra perspectivas mejores. Nos guste o no, las economías también tienen que obedecer a las leyes de la física. Por ejemplo, la termodinámica nos dice que la energía no puede crearse ni destruirse, sino únicamente transformarse, y que su calidad evoluciona inexorablemente hacia un estado menos utilizable o útil. Esto significa que no existe ninguna tecnología milagrosa que permita incrementar de modo inmaterial el nivel de vida material: la economía está incrustada hasta el fondo en la ecología.

Por supuesto, ciertas actividades son menos intensivas en recursos naturales que otras, de manera que estas podrían crecer durante un periodo más largo sin menoscabar la biosfera. Por ejemplo, los combustibles fósiles son más disruptivos que la energía solar, pero esto no significa que la energía solar abra la puerta a un crecimiento ilimitado. Una mejora de la organización de la producción y nuevas tecnologías pueden incrementar la productividad y facilitar un desacoplamiento relativo con menos recursos usados por producto, como por ejemplo paneles solares más eficientes. Sin embargo, si aumenta la cantidad de paneles solares de forma ilimitada a una tasa compuesta, llegará un día en que comenzará a presionar sobre la disponibilidad de recursos o producir daños ecológicos. En otras palabras, nada material puede ser infinito, independientemente de si la economía es capitalista, socialista o ni una cosa ni otra.

Además, una cosa es descarbonizar un sistema energético del tamaño actual a base de energías renovables, o una quinta parte del mismo (hay estudios que demuestran que es viable una reducción del consumo de energía con medidas de suficiencia y eficiencia disponibles), y otra muy distinta descarbonizar un sistema que tendrá un tamaño diez veces superior a finales de siglo (recordemos: un 3 % de crecimiento anual).

Nuestra propuesta: la planificación socialista democrática debería tener en cuenta la necesidad imperiosa de utilizar energía y materiales en el sentido del decrecimiento. Esto no es un gran problema, pues como explicaremos más adelante, muchas de las actividades que hoy consumen mucha energía y muchos materiales no se requerirán en el socialismo. Hay demasiadas actividades superfluas en el capitalismo, que no obedecen a nada más que la necesidad de los capitalistas de extraer plusvalía y generar ganancias. El objetivo debería ser el socialismo sin crecimiento, un socialismo sostenible: un sistema económico dedicado a satisfacer las necesidades de la población sin aferrarse a las ideas capitalistas de constante expansión y, por supuesto, sin exceder los límites del planeta.

El crecimiento requiere acumulación, y esta comporta explotación

Hay un problema añadido. Del mismo modo que el crecimiento económico choca con los límites ecológicos, también lo hace con límites sociales. Los capitalistas extraen beneficios explotando el trabajo asalariado (plusvalía en términos marxistas) y explotando asimismo el trabajo no remunerado de todo un grupo de personas, sobre todo mujeres dedicadas a los cuidados no remunerados y a las labores domésticas, que aseguran la reproducción socionatural de la fuerza de trabajo a título gratuito. El capital también aprovecha los dones gratuitos de la naturaleza (gratuitos tan solo desde su punto de vista), que junto con los cuidados y el trabajo doméstico no remunerados mantienen bajo el precio de los medios de producción y de la mano de obra, permitiendo así al capital exprimir plusvalía. En efecto, el crecimiento económico bajo el capitalismo se produce a menudo a expensas del tejido social, pues se basa en la explotación sistemática y la reducción de costes.

Al no atender a los factores de reproducción, como el descanso, el afecto, el cuidado, la seguridad y el sustento, la producción puede conducir fácilmente a su agotamiento. Por ejemplo, un empleo a jornada completa deja poco tiempo para desempeñar actividades no remuneradas como las que son esenciales para la reproducción social. Al aumentar la producción, se tensará la capacidad de la sociedad de reproducir su sustento. De seguir así, esta acumulación a través del deterioro social acabará erosionando factores de reproducción que son cruciales para todas las formas de producción. Como una serpiente que se muerde la cola, el crecimiento económico está limitado porque se basa inevitablemente en la explotación insostenible del trabajo reproductivo y de los ecosistemas.

Si el socialismo implica el fin de la explotación, también supone el fin de la acumulación infinita. (Una vez más: esto es socialismo sin crecimiento.) Una verdadera economía socialista no explotaría el trabajo o los recursos de otras economías, compartiría equitativamente los trabajos de cuidados, haría rotar las tareas desagradables y compensaría debidamente a las trabajadoras de cuidados por su labor reproductiva. Cuando nadie, sean humanos o no humanos, esté explotado, la economía producirá simplemente los bienes y servicios que necesita la sociedad, utilizando todo aumento de la productividad para ampliar el tiempo libre.

Hay socialistas que tratan en este punto de cuadrar el círculo cuando alegan que el socialismo sería capaz tanto de poner fin a la explotación como de hacer crecer la economía tanto o más que el capitalismo. Lo sentimos, pero esto es pura fantasía. Si la producción socialista remunera el tiempo de trabajo real de productoras y productores y el tiempo real que necesitan los ecosistemas para regenerarse y recuperarse, o si el tiempo de trabajo humano ha de sustituir los dones gratuitos de la naturaleza, que quedarán sin explotar, entonces habrá menos excedentes, y menos excedentes solo puede significar menos crecimiento de la producción. Un socialismo genuino también será democrático, nos gustaría pensar. La verdadera democracia desacelera las cosas (quienes participan en las asambleas de sus cooperativas locales saben de qué hablamos). Una vez más, pensar que toda esta desaceleración comportará una aceleración de la producción es de verdad confundir los deseos con la realidad.

Los valores de uso no crecen

La buena noticia es que podemos tener prosperidad sin crecimiento. De hecho, se ha demostrado empíricamente que los principales indicadores del nivel de vida, inclusive el bienestar, la salud y la educación, dejan de crecer al alcanzar la producción cierto umbral, que algunas personas denominan Punto de inflexión del bienestar. Por ejemplo, Portugal tiene índices sociales significativamente mejores que EE UU con un PIB per cápita un 65 % más bajo. Esto se debe a que el bienestar depende de la satisfacción de los valores de uso reales, que expresa necesidades humanas y no la acumulación infinita de dinero.

Las y los socialistas lo saben muy bien: el PIB no es una medida de valores de uso, sino de valores de cambio. Este indicador no distingue entre actividades deseables e indeseables. Por encima de todo, no tiene en cuenta todo lo que no es monetario (incluida la naturaleza del trabajo no remunerado), desprecia el valor del bienestar intangible y hace abstracción de la desigualdad. Lo que mide el PIB es el bienestar del capitalismo, no de la gente.

Desde luego, en el socialismo tendrán que incrementarse ciertos bienes y servicios útiles, pero no hablemos de crecimiento cuando nos refiramos a cuestiones como la salud, la movilidad o la educación. Estos no son objetivos cuantitativos, sino cualitativos. Puede que niñas y niños precisen una educación politécnica más libre y holística, lo que requiere un número finito de edificios escolares, docentes y lápices. Puede que las y los pacientes necesiten más contacto humano y más cuidados por parte del personal sanitario; lo que necesitan no es un crecimiento infinito de los cuidados, sino justo los suficientes para sentirse mejor. Las personas que no tengan bicicleta necesitarán una, pero no un crecimiento anual del 3 % de la producción de bicicletas año tras año.

