Emiliano
Zapata Salazar
Cuartel General del Ejército
Libertador en el Estado de Morelos, Marzo 17, 1919
Un sello que dice: República Mexicana.- Ejército
Libertador.
Cuartel General del Ejército Libertador en el
Estado de Morelos.
Al C. Venustiano Carranza.- México, D. F.
Como ciudadano que soy, como hombre poseedor del derecho
de pensar y hablar alto, como campesino conocedor de las necesidades del pueblo
humilde al que pertenezco, como revolucionario y caudillo de grandes
multitudes, que en tal virtud y por eso mismo he tenido oportunidad de
reconocer las reconditeces del alma nacional y he aprendido a escudriñar en sus
intimidades y conozco de sus amarguras y de sus esperanzas; con el derecho que
me da mi rebeldía de nueve años siempre encabezando huestes formadas por
indígenas y por campesinos; voy a dirigirme a usted, C. Carranza, por vez
primera y última.
No hablo al Presidente de la República, a quien no
conozco, ni al político, del que desconfío; hablo al mexicano, al hombre de
sentimiento y de razón, a quien creo imposible no conmuevan alguna vez (aunque
sea un instante) las angustias de las madres, los sufrimientos de los
huérfanos, las inquietudes y las congojas de la patria.
Voy a decir verdades amargas; pero nada expresaré a
usted que no sea cierto, justo y honradamente dicho.
Desde que en el cerebro de usted germinó la idea de
hacer revolución, primero contra Madero y después contra Huerta, cuando vió que
aquél caía más pronto de lo que había pensado; desde que concibió usted el
proyecto de erigirse en jefe y director de un movimiento que con toda malicia
denominó «constitucionalista»; desde entonces pensó usted, primero que nada, en
encumbrarse, y para ello, se propuso usted convertir la revolución en provecho
propio y de un pequeño grupo de allegados, de amigos o de incondicionales que
lo ayudaron a usted a subir y luego lo ayudasen a disfrutar el botín alcanzado:
es decir, riquezas, honores, negocios, banquetes, fiestas suntuosas, bacanales
de placer, orgías de hartamiento, de ambición de poder y de sangre.
Nunca pasó por la mente de usted que la revolución
fuera benéfica a las grandes masas, a esa inmensa legión de oprimidos que usted
y los suyos soliviantan con sus prédicas. ¡Magnífico pretexto y brillante
recurso para oprimir y para engañar!
Sin embargo, para triunfar fué preciso pregonar
grandes ideales, proclamar principios, anunciar reformas.
Pero para poder evitar que la conmoción popular
(peligrosa arma de dos filos) se volviese contra el que la utilizaba y la
esgrimía; para impedir que el pueblo, ya semilibre y sintiéndose fuerte, se
hiciera justicia por sí mismo, se ideó la creación de una dictadura, a la que
se dió el nombre novedoso de «dictadura revolucionaria».
Se encontró luego la fórmula apropiada; se
pronunciaron palabras sugestivas; eran precisas, indispensables, la unidad de
dirección y de impulso, la cohesión entre los revolucionarios, la rapidez para
concebir, la energía y la prontitud para ejecutar.
Todo eso, que no podrá tener cabida en una asamblea
deliberante, se otorgó a un solo hombre, que fué usted, y desde entonces fué el
único amo de las filas del constitucionalismo.
Para hacer triunfar las reivindicaciones
libertarias de la revolución, se necesitaba un dictador -se dijo entonces-. Los
procedimientos autocráticos eran inevitables para imponerse a una sociedad
refractaria a los principios nuevos.
En otros términos, la fórmula de la política
llamada constitucionalista, fué esta: «Para establecer la libertad hay que
valerse del despotismo.»
Sobre estos sofismas se fundó la autoridad de
usted, el absolutismo y la omnipotencia de usted.
¿Cómo y de qué forma ha hecho usted uso de esos
exorbitantes poderes, que habían de traer el triunfo de los principios?
Aquí es preciso, para no pecar de ligero, analizar
con calma y pasar revista retrospectiva a los hechos desarrollados durante la
ya bien larga dominación de usted.
En el terreno económico y hacendario, la gestión no
puede haber sido más funesta.
Bancos saqueados; imposiciones de papel moneda, una,
dos o tres veces, para luego desconocer, con mengua de la República, los
billetes emitidos; el comercio desorganizado por estas fluctuaciones
monetarias; la industria y las empresas de todo género, agonizando bajo el peso
de contribuciones exorbitantes, casi confiscatorias; la agricultura y la
minería pereciendo por falta de garantías y de seguridad en las comunicaciones;
la gente humilde y trabajadora, reducida a la miseria, al hambre, a las
privaciones de toda especie, por la paralización del trabajo, por la carestía
de los víveres, por la insoportable elevación del costo de la vida.
