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viernes, 9 de julio de 2021

CIEN AÑOS DE CRISIS – LAS TRES REVOLUCIONES DEL PARTIDO COMUNISTA CHINO

Walden Bello

5 julio 2021

El 1 de julio de 2021 marca el primer centenario del PCC, una de las organizaciones más importantes de nuestro tiempo. Al reflexionar sobre el significado de este centenario, lo primero que se me ocurrió es que el presente altera el significado del pasado. Antes de 1991, cuando se produjo el colapso del Estado soviético, yo habría apostado sin pensarlo dos veces que el acontecimiento más importante del siglo xx fue la Revolución Rusa de 1917. Ahora, debido a la despiadada intolerancia de la historia con los experimentos fallidos, aparece la Revolución China como el hecho más destacado del siglo pasado, y su consecuencia paradójica ‒el ascenso de China al centro de la acumulación capitalista global‒ constituye muy probablemente el fenómeno más significativo también del siglo actual.

De la liberación nacional a la Revolución Cultural

En 1949, China logró dejar atrás el largo siglo de vergüenza que había comenzado con su derrota en la primera Guerra del Opio de 1839 a 1842, que concluyó con la cesión de Hong Kong al imperio británico. En las décadas siguientes, la China imperial colapsó, el país se sumió en una profunda crisis social y espiritual y en una desgarradora guerra civil entre un gobierno nacionalista corrupto y débil y un partido comunista revolucionario puritano, dirigido por Mao Zedong.

Otros países habrían experimentado una consolidación posrevolucionaria después de 1949, pero no así China. Revolucionario incansable, Mao llevó al país al desastroso Gran Salto Adelante de 1958 a 1962, y después, tras una breve pausa, a los diez años de Revolución Cultural, en la que llamó a la juventud a declarar la guerra a sus mayores y a todo lo antiguo y tradicional. Incluso los empujó a “bombardear las sedes”, es decir, al Partido Comunista, mientras el Ejército de Liberación Popular controlaba los contornos del campo de batalla. A comienzos de la década de 1970, China estaba exhausta. O quizá sería mejor decir que Mao había dejado exhausta a China.

El llamado milagro asiático se desarrollaba junto a las fronteras orientales de China ‒en Japón, Corea y Taiwán‒, pero como escribieron Roderick MacFarquhar y Michael Schoenhals en 2009, “la propia China se halla ahora tumbada con brazos y piernas abiertas, esta vez por obra de ella misma, no debido a una invasión extranjera o una guerra civil convencional”. Para Deng Xiaoping y otros supervivientes del bombardeo de las sedes maoísta, el mensaje estaba claro, como escribió MacFarquhar en 2010:

Tenían que embarcarse en una política de rápido crecimiento económico para recuperar el tiempo perdido y la legitimidad del poder del PCC. Tenían que abandonar el utopismo maoísta y construir la nación fuerte y próspera con la que habían soñado cuando se unieron al naciente PCC en la década de 1920. De lo contrario, puede que el propio PCC no durara. De este modo, la práctica, no la ideología ‒no el marxismo-leninismo, no el pensamiento Mao Zedong‒ pasó a ser el único criterio de la verdad. Si funcionaba, se conseguiría.

Nación y clase siempre han tenido una difícil coexistencia en el comunismo chino. Reconciliadas durante el combate por liberar al país del imperialismo, el conflicto de clase tomó la delantera durante la Revolución Cultural. Sin embargo, muerto Mao y con Deng al mando, el acento se desplazó decisivamente a la solidaridad nacional a finales de la década de 1970, cuando se proclamó la “modernización nacional” como nuevo objetivo de China. Sin embargo, este propósito colectivo de lograr la prosperidad común mediante el rápido crecimiento económico no pasaba por sumergir al individuo en la empresa cooperativa de las masas virtuosas, sino por activar el espíritu latente de la competencia que las dividía.

Del socialismo al capitalismo

Deng no dijo, como se piensa comúnmente, que “enriquecerse es glorioso”. Pero como quiera que expresara la nueva perspectiva, se situaba claramente en la tradición de Adam Smith, quien dijo que el bien común se lograría, paradójicamente, mediante la competencia entre individuos. Sin embargo, había una diferencia, y no menor: mientras que Smith dijo que un Estado reducido a su mínima expresión, un Estado vigilante nocturno, sería lo que más favorecería la competencia y el logro del bien común, Deng y el PCC pensaron que hacía falta un Estado fuerte, capaz de controlar los contornos de la batalla, como hizo el Ejército de Liberación Popular durante la Revolución Cultural, para conseguir el bienestar común en una sociedad en que la competencia también desataría la corrupción y en un mundo que seguía estando dominado por las depredadoras sociedades capitalistas occidentales.

Era una diferencia importante que marcaría los contornos de la tercera revolución china desde la fundación del Partido Comunista en 1921: la vertiginosa transformación capitalista del país. La revolución socialista de Mao se fue apagando, pero había creado el Estado que hizo posible el éxito de la revolución capitalista. Porque con este Estado, su sucesor Deng se sintió empoderado para cerrar un pacto con el diablo. El pacto fue que a cambio del desarrollo general del país sobre una base capitalista, el PCC ofrecería la fuerza de trabajo de China para su sobreexplotación por las empresas multinacionales estadounidenses. Este Estado poderoso, no obstante, aseguraría que el ímpetu del capitalismo generado por el pacto se doblegaría a favor de China, y no de las empresas multinacionales. Y este Estado, en virtud de sus orígenes revolucionarios, era mucho más fuerte que los míticos Estados desarrollistas de Japón y Corea del Sur, que habían impulsado las milagrosas economías asiáticas.

Al cabo de 40 años, Deng y sus sucesores han hecho sin duda un buen negocio a costa del diablo capitalista occidental. Es cierto que ha habido costes, en absoluto insignificantes. La desigualdad de rentas en China se aproxima a la de Estados Unidos. Las crisis medioambientales van en aumento. La parte occidental de China se ha quedado rezagada con respecto a las regiones costeras. El impulso a favor de la igualdad de género ha perdido fuerza. Los derechos democráticos han quedado supeditados a la estabilidad del Estado.