La cuestión es que los valores de uso no crecen a una tasa compuesta. Las necesidades humanas fundamentales, como la subsistencia, la protección, la libertad o la identidad, pueden interpretarse como umbrales de suficiencia: suficientes alimentos para gozar de buena salud, suficiente espacio habitacional para sentirse a gusto, suficientes medios de movilidad para sentirse libres, etc. El cuento del consumo interminable para satisfacer necesidades interminables es un discurso capitalista, creado justamente para legitimar la acumulación por parte de la elite. Y este es el argumento central del decrecimiento: los niveles de vida pueden mejorar sin crecimiento, mediante la redistribución y la compartición de la riqueza, la renuncia a deseos artificiales y bienes superfluos y a la apropiación de nuestro tiempo dedicado a la generación de beneficios, y mediante la sustitución de la valoración de bienes materiales por la valoración de relaciones. Ya hay cosas suficientes para que cada persona obtenga su parte digna: si el pastel no puede crecer, es hora de compartirlo más equitativamente.

Conclusiones: el decrecimiento es tan anticapitalista como lo que más

La ideología del crecimiento se ha convertido en el puntal del capitalismo moderno y no entendemos por qué hay socialistas reacios a sumarse al combate contra un fenómeno que es socialmente divisivo y ecológicamente insostenible. Un socialismo sin crecimiento, pero con bienestar. Socialismo y decrecimiento son dos de los conceptos más potentes que tenemos para criticar el capitalismo e iluminar el futuro.

No tengamos miedo de hablar del poscapitalismo. Ciertos comentaristas marxistas han acusado al decrecimiento de no cuestionar nunca explícitamente el capitalismo. Leigh Phillips (2015) califica el decrecimiento de “minicapitalismo estacionario”. El decrecimiento no es capitalismo en miniatura, con empresas diminutas, instrumentos financieros especulativos diminutos y tratados de libre comercio diminutos. No es austeridad dentro del capitalismo. Es un sistema alternativo de abastecimiento: no simplemente más pequeño y más lento, sino diferente.

Cabe preguntarse ¿por qué centrarse en el crecimiento y no simplemente en el capitalismo? Bueno, comparemos la frecuencia con que aparecen las expresiones crecimiento económico y acumulación de capital en las noticias. Como ha explicado muy bien el historiador Gareth Dale, el crecimiento económico es la ideología que ha convertido el interés específico del capital por crecer (por las ganancias y por mantener la paz social) en un objetivo social generalizado, asimilado por la población. No es una ideología que vaya a desaparecer renunciando a combatirla o embelleciéndola con bonitos adjetivos. El hecho de que esta ideología haya sobrevivido incluso al fin del capitalismo (o al menos a cierto tipo de capitalismo) en los antiguos regímenes socialistas debería darnos que pensar. Las y los socialistas que defienden el crecimiento también deberían pensarlo dos veces si están vistiendo de rojo y verde el capital, cambiando el vestido de los sueños que el capitalismo vende como sueños socialistas.

El crecimiento es hijo del capitalismo, pero el crío ha crecido y ahora es el cabeza de familia. El interés del capitalismo en acumular viene facilitado y legitimado por el crecimiento, y en nombre del mismo. La crítica del crecimiento es la crítica más fundamental del capitalismo, que no solo critica los medios que utiliza el capitalismo, sino los mismos fines que vende. De ahí que el decrecimiento y el (eco)socialismo sean aliados naturales, no adversarios.

10/02/2021

https://braveneweurope.com/timothee-parrique-giorgos-kallis-degrowth-socialism-without-growth

Traducción: viento sur

Giorgos Kallis es científico ambiental que investiga sobre economía ecológica, ecología política y política del agua. Enseña ecología política y economía ecológica en la Universidad Autónoma de Barcelona. Timothée Parrique es doctor en economía por el Centre d’Études et de Recherches sur le Développement (Universidad de Clermont Auvernia, Francia) y el Stockholm Resilience Centre (Universidad de Estocolmo, Suecia).

Notas

1/ Últimamente, Ecosocialismo y/o decrecimiento, de Michael Löwy (octubre de 2020), “IMT theses on the climate crisis”, publicado en la página web de In Defence of Marxism (junio de 2020), y la conferencia Degrowth and neo-Malthusianism: A socialist response (octubre de 2020), de Olivia Rickson. Así como “How much stuff is just enough?”, de Leigh Phillips en Le Monde Diplomatique.

Fuente: https://vientosur.info/decrecimiento-socialismo-sin-crecimiento/

 

 

ECOSOCIALISMO O DECRECIMIENTO: UN FALSO DILEMA

Giacomo D’Alisa

22 febrero 2021

 

Ecosocialistas y decrecentistas necesitan inventariar las muchas coincidencias de sus puntos de vista para potenciar la efectividad de su lucha compartida por un mundo ecológicamente sano y socialmente justo, libre del legado patriarcal, racial y colonial.

En un artículo reciente, Michael Löwy plantea si la izquierda ecologista debe enarbolar la bandera ecosocialista o la decrecentista; una discusión que no es totalmente nueva. Löwy es un académico marxista franco-brasileño y destacado ecosocialista. Junto con Joel Kovel, un científico social y psiquiatra estadounidense, escribió en 2001 el Manifiesto ecosocialista, un documento fundacional de varias organizaciones políticas en todo el mundo. Así, emprender un debate con Löwy no es un mero capricho académico, sino una demanda que plantean muchas personas políticamente activas de la izquierda ecologista.

Recientemente, miembros de un grupo ecosocialista que milita en Catalunya en Comù, que forma parte de Unidas Podemos (que a su vez está integrado en la coalición de centro-izquierda que gobierna en España), me invitó a debatir sobre el fin del paradigma del crecimiento económico. Esto indica que en el ecosocialismo hay interés por la visión y las propuestas del decrecimiento. Por otro lado, en las conversaciones, conferencias y debates en que he participado, he visto asimismo que los proyectos ecosocialistas intrigan e inspiran a muchas y muchos decrecentistas. En efecto, personas de ambas corrientes sienten que constituyen movimientos hermanos. La siguiente reflexión es una primera y humilde contribución al acercamiento de los dos.

En el artículo citado, Löwy propugna una alianza entre ecosocialistas y decrecentistas, y no puedo sino coincidir con esta conclusión. Sin embargo, antes de justificar esta apuesta estratégica, siente la necesidad de argumentar por qué el decrecimiento se queda corto como visión política. Circunscribe su evaluación crítica a tres cuestiones. Primera, Löwy mantiene que el decrecimiento como concepto es insuficiente para expresar claramente un programa alternativo. Segunda, el decrecentismo y sus discursos no son explícitamente anticapitalistas. Finalmente, para él, los y las decrecentistas no son capaces de distinguir entre aquellas cosas que es preciso reducir y aquellas que pueden seguir desarrollándose.

En cuanto a la primera crítica, Löwy sostiene que la palabra decrecimiento no es convincente; no transmite el proyecto progresista y emancipatorio de la necesaria transformación social; esta observación recuerda a mucha gente un antiguo debate irresuelto. Una discusión que Löwy debería conocer, al igual que quienes han seguido el debate sobre el decrecimiento de la última década. Una crítica sofisticada ha recurrido al estudio del lingüista cognitivo y filósofo estadounidense George Lakoff sobre el framing. Kate Rowarth, por ejemplo, propuso a quienes defienden el decrecimiento que aprendan de Lakoff que nadie puede ganar una lucha o elección política si se limita a utilizar el marco mental (frame) de su oponente; y el decrecimiento encierra en sí mismo su visión antagónica: el crecimiento. Economistas ecologistas han esgrimido el mismo argumento de una manera más articulada, viniendo a decir que por este motivo el concepto del decrecimiento resulta contraproducente.