En materia agraria, las haciendas cedidas o
arrendadas a los generales favoritos; los antiguos latifundios de la alta
burguesía, reemplazados en no pocos casos, por modernos terratenientes que
gastan charreteras, kepí y pistola al cinto; los pueblos burlados en sus
esperanzas.
Ni los ejidos se devuelven a los pueblos, que en su
inmensa mayoría continúan despojados; ni las tierras se reparten entre la gente
de trabajo, entre los campesinos pobres y verdaderamente necesitados.
En materia obrera, con intrigas, con sobornos, con
maniobras disolventes, y apelando a la corrupción de los líderes, se han
logrado la desorganización y la muerte efectiva de los sindicatos -única
defensa, principal baluarte del proletariado en las luchas que tiene que
emprender por su mejoramiento.
La mayor parte de los sindicatos sólo existen de
nombre; los asociados han perdido la fe en sus antiguos directores, y los más
conscientes, los que valen, se han dispersado llenos de desaliento.
Hoy se trata, al parecer, de infundirles vida
nueva, pero con miras políticas (como siempre) y bajo la corruptora sombra del
poder oficial. Acabamos de ver mítines obreros presididos y «patrocinados» (!)
por un gobernador de provincia bien conocido como uno de los servidores
incondicionales de usted.
Y ya que se trata de combinaciones de orden
político, asomémonos al terreno de la política, en el que usted ha desplegado
todo su arte, toda su voluntad y toda su experiencia.
¿ Existe el libre sufragio? ¡Mentira! En la
mayoría, por no decir en la totalidad de los Estados, los gobernadores han sido
impuestos por el centro; en el Congreso de la Unión figuran como diputados y
senadores creaturas del Ejecutivo y en las elecciones municipales los
escándalos han rebasado los límites de lo tolerable y aun de lo verosímil.
En materia electoral, ha imitado usted con maestría
y en muchos casos superado a su antiguo jefe Porfirio Díaz.
Pero ¿qué digo? En algunos Estados no se ha creído
necesario tomarse siquiera la molestia de hacer elecciones. Allí siguen
imperando gobernadores militares impuestos por el Ejecutivo Federal que usted
representa, y allí continúan los horrores, los abusos, los inauditos crímenes y
atropellos del período preconstitucional.
Por eso decía yo al principio de esta carta, que
usted llamó con toda malicia, al movimiento emanado del Plan de Guadalupe,
revolución constitucionalista, siendo así que en el propósito y en la
conciencia de usted estaba el violar a cada paso y sistemáticamente la
Constitución.
No puede darse, en efecto, nada más
anticonstitucional que el gobierno de usted; en su origen, en su fondo, en sus
detalles, en sus tendencias.
Usted gobierna saliéndose de los límites fijados al
Ejecutivo por la Constitución: usted no necesita de presupuestos aprobados por
las Cámaras; usted establece y deroga impuestos y aranceles; usted usa de
facultades discrecionales en Guerra, en Hacienda y en Gobernación; usted da
consignas, impone gobernadores y diputados, se niega a informar a las Cámaras;
protege al pretorianismo y ha instaurado en el país, desde el comienzo de la
era «constitucional» hasta la fecha, una mezcla híbrida de gobierno militar y
de gobierno civil, que de civil no tiene más que el nombre.
La soldadesca llamada constitucionalista se ha
convertido en el azote de las poblaciones y de las campiñas. Según confesión de
los más altos jefes de usted (nada menos que el secretario de Guerra, José
Agustín Castro), la revolución se extiende y nuevos rebeldes aparecen cada día,
en gran parte debido a los excesos y desmanes de jefes sin honor y carentes de
todo escrúpulo, que, olvidando su carácter de guardianes del orden, son los
primeros en trastornarlo con sus crímenes y sus actos de vandalismo.
Esa soldadesca, en los campos, roba semillas,
ganados y animales de labranza; en los poblados pequeños, incendia o saquea los
hogares de los humildes, y en las grandes poblaciones especula en grande escala
con los cereales y semovientes robados, comete asesinatos a la luz del día,
asalta automóviles y efectúa plagios en la vía pública, a la hora de mayor
circulación, en las principales avenidas, y lleva su audacia hasta constituir
temibles bandas de malhechores que allanan las ricas moradas, hacen acopio de
alhajas y objetos preciosos, y organizan la industria del robo a la alta
escuela y con procedimientos novísimos, como lo ha hecho ya la célebre maffia
del «automóvil gris», cuyas feroces hazañas permanecen impunes hasta la fecha,
por ser directores y principales cómplices personas allegadas a usted o de
prominente posición en el ejército, hasta donde no puede llegar la acción de un
Gobierno que se dice representante de la legalidad y del orden.