Sin embargo, no hay nada más exitoso que el propio éxito, como probablemente se habrá percatado el nonagenario Mijaíl Gorbachov con amargura, completamente olvidado ahora en su país, mientras que Deng asciende a los altares en el suyo. China se ha convertido en el centro de la acumulación capitalista mundial ‒o, según la metáfora popular, en la locomotora de la economía mundial‒, acaparando el 28 % del crecimiento económico mundial en el quinquenio que va de 2013 a 2018, más del doble de la cuota de EE UU, de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. En este proceso, más de 800 millones de personas han salido de la pobreza, según el Banco Mundial, si bien la afirmación de Pekín de que ha “acabado con la pobreza extrema” se contempla con cierto escepticismo.

Pese a las numerosas protestas sobre el terreno ‒a menudo toleradas y no reprimidas‒ y al distanciamiento con respecto a las autoridades que se pone de manifiesto ampliamente en internet, no existe ninguna amenaza sistémica para el PCC. Puede que el miedo a la represión influya en ello, pero mucho más significativo es un fenómeno más mundano. Como lo expresa un economista occidental, “durante la mayor parte de las últimas tres décadas, todos los botes han ascendido, y la mayor parte de la gente presta más atención a su propio bote que a los botes que han subido más… En suma, parecen haber interiorizado el lema de Deng Xiaoping del comienzo de la reforma de que ‘habrá que aceptar que algunas personas y algunas regiones prosperen antes que otras’”.

¿China como modelo?

Tras una visita a la joven Unión Soviética en la década de 1930, el periodista estadounidense Lincoln Steffens escribió aquello de que “he visto el futuro y funciona”. De un modo similar, el sorprendente éxito de China ha cautivado a muchas personas de fuera de China. Una de las más hipnotizadas es el profesor de economía de la Universidad de Columbia Jeffrey Sachs. Este ha dado un giro de 180 grados con respecto a su primera época como campeón del Consenso de Washington por el libre mercado en las décadas de 1980 y 1990. En una reciente conversación con funcionarios de Naciones Unidas, Sachs afirmó que “China muestra cómo es posible llevar a cabo profundas transformaciones a favor del bienestar en un breve espacio de tiempo”.

Sachs, quien ha sido acusado por algunos de sus colegas de ser “vocero de Xi Jinping”, no es más que uno entre numerosos economistas occidentales liberales y progresistas que han perdido toda esperanza de que la economía de EE UU, arruinada por las políticas neoliberales que han favorecido la desindustrialización, la especulación financiera descontrolada y una desigualdad espectacular (con un 50 % de la población que tiene acceso a tan solo el 12 % de la riqueza), tenga mucho que ofrecer al Sur global. China, en cambio, se considera la nueva estrella del Norte, el país más capacitado para asumir el liderazgo mundial de una estrategia que Sachs denomina “desarrollo sostenible”.

Sin embargo, China no es abanderada del “desarrollo sostenible” de Sachs ni ha promovido lo que algunos economistas occidentales ilusos consideran la respuesta de China al Consenso de Washington neoliberal: el llamado Consenso de Pekín. En cuanto a lo que tiene que ofrecer al mundo, China ha salido al paso diciendo que no prescribe un modelo para otros países. En efecto, siempre ha insistido en afirmar que lo que Deng Xiaoping llamó “socialismo con características chinas” es un sistema capitalista dirigido por el Estado, específico de China y probablemente intransferible.

En cambio, lo que quiere el heredero de Deng, Xi Jinping, es que China sea reconocida como líder de la globalización en su última fase de conectividad, o la interconexión completa de vastas zonas del planeta mediante infraestructuras físicas, económicas y digitales. Concebida originalmente como un medio que permitiera a China reducir la capacidad excedentaria que estaba mermando la rentabilidad de su industria, la tan cacareada Nueva Ruta de la Seda (NRS) ha pasado a ser el buque insignia de Pekín en su proyecto de conectividad, destinado a lograr la compresión, en términos de tiempo y espacio, de la masa terrestre eurasiática, africana y latinoamericana, mediante una red de instalaciones físicas y digitales.

En lo tocante a los compromisos financieros reales y futuros en forma de ayuda al desarrollo o de acuerdos comerciales más directos, Pekin ya ha reservado, según algunas estimaciones, hasta 3 a 4 billones de dólares actualmente ‒cuando originalmente Xi había comprometido 1 billón‒ para proyectos de la NRS, destinándose la parte principal a países en vías de desarrollo. En efecto, la NRS puede concebirse como un colosal proyecto de ayuda exterior al Sur global que es sumamente competitivo con la ayuda bilateral y multilateral prestada por Occidente, sujeta a condicionalidades neoliberales y de respeto de los derechos humanos.

Grupo de los Siete a punto de desmoronarse

La disparidad entre el poder blando de EE UU y de China se vio claramente durante la reciente cumbre del G7 en Cornualles, Reino Unido, y los días inmediatamente posteriores. El presidente estadounidense, Joe Biden, hizo todo lo que pudo por recrear la antigua alianza occidental tras la acción destructiva de Donald Trump, invocando una lucha entre la “democracia occidental” y la “China autoritaria”. El suspiro de alivio post-Trump se palpaba en el ambiente, pero la retórica del G7 escamoteaba duras realidades. Los aliados de Washington sabían que Biden se enfrenta a una guerra civil larvada en casa, donde el Partido Republicano supremacista blanco, liderado por Trump, trata activamente de desestabilizarlo. Los gobiernos europeos sabían que la propia Unión Europea se halla inmersa en una crisis muy real, con la salida del Reino Unido. El Japón expansivo de las décadas de 1970 y 1980 ahora es el pequeño Japón de la de 2020, que no ha logrado zafarse de sus más de 30 años de estancamiento económico.

La asociación B3W (Better World Partnership), concebida para contrarrestar la NRS y anunciada a bombo y platillo, es una iniciativa puramente reactiva, con programas puramente reactivos reunidos a toda prisa, con escasa intención de darles una continuidad real. El problema principal, desde luego, es el dinero. Y con todos esos países sumidos en sendas crisis fiscales y de endeudamiento, con la posible excepción de Alemania, ¿de dónde sacarán los gobiernos occidentales los billones de dólares que harían falta para contrarrestar los 4 billones que se calcula que piensa invertir China actualmente y en el futuro en proyectos de la NRS? Washington, de momento, ya ha prometido 250.000 millones de dólares, que por otro lado podrían reservarse para su harapiento programa de ayuda bilateral a favor del nuevo proyecto industrial de alta tecnología, centrado en EE UU, aprobado por el Senado y pendiente de aprobación segura en la Cámara de Representantes.