Por el contrario, mi compañero intelectual Giorgos Kallis formuló en 2015 nueve razones claras por las que considera que decrecimiento es una palabra persuasiva. Quisiera complementar su argumentación con una más. Observando las tendencias de búsqueda en Google (véase la gráfica inferior), a lo largo de diez años, el decrecimiento se mantiene constantemente en niveles más altos de atención en todo el mundo que el ecosocialismo. Tal vez el ecosocialismo puede resultar más claro a simple vista. Sin embargo, esto no significa que vaya a convencer de inmediato a la gente. En efecto, el concepto ecosocialista también tiene problemas similares, y tal vez peores, de framing, dada la aversión postsoviética al socialismo, pero esto no puede significar que debamos abandonar el término. El reciente aumento de popularidad en EE UU del concepto socialismo democrático sugiere que es posible superar la asociación negativa de un término.

 

Tendencias de búsqueda en Google de decrecimiento y ecosocialismo. Fuente: elaboración del autor.

El ecosocialismo, al igual que el decrecentismo, deben seguir explicando el contenido efectivo de su aspiración política, la etiqueta no basta para explicarlo todo. Nuestra misión no está cumplida; es cierto que en algunos contextos, el ecosocialismo será un mensaje más directo, pero en otros, el decrecimiento puede resultar más convincente. Para la izquierda ecologista, más marcos mentales podrían ser más efectivos que solo uno; utilizando el más apropiado en según qué contextos y geografías es muy probablemente la mejor estrategia.

Nótese que estos diferentes marcos comparten argumentos básicos y estrategias, así que retomaré ahora la segunda crítica de Löwy, la supuesta discrepancia entre ecosocialistas y decrecentistas en torno al capitalismo. Según Löwy, la corriente decrecentista no es suficiente o explícitamente anticapitalista. No puedo negar que no todos los decrecentistas se autocalifican de anticapitalistas y que para algunos de ellos, declararlo no es una prioridad. Sin embargo, como ya aclaró Kallis, el decrecentismo académico basa cada vez más su investigación y su política en una crítica de las fuerzas y relaciones del capital. Además, Dennis y Schmelzer han demostrado que buena parte de la corriente decrecentista comparte la idea de que la sociedad del decrecimiento es incompatible con el capitalismo. Y Stefania Barca ha explicado cómo la articulación “del decrecimiento y la política sindical a favor de una conciencia de clase ecologista” es la vía para avanzar hacia una sociedad ecosocialista del decrecimiento.

Quisiera añadir a estos argumentos una observación. En su Manifiesto ecosocialista de 2001, Löwy y Kovel afirmaron que para resolver el problema ecológico es preciso fijar límites a la acumulación. Después aclaran que esto no es posible mientras siga reinando el capitalismo en el mundo. En efecto, como afirman ellos y otros ecosocialistas destacados, el capitalismo necesita crecer o de lo contrario muere. Este lema efectivo es probablemente la proclama anticapitalista más explícita que aparece en el Manifiesto ecosocialista, y puedo afirmar que la mayoría de decrecentistas firmarían esta declaración sin pensarlo dos veces, más todavía en tiempos de pandemia, cuando el sistema capitalista existente parece profesar el lema: ¡nosotros (los capitalistas) crecemos y vosotros morís! En efecto, es cada vez más evidente que la desigualdad aumenta vertiginosamente durante este periodo. Si estas observaciones son exactas, entonces decrecentistas y ecosocialistas están más de acuerdo que en desacuerdo y, junto con muchas otras personas de la izquierda ecologista, comparten el mismo sentido común: un sistema ecológico y social sano más allá de la pandemia es incompatible con el capitalismo.

La última crítica de Löwy es que el decrecentismo es incapaz de diferenciar entre las características cuantitativas y cualitativas del crecimiento. A simple vista, esto se asemeja a una reanudación del vivo debate de la década de 1980 sobre la diferencia entre crecimiento y desarrollo. Sin embargo, estoy seguro de que Löwy y otros ecosocialistas son muy conscientes de la evaluación crítica que muchos pensadores latinoamericanos han efectuado del desarrollo y su legado colonial (véase aquí y aquí, por ejemplo). Así que interpretaré esta crítica en términos más generales: es esencial ser selectivos con respecto al crecimiento y aclarar qué sectores necesitan crecer y cuáles tienen que decrecer o incluso desaparecer. 

Nada nuevo bajo el sol, podríamos decir. Peter Victor habló en 2012, cuando estaba desarrollando hipótesis de crecimiento cero para hacer frente al cambio climático, de una situación de crecimiento selectivo y mostró sus efectos modestos y a corto plazo en la mitigación del cambio climático. Serge Latouche, en su libro de 2009 Farewell to growth, defendió que la decisión en materia de decrecimiento selectivo no puede dejarse en manos de las fuerzas del mercado. Y Kallis ha explicado que el crecimiento es un proceso complejo e integrado y que por tanto es un error pensar en términos de qué tiene que aumentar y qué tiene que menguar.

Es un error equiparar decrecimiento a mengua o reducción (como ha expuesto Timothée Parrique extensamente) y pensar que las que se consideran cosas buenas (hospitales, energía renovable, bicicletas, etc.) necesitan aumentar sin límites, como manda el imaginario de crecimiento. Quienes perpetúan esta lógica, como parece hacer Löwy, se sitúan en el campo del crecimiento. De este modo, Löwy ha hecho caso omiso de su propia sugerencia de prestar más atención a la transformación cualitativa.

En una sociedad ecosocialista, orientar la producción hacia la creación de más hospitales y el aumento del transporte público, como sugiere Löwy, no supone superar la lógica del crecimiento y sus predicamentos. Una sociedad de decrecimiento, con un estilo de vida más sano y cuidados más ecológicos, probablemente no necesitaría tantos hospitales más. En efecto, como han hallado Luzzati y colaboradores, el aumento del ingreso per cápita se correlaciona significativamente con el incremento de la morbilidad y la mortalidad por cáncer. En una sociedad de decrecimiento, la gente volaría mucho menos, y esto podría contribuir a reducir la velocidad de los contagios pandémicos. Los sistemas agroecológicos invadirán menos hábitats; estos dos cambios cualitativos de la actividad social podrían implicar una menor necesidad de aumentar el número de unidades de cuidados intensivos.

Por otro lado, el aumento continuo de cosas buenas, como bicicletas, en una ciudad no es del todo positivo: como sucede en Amsterdam, donde el público viandante se queja de la falta de espacio debido al enorme número de bicicletas que circulan en la vía pública; o en  China (véase fotografía inferior), donde se han vertido miles de bicicletas porque la perspectiva de una proliferación de sistemas para compartir bicicletas en las ciudades resultaba social y ecológicamente problemática y el alcalde ha decidido frenar este aumento y regular dichos sistemas. En suma, la idea de un (de)crecimiento selectivo no ayuda a desaprender la lógica del crecimiento que todavía persiste en buena parte de la izquierda ecologista. Lo que hace falta, en efecto, es un cambio cualitativo de nuestra mentalidad, nuestra lógica y nuestros actos performativos.