Y, sin embargo, usted acaudilló a todos esos
hombres; usted, su Primer Jefe; usted sigue siendo el responsable ante la ley y
ante la opinión civilizada, de la marcha de la administración y de la conducta
del ejército, y sobre usted recaen esas manchas y a usted salpica ese lodo.
¡Con cuánta razón los gobiernos extranjeros no
tienen confianza en el de usted, y con qué justo motivo el de Francia se ha
negado a recibir al enviado constitucionalista, considerándolo como el
representante de una facción y no como el funcionario de un gobierno!
Las naciones extranjeras recuerdan la conducta de
usted durante el período del gran conflicto guerrero, y no tienen para usted
sino recelos, desconfianza y hostilidad.
Usted protestó ser neutral, y se condujo como
furioso germanizante; permitió y azuzó la propaganda contra las potencias
aliadas, protegió el espionaje alemán, obstruccionó y perjudicó el capital, los
intereses y las finanzas de los extranjeros hostiles al káiser.
Usted, con sus desaciertos y tortuosidades, con sus
pasos en falso y sus deslealtades en la diplomacia, es la causa de que México
se vea privado de todo apoyo por parte de las potencias triunfadoras, y si
alguna complicación internacional sobreviene, usted será el único culpable.
Usted ha orillado a nuestro país a la ruina en lo
económico, en lo financiero, en lo político y en el orden internacional.
La política de usted ha fracasado ruidosamente.
Usted ofreció y anunció que por medio de un régimen
dictatorial que disfrazó con el nombre de Primera Jefatura, haría la paz en la
República, mantendría la cohesión entre los revolucionarios, consolidaría el
triunfo de los principios de reforma.
La paz no se ha hecho, ni se hará nunca con los
procedimientos que usted emplea y con el desprestigio que sobre usted pesa. Los
revolucionarios, los de la facción constitucionalista, los que usted ofreció
unir, están cada vez más desunidos: así lo confesó usted en su último
manifiesto, y en cuanto a los ideales revolucionarios, yacen maltrechos,
destrozados, escarnecidos y vilipendiados por los mismos hombres que ofrecieron
llevarlos a la cumbre.
Nadie cree ya en usted, ni en sus dotes de
pacificador, ni en sus tamaños como político y como gobernante.
Es tiempo de retirarse, es tiempo de dejar el
puesto a hombres más hábiles y más honrados. Sería un crimen prolongar esta
situación de innegable bancarrota moral, económica y política.
La permanencia de usted en el poder es un obstáculo
para hacer obra de unión y de reconstrucción.
Por la intransigencia y los errores de usted, se
han visto imposibilitados de colaborar en su Gobierno, hombres progresistas y
de buena fe que hubieran podido ser útiles a México.
Esos hombres, esos intelectuales, esa juventud
pletórica de ideales, esa gente nueva, no mancillada, no corrompida ni gastada,
esos revolucionarios de ayer, se han apartado de la cosa pública llenos de
desencanto; esos jóvenes que se han iniciado en los grandes principios de la
revolución y sienten infinita ansia de realizarlos; esos enamorados del ideal,
que hoy llevan el alma impregnada de anhelo por un gobierno serio, honrado,
fuerte, impulsado por anhelos generosos y atento a cumplir los compromisos
contraídos en hora solemne.
Devuelva usted su libertad al pueblo, C. Carranza;
abdique usted sus poderes dictatoriales, deje usted correr la savia juvenil de
las generaciones nuevas. Ella purificará, ella dará vigor, ella salvará a la
patria.
Y si usted, como simple ciudadano, puede colaborar
en la magna obra de reconstrucción y de concordia, sea usted bienvenido.
Pero, por deber y por honradez, por humanidad y por
patriotismo, renuncie usted al alto puesto que hoy ocupa y desde el cual ha
producido la ruina de la República.
Nuevos horizontes se presentan para la patria. El
señor doctor don Francisco Vázquez Gómez, hombre conciliador y atingente,
antiguo y firme revolucionario, invita a la unión a los mexicanos, y ha
encontrado una fórmula de unificación y de gobierno, dentro de la que caben
todas las energías sanas, todos los impulsos legítimos, el esfuerzo de todos
los intelectuales de buena fe y el impulso de todos los hombres de trabajo.
Bajo esa nueva dirección se podrá hacer patria, se
fundará una paz definitiva, se reorganizará el progreso, se consolidará un gran
Gobierno de la unificación revolucionaria.
Y para allanar esa obra que de todas maneras habrá
de realizarse, sólo hace falta que usted cumpla con un deber de patriota y de
hombre, retirándose de lo que usted ha llamado Primera Magistratura, en la que
ha sido usted tan nocivo, tan perjudicial, tan funesto para la República.
Emiliano Zapata.
Fuente: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/carta-abierta-a-venustiano-carranza/