El caso es que por mucho que proclamen retóricamente la B3W, la mayoría de los países del G7, con la excepción de Japón y EE UU, han aceptado participar en el Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras (BAII), liderado por China, a pesar de los esfuerzos del gobierno de Obama por disuadirles hace unos años. Estos gobiernos saben muy bien dónde están sus intereses. Al tiempo que son conscientes de que la retórica sale barata, especialmente la destinada a tener contento a Washington. No es extraño que Pekín apenas pudo ocultar su desdén por el espectáculo insulso cuando calificó el número zalamero del G7 en Cornualles de manifestación de una “política de poca monta”.

Consejos a China

Pero tengo algunos consejos urgentes que dar a Pekín.

Un primer consejo tiene que ver con la famosa NRS. Los proyectos de la NRS deberían concebirse de manera que fueran más compatibles con el medio ambiente y el clima y más ajustados a las necesidades de la gente, en vez de ser lo que Arundhati Roy ha llamado proyectos “ciclópeos” de arriba abajo, reminiscencias de mediados del siglo xx. Asimismo, el compromiso de China de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero debería ser más radical en alcance y ritmo de aplicación, como se exige de la potencia que actualmente emite más gases de invernadero que cualquier otra.

Por otro lado, Pekín debería poner fin a la práctica de enviar a miles de trabajadores chinos a trabajar en proyectos que financia en África y otras partes y contratar y formar aceleradamente a más mano de obra local. Además, China debería dejar de apropiarse de formaciones marítimas como el arrecife Mischief y el atolón de Scarborough, que pertenecen a la zona económica exclusiva de Filipinas, y de insistir en la estrafalaria afirmación de que el 90 % del mar de China Meridional le pertenece. Estas acciones son ilegales e injustificables, por muy comprensibles que resulten como medidas defensivas estratégicas frente a la amenaza militar muy real que comporta la presencia dominante de la viiª flota de EE UU en el mar de China Meridional y el mar de Filipinas. En su lugar, debería colaborar con la ASEAN con vistas a establecer un tratado de desmilitarización del mar en cuestión y disipar la amenaza estadounidense.

Finalmente, Pekín tiene que poner fin a la asimilación cultural forzosa de la población uigur en Xinjiang. Y aunque Hong Kong y Taiwán forman parte indiscutiblemente de China ‒un hecho que no cuestiona la comunidad internacional, dicho sea de paso‒, tiene que respetar el derecho de las poblaciones de estos territorios a participar en la decisión de cómo han de gobernarse, especialmente dadas la cuestión inevitable de identidad nacional generadas por su prolongada separación del resto del país por obra del colonialismo.

Por tanto, China tiene problemas reales, tanto internos como en algunas de sus relaciones con el Sur global. Sin embargo, a fin de cuentas, el ascenso de Pekín ha favorecido ampliamente a la mayor parte del mundo. Se ha convertido en una fuerza económica mundial que refuerza las economías de países más pequeños, y lo ha logrado empleando una porción muy pequeña, o incluso nula, de la fuerza y violencia que marcó el ascenso a la hegemonía de Occidente. Ha proporcionado a los países del Sur global oportunidades alternativas de obtener ayuda y financiación, lo que ha contribuido a que dependan mucho menos de EE UU y del resto de Occidente.

Pero más allá de esto, ha dado una lección inspiradora a muchos países: que con tesón, coraje y organización es posible no solo quebrar la dominación occidental, sino utilizar a Occidente para lograr la resurrección nacional. En perspectiva, el ascenso de China no es sino la última fase de la lucha sesquicentenaria del Sur global contra la colonización, para deshacerse del yugo de la hegemonía capitalista occidental que sufre desde hace 500 años.

¿Peligro en cierne?

Pero templemos nuestro optimismo, sobre todo por el hecho de que los poderes hegemónicos como EE UU suelen volverse todavía más agresivos cuando están en declive. EE UU es absolutamente superior a China en cuanto a su capacidad bélica, ya que China ha decidido dedicar la mayor parte de sus recursos económicos disponibles a sus prioridades económicas y la diplomacia económica. La enorme diferencia en este terreno crea una situación sumamente peligrosa, ya que Washington se sentirá tentado de compensar su rápido declive económico con nuevas aventuras militares, esta vez no en Oriente Medio, donde sus tropas siguen atrapadas en combates que no se pueden ganar, sino frente a China.

De ahí que la situación en el mar de China Meridional sea tan volátil. En una región en que no hay reglas de juego, salvo un equilibrio de fuerzas inestable, no es descabellado pensar que una simple colisión naval entre dos flotas que juegan al ratón y al gato entre ellas, como por lo visto hacen a menudo las fuerzas estadounidenses y chinas, podría desencadenar fácilmente una guerra convencional.

¿Somos demasiado alarmistas al calibrar los peligros de la absoluta superioridad militar de Washington? EE UU ha sido probablemente el país más belicoso del mundo en los últimos 245 años, expandiéndose constantemente y apoderándose de territorios mediante aventuras militares en sus primeros 150 años, y después utilizando la fuerza militar para alcanzar y mantener la hegemonía militar durante los siguientes cien años. Ha habido pocos periodos en que este país no ha estado en guerra. En efecto, la nación estadounidense ha estado combatiendo continuamente a lo largo de los últimos 20 años en Afganistán, y desde luego no es seguro que el poderoso grupo de presión de la guerra contra el terrorismo vaya a permitir al presidente Biden culminar su retirada total prevista de este país en septiembre de este año.