La distancia entre ecosocialistas y decrecentistas no es tan grande como parece indicar el artículo de Löwy. Ambas visiones avanzan por el mismo camino, aprendiendo una de otra sobre la marcha. Discutir sobre tesis o políticas que vayan proponiendo unas u otros ayudará a mejorar y clarificar sus visiones y hacer que sean menos cuestionables a los ojos de la gente escéptica o indiferente. Un diálogo serio nos ayudará a que nuestros argumentos y nuestras prácticas se vean como algo de sentido común. La izquierda ecosocialista no tiene que decidir cuál es el discurso mejor y más completo entre el ecosocialismo y el decrecimiento. Estas visiones, en efecto, como he tratado de explicar en este artículo, comparten argumentos básicos, y ambas contribuyen a crear un discurso persuasivo e idear actos performativos.

Por el contrario, crear un falso dilema no es muy útil para nuestras luchas cotidianas. En 2015, junto con colegas, propusimos explorar la coincidencia de seis diferentes marcos (decrecimiento; organizaciones del movimiento de comunidades sostenibles; territorialismo; bienes comunes; resiliencia social y acciones sociales directas) para relanzar iniciativas más robustas y amplias contra la continua expansión del capitalismo y las injusticias ambientales. Concluimos que insistir en la coincidencia más que en la matización debería motivar a la gente que promueve estos enfoques si el propósito general es relanzar efectivamente alternativas al capitalismo más robustas y menos aleatorias. En otras palabras, llamamos a centrarnos en la consolidación de todo lo que tienen en común todos estos enfoques, no en aquello en lo que divergen. Esta sugerencia es igualmente válida para ecosocialistas y decrecentistas.

Sin duda es crucial que tanto ecosocialistas como decrecentistas sigan afinando sus discursos, prácticas y políticas para avanzar hacia un mundo ecológicamente sano y socialmente justo, libre de todo legado patriarcal, racial y colonial. Sin embargo, igual de importante es dilucidar las coincidencias de sus puntos de vista para mejorar la efectividad de su lucha compartida en varios niveles.

09/02/2021

https://undisciplinedenvironments.org/2021/02/09/ecosocialism-versus-degrowth-a-false-dilemma/

Traducción: viento sur 

*Giacomo d’Alisa es investigador posdoctoral en el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra. Es miembro fundador del colectivo Research & Degrowth en Barcelona

Fuente: https://vientosur.info/ecosocialismo-o-decrecimiento-un-falso-dilema/

 

 

domingo, 12 de abril de 2020

CORONAVIRUS: UNA CRISIS QUE DESVANECE TODO LO SÓLIDO EN EL AIRE


08/04/2020 | Manuel Garí y Brais Fernández

"La tierra está nerviosa y también los seres humanos que la habitan" (Ernst Bloch)
La crisis del coronavirus ha reabierto el debate sobre las ‘crisis’. ¿Segunda parte de 2008? ¿Repetición en un nuevo contexto de la Gran Depresión? ¿Cuestión de semanas y vuelta a la vieja normalidad? ¿Contingencia biopolítica por fatalidad arbitraria e incontrolable? ¿Inaplicación del principio de precaución? El desconcierto es enorme y la crisis poliédrica. Elaborar salidas efectivas, y abrir caminos alternativos al abismo, requiere hacerse las preguntas adecuadas, ser realista y no incurrir en el pensamiento mágico.

El primer factor en la sorpresa es el sanitario. Hace décadas que los países industrializados no sufrían una epidemia similar. La rauda expansión mundial de la pandemia no es ajena al crecimiento exponencial de viajes en un mundo interdependiente. Y no se da en un contexto de optimismo. A diferencia de otras épocas, como la añorada post Segunda Guerra Mundial, existe una impresión de crisis que impregna lo cotidiano y una sensación de fin de época, incertidumbre y agotamiento civilizatorio que tensa los nervios de todas las clases sociales.

Más allá de las formas subjetivas de vivir la decadencia sistémica, hay una serie de lógicas que hacen inexorable la crisis. Existe una contradicción entre el desarrollo material y financiero de la globalización capitalista, la inseguridad social de la población mundial y la acelerada degradación de la biosfera. Este quizás sea el factor más relevante del tiempo que viene: pese a todas las advertencias y cumbres para reformar el capitalismo, la crisis aparece como una marea que amenaza con devastarlo todo.

Las causas son múltiples y atraviesan a todos los países. Muchos economistas, tanto críticos como pro sistémicos, venían anunciado el síndrome de la recesión, pero la virulencia de esta crisis ha sorprendido a todo el mundo. En 2008, el crackcomenzó en la esfera financiera y contaminó la productiva, si bien había estado precedida de un descenso de la tasa de beneficio. Ahora, al contrario, la producción y el comercio han frenado bruscamente e impactado en las finanzas, lo que agrava la recesión. El Covid-19 anidó en una economía ya enferma.

El capitalismo sufre una crisis de rentabilidad crónica, en la que es incapaz de recuperar estable y suficientemente la tasa de ganancia para poder impulsar un ciclo largo de acumulación y una nueva ‘edad de oro’. A la destrucción del tejido productivo, provocada por la crisis de 2008, no le ha sucedido una etapa vigorosa. La productividad tiende al estancamiento y las tasas de crecimiento de los principales países han sido bajas y basadas en el asalto a nichos previamente no mercantilizados (bienes comunes y sectores públicos) y en una desvalorización salarial sin precedentes desde los años veinte. Las recetas aplicadas después de 2008, ante el apalancamiento público y privado, por el FMI, el Banco Mundial, la FED y la UE han fracasado pues se basaban en la misma lógica. Las deudas soberanas nuevamente se han disparado y las privadas son elevadas. Las empresas en China, la UE y Estados Unidos están endeudadas –especialmente el mar de pymes zombies–. Las maniobras de recompra de acciones por las empresas, los ataques de los fondos buitre, la arriesgada especulación de los inversores institucionales, el incontrolado reparto de dividendos y las fugas de capitales han llevado al caos. ¿Cómo es posible que, pese al aumento de la masa de beneficios y su mayor peso en la renta, la lógica de acumulación capitalista esté en crisis? Quizás porque desde 2008 la política económica se ha limitado a preservar el valor de los activos financieros mientras ve decrecer la tasa de beneficios.

El capital ha ido conquistando cada vez más espacios. El capitalismo ha sido el sistema hegemónico durante los últimos siglos, pero durante las últimas décadas su desarrollo se ha basado fundamentalmente en colonizar nuevos espacios que previamente convivían dentro del sistema-mundo. La incorporación al mercado de los territorios postsoviéticos, de China y de los países postcoloniales ha homogeneizado el mundo de forma nunca vista. Sin nuevos lugares hacia los que desplazar sus crisis, el capital devora los derechos de las clases trabajadoras nacionales, pero también se devora a sí mismo en una suerte de ‘saturación espacial’ que constituiría el primer factor crítico.

El segundo tiene que ver con la relación entre capital y naturaleza. El capitalismo fósil no es solo destructivo con el planeta y las personas, lo es también consigo mismo. Pese a toda la retórica verde institucional, el sistema productivo global, la energía y el transporte de mercancías y personas depende del crudo y afines. El retorno energético decrece, sube el coste y baja la calidad. El filósofo y ensayista Jorge Riechmann lo expresa parafraseando a Bill Clinton: “¡Es la termodinámica, estúpido!”. Esta “ley de rendimientos decrecientes” puede parecer irracional, pero opera trágicamente para mantener el declinante sector de la automoción e intereses como los de Aramco, la petrolera saudí.

