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miércoles, 17 de abril de 2024

“SI NO ODIAS TU VIDA, ¿CÓMO LA CAMBIARÁS?”

 


Entrevista a Santiago López Petit

Publicada en 13 de abril de 2024

Entrevista realizada por: Sergi Picazo

Aparecida en El Critic. (Barcelona)

19-3-2024

 

Uno de los primeros libros preferidos de mi hija Lena era uno de aquellos en que se abren pestanyetes de dibujos: El libro de los sentidos, se llamaba. Un día de verano en el Pirineo conoció a Santiago López Petit (Barcelona, 1950) y, sin dar cuenta del error, me dijo: “Papa, vamos a ver el Sentidos” en lugar de Santi. Pensamos que no había que corregirla. Para coger las reflexiones de López Petit sobre la vida, la enfermedad, la muerte, el amar y el pensar, es necesario tener los cinco sentidos muy despiertos. Esta conversación quiere servir para entender el pensamiento de uno de los filósofos más contestatarios, libres y críticos de los últimos treinta años en Cataluña y, para hacer el viaje con él, pasé un verano leyendo (y subrayando) algunos de sus libros más “desesperados”: Hijos de la noche, Amar y pensar. El odio de querer vivir, El gesto absoluto o La movilización global: breve tratado para atacar la realidad.

¿Cómo empiezas a politizarte?


Con 18 años, debía de ser 1969 o 1970, empiezo a estudiar Químicas, y entro en el movimiento estudiantil. Por una serie de casualidades, conozco a José Antonio Díaz, un cura secularizado, trabajador del metal y uno de los fundadores de las primeras comisiones obreras. Con un pequeño grupito hicimos una imprenta clandestina, traducíamos todo lo que podíamos de la izquierda no autoritaria como Castoriadis o los Situacionistas, y así entro en el movimiento obrero autónomo. Era la izquierda que no existía. Aquí todo el mundo era marxista-leninista…

Viviste los años convulsos, a finales del 70, el fin del franquismo, las grandes protestas sociales y estudiantiles…

Sí, sí. El momento en que realmente aprendo que es el movimiento obrero es con la huelga de Roca, en Gavà, durante los años 76 y 77. Cuatro mil trabajadores en huelga y autoorganizados! Era la segunda fábrica de España. Me impliqué mucho. Yo entonces vivía en el barrio de Pubilla Casas, en l’Hospitalet de Llobregat, y formaba parte de una organización que se llamaba Liberación, y que inicialmente había sido una editorial de origen cristiano. A mí me enviaron a vivir a l’Hospitalet y acabaría entrando a trabajar en una fábrica de vidrio. Abandoné definitivamente la investigación sobre el origen de la vida que tanto me apasionaba.


De químico en una fábrica de vidrio… a profesor de Filosofía van unos cuántos pasos.


En los años 80, la fábrica de vidrio donde trabajaba entró en crisis y nos la quedamos los 150 trabajadores después de algunos meses de lucha. La convertimos en cooperativa. Y, con el dinero que ganaba, me pagué la carrera de Filosofía. Tenía 30 años.


¿Por qué filosofía?


La huelga de la Roca y otras muchas huelgas y protestas acabaron con pactos miserables y con traiciones. Se acercaban las elecciones democráticas y algunos querían destruir aquellos movimientos como fuera. El caso de la huelga de Roca es emblemático. Había que demostrar que los controlaban. Entonces un día, allí solo, pensé: “¿Qué ha sido de mi vida? ¿Ha merecido la pena luchar para acabar así?” Y pensé que quería entender por qué habíamos perdido, y a pesar de que dudé entre Economía y Filosofía, acabé estudiando Filosofía.

Acabaste siendo uno de los profesores más conocidos y populares de la Facultad de Filosofía de la Universitat de Barcelona a los 90 y 2000, ¿no?


Bien, no lo sé, no lo sé… Pero sí que es cierto que convertimos las clases en un laboratorio político donde todos aprendíamos de todos. Cuando se produjo el desalojo del cine Princesa, en el año 96, paramos las clases y bajamos todos allí.


Del estallido de rabia por el desalojo del Princesa en la Barcelona de la antiglobalización y el 15-M: volviste a vivir intensamente un nuevo ciclo de protestas sociales.


Veníamos de una travesía del desierto muy larga, desde la Transición a los Juegos Olímpicos del 92, y, finalmente, volvíamos a vivir un estallido social. Yo nunca viví en una casa okupada, pero sí que usamos la okupación como una palanca política. Surgieron todo tipo de colectivos, muchas okupaciones breves de espacios abandonados, la Oficina 2004 contra el Foro de las Culturas y campañas como la de Dinero Gratis, la película del Taxista Ful. El Dinero Gratis, de hecho, ya era una crítica del trabajo, y una crítica de la vida cotidiana misma. Y también los “Espacios liberados contra la guerra”…


¿Cómo ves ahora aquel ciclo de protestas sociales, y como acabó?