Compárese esto con China, que la última vez que desplegó una fuerza de guerra más allá de sus fronteras fue hace más de 40 años, en una operación transfronteriza de castigo a Vietnam que acabó en desastre para el Ejército de Liberación Popular, que Pekín preferiría olvidar. En efecto, el gran temor de los estrategas militares chinos es que sus fuerzas carecen de la experiencia bélica que tienen las de EE UU, un factor que sería crucial en cualquier conflicto. Como discípulos de Clausewitz, el gran teórico de la guerra, los comunistas chinos saben que hay un gran trecho entre prepararse para la guerra y entrar realmente en guerra, y que, en este último caso, la experiencia bélica real sería decisiva. En su último libro, Graham Allison, decano del cuerpo de estudios de seguridad de EE UU, se pregunta retóricamente si China y EE UU están “destinados a la guerra”, como dice el título del libro. Lean el libro con atención, y pese a sus periódicas aseveraciones de que se ha escrito para permitir a Pekín y Washington evitar el conflicto, uno no puede evitar la sensación de que esta obra, que es de lectura obligada en [las academias militares de] West Point, Annapolis y Colorado Springs, está pensaba en realidad para exponer varias maneras de contener militarmente a China.

Esto no sorprende a quienes conocen a fondo, desde hace tiempo, la historia belicosa de la sociedad estadounidense, incluso antes de su declaración formal de independencia en 1776. Y no sería extraño que China, que por experiencia ha aprendido a ser muy realista con respecto a las relaciones entre Estados, considere que un golpe preventivo o provocador por parte de Washington no solo es posible, sino más bien probable. Seguramente los líderes del PCC, que ha vivido cien años de crisis y conflictos, no se preguntan si este golpe se producirá, sino cuándo, dónde y cómo.

01/07/2021

https://fpif.org/the-three-revolutions-of-the-chinese-communist-party/

Traducción: viento sur

Walden Bello es profesor adjunto de Sociología de la Universidad del Estado de Nueva York en Binghamton y copresidente del Consejo del instituto Focus on the Global South, con sede en Bangkok.

Fuente: https://vientosur.info/cien-anos-de-crisis-las-tres-revoluciones-del-partido-comunista-chino/

 


sábado, 31 de octubre de 2015

CONSECUENCIAS DE LOS TTP Y EL NEOLIBERALISMO: AGRICULTURA MEXICANA Y LA CRISIS ALIMENTARIA





 I
  AGRICULTURA MEXICANA: BODEGAS LLENAS, BOLSILLOS VACÍOS

Víctor M. Quintana S.

ALAI AMLATINA, 30/10/2015.-  Hasta los mismos puentes de la frontera con los Estados Unidos llegaron este lunes los indignados agricultores mexicanos. Durante diez horas bloquearon el carril de importaciones del puente internacional Córdova-Américas que une las ciudades de El Paso, Texas, con Ciudad Juárez, en México. A diferencia de otros años, éste, los agricultores no se plantaron frente a la Cámara de Diputados para lograr incrementos en el Programa Especial Concurrente (PEC), es decir, todos los rubros del Presupuesto de Ingresos de la Federación destinados al campo. Por más que el PEC aumente, también aumentan las dificultades y penurias de los productores. Porque el presupuesto sólo es el punto de llegada de la política económica y agroalimentaria del régimen que lleva a la agricultura mexicana a la catástrofe.

Tan mala es dicha política que ahora los productores se encuentran en una terrible situación: sus bodegas están llenas, pero sus bolsillos están vacíos. Han incrementado su productividad, pero los costos de producción los están devorando, además de las pésimas políticas comerciales de un gobierno que gira todo en torno al modelo económico neoliberal que sigue de fracaso en fracaso.

Esta situación, ya insostenible, es la que llevó a cientos de agricultores a manifestarse en el norte de México, tanto en el puente internacional, como en varias carreteras. Buscan a manifestar su inconformidad con la manera como el Gobierno Federal conduce el sector productor de alimentos. De la urgencia y de la amplitud de la problemática hablan los numerosos grupos que ahí se dieron cita: maiceros, frijoleros, manzaneros, algodoneros, chileros, lecheros, transportistas.

El principal motivo y a la vez principal demanda de la movilización de agricultores, sobre todo medianos, es que el Gobierno Federal detenga la espiral alcista de los costos de producción para la agricultura nacional que está golpeando fuerte diversos sistema- producto. El núcleo duro de los incrementos está en los energéticos. Las cifras que dan los productores son por demás contundentes:

El diésel agrícola en Estados Unidos cuesta el equivalente a 5 pesos mexicanos el litro; mientras que en México, 14 pesos con treinta centavos. Los fertilizantes, de acuerdo al Banco Mundial cuestan 200 dólares menos la tonelada en el mercado internacional que en nuestro país.

Comparan los precios actuales con los del año 2002: en ese entonces, con el barril de petróleo a 50 dólares, los agricultores le pagaban a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) 25 centavos por kilowatt/hora de energía para riego agrícola; el diésel costaba cinco pesos el litro y la gasolina, siete pesos. Hoy, con el precio del barril de petróleo apenas llegando a 39 dólares, la CFE cobra el kilowatt/hora a 52 centavos, el doble que hace 13 años, el precio del diésel se ha elevado en más de un 180 por ciento y el de la gasolina , en casi un 100%.

No sólo es el desproporcionado incremento de los energéticos, también afecta a los productores nacionales, orientados al mercado interno, la devaluación del tipo de cambio del peso mexicano frente al dólar. Hay que tomar en cuenta que una buena parte de las semillas mejoradas tienen que importarse pues la estructura nacional para producirlas la desmantelaron los neoliberales. Ahora con mismo dinero los agricultores adquieren una cuarta parte menos de las semillas, de los fertilizantes y de los agroquímicos que podían adquirir hace un año. Lo mismo sucede con las refacciones y los implementos agrícolas que tienen que reponer.

A la escalada ascendente de los costos de producción hay que agregar la persistente tendencia a la baja de los precio internacionales de las “commodities”, es decir, los productos agrícolas y las materias primas, que es otra puñalada más a la economía de los productores.

Por si fuera poco, ASERCA la instancia gubernamental que se dedica a la fijación de precios de referencia, de subsidiar la comercialización de alimentos básicos, se encuentra muy retrasada en el pago de subsidios tanto a productores como a comercializadores. Tan sólo en el granero del país, el estado de Sinaloa los maiceros reclaman se les cubran cinco mil millones de pesos (unos trescientos millones de dólares), que se les deben por sus cosechas. En Chihuahua el Gobierno Federal adeuda un total de mil 634 millones de pesos (unos cien millones de dólares), por coberturas de maíz, frijol, algodón, trigo y sorgo y apoyos a productores y a empresas comercializadoras.