Por último y no menos importante, está el factor político. Nos referimos a los mecanismos que usa el capital para autorregularse. Paradójicamente, junto al control de las clases subalternas, una función esencial del Estado ha sido controlar al capital, regular sus excesos, meter en cintura a los capitalistas descontrolados, garantizar la estabilidad caótica necesaria mediante la coerción. Pero, desde 1976, la lógica implacable de búsqueda del beneficio ha provocado la debilidad del Estado-regulador –excepto quizás en la dictadura china– y por supuesto del Estado-benefactor, lo que le deslegitima. Ello supone un nuevo problema sistémico porque el mercado para funcionar necesita de mucho Estado y controlar a este. Sin ‘estado mayor’ el capital carece de instrumentos políticos para orientarse estratégicamente y dotarse de salidas a sus propias crisis. Ello no quiere decir que se haga el harakiri, su entierro necesitará enterrador.

Los tres grandes factores –económico, ecológico y político– confluyen en esta marea de crisis que viene. Las consecuencias geopolíticas pudieran ser que China y su Leviatán neoliberal salgan fuertemente reforzados, mientras que EE.UU. continúa su proceso decadente en medio de una catástrofe sanitaria que tensará todavía más a una sociedad rota en mil pedazos. La UE, incapaz de ayudar a sus miembros en la emergencia de salud pública y de dotarles de financiación a fondo perdido, saldrá profundamente dividida entre delirios neonacionalistas, un sur impotente y una Alemania incapaz de encabezar la salida de la crisis mientras contempla su muerte como potencia.

Esta crisis supone la pauperización de las clases medias y trabajadoras. Esto ya no es una cuestión coyuntural o temporal. El futuro inmediato va a conocer unas cadenas de valor mundiales desorganizadas, quiebras de empresas e intentos de nuevos recortes a los derechos laborales y sindicales. El capitalismo solo tiene como salida la destrucción total de las viejas formas de relaciones sociales subalternas que los pueblos consideran propias y normales. El crítico y teórico literario marxista Fredric Jameson indica que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pero esa afirmación esconde el interregno al que vamos: ¿cómo va a ser vivir en un mundo en donde la marea de las crisis arrase todo lo que conocíamos, generando nuevas formas de vida social hasta ahora ajenas a nuestra cotidianeidad? ¿Cómo viviremos mientras “todo lo sólido se desvanece en el aire”?

A corto plazo, la impotencia de los Estados es un reflejo del shock de las sociedades. Es comprensible que ahora mismo todos los esfuerzos se concentren en intentar controlar la pandemia, pero el pobre debate sobre el día después revela una falta de ideas y de perspectivas. ¿Cómo es posible que ni siquiera el gobierno español, teóricamente el más a la izquierda de Europa, se haya planteado el asalto a los beneficios privados ni la integración de los sistemas sanitarios bajo el mando público y sin compensación? Desde un punto de vista histórico, esta ceguera resulta casi increíble: el gran triunfo ordoliberal de 2008 fue la imposición hegemónica de la austeridad. Se habla de aumentar temporalmente el techo de gasto y las prestaciones sociales, pero nadie habla de tocar los beneficios de las grandes corporaciones y redistribuir la riqueza generada socialmente. Puede parecer muy elemental lo que estamos planteando, pero indica de forma clara el desplazamiento del debate: si el fin del capitalismo parece inimaginable, también lo parece su domesticación.

La urgencia social no debería cerrar en falso el debate del día después. Pelear por cada mejora cotidiana es casi una exigencia para evitar el envilecimiento y la pulverización de amplios sectores sociales, pero la economía política tiene sus lógicas implacables. Marx, en el Manifiesto Comunista, decía que el capital “se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros”. En la nueva situación las fuerzas del mal pueden aprovechar para imponer sus opciones ultraliberales, autoritarias y ecofascistas. Estemos alerta. Durante los próximos años, nos jugamos no solo el futuro de la izquierda –que es quizás lo menos importante– si no el de nuestras sociedades.

El mercado y el capital nos trajeron al borde del abismo, atrevámonos a tomar las palas para enterrarlo. Necesitamos empresas públicas y sociales en los sectores estratégicos de la economía, comenzando por la banca, la energía y las industrias farmacéutica y biosanitaria, y un tejido productivo y reproductivo ambientalmente sostenible, de cercanía, y que posibilite la autosuficiencia de las comunidades y la cooperación internacional sin la rémora de la deuda. Solo así podremos hacer frente a los retos del siglo XXI: el cambio climático y la desigualdad social.

Ello pone sobre la mesa la cuestión de la planificación democrática jamás experimentada, entre otras cosas, para afrontar una reconstrucción económica justa y feminista, en países que, el día después del confinamiento, se encontrarán con millones de personas desempleadas. Sabemos que en última instancia, la única solución es el surgimiento de algún tipo de (eco) socialismo democrático; podríamos ir empezando por colocar en el centro de la propuesta postcrisis el reparto de los trabajos, la socialización de los beneficios privados y la garantía de renta y vivienda para todo el mundo.

El revolucionario Víctor Serge advirtió de que las medianoches de la historia se caracterizan por una gran parálisis social. Por ello, a corto plazo (y para preparar el futuro) la mejor propuesta es asóciense, no sean espectadores pasivos, tomen el presente y su futuro en sus manos. Dónde sea y con quién sea, pero respondan al ciclo objetivo del capitalismo con un rabioso subjetivismo que nos permita enfrentar con alguna posibilidad la medianoche de nuestro siglo.

7/04/2020
Manuel Garí y Brais Fernández forman parte del Consejo Asesor de Viento Sur 


domingo, 5 de abril de 2020

PLANIFICACIÓN Y TRANSICIÓN ECOLÓGICA Y SOCIAL


04/04/2020 | Michael Löwy

La necesidad de la planificación económica en cualquier proceso serio y radical de transición socio-ecológica cada vez está más asumida, en contraste con las posiciones tradicionales de los partidos verdes, partidarios de una variante ecológica de la economía de mercado, es decir, de un capitalismo verde.

En su último libro, Naomi Klein señala que cualquier respuesta seria a la crisis climática debería "recuperar el dominio de un arte denostado durante los decenios de férreo liberalismo: el arte de la planificación". Desde su punto de vista, esto supone una planificación industrial, un plan para el uso de los suelos, la planificación agrícola, un plan de empleo para las y los trabajadores cuyas tareas hubieran devenido obsoletas con la transición [ecológica], etc. "Por tanto, se trata de volver a aprender a planificar nuestras economías en función de nuestras prioridades colectiva y no en función de criterios de rentabilidad" 1/

Planificación democrática

La transición socio-ecológica hacia una alternativa ecosocialista implica el control público de los principales medios de producción y una planificación democrática: Si se quiere que las decisiones referentes a las inversiones y a los cambios tecnológicos sirvan al bien común de la sociedad y respeten el medioambiente, tienen que ser sustraídas a la banca y a las empresas capitalistas.