La crítica que hacíamos tuvo, yo diría, una cierta hegemonía cultural y política en aquel momento en Barcelona. Entre todos conseguimos deslegitimar un poco el Modelo Barcelona. Pero duró poco. De alguna manera y a otra escala, pasó lo mismo con el 15M. El 15M fue la palanca para ocupar el espacio público e interrumpir la cotidianidad. Era una crítica de la política, de la política en el sentido de representación política. ¿Qué sucedió después? A mí la palabra traición no me gusta, porque tiene un contenido muy psicológico, y es más complejo que esto… pero en mi caso, fue la segunda vez que me ocurría algo parecido. Ya había visto, a comienzos de la democracia, compañeros que habían estado a nuestro lado y que entraban a las instituciones…  parecía como si se olvidaran de lo que habían vivido. Para decirlo suavemente.


¿Pero qué alternativa había a la política electoral y a entrar a las instituciones ante aquella ventana de oportunidad?


Sinceramente, no sé si había otro camino. Hay un dilema siempre en los movimientos de izquierdas, que es, o bien haces una política institucional, y por tanto una politización desde el Estado, podríamos decir, y por tanto defiendes reformas, a pesar de que yo pienso que el poder no deja espacio ni para reformas realmente verdaderas; o la otra posición, que es no entrar en las instituciones y acabar siendo autocomplaciente con la inutilidad de tu lucha. Sabes que tu lucha ha sido inútil, pero tú te mantienes muy puro. Todo lo que he escrito, todo lo que he pensado e intentado, es cómo atravesar este dilema.


Entonces, tú, en realidad, ante el clásico dilema de la izquierda entre reforma o ruptura, dirías que todas las opciones son malas.


Me niego a escoger siempre el “mal menor”. Por eso digo que se tiene que atravesar este dilema.


¿Cómo lo atravesaremos? ¿Tienes respuesta?


No, yo no tengo ninguna solución… pero la historia del movimiento obrero nos enseña que han existido muchos momentos en los cuales se ha intentado una síntesis entre la politización de la vida y una intervención política más amplía.


Políticamente e ideológicamente, ¿dirías que la izquierda (así en general y entendiéndola muy ampliamente) vive una época de derrota y resistencialismo? ¿O estamos a la ofensiva y en el camino de asaltar los cielos?


Estamos frente a un impasse. Lo resumo mediante una paradoja: “Lo que es políticamente posible no cambiará nada. Lo que verdaderamente podría cambiar algo es imposible políticamente”. Parece bastante indudable que las reformas propuestas por el reformismo (socialdemócrata o populista de izquierda) son ilusorias. Habría que añadir, además, una cosa: estamos en la época de las políticas identitarias (muchas con una base biológica) y de “lo políticamente correcto”, y a pesar de ser políticas necesarias, nos han conducido a un callejón sin salida. Por ejemplo la consigna: “Todo lo personal es político…” se ha convertido actualmente en una obviedad que ha perdido toda su fuerza. Evidentemente, no se trata de volver a la sociedad-fábrica ni de defender un universalismo vacío… pero sí de volver a poner la lucha de clases en el centro. Una lucha de clases que esté a la altura de las transformaciones sociales de hoy en día.


Para entender tu pensamiento y activismo político hay que detenerse en una cuestión clave: la enfermedad y, en general, tu lucha por querer vivir. ¿Qué enfermedad tienes, Santiago?


Hace ya muchos años empecé a encontrarme mal. Primero, no dormía bien, después el dolor de cabeza. Tengo lo que se denomina síndrome de fatiga crónica. Sensación de pérdida de memoria, de dolor por todo el cuerpo, de ansiedad y de insomnio… lo que los médicos denominan “la niebla matinal”. Se trata de una expresión poética maravillosa, pero que si lo sufres es terrible. Clara Valverde escribió un libro magnífico sobre estas enfermedades que tenía por título: “Pues tienes buena cara!” Porque, como también afirmaba ella, la gente que tiene fibromialgia o fàtiga crónica, llevamos la silla de ruedas dentro nuestro, y no se ve.


Decías en tu libro Hijos de la noche, que querías explicar “lo que le pasa a mi cabeza”, “el dolor que no me deja vivir”, “porque la noche está en mí”… ¿Por qué decidiste explicarlo?


Yo no quería explicar mi historia personal. Esto no tendría ningún interés. Pero exponer mi sufrimiento me permite ir más en allá del caso particular y empezar a poner las preguntas verdaderamente importantes: ¿qué relación existe entre la salud y la enfermedad? ¿Quién no está enfermo en esta sociedad? Y especialmente: ¿Se puede hacer de la enfermedad un arma?


¿Cuáles son, pues, para ti los malestares de esta época?


El diagnóstico de lo que yo tengo, es para mí también un diagnóstico de la sociedad. Esta sociedad nos hace enfermar y tritura nuestras vidas. He intentado pensar esto, no desde el lugar de la víctima, sino desde el lugar de aquel que dice, “yo no puedo más”. Pero la frase “yo-no-puedo-más” abre una puerta. ¿No crees?? El “yo-no-puedo-más” es la bifurcación que se abre ante ti: o te agarras a la cuerda que te estrangula, o te agarras a la cuerda que evita tu caída y puedes salir adelante.

La idea que subyace el “yo-no-puedo-más” a mí me parece un final. Pero, en cambio, tú crees que esto es como una rebelión. No lo entiendo.