Toda esta política de costos de producción revela que la Secretaría de Agricultura del gobierno mexicano no es más que una dependencia de la Secretaría de Hacienda, pues la lógica que prevalece no es la de producir más y mejores alimentos para el Pueblo de México, sino la de las exigencias tecnocráticas y financieras de quien maneja la política económica del país.

Está sucediendo lo que a mediados de los años sesenta: el sector agropecuario mexicano se encuentra exangüe de tanto transferir valor a otros sectores de la economía nacional. Está demostrando su gran capacidad productiva, pero a pesar de ello, enfrenta un serio proceso de descapitalización, en primer lugar, por la escalada de costos de producción en segundo, por la equivocada política de precios y subsidios, y en tercero, por la integración económica internacional subordinada promovida del Gobierno Federal. La negociación del Acuerdo Transpacífico a espaldas de los productores del sector agroalimentario vendrá a impactar muy negativamente la producción nacional de alimentos básicos y generará aún más desempleo en el sector. Ya se avizoran graves afectaciones para los productores de leche, azúcar, café y manzana, entre otros.

Así, las políticas librecambistas y neoliberales de quienes detentan el poder político y de las trasnacionales del agronegocio apuntan directamente a desmantelar el aparato productivo de alimentos y materias primas de México, para hacerlo todavía más dependiente de las importaciones tasadas con un dólar caro y compradas con un petróleo muy barato. Ya compramos al extranjero más del 40% de lo que nos comemos. El camino al colapso.

- Víctor M. Quintana S. es asesor del Frente Democrático Campesino de Chihuahua e investigador/profesor de  la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez.

URL de este artículo: http://www.alainet.org/es/articulo/173331


II
CÓMO FABRICAR UNA CRISIS ALIMENTARIA GLOBAL: LECCIONES DEL BM, EL FMI Y LA OMC

El aumento global en los precios de los alimentos no es sólo la consecuencia de utilizar productos agrícolas para convertirlos en agrocombustibles, si no de las políticas del “libre mercado” promovidas por las instituciones financieras internacionales. Ahora las organizaciones campesinas están liderando la oposición a la industria agrícola capitalista.
 
Cómo el “mercado libre” está destruyendo la agricultura en el Tercer mundo y quién lo está combatiendo

El aumento global en los precios de los alimentos no es sólo la consecuencia de utilizar productos agrícolas para convertirlos en agrocombustibles, si no de las políticas del “libre mercado” promovidas por las instituciones financieras internacionales. Ahora las organizaciones campesinas están liderando la oposición a la industria agrícola capitalista.

Cuando cientos de miles de personas se manifestaron en México el año pasado contra un incremento del 60% en el precio de las tortillas, muchos analistas culparon a los biocombustibles. A causa de los subsidios del gobierno estadounidense, los granjeros de ese país dedicaban más hectáreas al maíz para etanol que para alimento, lo cual disparó los precios. Esta desviación del uso del maíz fue sin duda una causa del aumento de los precios, aunque probablemente la especulación de intermediarios con la demanda de los biocombustibles tuvo una mayor influencia. Sin embargo, a muchos se les escapó una pregunta interesante: ¿cómo es que los mexicanos, que viven en la tierra donde se domesticó el maíz, han llegado a depender del grano estadounidense?

La erosión de la agricultura mexicana

No puede entenderse la crisis alimentaria mexicana sin considerar que en los años anteriores a la crisis de la tortilla, la patria del maíz fue convertida en una economía importadora de ese grano por las políticas de “libre mercado” promovidas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y Washington. El proceso comenzó con la crisis de la deuda de principios de la década de los 80s. México, uno de los dos mayores deudores del mundo en vías de desarrollo, fue obligado a suplicar dinero al Banco y al FMI para pagar el servicio de su deuda con los bancos comerciales internacionales. El precio de un rescate fue lo que un miembro del consejo ejecutivo del BM describió como “intervencionismo sin precedente”, diseñado para eliminar aranceles, reglamentaciones estatales e instituciones gubernamentales de apoyo, que la doctrina neoliberal identificaba como barreras a la eficiencia económica.

El pago de intereses se elevó del 19 por ciento del gasto federal total en 1982 al 57 por ciento en 1988, en tanto el gasto de capital se derrumbó del 19.3 al 4.4 por ciento. La reducción del gasto gubernamental se tradujo en el desmantelamiento del crédito estatal, de los insumos agrícolas subsidiados por el gobierno, los apoyos al precio, los consejos estatales de comercialización y los servicios de extensión.

Este golpe a la agricultura campesina fue seguido por uno aún mayor en 1994, cuando entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Aunque dicho tratado consideraba una prórroga de 15 años a la protección de productos agrícolas, entre ellos el maíz, pronto comenzó a fluir maíz estadounidense altamente subsidiado, lo cual redujo los precios a la mitad y hundió al sector maicero en una crisis crónica. En gran medida a causa de ese acuerdo, México se ha consolidado como importador neto de alimentos.

Con el cierre de la entidad gubernamental comercializadora de maíz, la distribución de importaciones maiceras de Estados Unidos y del grano nacional ha sido monopolizada por unas cuantas empresas trasnacionales, como Cargill. Eso les ha dado un tremendo poder para especular con las tendencias del mercado, de modo que pueden manipular y magnificar los movimientos de demanda de biocombustibles tantas veces como quieran. Al mismo tiempo, el control monopólico del comercio interior ha asegurado que un aumento en los precios internacionales del maíz no se traduzca en pagar precios significativamente más altos a los pequeños productores.

Cada vez resulta más difícil a los productores mexicanos de maíz eludir el destino de muchos otros pequeños productores en sectores como arroz, carne de res, pollo y cerdo, quienes se han venido abajo por las ventajas concedidas por el TLCAN a los productos subsidiados estadounidenses. Según un informe del Fondo Carnegie de 2003, las importaciones agrícolas de EEUU han dejado sin trabajo a 1.3 millones de campesinos, muchos de los cuales han emigrado al país del norte.