¿Quién ha de tomar esas decisiones? A menudo, la respuesta de los socialistas era: las y los trabajadores. En el libro III de El Capital Marx definió el socialismo como una sociedad en la que "los productores asociados regulen racionalmente ese metabolismo suyo con la naturaleza". Sin embargo en el Libro I encontramos un punto de vista más amplio: "una asociación de hombres libres que trabajan con medios de producción colectivos" 2/. Se trata de una concepción mucho más apropiadas: la producción y el consumo se tienen que organizar racionalmente no solo por las y los productores, sino también por las y los consumidores y, de hecho, por el conjunto de la sociedad; es decir, la población productiva o no productiva: estudiantes, la juventud, las mujeres (y hombres) en el hogar, las personas jubiladas, etc.

En este sentido, el conjunto de la sociedad será libre de decidir democráticamente las líneas de producción que se tienen que privilegiar y el nivel de recursos que deben ser invertidos en la educación, la sanidad o la cultura. El precio de esos bienes ya no se determinará en función de la ley de la oferta y la demanda, sino que será establecido en la medida de lo posible en función de criterios sociales, políticos y ecológicos.

Lejos de ser despótica en sí misma, la planificación democrática constituye el ejercicio de la libertad a decidir del conjunto de la sociedad. Un ejercicio necesario para emanciparse de las leyes económicas y de las jaulas de acero alienantes y reificadas en el seno de la estructura tanto capitalista como burocrática. La planificación democrática vinculada a la reducción del tiempo de trabajo supondría un progreso considerable de la humanidad hacia lo que Marx denominaba "el reino de la libertad": el incremento del tiempo libre constituye de hecho una condición para la participación de los trabajadores y trabajadoras en la discusión democrática y la gestión, tanto de la economía como de la sociedad.

Los partidarios del mercado libre utilizan incansablemente el fracaso de la planificación soviética para justificar su oposición radical a toda forma de economía planificada. No necesitamos discutir sobre los logros o los fracasos de la experiencia soviética para saber que se trataba, sin ninguna duda, de una forma de "dictadura sobre las necesidades", por citar la expresión de György Márkus y sus colegas de la escuela de Budapest: un sistema no democrático y autoritario que otorgaba el monopolio de las decisiones a una reducida oligarquía de tecno-burócratas. No fue la planificación la que llevó a la dictadura; fue la creciente limitación de la democracia en el seno del Estado soviético y la instauración de un poder burocrático totalitario tras la muerte de Lenin la que condujo a un sistema de planificación burocrática totalitaria cada vez más autoritaria y no democrática. Si es cierto que el socialismo se define como el control del proceso de producción por parte de los trabajadores y trabajadoras y de la población en general, la Unión soviética bajo Stalin y sus sucesores no tenía nada que ver con esta definición.

El fracaso de la URSS muestra los límites y las contradicción de una planificación burocrática en la que la ineficacia y el carácter arbitrario son flagrantes; por ello no se puede utilizar como argumento contra la puesta en pie de una planificación realmente democrática. La concepción socialista de la planificación significa sobre todo la democratización radical de la economía: si es verdad que las decisiones políticas no pueden dejarse en manos de una reducida élite de dirigentes, ¿por qué no aplicar el mismo criterio a las decisiones de carácter económico? La cuestión del equilibrio entre los mecanismos del mercado y los de la planificación es sin duda un tema complejo; durante las primeras fases de una nueva sociedad, es verdad que el mercado tendrá aún un peso importante, pero a medida que progresa la transición hacia el socialismo, la planificación será cada vez más importante.

En el sistema capitalista el valor de uso no es más que un medio –y a menudo una artimaña- subordinada al valor de cambio y a la rentabilidad, lo que explica el porqué en nuestra sociedad existen tantos productos sin sentido alguno. En una economía socialista planificada, la producción de bienes y servicios no responde más que al criterio de su valor de uso, lo que conlleva consecuencias a nivel económico, social y ecológico cuya dimensión es espectacular.

Desde luego, la planificación democrática afecta a las grandes opciones económicas y no a la administración de los restaurantes, de los ultramarinos, de las panaderías, del pequeño comercio o de las empresas artesanales o de servicios a nivel local. Del mismo modo, hay que señalar que la planificación no es contradictoria con la autogestión de los trabajadores y trabajadoras en sus centros de trabajo. Por ejemplo, mientras que la decisión de transformar una fábrica de coches en una de autobuses o de tranvías corresponderá al conjunto de la sociedad, la organización y el funcionamiento interno de la empresa tendrá que ser gestionada democráticamente por los propios trabajadores y trabajadoras. Se ha debatido mucho sobre el carácter centralizado  o descentralizado de la planificación, pero lo fundamental es el control democrático del plan a todos los niveles: local, regional, nacional, continental y, esperemos, planetario, porque los temas que tienen que ver con la ecología (como la crisis climática) son mundiales y no se pueden abordar más que a ese nivel. Esta propuesta se podría denominar como planificación democrática global. Incluso a ese nivel, se trata de una planificación que se opone a lo que de forma reiterada se define como planificación central dado que las decisiones económicas y sociales no serán adoptadas por un centro cualquiera, sino que serán determinadas democráticamente por la población concernida.

Por supuesto, existirán tensiones y contradicciones entre los espacios autogestionados y las administraciones locales o sectores sociales más amplios; serán necesarios mecanismos de negociación para resolver los conflictos de este tipo, pero al final corresponderá a los sectores sociales más amplios, y solo en caso de que sean mayoritaria, imponer la decisión. Para dar un ejemplo: una fábrica autogestionada decide depositar los residuos tóxicos en un río, cuya polución afectará a la población de toda la región. En esas circunstancias, y tras un debate democrático, se puede decidir parar la producción de esa fábrica hasta encontrar una solución satisfactoria para controlar los residuos. Idealmente, en una sociedad ecosocialista, la propia plantilla de la fábrica tendrá una conciencia ecológica suficiente como para tomar decisiones peligrosas para el medio ambiente y para la salud de la población local. Sin embargo, el hecho de introducción mecanismos que garanticen el poder de decisión de la población para la defensa de los intereses generales, como el ejemplo precedente, no conlleva que las cuestiones relacionadas con la gestión interna no se deban someter a la ciudadanía a nivel de la empresa, de la escuela, del barrio, del hospital o del pueblo.

La planificación ecosocialista se debe basar en el debate democrático y pluralista en todos los niveles de decisión. Las y los delegados de los órganos de planificación serán elegidos, en base a los partidos, a plataformas u otra forma de organización política, y las propuestas irán dirigidas a quienes conciernan. Dicho de otro modo, la democracia representativa tiene que enriquecerse y mejorarse mediante la democracia directa que permite a la gente decidir de forma directa -a nivel local, nacional y, finalmente, internacional- entre las distintas propuestas. De ese modo, el conjunto de la población adoptaría las decisiones sobre, digamos, la gratuidad del transporte público, los impuestos sobre los vehículos para financiar el transporte público, las subvenciones a la energía solar para que sea competitiva en relación a la energía fósil, la reducción del tiempo de trabajo a 30, 25 o menos horas semanales, aún cuando ello conlleve una disminución de la producción.

El carácter democrático de la planificación no la hace incompatible con la participación de expertos y expertas cuyo papel no consiste en decidir, sino en presentar argumentos –a menudo diferentes e incluso opuestos- en el proceso de toma de decisión democrático. Como señaló Ernest Mandel: "Los gobiernos, los partidos políticos, los consejos de planificación, los científicos, los tecnócratas o quienes quieran pueden realizar propuestas, presentar iniciativas o tratar de influir en la gente… Sin embargo, en un sistema multipartidario, tales propuestas nunca serán unánimes: la gente optará entre alternativas coherentes. De ahí que el derecho y el poder efectivo de tomar decisiones tiene que estar en manos de la mayoría de las y los productores y consumidores, de la mayoría ciudadana y de nadie más. ¿Hay alguna pizca de paternalismo o de despótico en este planteamiento?" 3/.