Cualquiera que diga, “yo no puedo más” o “yo no soporto más esta sociedad”, es ya un rebelde: porque el que expresa su situación de enfermo es que no se quiere doblegar, que no quiere bajar la cabeza y someterse. Todo este tipo de enfermedades, desde la fatiga crónica o el simple cansancio hasta un cuadro de depresión o ansiedad, son enfermedades de la normalidad, o enfermedades del vacío. ¿Si no viviéramos en este mundo, tendríamos estas enfermedades? Lo que tienen en común es la desconexión. Yo me desconecto de este mundo. Pero ¿por qué nos desconectamos? Nos desconectamos porque no queremos estar metidos dentro de un movimiento continuo impulsado por esta máquina de matar despacio que es la sociedad. La sociedad nos va destruyendo, nos va minando, nos va exprimiendo. Y nos rebelamos. Yo aquí veo aquí, en esta rebelión, una extraña alegría.


Tenía un prejuicio al principio de la entrevista, quizás por culpa de otra gente que me hablaba de ti, creía que me encontraba ante un autor nihilista, pesimista, que hablaba de la muerte. Pero leyéndote finalmente he encontrado a un López Petit que, en realidad, está haciendo un canto a la vida. Defiendes, en tus escritos, el “querer vivir”, y escribes cosas como: “Pensar el querer vivir ha sido para mí la manera de seguir vivo”. Poéticamente hablas de, “hambre de hambre, sed de sed”. ¿Eres un optimista en realidad?

 

No soy optimista ni pesimista, porque el que está en una lucha no se plantea si es optimista o pesimista, o si hay esperanza o ya no. El lugar desde donde miro el mundo no es desesperanzado. No, no, no. Es desesperado. Desesperado es otra cosa.


¡Vaya! ¿Qué diferencia hay?


Si tú miras el mundo hoy, o tienes una mirada desesperada, o eres un cínico. La guerra es la nueva centralidad. En la actualidad hay más de cien guerras en el mundo y, además, estamos viendo como surgen nuevas potencias nuevas militares, paramilitares o económicas que quieren disputar el poder a los Estados Unidos. Y esto solo es la superficie. Vivimos en un sistema basado en la violencia, la que se ve, y la que no se ve. Te pongo un ejemplo: aquí en Barcelona, en el barrio de Gracia se han puesto de moda los talleres de cerámica, hay un montón, y la gente suele decir que va a hacer cerámica porque así se encuentra a sí misma. Pues, bien, esto es una estupidez. Van para no ver el mundo, para evadirse. Para… escapar de la realidad.


Sin embargo, escribiste, un libro después de un hecho sobrecogedor como fue la muerte por suicidio del activista social barcelonés, Pablo Molano. Lo titulaste El gesto absoluto.


No me interesa el suicidio como lugar reflexivo. No soy un existencialista, ni pienso que la vida sea absurda. Me interesa el querer vivir. El querer vivir es lo que he intentado pensar siempre. Casi todos los subtítulos de mis libros hacen referencia al querer vivir. Y es cierto, Pablo Molano, que había sido estudiante y amigo mío, un día decidió suicidarse. Ante el inmenso vacío que se produjo, creí que tenía que hacer algo. No deseaba preguntarme por el motivo de su suicidio. Lo que yo quería era intentar contestar: ¿qué nos dice su suicidio, a la gente que estamos vivos. A los supervivientes. Por eso intento pensar el suicidio como un fracaso colectivo, y a la vez, como una herida abierta que nos hace pensar, que nos hace pensar sobre este mundo.


Volvemos al punto anterior: así, pues, ¿cómo se atraviesa la sociedad del malestar o de la enfermedad? ¿cómo se impulsa la resistencia o la rebelión?


El primer paso es politizar la vida, politizar la existencia, y esto no tiene nada que ver con hacer política. Es decir, no es apuntarse a un sindicato, o a un partido, o una cosa así. No tiene nada a ver. La política, hoy, satura la realidad y, de hecho, la política es una de las maneras más sofisticadas de despolitizar. ¿Qué seria, pues, politizar la existencia? Politizar la existencia seria atreverse a hacer de tu imposibilidad de vivir, de tu “yo no puedo más”, un desafío. Decir “yo no seré una pieza de esta máquina de movilización”, seré una anomalía. Politizar quiere decir yo seré una anomalía, es decir, una vida rota, pero que persiste y se rompe porque no acepta lo que hay y se rompe como manera de desafiar.


Buff, a ver, explícamelo algo mejor, por favor, para que yo lo entienda…


Hace unos días fui a comprar a una panadería, y la señora que estaba atendiendo se echó a llorar. Tenía un ataque de ansiedad y tuvo que dejar su trabajo. ¿Cuánta gente está en una situación parecida? Muchas vidas se aguantan con hilos. Somos vidas rotas. Vivimos dentro del vientre de la bestia, llámalo la Vida en mayúscula, o el sistema capitalista. Lo fundamental es que somos nosotros mismos quienes, viviendo, alimentamos a la bestia. Por tanto, para matar la bestia, hay que salir de su vientre. Y, para salir, de alguna manera, tendrás que hacerte daño. Atravesar la noche produce daño, y sobre todo, produce daño a los que más quieres.


Claro, y nadie se quiere hacer daño, nadie quiere arriesgarse a perder lo poco que tiene, para salir del vientre de la bestia…


Cierto, pero esa es la única manera de tener aire, de poder respirar…


Por qué hablas de una Vida en mayúscula y de una vida en minúscula? Tú hacías una reflexión en el libro: “En este mundo simulado es imposible vivir. No vivimos, tenemos una vida. Tenemos una vida que debe ser rentabilizada”. ¿Así alimentamos la bestia?


