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viernes, 16 de julio de 2021

EL HARAKIRI DE LA SEÑORA K

A pesar de que muchos de los que la apoyaron se están retirando, Fujimori espera apadrinar a los ocho millones de electores anti-Castillo para lograr vacarlo de la presidencia en los próximos meses.

16/07/2021

A unos días de la proclamación del nuevo presidente del Perú –por primera vez en su historia un auténtico representante de las clases subalternas- hay algunas cuestiones que hay que intentar explicar, si no se quiere que se vuelvan misterios.

Antes que todo, como es posible que más deocho millones de electores –o sea casi la mitad de los votantes- hayan optado por una candidata tan desacreditada, tramposa y manifiestamente hambrienta de poder como Keiko Fujimori, cuyo único currículum político es ser la hija de un dictador que está purgando 25 años de cárcel por los graves crímenes que cometió.

A pesar de haber ordenado matanzas de civiles y campesinos, orquestado robos multimillonarios al patrimonio de la nación, reprimido o comprado la oposición, infiltrado la magistratura, sujetado el ejército, rediseñado las instituciones a su antojo, Alberto Fujimori ha sabido crear una mitología alrededor de sí mismo, sobre todo gracias al trabajo incesante de una prensa mercenaria, que perdura aún hoy.

Esta narrativa chicha (o sea chayotera) celebra la victoria del estado sobre el terrorismo de Sendero Luminoso, el salvataje de la economía, desastrosa en el primer quinquenio de Alan García (1985-90), la construcción de grandes obras y el interés hacia el Perú profundo.

Todos estos argumentos pueden ser fácilmente rebatidos apoyándose en la realidad histórica: la derrota de Sendero Luminoso se debe a la actividad autónoma de la Dincote (Dirección contra el Terrorismo) y no a las directivas de Fujimori; la recuperación de la economía aconteció motu proprio y gracias al FMI, luego de que la inflación rebasó el 7000%, o sea cuando los precios se duplicaban cada dos semanas; las grandes obras y las privatizaciones sirvieron sobre todo a enriquecer monstruosamente al dictador y su círculo íntimo; el interés para las comunidades más remotas se reducía a unas limosnas –mayormente láminas y cemento- con fines clientelares.

La sobrevivencia de esta mitología es indicativa de cuánto el monopolio de la información –y a nivel nacional el 80% está en manos del Grupo El Comercio- puede dinamitar el pluralismo informativo y envenenar las consciencias. Que estos mismos grupos se yergan en paladines de la libertad de expresión e información a nivel internacional es algo realmente grotesco.

La campaña electoral de Keiko Fujimori, respaldada por la gran prensa y la mayoría de las televisoras -donde han sido invertidas sumas enormes producto del lavado de dinero sin algún control- ha fracasado por la tercera vez: la primera había sido contra Ollanta Humala en 2011 y la segunda en 2016 contra Pedro Pablo Kuczynski. Lo irónico de la actual tercera derrota es que ha sido por el mismo minúsculo porcentaje que la segunda: 0.24 por ciento, lo que ha enfadado a la heredera del otrora poderoso shogun, al volatilizar sus aspiraciones presidenciales.

La segunda derrota de Keiko, en 2016, le ha costado al Perú cinco años de parálisis política, un constante boicoteo al ejecutivo, la remoción de tres presidentes y el descrédito y la extrema impopularidad del Congreso. Sin embargo, todo esto no podría explicarse sólo como la pataleta de una mala perdedora que tiene subyugada la voluntad de media nación, si no fuera que la “señora K”, como la llamaban en jerga sus financiadores, es una especie de Juana de Arco de los corruptos –políticos y no-, los narcos, los poderes fácticos, los aspirantes a golpistas, los mercenarios, lo que aquí se llama la derecha “bruta y achorada”y, last but not least, el gran capital, come se ve, en buena compañía.

Falta también considerar que al menos la mitad de los que han votado por ella -a pesar de saber que es imputada de asociación criminal, lavado de dinero y obstrucción a la justicia con un pedido de 30 años de cárcel- lo han hecho “tapándose la nariz”, considerándola un mal menor frente al candidato “con olor a pueblo”, el maestro rural Pedro Castillo.

Keiko Fujimori, financiada por sus futuros mandaderos, ha tenido la última astucia de abrazar el espantapájaros del anticomunismo, muy radicado en un país aún lastimado por las secuelas de una guerra civil, y de explotar los sentimientos racistas que atraviesan la sociedad peruana y determinan la férrea exclusión de la “raza cobriza”de las levas del poder.

Aun apelando a dos sentimientos negativos muy difundidos, la “eterna perdedora”, como ha sido rebautizada por sus mismos desertores, no ha logrado superar el rechazo a su entera dinastía. “¡Fujimori nunca más!” ha sido  el grito recurrente en las manifestaciones de noviembre pasado, que en cinco días frustraron el intento golpista de Manuel Merino. Eran sobre todo jóvenes, que se han hecho llamar “la generación del Bicentenario” y que, justo en la conmemoración de los dos siglos de la Independencia, celebrarán la victoria de un verdadero candidato del pueblo, para gran disgusto de la oligarquía.