La cuestión que se plantea es la siguiente: ¿qué garantía existe de que la gente tomará las buenas decisiones, las que protejan el medio ambiente, incluso si el precio a pagar es modificar en parte sus hábitos de consumo? Esa garantía no existe; solo tenemos la perspectiva razonable de que la racionalidad de las decisiones democráticas triunfará una vez abolido el fetichismo de los bienes de consumo. Es verdad que el pueblo se equivocará, que realizará de opciones que no son las buenas, pero ¿los expertos no cometen los mismos errores? Es imposible concebir la construcción de una sociedad nueva sin que la mayoría del pueblo haya alcanzado una toma de conciencia socialista y ecológica grande fruto de sus luchas, de su autoeducación y su experiencia social. Así pues, resulta razonable estimar que los errores graves –incluso decisiones incompatibles con la necesidades medioambientales- serán corregidas. En todo caso, nos podemos preguntar si las alternativas –el implacable mercado, la dictadura ecológica de los expertos- no son mucho más peligrosas que el proceso democrático con todos sus límites…

Cierto, para que la planificación funcione son necesarios grupos técnicos y ejecutivos que puedan implementar las decisiones adoptadas, pero su capacidad de decisión estaría sometida al control permanente y democrático ejercido por los niveles inferiores en los que la administración democrática se realiza mediante la autogestión de los trabajadores y trabajadoras. Desde luego, es inconcebible pensar que la mayoría de la población emplee su tiempo libre a la autogestión o a reuniones participativas. Como señaló Ernest Mandel: "La autogestión no conlleva la supresión de la delegación, sino la combinación entre la toma de decisiones por la ciudadanía y el control estricto de los delegados por sus respectivos electores " 4/.

Un largo proceso no exento de contradicciones

La transición del progreso destructivo del sistema capitalista al ecosocialismo es un proceso histórico, una transformación revolucionaria y permanente de la sociedad, de la cultura y de las mentalidades; y la política, en el sentido amplio que hemos definido más arriba, se encuentra de forma innegable en el centro de ese proceso. Es importante precisar que esa transformación no se puede dar sin un cambio revolucionario de las estructuras sociales y políticas y sin el apoyo activo al programa ecosocialista de una amplia mayoría de la población. La toma de conciencia socialista y ecológica es un proceso en el que los factores decisivos son la experiencia y las luchas colectivas de la población, que a partir de confrontaciones parciales a nivel local progresen hacia una perspectiva de cambio social radical. Esta transición no sólo desembocará en un nuevo modo de producción y una sociedad democrática e igualitaria, sino también en un modo de vida alternativo, una verdadera civilización ecosocialista más allá del imperio del dinero y sus hábitos de consumo artificial inducido por la producción, así como la producción ilimitada de bienes inútiles o perjudiciales para el medioambiente.

Algunos economistas estiman que la única alternativa al productivismo es la de poner fin al crecimiento global o reemplazarlo por un crecimiento negativo, que en Francia se conoce como decrecimiento. Para hacerlo sería necesario reducir drásticamente el excesivo nivel de consumo de la gente y renunciar, entre otras cosas, a casas individuales, a la calefacción central y a las lavadoras con el fin de reducir a la mitad el consumo energético. Como estas y otras draconianas medidas de austeridad corren el riesgo de ser muy impopulares, ciertos abogados del decrecimiento contemplan la idea de un tipo de "dictadura ecológica" 5/. Frente a estos puntos de vista tan pesimistas, algunos socialistas desarrollan un optimismo que les lleva a pensar que el progreso técnico y la utilización de energías renovables permitirán un crecimiento ilimitado y la prosperidad de forma que cada cual reciba según sus necesidades.

Desde mi punto de vista, estas dos escuelas comparten una concepción puramente cuantitativa del crecimiento –positivo o negativo- y del desarrollo de las fuerzas productivas. Pienso que existe una tercera concepción que me parece más adecuada: una verdadera transformación cualitativa del desarrollo. Esto implica poner fin al despilfarro monstruoso de recursos que provoca el capitalismo; un sistema basado en la producción a gran escala de productos inútiles y/o perjudiciales. La industria armamentística es un buen ejemplo, al igual que todos esos productos, con sus obsolescencia programada, fabricados en el sistema capitalista que no tienen otra utilidad que generar beneficios para las grandes empresas.

Así pues, el problema no está en el consumo excesivo en abstracto, sino sobre todo en el tipo de consumo dominante cuyas características principales son: la propiedad ostentosa, el despilfarro masivo, la obsesiva acumulación de bienes y la adquisición compulsiva de pseudo-novedades impuestas por la moda. Una sociedad nueva orientaría la producción a la satisfacción de las verdaderas necesidades, comenzando por las que se podrían calificar de bíblicas: agua, alimentación, vestidos y vivienda, e incluyendo servicios esenciales como la salud, la educación, la cultura y el transporte.

Es evidente que los países en los que estas necesidades están lejos de ser satisfechas, es decir, los países del hemisferio sur, deberán desarrollarse mucho más –construir ferrocarriles, hospitales, saneamientos y otras infraestructuras- que los países industrializados, pero ello tendría que ser compatible con un sistema de producción basado en las energías renovables y, por tanto, no perjudiciales para el medioambiente. Esos países necesitarán producir gran cantidad de alimentos para su población sacudida por el hambre, pero –como señalan desde hace años los movimientos campesinos organizados a nivel internacional en la red Vía Campesina-, se trata de un objetivo más fácil de alcanzar a través de la agricultura campesina biológica basada en unidades familiares, cooperativas o granjas colectivas que mediante los métodos destructivos y antisociales de la industria del agronegocio cuyo principio es la utilización intensiva de pesticidas, de ingredientes químicos y de organismos genéticamente modificados (OGM).

El odioso sistema actual de la deuda y la explotación imperialista de los recursos del Sur por los países capitalistas e industrializados sería reemplazado por el impulso del apoyo técnico y económico del Norte hacia el Sur. No sería necesario –como parece que creen determinados ecologistas puritanos y ascéticos- de reducir en términos absolutos el nivel de vida de la población europea o norteamericana. Simplemente sería necesario que esta población se desprenda de los productos inútiles, de los que no satisfacen ninguna necesidad real y cuyo consumo obsesivo es impulsado por el sistema capitalista. Reduciendo el consumo de esos productos, el nivel de vida sería redefinido y daría lugar a un modo de vida que, en realidad, es más rico.

¿Cómo distinguir las necesidad auténticas de las necesidades artificiales, falsas o simuladas? La industria de la publicidad –que ejerce su influencia sobre las necesidades a través de la manipulación mental- ha penetrado en todas las esferas de la vida humana en las sociedades capitalistas modernas. Todo se forja según sus reglas; no solo la alimentación y la ropa, sino también áreas como el deporte, la cultura, la religión y la política. La publicidad ha invadido las calles, los buzones, las pantallas de televisión, los periódicos y todo nuestro paisaje de una forma insidiosa, permanente y agresiva. Este sector contribuye directamente a hábitos de consumo ostensibles y compulsivos. Además, conlleva un despilfarro enorme de petróleo, de electricidad, de tiempo de trabajo, de papel y de substancias químicas (entre otras materias primas), que son pagadas en su totalidad por las y los consumidores. Se trata de un sector de producción que no solo es inútil desde el punto de vista humano, sino que está en contradicción con las necesidades sociales reales. Si bien la publicidad es una dimensión indispensable para una economía de mercado capitalista, no tendría ningún sentido en una sociedad de transición hacia el socialismo. Sería reemplazada por la información sobre los productos y servicios suministrados por las asociaciones de consumidores. El criterio para diferenciar una auténtica necesidad de una necesidad artificial sería su permanencia tras la supresión de la publicidad. Está claro que durante un determinado tiempo persistirán los viejos hábitos de consumo, porque nadie tiene el derecho a decir a la gente cuáles son sus necesidades. El cambio del modelo de consumo es un proceso histórico y reto educativo.