A raíz de la pandemia de la Covid-19, el Estado nos dijo: “Tenemos que salvar la vida y para salvar la vida os encerramos en casa”. La pregunta que me hacía aquellos días era: “Salvar la vida? ¿Qué vida quieren salvar?” Querían salvar la Vida en mayúscula, es decir, la economía, el capital, las estructuras económicas y políticas. Tener una vida no quiere decir vivir. Tener una vida hoy día quiere decir trabajar para hacerla rentable. No vivimos, tenemos una vida. Y además estamos encadenados a una deuda permanente. Cómo si tuviéramos que pagar algo. Somos esclavos, aunque de una manera sofisticada. Antes la sujeción se ejercía mediante una sociedad disciplinaria. Ahora no. Ahora la proclama culpabilizadora dice: “¡Eres libre! Las oportunidades están delante tuyo. ¡De ti depende que las aproveches!”

No hay escapatoria, ¿pues?


La lucha tiene que ser contra esta Vida en mayúscula, para arrancarle la vida. Tenemos que interrumpir la máquina, es decir, dejar de ser los terminales, hacerse incontables, no visibles, o sea, no codificables. Y este es el gran peligro para el poder, que no sabe lo que hay en los agujeros negros. La dicotomía actual está entre ser un terminal del algoritmo, una pieza de la máquina de movilización, o una anomalía. Tenemos que escoger y lo hacemos cada día. Ahora bien, si eres una anomalía, lo pagarás. Lo pagarás, por ejemplo, con estas enfermedades de la normalidad, con un gran malestar, con la pobreza, o con la marginación. Pienso que una alianza de amigos puede ayudar a vivir, pero ciertamente no es suficiente si es autorreferencial y no piensa el problema de la coyuntura y de la mayoría. No es suficiente una ética del querer vivir; necesitamos una política del querer vivir. La cuestión fundamental para mí es la siguiente: ¿cómo hacer que la fuerza de dolor se encuentre con la fuerza del anonimato? Esta cuestión es la que intento plantear en el libro Tiempos de espera. Marx, Artaud y la fuerza de dolor y que quisiera terminar este año.


El odio del querer vivir es una expresión que repites a menudo en tus libros. Al principio me costó entenderlo, la verdad. Llegas a decir: “El odio a la vida es la llama que enciende el fuego”. ¿Cómo puedes odiar la vida?


Si tú no odias tu vida, ¿Cómo la cambiarás? Es decir, odiar tu vida significa establecer una demarcación: esto lo quiero vivir, esto no lo quiero vivir. Y yo siempre digo, la Vida en mayúscula te pasa lista cada día. Te miras al espejo y te preguntas: ¿Por cuánto dinero me vendo hoy? Hay un odio que no te lleva al suicidio, a la muerte, y que tampoco es resentimiento. No es odio al otro, es un odio liberador. De hecho Marx ya hablaba del odio de clase. Si no hay un odio de clase, ¿cómo puedes cambiar la sociedad? Hay que odiar esta vida que nos cierra y, es necesario “hacer del querer vivir un desafío”. Al final del mi libro Hijos de la noche, hay esta frase: “Pero me agarro con todas mis fuerzas a esta puta vida tan hermosa”. Pues bien, para poder escribir esto, he tardado cuarenta años y cientos de páginas. Aquí se condensa todo: la vida, el querer vivir, y su relación.


En tu libro Amar y pensar, defiendes que “amar, pensar y luchar son los tres gestos radicales”.


Una vida política es aquella que se basa amar, pensar y luchar. Y con esto basta. Contra las filosofías vitalistas que exaltan la vida… lo que planteo es una lucha a muerte con la Vida en mayúscula. Para provocarla, para arrancarle un poco de vida. Esta exacerbación es lo que te posibilitará amar, pensar, y resistir. Si no estás dispuesto a sacudir tu vida, nunca podrás amar, pensar, ni resistir… En este sentido amar es de valientes porque quiere decir compartir tu querer vivir con un extraño que tiene que permanecer siempre extraño.

Fuente: https://lobosuelto.com/si-no-odias-tu-vida-como-la-cambiaras-entrevista-a-santiago-lopez-petit-sergi-picazo/

 

jueves, 22 de agosto de 2013

SANTIAGO LÓPEZ PETIT: “EL PENSAMIENTO NO SIRVE PARA LUCHAR, SINO QUE ÉL MISMO ES LUCHA”

PUBLICADO POR ACUARELA ON DOMINGO, 28 DE ABRIL DE 2013


HECHIZOS
Los hechizos son los dispositivos de poder que se hacen cargo del mundo –salud o educación, lenguaje o pensamiento, seguridad o relación con la naturaleza- en nuestro nombre y por nosotros. Nos fascinan y paralizan, convirtiéndonos en víctimas dispensadas de pensar y creer, irresponsables. Canalizan nuestro malestar, a menudo contra un chivo expiatorio, pero no dan ninguna respuesta de verdad a los problemas de fondo. De hecho, ocultando sus condiciones, debilitando nuestras capacidades y bloqueando toda posibilidad de transformación, los hechizos preparan en realidad nuevos desastres.


  

Versión completa de la entrevista a Santiago López Petit aparecida el lunes 26 de octubre de 2009 en el diario Público.