Las perspectivas no son buenas, pues el gobierno mexicano continúa en manos de neoliberales que desmantelan sistemáticamente el sistema de apoyo al campesinado, un legado clave de la Revolución Mejicana. Como dice el director ejecutivo de Food First, Eric Holt- Jiménez, “Llevará tiempo y esfuerzo para recuperar la capacidad de los pequeños agricultores y no parece que haya ningún deseo político para esto- sin olvidar el hecho que NAFTA debe ser renegociada”.

Creación de la crisis del arroz en Filipinas

Que la crisis global de alimentos se origina en la reestructuración de la agricultura por el libre mercado resulta más claro en el caso del arroz. A diferencia del maíz, menos del 10 por ciento de la producción mundial de arroz se comercializa. Además, en el arroz no ha habido desviación del consumo hacia los biocombustibles. Sin embargo, sólo en este año los precios se han triplicado, de 380 dólares por tonelada en enero a más de mil dólares en abril. Sin duda, la inflación deriva en parte de la especulación de los cárteles mayoristas en una época de existencias escasas. Sin embargo, el mayor misterio es por qué varios países consumidores de arroz que eran autosuficientes se han vuelto severamente dependientes de las importaciones.

Filipinas ofrece un triste ejemplo de cómo la reestructuración económica neoliberal transforma un país de ser exportador neto a importador neto de alimentos. Ahora es el mayor importador mundial de arroz. El esfuerzo de Manila por asegurarse provisiones a cualquier precio se ha convertido en primera página en los medios de comunicación, y las fotos de soldados que protegen la distribución del cereal en las comunidades pobres se han vuelto emblemáticas de la crisis global.

Los trazos generales de la historia de Filipinas son similares a los de México. El dictador Ferdinand Marcos fue culpable de muchos crímenes y malos manejos, entre ellos no llevar adelante la reforma agraria, pero no se le puede acusar de privar al sector agrícola de fondos gubernamentales. Para paliar el descontento de los campesinos, el régimen les otorgó fertilizantes y semillas subsidiadas, impulsó mecanismos de crédito y construyó infraestructura rural. Durante los 14 años de su dictadura, sólo en uno, 1973, se tuvo que importar arroz debido al extenso daño causado por los tifones. Cuando Marcos huyó del país, en 1986, había 900 mil toneladas métricas de arroz en los almacenes del gobierno.

Paradójicamente, durante los siguientes años de gobierno democrático se redujo la capacidad de inversión gubernamental. El BM y el FMI, actuando a favor de acreedores internacionales, presionaron al gobierno de Corazón Aquino para que diera prioridad al pago de la deuda externa, que ascendía a 26 mil millones de dólares. Aquino accedió, aunque los economistas de su país le advirtieron que sería “inútil buscar un programa de recuperación que sea consistente con el pago de la deuda fijada por nuestros acreedores”.

Entre 1986 y 1993, entre el 8 y el 10 por ciento del PIB salió de Filipinas cada año en pagos del servicio de la deuda. Los pagos de intereses en proporción al gasto gubernamental se elevaron del 7 por ciento en 1980 al 28 por ciento en 1994; los gastos de capital cayeron del 26 al 16 por ciento. En poco tiempo, el servicio de la deuda se volvió la prioridad del presupuesto nacional.

El gasto en agricultura cayó a menos de la mitad. El BM y sus acólitos locales no se preocupaban, porque un propósito del apretamiento del cinturón era dejar que el sector privado invirtiera en el campo. Pero la capacidad agrícola se erosionó con rapidez, los sistemas de riego se estancaron, y hacia finales de la década de los 90s sólo el 19 por ciento de la red de carreteras del país estaba pavimentada, contra el 82% en Tailandia y el 75% en Malasia. Las cosechas eran pobres en general; el rendimiento promedio de arroz era de 2.8 toneladas por hectárea, muy por debajo de las de China, Vietnam y Tailandia, donde los gobiernos promovían activamente la producción rural. La reforma agraria languideció en la era posterior a Marcos, despojada de fondos para servicios de apoyo, que habían sido la clave para las exitosas reformas de Taiwán y Corea del Sur.

Como en México, los campesinos filipinos padecieron la retirada a gran escala del Estado como proveedor de apoyo. Y el recorte en programas agrícolas fue seguido por la liberalización comercial; la entrada de Filipinas en la Organización Mundial de Comercio (OMC) tuvo igual efecto que la firma del TLCAN para México. La entrada en la OMC requería eliminar cuotas en las importaciones agrícolas excepto el arroz, y permitir que cierta cantidad de cada producto ingresara con bajos aranceles. Si bien se permitió al país mantener una cuota en importaciones de arroz, tuvo que admitir el equivalente entre el 1 y el 4 por ciento del consumo doméstico en los 10 años siguientes. De hecho, a causa del debilitamiento de la producción derivada de la falta de apoyo oficial, el gobierno importó mucho más que eso para compensar una posible escasez. Esas importaciones, que se elevaron de 263 mil toneladas en 1995 y a 2.1 millones en 1998, hundieron el precio del cereal, lo cual desalentó a los productores y mantuvo la producción a una tasa muy inferior a la de los dos principales proveedores del país, Tailandia y Vietnam.

Las consecuencias del ingreso de Filipinas en la OMC barrieron con el resto de la agricultura como un tifón. Ante la invasión de importaciones baratas de maíz, los campesinos redujeron la tierra dedicada a ese cultivo de 3.1 millones de hectáreas en 1993 a 2.5 millones en 2000. La importación masiva de partes de pollo casi acabó con esa industria, mientras que el aumento de importaciones desestabilizó las de aves de corral, cerdo y vegetales.

Los economistas del gobierno prometieron que las pérdidas en maíz y otros cultivos tradicionales serían más que compensadas por la nueva industria exportadora de cultivos “de alto valor agregado” como flores, espárragos y brócoli. Poco de eso se materializó. El empleo agrícola cayó de 11.2 millones en 1994 a 10.8 millones en 2001.

El doble golpe del ajuste impuesto por el FMI y la liberalización comercial impuesta por la OMC hizo que una economía agrícola en buena medida autosuficiente se volviera dependiente de las importaciones y marginó constantemente a los agricultores. Fue un proceso cuyo dolor fue descrito por un negociador del gobierno filipino durante una sesión de la OMC en Ginebra: “Nuestros pequeños productores agrícolas son masacrados por la brutal injusticia del entorno del comercio internacional”.