No hay que esperar que las tendencias belicistas de la señora K vayan mermando. Al contrario, lo que se perfila es algo como una síndrome de Sansón (“¡Muera yo con los filisteos!”).

Después de tirar rocas y basura sobre el desarrollo democrático de las elecciones –decenas de tinterillos de los mejores bufetes limeños han presentado centenares de recursos para denunciar un fraude inexistente- a la aspirante presidenta no le ha quedado más que lanzar su hordas de vándalos a las calles. Una ruidosa admisión de fracaso político.

Esto de no admitir una derrota se está volviendo una insoportable cantaleta, especialmente después de que todos los observadores, hasta la OEA y los EEUU, han desmentido las denuncias de fraude. A pesar de que muchos de los que la apoyaron, a partir del propio Vargas Llosa, se están retirando, Keiko espera apadrinar los ocho millones de electores anti-Castillo para lograr vacarlo de la presidencia en los próximos meses. Como en una antigua novela oriental, su único horizonte es una despiadada venganza.

 

https://www.alainet.org/es/articulo/213095

 


miércoles, 22 de noviembre de 2017

LA SAGA DE LOS TEMIBLES FUJIMORI




Gianni Proiettis

ALAI AMLATINA, 22/11/2017.- ¿Puede una sola familia paralizar la dinámica política de toda una nación, ocupar el centro de las instituciones y establecer un gobierno paralelo, doblegando al verdadero ejecutivo?

Si la familia se llama Fujimori y el país es el Perú, la respuesta es sí.

Desde que perdió las elecciones presidenciales en junio del año pasado, pero ganando la mayoría absoluta en el Congreso, Keiko Fujimori, hija del ex-dictador preso por crímenes de lesa humanidad, ha hecho de todo –y con bastante éxito- para obstaculizar al gobierno de Pedro Pablo Kuczynski (PPK), privándolo de sus mejores secretarios y revelando la fragilidad de un gobierno de tecnócratas sin ninguna habilidad política.

El patológico resentimiento de Keiko por haberse visto privada –¡y por un irrisorio 0.24 por ciento!- de una presidencia que ya se sentía en el bolsillo luego de dos costosísimas campañas, se ha traducido en quince meses de feroz boicot a la actividad del ejecutivo y en un uso prepotente y matonesco de su mayoría absoluta en el Congreso unicameral de 130 diputados.

“Banda de cavernícolas irreflexivos”, “monos con metralletas” han sido definido los 71 congresistas naranja –el color de su partido, Fuerza Popular- dedicados a interpelar y censurar, insultándolos, a los miembros más competentes del gobierno –ya van cuatro bajas de secretarios, más un entero gabinete- por pura tirria. Su única actividad ha consistido en promover leyes retrógradas, como la que desprotege a las mujeres víctimas de violencia y a la comunidad gay o la que reserva generosas exenciones fiscales a las grandes empresas, provocando un clima de inestabilidad e ingobernabilidad que no ayuda a la necesaria recuperación económica.  

Lloviendo sobre lo mojado, las inundaciones al inicio del año causadas por el fenómeno del Niño costero, que han arrasado vastas regiones del norte del país, y los estragos políticos consecuencia de los graduales descubrimientos del caso Odebrecht –con el ex-presidente Ollanta Humala y su ex-primera dama encarcelados, el ex-presidente Alejandro Toledo y señora prófugos de la justicia, pasos en la azotea para el blindadísimo Alan García y la propia Keiko Fujimori- han agravado el sentimiento de decepción por el primer año de gobierno de PPK.

Un exordio de gobierno tan débil y genuflexo frente a las vengativas pataletas de la señora Fujimori, que explica las razones de la estrepitosa caída de popularidad del actual presidente.

En cambio, la irresistible ascensión de los Fujimori –a pesar de que su patriarca se encuentra condenado a 25 años de cárcel por los crímenes cometidos (y a la vigilia de una posible excarcelación)- no ha parado desde final de los 80, cuando un oscuro rector de la Universidad Agraria La Molina irrumpió en la política y ganó la presidencia a un contrincante tan famoso como Mario Vargas Llosa.

La ilusión de que un outsider de la política pudiera sacar al país de la gravísima crisis provocada por la primera presidencia de Alan García, duró muy poco tiempo. El 5 de abril de 1992 –a menos de dos años de asumir la presidencia- Alberto Fujimori, con un repentino autogolpe, instaura una dictadura que parece inspirada en un shogunato japonés y dura hasta final del 2000, gracias a una reelección fraudulenta.

