Sergio
Ramírez
Periódico La Jornada
miércoles 02 de noviembre de 2022
, p. 19
Los
libros que cambian para siempre la literatura no tienen siempre la suerte de
ser reconocidos por su trascendencia a la hora de publicarse, ni salen a la
calle en grandes tiradas. Azul,
de Rubén Darío, publicado en Chile en 1888, se imprimió en una modesta edición,
financiada por amigos del poeta; y despreciado por la prensa local, no estalló
como una novedad sino cuando don Juan Valera, sumo sacerdote de la crítica
entonces, le dedicó desde Madrid dos de sus Cartas americanas.
En
1922, hace ahora un siglo, se publicó en Lima Trilce, de César Vallejo, que cambiaría de manera
radical la lengua, y que corrió entonces una suerte peor que la de Azul. Para empezar con los
infortunios, Vallejo había recién salido de la cárcel de Trujillo, donde
escribió parte de los poemas del libro, preso por represalia política bajo la
acusación de incendio y saqueo en su pueblo natal de Santiago del Chuco.
Trilce
fue impreso en los talleres tipográficos de la Penitenciaría Central de Lima,
sufragado por el propio autor, que retiraba por parte los ejemplares en la
medida en que los iba pagando, para venderlos a tres soles cada uno, sin asomo
de éxito de público, ni tampoco de crítica. Los viejos, recuerda su
contemporáneo Luis Alberto Sánchez, lo calificaban de disparate, y los jóvenes
de mera pose.
Ya
impresos los primeros pliegos resolvió cambiar el nombre que había elegido, Cráneos de bronce, por el otro
tan luminoso de Trilce,
y resolvió también firmar con su propio nombre y no con el seudónimo de César
Perú, dos decisiones muy afortunadas. Trilce,
una invención absoluta, es el mejor nombre que pudo hallar para este libro tan
imprescindible como imperecedero.
Antenor
Orrego, decía en el prólogo: “César Vallejo está destripando los muñecos de la
retórica. Los ha destripado ya…ha hecho pedazos todos los alambritos
convencionales mecánicos”. Era cierto. Y Vallejo le escribió en una carta: “El
libro ha nacido en el mayor vacío… asumo toda la responsabilidad de su
estética… siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación
sacratísima, de hombre y de artista: ¡la de ser libre! Si no he de ser hoy
libre, no lo seré jamás”.
Trilce
era el puente de libertad que Vallejo tendía entre el modernismo, del que era
ejemplo postrero su libro anterior de 1919, Los
heraldos negros, y la vanguardia, que aún no existía como
movimiento.
Un
adelantado que descoyuntaba las palabras, trastocaba la sintaxis, creaba
neologismos, convertía los verbos en sustantivos, despellejaba el lenguaje
hasta dejarlo en carne viva, porque su propósito no era espantar a los incautos
con novedades provocadoras, un simple juego pirotécnico donde lo que importara
fuera el artificio, sino calcar sus amargas experiencias de vida, la soledad y
el sufrimiento. Un espejo oscuro en el que cada uno llegara a encontrar su
propia claridad, y con el que revelaba la pesadumbre de la intimidad: la muerte
reciente de su madre; una pena amorosa que pareciera de letra de bolero, porque
su amada se alejaba de él, enferma de tuberculosis; la injusticia de la cárcel
que no hacía sino revelar la injusticia social de un país estructuralmente
injusto.
El
atrevimiento desmedido, que después se vuelve herencia cuando entra en el caudal
incesante de la lengua, llama siempre al asombro, al descrédito, a la burla: La
simple calabrina tesórea / que brinda sin querer, / en el insular corazón, /
salobre alcatraz, a cada hialóidea grupada. / Gallos cancionan escarbando en
vano…
Y
las palabras buscan los entreveros de la infancia en el hogar desierto ya para
siempre, metido en los escondrijos del pasado. Aguedita, Nativa, Miguel, los
hermanos que se vuelve sombras en la memoria. Y acaban de pasar gangueando sus memorias / dobladoras penas, /
hacia el silencioso corral, y por donde / las gallinas que se están acostando
todavía, se han espantado tanto. / Mejor estamos aquí no más. / Madre dijo que
no demoraría. Dijo que no demoraría, y no volverá.
Ese
año de 1922 se publican otros dos libros capitales de la literatura universal: Ulises, de James Joyce, y La tierra baldía, de T. S.
Elliot. También, como Trilce,
son propuestas de ruptura incomprendidas, que se adelantan a su tiempo, y se
publican en ediciones escasas, entre múltiples dificultades.
Joyce
comentaba sobre La tierra baldía
lo mismo que se podría decir de su propio Ulises,
y así mismo de Trilce:
“Seguro que van a decir, como sé que lo dicen de mí, que carece de lógica. Pero
no se trata de hacer proposiciones lógicas… lo que el escritor tiene que hacer
hoy es trasladar emociones, y éstas tienen un componente irracional”.
Y
el propio Vallejo agrega sal a la misma herida: “La gramática, como norma
colectiva en poesía, carece de razón de ser. Cada poeta forja su gramática
personal e intransferible, su sintaxis, su ortografía, su analogía, su
prosodia, su semántica”.
Cerrad
aquella puerta que / está entreabierta en las entrañas de ese espejo, dice
Vallejo en Trilce. Y con eso lo dice todo.
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Fuente: https://www.jornada.com.mx/notas/2022/11/02/politica/trilce-una-puerta-en-las-entranas-del-espejo/