La gran transformación

La experiencia de México y Filipinas se reprodujo en un país tras otro, sujetos a los manejos del FMI y la OMC. Un estudio de la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) en 14 países descubrió que los niveles de importaciones agrícolas en 1995-98 excedieron los de 1990-94. No era sorprendente, puesto que uno de los principales objetivos del acuerdo agrícola de la OMC era abrir mercados en países en vías de desarrollo para que absorbieran la producción excedente del norte.

Los apóstoles del libre mercado y los defensores del dumping parecieran estar en extremos opuestos del espectro, pero las políticas que propugnan producen el mismo resultado: una agricultura capitalista industrial globalizada. Los países en desarrollo se integran en un sistema en el que la producción de carne y grano para exportación está dominada por grandes granjas industrializadas como las manejadas por la trasnacional tailandesa CP, en las que la tecnología es mejorada continuamente por avances en ingeniería genética de firmas como Monsanto. Y la eliminación de barreras tarifarias y no tarifarias facilita un supermercado agrícola global de consumidores de elite y clase media, atendidos por corporaciones comercializadoras de granos como Cargill y Archer Daniels Midland, y minoristas trasnacionales de alimentos como la británica Tesco y la francesa Carrefour.

No se trata sólo de la erosión de la autosuficiencia alimentaria nacional o de la seguridad alimentaria, sino de lo que la africanista Deborah Bryce-son, de Oxford, llama la “descampesinación”, es decir, la supresión de un modo de producción para hacer del campo un sitio más apropiado para la acumulación intensiva de capital. Esta transformación es traumática para cientos de millones de personas, pues la producción campesina no es sólo una actividad económica: es un modo de vida milenario, una cultura, lo cual es una razón de que en India los campesinos desplazados o marginados hayan recurrido al suicidio. Se calcula que unos 15 mil campesinos indios han acabado con su vida. El derrumbe de precios por la liberalización comercial y la pérdida de control sobre las semillas ante las empresas de biotecnología son parte de un problema integral, señala Vandana Shiva, activista por la justicia global: “En la globalización, el campesino o campesina pierde su identidad social, cultural y económica de productor. Ahora un campesino es ‘consumidor’ de semillas y químicos caros que venden las poderosas corporaciones trasnacionales por medio de poderosos latifundistas y prestamistas locales”.

Agricultura Africana: desde la complacencia al desafío

La descampesinación se encuentra en un estado avanzado en Latinoamérica y en Asia. Si el BM se sale con la suya, África seguirá el mismo camino. Cómo Bryceson y sus colegas afirman correctamente en un artículo reciente, The World Development Report 2008, con amplia información sobre la agricultura en África, es prácticamente un plan para la transformación de la agricultura continental en una agricultura a gran escala comercial. Pero como en muchos otros lugares, la gente esta pasando de un resentimiento a un completo desafío.

En el tiempo de la descolonización en los 60s, África era un exportador neto de alimentos. Hoy el continente importa el 25% de su comida; casi todos los países son importadores netos. El hambre y la falta de alimentos están al orden del día, con emergencias de alimentos durante los tres últimos años en el Cuerno de África, el Sahel, el sur y el África Central.

La agricultura en África está en una profunda crisis, las causas van desde las guerras a los gobiernos, la falta de tecnología agrícola y el aumento del sida. Como en México y Filipinas una gran parte de la explicación es el abandono de los controles de los gobiernos y los mecanismos de ayudas que bajo el ajuste estructural impuesto por el FMI y el BM como el precio a pagar para la asistencia en pagar la deuda externa.

Los ajustes estructurales trajeron un decline en la inversión, aumentaron el desempleo, reducción del gasto social, reducción del consumo y baja producción. El aumento de los precios de los fertilizantes y al mismo tiempo la reducción de los sistemas de créditos agrícolas lo único que hizo fue reducir el uso de fertilizantes, el tamaño de las cosechas y la reducción de la inversión. La realidad rehusó confrontarse a las expectativas doctrinales de que el estado allanaría el camino para que el mercado dinamizara la agricultura.

En lugar de ello, el sector privado que vio que la reducción en el gasto del estado crearía más riesgos, no cubrieron el desfase. País tras país, la salida del estado “lleno” en lugar de “vaciar” la inversión privada. Donde el sector privado sustituyó al público, según un informe de OXFAM “A menudo lo han hecho en unos términos muy desfavorables para los granjeros pobres, dejando a estos con más inseguridad alimentaria, y a los gobiernos a depender de unas ayudas internacionales poco predecibles.” El sector económico, normalmente a favor del sector privado, estuvo de acuerdo, admitiendo que “muchas de las empresas privadas que vinieron a reemplazar a los investigadores estatales resultaron ser monopolistas en busca de dinero.”

El apoyo que recibieron los gobiernos fue canalizado por el Banco Mundial para la exportación de los productos agrícolas para generar divisa extranjera, la que necesitan los estados para pagar su deuda. Pero como en la hambruna en Etiopia en los años 80, este llevo a que la mejor tierra agrícola se dedicase a la exportación forzando a mover las cosechas para la alimentación a tierras menos favorables, lo que aumento la inseguridad alimentaria, además las indicaciones del BM a varias economías para que se centraran en el mismo tipo de productos para la exportación a menudo llevo a una sobreproducción, lo que hizo que los precios bajasen en los mercados internacionales. Por ejemplo el éxito de Ghana en la expansión del cultivo de cacao llevo a una bajada del precio del 48% entre 1986 y 1989. En 2002-03 la caída en el precio del café contribuyó a otra emergencia de alimentos en Etiopia.

Como en México y Filipinas, los ajustes estructurales en África no fueron sólo sobre la falta de inversión sino de la des-inversión de los gobiernos. Hubo otra diferencia importante, en África el FMI y el BM administraron a pequeña escala, tomando decisiones sobre la velocidad en que los subsidios se terminaban, cuantos funcionarios debían ser despedidos e incluso en el caso de Malawi, que cantidad de reservas de grano se venderían y a quien debían ser vendidas. O sea que los procónsules residentes del BM y del FMI llegaron hasta las entrañas de cómo el estado manejaba la economía agrícola para quedarse con todo.