Santiago López Petit es profesor de filosofía en la Universidad de Barcelona (UB). Militante de la autonomía obrera en los años 70, hoy es uno de los impulsores de Espai en Blanc, una iniciativa a la vez filosófica y política. Acaba de publicar su último libro La movilización global. Breve tratado para atacar la realidad (ed.Traficantes de Sueños).

Platón decía que el pensamiento es como el viento: no se puede ver, pero es capaz de sacudir la realidad. ¿Por dónde sopla hoy ese viento? ¿Cómo avivarlo en nosotros mismos? ¿Quién y cómo lo pretende cercar?

Afirmas que pensamos siempre bajo coacción, ¿qué significa eso?

Contra lo que dice el sentido común pensar no consiste en el funcionamiento de una facultad que sería innata al hombre. Pensar no tiene nada que ver con sentarse y esperar -aunque tampoco trabajar- hasta que uno le venga alguna idea. Pensar es una actividad forzada, un funcionamiento llevado al límite del propio pensamiento. Pensar es sacar pensamiento del propio pensamiento. Y lo que nos fuerza a hacerlo es la propia vida. Querer vivir nos obliga a pensar. Pensar es por tanto un gesto radical que tiene que ver más con la insensatez que con el asentimiento. Y es un gesto radical porque antes que nada consiste en interrumpir la normalidad, es decir, esa movilización total en la que estamos insertos y que llamamos vivir. Pensar es, pues, interrumpir el sentido común, agujerear la realidad, destruir el manto de obviedad que la protege, en definitiva, abrir espacios de vida. En tanto que gesto radical es una actividad práctica, que justamente por eso tiene que desdoblarse en dos planos. En un primer plano, pensar es ese pensar contra el pensar, esa actividad crítica que lleva a hundir toda seguridad, a erosionar todo horizonte. En un segundo plano, pensar se plasma en una estrategia de objetivos, o sea, en la formulación de unos objetivos concretos. No es suficiente afirmar que tenemos que atacar la realidad, debemos dotarnos de las armas y de las estrategias para poder hacerlo. Mantener unidos ambos planos es verdaderamente difícil porque su relación es totalmente paradójica. Pero esa paradoja ¿no es la del pensar mismo? Pensar, ¿no es una actividad forzada y, a la vez, la más libre?

Con el fin de un mundo dividido en bloques (1989), la derrota del movimiento obrero, acontecimientos como el 11-S, la realidad parece haberse vuelto confusa, indescifrable, deforme. Para pensarla, algunos hablan de “complejidad” o “sociedad líquida”. Por tu parte, propones otros conceptos como “multirrealidad” o “gelificación”. ¿Qué nos permiten pensar esos conceptos? ¿Tienen que ver con los de “complejidad” o “sociedad líquida”? ¿Es el tuyo un discurso posmoderno?

El concepto de complejidad, más allá de algunos aciertos de la teoría general de sistemas, se ha convertido con el tiempo en la gran coartada. ¿Cómo vas a pretender transformar una realidad que se ha hecho tan compleja que ni siquiera llegamos a entenderla? Por su parte con la metáfora de la “sociedad líquida” ocurre algo parecido. Se trata de un término positivo que como el mismo Bauman reconoce ha perdido el momento negativo y crítico, lo que imposibilita cualquier análisis anticapitalista. Mi punto de partida es completamente diferente. Yo no quiero describir la realidad. Yo quiero cambiarla. Lo que significa que la realidad se me pone como problema político, no como un objeto de conocimiento. Las categorías que he introducido (multirealidad, espacio-tiempo global, gelificación…) son diferentes maneras de abordarlo. Ciertamente, el discurso postmoderno en su mejor formulación supo constatar algunas transformaciones de la realidad: su devenir evanescente, su devenir simulacro… aunque olvidó el núcleo duro de la cuestión. La realidad se dice de muchas maneras pero justamente porque “la realidad es la realidad”. Y la realidad es tautológica porque es enteramente capitalista. En la actualidad, y como resultado de un proceso histórico en el que la desarticulación del movimiento obrero ha sido una pieza fundamental, la realidad se ha hecho plenamente capitalista y no queda nada fuera de ella. Esa realidad (capitalista) que se nos impone como problema político se muestra simultáneamente como abierta y cerrada, como plural y única… pero sobre todo como una realidad postpolítica. La realidad es esencialmente despolitizadora por dos razones fundamentales: 1) Porque en tanto que multirealidad emplea el desorden como un factor de orden, y lo hace multiplicando sus dimensiones. 2) Porque el cierre de la realidad, lo que permite que la realidad se autopresente como tal, es la propia obviedad. Con ello cambia el estatuto de lo político, pero no sólo ya que la concepción tradicional de la politización se viene también abajo. Por eso es tan difícil de atacar la realidad. Sin antagonismo que es reducido a ruido de fondo, sin preguntas ya que reina la obviedad… y, sobre todo, por el hecho mismo de que sencillamente viviendo la reproducimos. La realidad, nuestra propia vida, se ha convertido en nuestra cárcel.

Recuperas un concepto muy problemático a día de hoy como es el de verdad. Afirmas que el pensamiento es un asunto de verdades, ¿a qué te refieres?