Algunos productos, tales como el coche individual, plantean problemas más complejos. El vehículo individual constituye un problema público. A nivel planetario, producen anualmente la muerte o la mutilación de cientos de miles de personas; contaminan el aire de las grandes ciudades –con nefastas consecuencias sobre la salud de la infancia y de las personas mayores- y contribuyen considerablemente a la crisis climática. Por otra parte, el coche satisface necesidades reales en las condiciones actuales del capitalismo. En las ciudades europeas en las que las autoridades se preocupan por el medio ambiente, experiencias locales –que cuentan con el apoyo mayoritario de la población- muestran que es posible limitar progresivamente la utilización del coche particular para privilegiar el autobús o el tranvía. En un proceso de transición hacia el ecosocialismo, el transporte público y gratuito –tanto de superficie como subterráneo- se ampliaría enormemente, en tanto que las calles estarían protegidas para las y los peatones y ciclistas. Consecuentemente, el coche individual ocuparía un lugar mucho menos importante que en la sociedad burguesa, en la que se ha transformado en un fetiche promocionado por una publicidad intensa y agresiva. El coche es un símbolo de prestigio, un signo de identidad -en EE UU, el permiso de conducir es reconocido como carnet de identidad-; ocupa un lugar central en la vida personal, social y erótica. En esta transición hacia una nueva sociedad será mucho más fácil reducir de forma drástica el transporte de mercancías por carretera –responsable de trágicos accidentes y de un nivel de contaminación muy grande- y ser reemplazado por el transporte ferroviario: solo la absurda lógica de la competitividad capitalista explica el actual desarrollo del transporte de mercancías por carretera.

Frente a estas propuestas, los pesimistas responderán: sí, pero las personas se motivan por aspiraciones y deseos infinitos que se tienen que controlar, analizar, rechazar e incluso reprimir si fuera necesario. Y en ese caso, la democracia podría sufrir determinadas restricciones. Sin embargo, el ecosocialismo se basa en una hipótesis razonable que ya planteó Marx: la prevalencia, en una sociedad no capitalista, del ser sobre el tener; es decir, la primacía del tiempo libre sobre el deseo de poseer innumerables objetos; la realización personal por la vía de actividades culturales, deportivas, lúdicas, científicas, eróticas, artísticas y políticas.

El fetichismo de la mercancía incita a la compra compulsiva a través de la ideología y la publicidad propias del sistema capitalista. Nada demuestra que ello forme parte de la "eterna naturaleza humana". Ernest Mandel lo ponía de relieve: "La acumulación permanente de bienes cada vez más numerosos (cuya utilidad marginal decrece) no es un rasgo universal ni permanente del comportamiento humano. Una vez satisfechas las necesidades básicas, las motivaciones personales evolucionan hacia actitudes y propensiones auto-gratificantes: preservación de la salud y de la vida, protección de la infancia, desarrollo de relaciones sociales enriquecedoras…" 6/.

Como hemos señalado más arriba, esto no significa, sobre todo durante el período de transición, la ausencia de conflictos: entre las necesidades de protección medioambiental y las necesidades sociales, entre las obligaciones ecológicas y la necesidad de desarrollar infraestructuras básicas -sobre todo en países pobres-, entre los hábitos populares de consumo y la falta de recursos… Una sociedad sin clases sociales no supone una sociedad sin contradicciones ni conflictos. Estos últimos son inevitables: resolverlas será el papel que tendrá que desarrollar la planificación democrática a través de debates abiertos y pluralistas que permitan a la sociedad adoptar las decisiones en una perspectiva ecosocialista, libre de las presiones del capital y el beneficio. Una democracia común y participativa como esa es el único medio no para evitar que se cometan errores, sino para corregirlos colectivamente.

Soñar con un socialismo verde o, como dicen algunos, de un comunismo solar, y luchar por ese sueño no significa que se abandona el esfuerzo por lograr reformas concretas y urgentes. Si bien o hay que hacerse ilusiones sobre un capitalismo limpio, al menos hemos de tratar de ganar tiempo e imponer a los poderes públicos algunos cambios básicos como la moratoria general sobre los OGM, la reducción drástica de las emisiones de gas de efecto invernadero, la estricta regulación de la pesca industrial y de la utilización de pesticidas y substancias químicas en la producción agroindustrial, un mayor impulso del transporte público, la sustitución progresiva de los camiones por los trenes…

Estas demandas eco-sociales urgentes pueden conducir a un proceso de radicalización a condición de que no se acomoden a las exigencias de la competitividad. En base a la lógica de lo que los marxistas denominan programa de transición, cada pequeña victoria, cada pequeño avance parcial conduce inmediatamente a un exigencia superior, a un objetivo más radical. Las luchas en torno a objetivos concretos son importantes, no solo porque las victorias parciales son útiles en sí mismas, sino porque contribuyen a la toma de conciencia ecológica y socialista. Además, estas victorias favorecen la actividad y la autoorganización por ab abajo: dos condiciones necesarias y decisivas para lograr una transformación radical, es decir revolucionaria, del mundo.

No habrá transformación radical mientras las fuerzas comprometidas en un programa radical, socialista y ecológico no sean hegemónicas en el sentido en que lo entendía Antonio Gramsci. Por una parte, el tiempo es nuestro aliado, porque trabajamos por el único cambio capaz de resolver los problemas medioambientales, cuya situación no hace sino agravarse con las amenazas –como la de la crisis climática- que cada vez están más cerca. Por otro lado, el tiempo es limitado, y en algunos años –nadie puede predecir cuántos- los daños pueden ser irreversibles. No hay razones para el optimismo: el poder de las élites actuales en cumbre del sistema es inmenso y las fuerzas radicales de oposición son modestas. Sin embargo, constituyen la única esperanza que tenemos para poner freno al progreso destructivo del capitalismo.

3/04/2020

Traducción: viento sur

Notas:
1/ N. Klein, Plan B pour la planète : le New Deal vert, Paris, Actes sud, 2019, p. 117.
2/ K. Marx, El Capital, Siglo XXI, Tomo III, p. 398 y Tomo 1, p. 51.
3/ E. Mandel, Power and money, Verso, Londres, 1991, p. 209.
4/ E. Mandel, Power and money, op. Cit., p. 204.
5/ El filósofo alemán Hans Jonas (Le principe responsabilité, Éd. du Cerf, 1979) evocó la posibilidad de una "tiranía bondadosa" para salvar la naturaleza y el ecofascista finlandés Pentti Linkola (Voisiko elämä voittaa. Helsinki, Tammi, 2004) es partidario de una dictadura que impida el crecimiento económico.
6/ E. Mandel, Power and money, op. cit., p. 206.