Mezclando el impacto negativo del ajuste con las injustas practicas de comercio de EEUU y de UE. La liberación permitió que la carne de vacuno subvencionada de la UE llevase a muchos ganaderos del Oeste y el Sur de África a la ruina. Con los subsidios legitimados por la OMC, el algodón procedente de EEUU inundó los mercados con unos precios de entre el 20 y el 55% del coste de producción, por lo que llevaron a la bancarrota a los productores africanos.

Según OXFAM el número de subsaharianos viviendo con menos de 1 dólar diario casi se dobló entre 1981 y 2001 alcanzando los 313 millones, un 46% de la población. El papel que jugó el ajuste estructural es innegable. Como admitió el principal economista del BM para África, “No pensamos que el coste humano de esos programas seria tan grande, y que las ganancias económicas tardasen tanto en llegar”.

Malawi es un ejemplo representativo de la tragedia africana propagada por el FMI y el BM. En 1999 el gobierno de Malawi inició un programa para dar a cada pequeño negocio familiar un paquete con fertilizantes y semillas gratuitamente. El resultado: excedente nacional de maíz. Lo que vino después es una historia que debe ser encumbrada como un estudio clásico de uno de los grandes errores de la economía neoliberal.

EL BM y otros donantes de ayuda forzaron la disminución y eventualmente el abandono del programa, diciendo que el subsidio distorsionaba los mercados. Sin los paquetes gratuitos, la producción cayó. Al mismo tiempo el FMI insistió al gobierno a que vendiera una gran parte de sus reservas de grano para permitir que la agencia de la reserva de alimentos pagase la deuda. El gobierno cumplió. Cuando la crisis alimentaria se convirtió en hambruna en 2001-02, las reservas eran prácticamente inexistentes. Unas 1.500 personas murieron. El FMI no se arrepintió, de hecho, suspendió los pagos de un programa de ajuste aludiendo que “el sector paraestatal continuaría siendo un riesgo para la exitosa implementación del presupuesto de 2002/03. Las intervenciones del gobierno en la agricultura y otros mercados alimentarios están socavando otras inversiones más productivas”.

Pero otra crisis alimentaria aún peor se gestó en 2005, el gobierno había tenido bastante con la estupidez del FMI y del BM. Un nuevo presidente reintrodujo el subsidio para los fertilizantes, permitiendo que 2 millones de familias lo comprasen a un tercio del precio de mercado y las semillas también con descuentos. El resultado: aumento espectacular de las cosechas durante dos años, un excedente de 1 millón de toneladas de maíz y el país se transformó en un exportador de maíz a todo el cono sur de África.

El desafío de Malawi al BM podría haber sido un acto de resistencia heroica pero inútil hace una década. El medioambiente hoy es diferente, desde que los ajustes estructurales han sido desacreditados en toda África. Incluso algunos gobiernos donantes y ONGs que lo apoyaban se han distanciado del Banco. Puede que la motivación es prevenir su perdida de influencia en el Continente por asociarse con unas políticas fracasadas y con unas instituciones impopulares cuando la ayuda de China está emergiendo como una alternativa a los programas de ayudas del BM, FMI y los gobiernos occidentales.

Soberanía Alimentaria: ¿el paradigma de una alternativa?

No es solamente el desafío de gobiernos como el de Malawi y la disidencia de sus aliados lo que esta socavando al FMI y al BM. Organizaciones campesinas de todo el mundo, cada vez más militantes en resistir la globalización de la agricultura industrial. De hecho, es por la presión de grupos de agricultores que los gobiernos del Sur han rechazado conceder mayor acceso a sus mercados agrícolas y demandando el fin de los subsidios agrícolas en los EEUU y en la UE, lo que llevo a la Ronda de Doha de la OMC al fracaso.

Los grupos de agricultores han creado redes internacionales; uno de los movimientos más dinámicos es Vía Campesina. Ellos no solo buscan “echar a la OMC de la agricultura”, oponerse al paradigma de una agricultura industrial capitalista; también proponen una soberanía alimentaria alternativa. Esto significa en primer lugar el derecho de los países a determinar su producción y su consumo de alimentos y la liberación de la agricultura de los regimenes de comercio global como la OMC. También significa la consolidación de la agricultura a pequeña escala con la protección del mercado interior de los productos importados baratos; precios remunerativos para agricultores y pescadores: abolición de todos los subsidios directos e indirectos a la exportación; y el fin de los subsidios domésticos que promuevan un tipo de agricultura insostenible. Vía Campesina también pide el final de los derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio (TRIPs) que permite a las corporaciones patentar las semillas; se oponen a la agro-tecnología basada en la ingeniería genética; y demanda una reforma del campo. Como contraste a un monocultivo integrado global, ofrecen la visión de una economía tradicional agrícola compuesta de diversas economías nacionales agrícolas comerciando entre ellas pero centradas principalmente en la producción domestica.

Una vez fueron considerados como una reliquia de la era pre-industrial, los campesinos están liderando la oposición a una agricultura industrial capitalista que los relegó a la papelera de la historia. Se han convertido en lo que Karl Marx describía como una “clase en si misma” con conciencia política contradiciendo sus predicciones sobre su fin. Con la crisis de alimentos global, se están posicionando en el primer plano y tienen aliados y gente que los apoya. Los campesinos rehúsan ir dócilmente a esa buena noche y combaten la descampesinación, los acontecimientos en el siglo XXI están mostrando que la panacea de una agricultura industrial capitalista es una pesadilla. Con las crisis medioambientales multiplicándose, las disfunciones sociales de la vida urbana-industrial apilándose y la agricultura industrializada creando una mayor inseguridad alimentaria, el movimiento de los agricultores cada vez está ganando relevancia no solo en los agricultores sino en todos los que se encuentran amenazados por las consecuencias catastróficas de la visión global del capital de una organización de la producción, la comunidad y la vida en si misma. www.ecoportal.net

* Walden Bello , miembro del Transnational Institute, es presidente de Freedom from Debt Coalition, profesor de sociología en la Universidad de Filipinas en Diliman y analista senior en Focus on the Global South. Este artículo aparece publicado en la edición de 2 junio 2008 de The Nation (Nueva York) Traducción de Félix Nieto para Globalízate. http://www.globalizate.org/bello020608.html