Esa realidad que se nos impone como única y sin afuera, como plenamente tautológica no es más que la verdad del capital. Digámoslo claro. La verdad del capital es la que ha triunfado y frente a ella no hay en estos momentos alternativa alguna. La verdad del capital ha triunfado porque puede organizar el mundo. Sólo hay que ver lo que sucede en relación a la crisis actual. Nadie es capaz de poner en el centro del debate la necesidad de una verdadera transformación social. Sólo se oyen las propuestas cínicas de reformular las bases éticas del capitalismo, desde Sarkozy a los intelectuales que sostienen el statu quo. Mi respuesta a tu pregunta es entonces: ¿cómo se combate una verdad sino es desde otra verdad? Si quieres lo puedo formular de una manera menos provocativa. Esa realidad a la que simplemente he intentado aproximarme está atravesada por una profunda crisis de sentido. Esta crisis de sentido remite al hecho de que el sentido del mundo es uno solo. ¿Por qué? Porque existe un único acontecimiento que da sentido al mundo, ese acontecimiento es el desbocamiento del capital, lo que de una manera aproximada podríamos llamar la globalización neoliberal. Cuando el sentido es único hay necesariamente una crisis de sentido, ya que el sentido siempre es plural. Evidentemente esta crisis de sentido tiene una lectura conservadora (crisis de valores, crisis de autoridad…). Lo que me interesa destacar es que la mayor parte de las propuestas críticas intervienen aquí intentando proponer un sentido a esta crisis. Desde un nuevo relato emancipador, a la diseminación, pasando por un pragmatismo desencantado… Pues bien, yo creo que sólo la verdad –una verdad que nace en la experiencia de lucha y del compartir –puede sacarnos de la crisis de sentido e incidir sobre la realidad. La verdad entendida como desplazamiento o interrupción del sentido común y de la realidad obvia.

¿Podrías dar algún ejemplo?

Si en lugar de autoestima hablamos de dignidad abandonamos el ámbito de los libros de autoayuda -que en el fondo siempre plantean un pacto cobarde con la vida- por una posición desafiante; si en lugar de participación hablamos de implicación, abandonamos una problemática interna al poder por una posición crítica respecto del poder, etc. La verdad es el desplazamiento. Más exactamente, la verdad se produce en el momento del desplazamiento.

En cada uno de tus libros palpita la voluntad de ligar pensamiento y transformación social, ¿en qué consiste ese vínculo para ti?

Es lo que intento. Cuando se vincula pensamiento y transformación social –y digo “cuando” porque en la actualidad no es lo habitual– se hace de un modo exterior. El pensamiento tiene que servir para impulsar un cambio social. El pensamiento se asemeja entonces a una especie de caja de herramientas en la que los movimientos sociales buscarían instrumentos para luchar. Las ciencias sociales, en el fondo, respondían a este modelo. Me atrevería a afirmar que eso no es auténtico pensamiento. El pensamiento no sirve para luchar sino que él mismo es lucha. De otra manera: ¿qué clase de pensamiento sería aquél que no hiere a quien lo produce a la vez que actúa hiriendo la realidad? Si vivir es luchar con la vida, si toda transformación social es, en última instancia, esa misma lucha contra esa vida cárcel que nos encierra en lo que somos, entonces está claro que no existe ningún vínculo entre pensamiento y transformación social. No existe ningún vínculo porque no hay exterioridad alguna. Las ciencias sociales, por el contrario, o han negado simplemente la transformación social o bien han extremado esa separación. Así ha empezado su decadencia. La disminución progresiva de los estantes dedicados a la sociología en las librerías, la lectura en tantas ocasiones aburrida de sus tratados… El destino de las ciencias sociales ha acabado siendo a menudo el de ofrecer metodologías para realizar los informes que las instituciones oficiales piden. Evidentemente, entonces ya no se puede hablar de pensamiento.

Dices en algún sitio que el pensamiento está “asediado y desactivado”. ¿Por medio de qué tipo de mecanismos y dispositivos, cómo funcionan, qué efectos pretenden y obtienen? ¿Qué relación hay entre capitalismo e ideas?