Es casi una década de suspensión de las libertades fundamentales, cierre del Congreso, cirugía institucional (imposición de una nueva Constitución, instauración de un legislativo unicameral a modo, intervención del poder judicial), represión o cooptación de todas las oposiciones, estallido de una guerra sucia en contra de Sendero Luminoso que causará miles de muertos inocentes, comunidades exterminadas por el ejército, corrupción galopante a todos los niveles (famosos los videos de Vladimiro Montesinos, el Rasputín del régimen, que filmaba las coimas a muchos diputados), colusión con el narcotráfico (un avión presidencial “cachado” con 176 kilos de cocaína no es cosa de todos los días), saqueo de las arcas públicas (se calcula por 6mil millones de dólares), millares de esterilizaciones forzadas en las regiones andinas y un largo etcétera de infamias.

Hay crímenes particularmente repugnantes en la trayectoria autocrática de Alberto Fujimori. Cuando su mujer, Susana Higuchi, denuncia que sus cuñadas se han apropiado de las ayudas humanitarias llegadas de Japón, el dictador la hace secuestrar y detener por cuatro meses en el Servicio de Inteligencia del Ejército, donde recibió golpizas, le aplicaron choques eléctricos y le inyectaron sustancias desconocidas. Susana Higuchi, quien declaró en una ocasión que su hija Keiko “tiene cara de diablo”, quedó incapacitada mentalmente de por vida. Lejos de asumir la defensa de la madre, los hijos guardaron un silencio cómplice y Keiko, la futura líder despótica y hambrienta de poder, asumió gustosa el papel de primera dama al lado del padre.

Sin embargo, los crímenes del ex-dictador –“errores” según su hija mayor- van mucho más allá de mandar torturar a su esposa y estrangular a la democracia. La creación del grupo Colina, una banda de sicarios utilizados para ejecutar disidentes y adversarios incómodos, conllevó una serie de matanzas totalmente injustificadas como las de La Cantuta (un profesor universitario y nueve estudiantes secuestrados, torturados y ejecutados por sospechosos de simpatías senderistas) y Barrios Altos (15 personas que participaban en una fiesta, entre los cuales un niño de 8 años, asesinadas por equivocación, creyéndolos terroristas).

La parte descendente de la parábola fujimorista, no exenta de connotaciones novelescas, empieza el 19 noviembre del 2000, cuando el todavía presidente del Perú, tras viajar a Brunei para una reunión de la APEC, renuncia al cargo vía fax desde Japón, donde, con la protección de la poderosa Yakuza, postula infructuosamente al Senado japonés. Sus fechorías, ya inocultables, rebalsan la cloaca en que se han convertido las principales instituciones del Perú.

Capturado en 2005, en ocasión de un imprudente viaje a Chile, y extraditado dos años después, Alberto Fujimori fue condenado, luego de un juicio impecable, a 25 años de prisión por los delitos de asesinato con alevosía, secuestro agravado, lesiones graves, más otros siete años y medio de cárcel por peculado doloso, apropiación de fondos públicos y falsedad ideológica en agravio del estado. Aunque no haya nunca manifestado el mínimo arrepentimiento por los crímenes cometidos ni haya desembolsado un solo centavo de los 16 millones de dólares que debe por reparación civil, el ex-dictador sigue mendigando un indulto humanitario con cualquier presidente en turno. Hasta ahora el indulto, que se apoya en un discutible cáncer a la lengua, ha sido constantemente denegado.

Sin embargo, últimamente el presidente Kuczynski, haciendo caso omiso de que fueron los arraigados sentimientos antifujimoristas los que lo llevaron a la presidencia, parece orientado a concederlo.

Paradójicamente, un Fujimori indultado es lo que menos le conviene a su hija Keiko, quien vería inevitablemente mermado su actual liderazgo, ya amenazado por su hermano Kenji, imagen del hijo fiel, que pide explícitamente la liberación del padre y critica todas las iniciativas legislativas de su propia bancada al punto de arriesgar la expulsión del partido.

Sea como sea, los Fujimori no paran de ocupar las primeras planas, ya sea que se trate de los disparates de Kenji, las lamentaciones carcelarias del patriarca o las amenazas de Keiko quien, salpicada por las revelaciones de Marcelo Odebrecht relativas al financiamiento oculto de sus campañas electorales, está embistiendo a la cúspide del poder judicial con un atrevido contraataque que sacude hasta los cimientos de la institucionalidad democrática.

Si se suman a las arremetidas en contra del Tribunal Constitucional y del fiscal de la Nación, el amedrentamiento a la prensa, amenazada de denuncias penales, y los ataques reiterados al propio presidente Kuczynski, cobra vigencia la inquietante afirmación del politólogo Nelson Manrique: “El principal desafío que afronta la democracia peruana hoy es la ofensiva del fujimorismo, que busca destruir la débil institucionalidad existente para asegurar la impunidad de Keiko Fujimori”.