El pensamiento está asediado en la escuela donde se formatean las mentes de los niños para adaptarlos a las necesidades del mercado. Pedagogos y psicólogos rivalizan en vaciar la enseñanza de contenidos (históricos, sociales…) y reducirla a puro formalismo: aprender a aprender. En la universidad, la privatización y la mercantilización determinan las materias impartidas y la investigación misma. Ya no se forma sino que se capacita, se invierte en recursos humanos. En los medios de comunicación hace tiempo que las figuras del experto y del “opinólogo” han barrido cualquier atisbo de pensamiento. Así podríamos seguir. Este proceso de neutralización del pensamiento es tan generalizado y tan articulado que desde Espai en blanc hemos querido analizar cómo funciona. Pero hemos querido hacerlo desde una posición activa. Por eso hemos empezado a hablar de combate del pensamiento. El combate del pensamiento no sería la reivindicación de un pensamiento esencialista ni tampoco la figura del intelectual de la cual abominamos, sino que consistiría en replantear en la actualidad lo que era la antigua lucha ideológica. En la multirealidad no existe una ideología dominante en el sentido clásico. La conocida frase de Marx (“las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época”) tiene que rescribirse. Se podría decir que no existe ideología dominante cuando toda la realidad se ha convertido en ideológica. Eso es lo que significa la tesis de que la realidad y el capitalismo coinciden. En este sentido, la ideología dominante no sería tanto un contenido específico, como un conjunto de estrategias de activación/desactivación de las ideas en función de la propia reproductibilidad de la realidad. Estas estrategias que, en última término, remiten al modo de funcionamiento de la multirealidad, pueden clasificarse por lo menos en tres tipos: 1) Estrategias de banalización. Por ejemplo, lo ocurrido con la idea de “lo trágico” que en Nietzsche poseía un carácter subversivo y que en la actualidad se ha convertido en banal y ridícula. 2) Estrategias de tergiversación. El caso más dramático es el uso de los conceptos promovidos por Deleuze y Guattari en su libro Mil Mesetas y que el ejército israelí estudia para mejor combatir al enemigo palestino. 3) Las estrategias de apropiación. Por ejemplo, el término sociedad del espectáculo que Debord introdujo con una voluntad crítica es reclamado por la propia sociedad capitalista para definirse ella misma. Analizando estas estrategias concretas ciertamente se constata que las ideas (afectos, saberes…) funcionan para el capital, pero hay que ir más allá de los ejemplos anteriores de captura, e incluso de un modelo economicista de comprender el capitalismo. Desde nuestra perspectiva diremos que las ideas no son libres (y, por tanto, no pueden ser instrumentos de liberación) porque están sujetas a la movilización global. Ellas mismas son el motor y el efecto de esta movilización por lo obvio que se confunde con nuestro vivir y que construye la realidad.

¿Y cómo podemos volver a hacer peligrosas las ideas?

Creo que la pregunta no está bien planteada. Una idea, si verdaderamente es ya una idea, necesariamente es peligrosa. La movilización global ha realizado plenamente la crítica del mundo de las ideas que Platón oponía al mundo terrenal. La realidad no es un mero reflejo de las ideas sino que las ideas están plenamente en ella y la conforman. No existe ningún mundo trascendente, tan solo este mundo nuestro en el que vivimos. La obviedad dice (y es también la explicitación) el hecho de que las ideas pertenecen a la realidad, y a la vez, el proceso que las lleva a ser la realidad. Obviedad es el término con el que califico el devenir material de la ideología, la génesis de esa realidad ideológica de la que las ideas forman parte. El objetivo es entonces claro: hay que liberar las ideas y convertirlas en fuerza material. Las ideas, nuestras ideas son armas porque una sola idea -en ella misma- es ya una victoria contra la obviedad. Una sola idea puede agujerear la obviedad. Porque una idea no es más que la verdad misma que insiste en el tiempo. Una idea es la propia verdad cuando abre vías de agua en la realidad. Una idea no es, en absoluto, una construcción mental, una idea es el propio combate por liberar la idea de su sometimiento a la movilización global. Sabemos que únicamente las ideas libres pueden liberarnos. Lo que jamás hay que olvidar es que detrás de una idea se alza siempre el grito colectivo de “¡aquí estamos!”. Una idea no se comunica ni requiere propaganda para propagarse. Detrás de una idea existe siempre una palabra que se toma, una toma de palabra desde un nosotros que empieza a hablar.

Te implicaste el año pasado en la lucha contra el Plan Bolonia como profesor de la UB. ¿Cómo amenazaba Bolonia el espacio en el que se desenvuelve tu trabajo diario? ¿Qué te aportaron las movilizaciones anti-Bolonia?

Sí, me impliqué cuando el festival de la hipocresía empezó a dejar paso a acciones más concretas cómo ocupar la universidad. Me refiero a la ocupación de la UB por parte de algunos profesores, PAS… como respuesta al violento desalojo por parte de la policía del Rectorado también ocupado desde hacía meses. Fue interesante ver cómo la población primero reticente, ante la brutal represión, empezó a apoyarnos. La figura del estudiante quedó totalmente estallada, y sirvió como excusa para que miles de personas acudieran a una de las manifestaciones más impresionantes de los últimos tiempos. Impresionante por la cantidad de gente y por su larguísima duración. Desde el movimiento contra la guerra no había visto salir gente a los balcones a aplaudir, o que los coches celebraran el paso de los manifestantes. El malestar acumulado existente en una ciudad inhabitable que cada vez más es una vitrina para los turistas, encontró en el “movimiento estudiantil” una posibilidad de expresión. Pero una de las experiencias más interesantes creo que fue la Universitat Lliure que se formó en la Universidad de Barcelona (Raval). Surgida de la asamblea de facultades, aunque con voluntad de autonomía, supo entender perfectamente la limitación del discurso político militante. A partir del eje central “crítica de la fragmentación del saber” organizó actos en los que ganar un espacio en la propia universidad, en la calle… se convirtió ya en un desafío a las autoridades. Porque de lo que se trataba, antes de nada, era de irrumpir en la aparente normalidad y hacerlo con el máximo nivel de exigencia intelectual. Las intervenciones de muchos estudiantes tuvieron muchísimo más nivel que el que es habitual en los cursos.

A nivel más general, ¿es el aula para ti un espacio diario de lucha?

Yo cada vez que voy a clase me extraño de que me paguen por ello. A veces pienso que debería ser yo el que tendría que pagar. Me acuerdo de mi época de químico escondiéndome en el water para poder leer el Zaratustra de Nietzsche. Me parece increíble que las clases puedan constituir un pequeño laboratorio donde pongo a prueba lo que voy pensando. En este sentido, no definiría el aula como un espacio de lucha sino como un espacio de exposición. Dar clase es exponerse y ese es el verdadero desafío. Exponerse, semana tras semana, a tener algo que decir. Algo que haga pensar y conmueva. Exponerse, también porque para mí dar clases no puede dejar indemne.

El amplísimo seguimiento público de cada intervención de Agamben, Negri, Badiou, Butler, Ranciére, Sloterdijk o Zizek -que recuperan términos tan polémicos como “comunismo”- nos habla seguramente de que se está dando una búsqueda en lo social de preguntas más allá de lo obvio (la democracia-mercado como único contexto posible de la vida en común). Sin embargo, a la vez, quizá paradójicamente, se diría que la figura del intelectual como “Gran Vigía” está en crisis: la inteligencia colectiva diseminada en luchas y redes sociales tiene su propia capacidad para plantear problemas y crear respuestas. ¿Estás de acuerdo con esta descripción de situación? ¿Cómo sitúas entonces tu papel como “filósofo militante” en ese contexto?

Estoy de acuerdo en que la figura del intelectual comprometido ha pasado a un segundo plano. Evidentemente esta pérdida de centralidad tiene que ver con transformaciones sociales más generales (desarticulación política y social de la clase obrera etc.). Su lugar, sin embargo, lo ha ocupado un nuevo tipo de intelectual: el intelectual mediático que incluso presume de compromiso con la democracia. Estoy pensando, por ejemplo, en Vargas Llosa o en Bernard Henry-Levy. Estas figuras que son directamente portavoces del capital, y que en cambio pretenden darnos lecciones de compromiso ético, me resultan repugnantes. Por supuesto, que tampoco reivindico al antiguo intelectual marxista. La verdad, nunca me interesó la figura del intelectual. Mi primer libro escrito junto con J. A. Díaz fue Crítica a la izquierda autoritaria en Catalunya 1967-1974 que se publicó en Ruedo Ibérico, evidentemente con pseudónimos. El libro era una crítica práctica y vivencial a la figura del intelectual crítico que se pretende – como buen leninista – dirigente político del movimiento obrero. Fue el libro de Ruedo Ibérico más silenciado, tanto por la dictadura como por la izquierda entonces clandestina. El término que me propones de “filósofo militante” me resulta un poco extraño. Por un lado, porque nunca me atrevería a firmar filósofo, a lo sumo profesor de filosofía. Por otro lado, porque la concepción tradicional de la militancia política es completamente insuficiente en la actualidad. Es lo que he tratado de probar al hablar de qué es pensar. La militancia debe reinventarse cuando la dimensión política no está dada en la realidad, sino que tiene ser efecto de una politización. En definitiva, si la politización es existencial – mejor dicho sólo puede ser existencial – ¿qué sentido tiene seguir manteniendo el concepto de militancia? Entonces quizás habría que hablar de “militancia de la vida” Y, sin embargo, confieso que su inactualidad casi lo hace atrayente.

Se habla de un “impasse” de las luchas sociales de base a nivel global, tras la caída del movimiento antiglobalización, el fin del “no a la guerra”, la (relativa) institucionalización de las luchas antineoliberales en América Latina. ¿Estás de acuerdo en ello? ¿Cómo se puede entonces seguir pensando políticamente en ausencia de luchas?

En un reciente viaje a la Argentina gracias a los amigos del Colectivo Situaciones pude conocer personalmente al filósofo argentino León Rozitchner que había estudiado en Francia con Merleau-Ponty. De él he aprendido una frase que resume bien lo que me gustaría decir: “Cuando un pueblo no lucha, la filosofía no piensa”. Así es. Las ideas que verdaderamente cambian el mundo no salen de la cabeza genial de alguien, sino de prácticas sociales que son necesariamente colectivas. En el plano individual, como afirmaba Lukács, sólo te queda la posibilidad de golpear tu cabeza contra la pared hasta que salten chispas. Esta tarea no es simplemente intelectual contra lo que pudiera creerse, sino que implica aprehender en uno mismo el malestar que es social. Porque esta es la cuestión que quizás tu pregunta oculta. Efectivamente estamos en un impasse: la intervención política que persigue una auténtica transformación social parece bloqueada. Ausencia de lucha abierta no significa, sin embargo, ausencia absoluta de resistencia. Hoy día hay un malestar social difuso que arranca de la imposibilidad de vivir, de querer vivir y no poder hacerlo. Este malestar social latente estalla en las periferias de las ciudades cuando una provocación de la policía interviene. Y ese mismo malestar adopta formas tan terribles como el suicidio – casi treinta trabajadores se han suicidado en la empresa France Telecom este último año – como modo de resistirse a la reestructuración. Pensar, en ausencia de luchas abiertas, sería pensar en cómo politizar ese malestar que nos atraviesa, sabiendo que no hay ningún horizonte que nos espere. O dicho de otra manera: que la politización del malestar implica atravesar la impotencia – atravesarla es la única manera de salir de ella – y, al mismo tiempo, aprehender el malestar que es social como propio. Con todo lo que eso implica. Pensar políticamente, cuando los movimientos reales desfallecen, no es fácil.

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Dos entrevistas recientes (y más que recomendables) en torno al último libro de Santiago López Petit: