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jueves, 21 de noviembre de 2024

DE TROTSKY A KISSINGER Y DEMÁS MONSTRUOS: LA CRISIS DE LA IZQUIERDA

Publicado el 20 de noviembre de 2024 / Por Pepe Gutiérrez-Álvarez

Hubo un tiempo en el que el judaísmo aportó más que ningún otro grupo social de las izquierdas, bastaría citar el caso Dreyfus que, por cierto, tuvo también una lectura española. Y ello se debió sobre todo a unas circunstancias vitales que los alejaban del general conformismo y estimulaban un escepticismo y un espíritu abierto y crítico que está siempre en la base de la ciencia, del descubrimiento y del saber. Basta citar nombres de todos los campos de la actividad cultural y social, desde la literatura y las artes hasta la ciencia o la política, que todavía hoy nos sorprenden por su carácter visionario o iconoclasta. No hay más que registrar nombres como los de Karl  Marx, Lev Trotsky, Rosa Luxemburgo, Frank Kafka, Sigmund Freud, Adorno, Walter Benjamin, Émile Durkheim, Arnold Schönberg sin olvidar a Albert Einstein y un largo etcétera.

Ahora aquella modernidad se ha agotado en su trayectoria ulterior a la II Guerra Mundial, a la crisis general del estalinismo. Todos aquellos intelectuales que asociabamos con el pensamiento crítico, la disidencia, la subversión política o artística, han dejado lugar a otros que identificamos ya con el pensamiento conservador o el poder: de personajes como Raymond Aron, Leo Strauss y sobre todo Henry Kissinger, quizás el mayor monstruo humano de toda la historia. Aunque quedan todavía pensadores que siguen aquella honrosa trayectoria como el lingüista y analista político libertario Noam Chomsky, pero son una minoría frente a los intelectuales del poder: todos los de la escuela de Leo Strauss como Norman Podhoretz, Richard Perle, Paul Wolfowitz y otros que han ocupado puestos importantes en el Gobierno de Estados Unidos. Las luminarias de la izquierda insumisa como Manuel Sacristán o Daniel Bensaïd o la gran escuela marxista británica, acabaron minorizadas.

Tal como señala Enzo Traverso en su esclarecedora obra El final de la modernidad judía: historia de un giro conservador (Publicacions de la Universitat de València), el intelectual judío ya no es tampoco el paria que describió Hannah Arendt en los años cuarenta, sino que está bien situado en los ´think tanks´ ligados al poder: es un intelectual orgánico de la clase dominante, incluyendo la más adyecta como la de filiación sionista.

El derrumbe de los imperios multinacionales en 1918 y la propia transformación de las poblaciones tras el fin de la Segunda Guerra Mundial hizo que el cosmopolitismo judío sufriese una metamorfosis que llevó a muchos huérfanos de la llamada Mitteleuropa a buscar un sustituyo en el nuevo imperialismo atlántico, algo que resulta extensible a parte de la izquierda que en los años 30 sufrió la persecución del estalinismo, por cierto, bastante antisemita. El “Shoah” del pueblo judío bajo el nazismo ha hecho que una minoría que estuvo durante siglos estigmatizada ocupe hoy una posición única en la memoria del mundo occidental y sus sufrimientos sean objeto de una preocupación especial, pero también instrumentalizada, de una repetición infame que ha caído sobre todo sobre el pueblo palestino.

Por lo tanto, hoy no puede hablarse de antisemitismo como antes de esa gran tragedia y en la propia Alemania, la menor alusión antisemita podría poner en peligro la carrera de un político, explica el inexcusable Enzo Traverso. Tal es la sensibilidad en este tema en un tiempo que, por lo demás, buena parte de la vieja izquierda ha cambiado de bando. Basta por otro lado comparar por ejemplo el tratamiento ignominioso dado en su día al capitán Alfred Dreyfus, injustamente acusado de alta traición, que motivó el deslumbrante panfleto J´accuse, de Émile Zola, con el de Dominique Strauss-Kahn, el ex director general del Fondo Monetario de Desarrollo y candidato llamado socialista frustrado a la presidencia de Francia, y un ejemplo de ignominia machista. En otros tiempos, el escándalo sexual que protagonizó ese poderoso político, casado a su vez con una famosa y también rica periodista judía, habría dado lugar sin duda a una sucia campaña antisemita, algo que esta vez afortunadamente no sucedió.

Todo ello se debe a la profunda conciencia del daño irreparable infligido al pueblo judío, pero también a la propia existencia del moderno Estado de Israel, en el que el historiador Dan Diner ve un proyecto «teológico-político» que se ha apropiado de la ideología y el lenguaje de los nacionalismos europeos y «ha secularizado una historia milenaria que tiene como postulado la identidad entre un pueblo y una religión». Actualmente el racismo y el antisemitismo van hoy dirigidos sobre todo contra los árabes. No olvidemos que éstos son como los hebreos hijos del bíblico Sem. Y mientras que no sería ya tolerable un manual antisemita como La Francia Judía, de Édouard Drumont, su equivalente islamófobo como La rabia y el orgullo, de la periodista Oriana Fallaci, que en su día se convirtió en un best-seller mundial.

Anotemos con Enzo Traverso, algunos destacados intelectuales judíos como el francés Alain Finkielkraut, están inmersos en una batalla contra lo que ven como un nuevo tipo de racismo, el ´racismo antiblanco´, contra los efectos negativos del ´multiculturalismo´ y el ´oscurantismo musulmán, todo ello con una considerable campaña mediática desde una prensa domesticada en la que antiguos plumas incomformista se erigió en sumo sacerdote literario de un capitalismo sin oposición.

Desde finales del siglo pasado innumerables tránsfugas de la izquierda de origen judío y radical se han convertido en encarnizados defensores del neo-conservadurismo mientras que la nueva extrema derecha se dedica sobre todo a estigmatizar al Islam.

Y estas nuevas formas de racismo no se combaten con la misma energía y eficacia que la intolerable judeofobia, fenómeno hoy, con todo, más bien secundario y que lo sería todavía más si se pusiese el mismo empeño en resolver el conflicto israelo-palestino a la manera ya establecida por Henry Kissinger en Vietnam, Laos y Camboya.

Fuente: https://kaosenlared.net/de-trotsky-a-kissinger-y-demas-monstruos/

martes, 9 de enero de 2024

EL DEBATE SOBRE OCTUBRE Y LA URSS NO ACABARÁ NUNCA…

 


Publicado el 8 de enero de 2024 / 

Por Pepe Gutiérrez-Álvarez

 

Ya no se suele hablar del “fin de la historia” por más que estemos en una fase muy diferente a la que ocupó el “siglo corto”. El canon “totalitario· neoliberal según el cual ya no había más que hablar, se lo está llevando por delante la línea de desastres ecológicos y sociales que no dejan lugar para el optimismo, más bien todo lo contrario-

Desde este punto de mira conviene revisar la Historia del profesor Carr cobró en su momento nuevos relieves en un momento como el presente en el que con la reedición de la «guerra fría», la cuestión del comunismo y de la URSS ha recobrado sus añejas connotaciones demoníacas, y en la que -como ya ocurrió en los años cincuenta- una hornada de antiguos liberales izquierdista renegados se citan a la hora de descalificar como «muy sospechosa» una obra como la suya en la que se ve el perverso deseo de justificar la URSS, la actuación de un falso demócrata y científico a la manera de los viejos «compañeros de viaje» (categoría de la que formaron a veces la peor parte algunos de los anticomunistas más furibundos de la época), y lo en el mejor de los casos, de un «ingenuo optimista» ante las conquistas del sistema soviéticos. El propio Carr en una de sus contadas declaraciones públicas ha replicado con vigor estas acusaciones y ha subrayado su tras fondo /4.

Uno de los méritos incuestionables de Carr es de por sí la propia obra. Se trata, sin lugar a dudas, del trabajo más documentado y riguroso que se ha escrito hasta el momento sobre la formación de la URSS y su publicación marca un antes y un después en una bibliografía que por su amplitud sobrepasa a cualquier otro acontecimiento del siglo, y dentro de la cual el capítulo de los que merecen el olvido es muy superior a los títulos imperecederos. El mérito siguiente radica en el equilibrio analítico del autor, tiene su capacidad para no ceder a más presiones que las exigidas de su propia y exhaustiva investigación. Se puede hablar en este sentido de un tour de force gigantesco no sólo por la extrema amplitud de la empresa cuya complejidad desbordó el proyecto inicial de ocho volúmenes, sino también del esquema mental de un hombre que empezó su viaje como un conservador opuesto a la utopía revolucionaria y lo concluyó dominando una concepción de la historia renovada tal como se manifiesta en su obra teórica ¿Qué es la historia?, que «representó en su época un valiente ataque contra las ortodoxias de la «guerra fría» y durante dos decenios ha gozado de merecido renombre por ser la crítica más radical y accesible de los supuestos que subyacen en la práctica histórica ortodoxa. Es una mezcla rara de elegancia de viejo estilo y compromiso con el cambio revolucionario»/5.

El propio Carr estima en el prefacio de uno de sus volúmenes que todavía queda mucho por hacer, particularmente en lo que se refiere a los problemas de la política exterior soviética (no en vano su obra póstuma tiene como eje el VII Congreso del Komintern), sobre la que existe una inmensa documentación dispersa en los archivos de numerosos países (por ejemplo, todavía se está por escribir un estudio serio sobre el papel de la URSS en la España de los años treinta), sobre todo en los soviéticos que, como es sabido, tienen bloqueado su acceso. Esto último ha obligado a Carr a investigar en base a un material por lo general ya conocido, problema que en opinión de expertos como Isaac Deutscher, Carr ha resuelto, pudiendo afirmar que ((es dudoso que los archivos, cuando sean abiertos, obliguen al historiador a revisar fundamentalmente el cuadro que ahora puede formar sobre la base de los materiales ya publicados /6. En otro de sus prefacios Carr hace constar las inconveniencias pero también las ventajas que conlleva analizar un tiempo históricamente tan próximo: en pocas vicisitudes históricas se reflexionó tanto y tan abiertamente sobre los hechos, y nunca una dirección revolucionaria ha poseído una conciencia histórica tan extremadamente desarrollada como la tuvo la élite militante y dirigente del bolchevismo y del primer comunismo internacional.

En su concepción inicial, que tan claramente se trasluce en los tres primeros tomos de la obra, Carr es un historiador tradicional, especialmente interesado en las instituciones -por ejemplo, se explaya con particular interés en la Constitución soviética y en los problemas diplomáticos, en tanto que los grandes aspectos de las ideas revolucionarias quedan relegados a pequeños capítulos aparte-, y asiste con cierto estupor a los grandes avatares revolucionarios, a las impresionantes acciones de masas, y se orienta hacia los problemas de la construcción del Estado. Esto resulta bastante más claro en los primeros volúmenes es lo que se encuentran grandes lagunas.

Algunas de ellas se refieren a corrientes políticas importantes como la de los partidos que se reclamaban del socialismo, otros acontecimientos como el de Kronstadt de 1921 que «iluminaron la realidad como un relámpago la noche» (Lenin), y otras realidades por lo general poco o nada consideradas pero de indudable importancia como lo fueron la vida cotidiana, los intentos de emancipación de la mujer o la integración de la cultura judía. El lector interesado en todas estas cuestiones tendrá que buscar necesariamente lecturas complementarias /7. Acusaciones similares se han hecho a los apartados siguientes respecto a la importancia de la Oposición de Izquierda, pero esto resulta ya a nuestro juicio más discutible.

Como hemos señalado más atrás, Carr opera un auténtico tour de force para escapar de una concepción de la historia en la que no habría margen o en la que los márgenes serían muy estrechos. No hay duda que hay la tentación de una explicación institucional -la revolución encontró su raison d’étre cuando halló su raison d’ Etat-, que ha seducido a tantos historiadores. Según esta explicación, y al igual que ocurrió con otras grandes revoluciones, la época institucional y burocrática fue la continuación objetivamente inevitable de la época heroica de la revolución. Dicho con otras palabras: Stalin fue el realismo y Trotsky la utopía. Quizás sea este el problema más complejo y difícil que se le presenta a todo el que trata de analizar el proceso revolucionario soviético, y representa una auténtica piedra de toque a la que buena parte de especialistas trata de eludir o de zanjar en función de un parti pris. Carr se enfrenta con el problema con valor y rehúye cualquier simplificación.

Desmantela minuciosamente todas las concepciones doctrinarias que hacen concluir el ciclo revolucionario en una fecha tópico: con Brest-Listovk (los eseristas de izquierda), en 1920-1921, fechas de la represión del Ejército insurgente de Ucrania de Maknó y de la insurrección de Kronstadt (definitorias para la escuela anarquista), instauración de la NEP (para los consejistas), fallecimiento de Lenin, expulsión de Trotsky, etc…Para Carr está claro que existe una simultaneidad, una continuidad y una negación, pero trata más de investigar los hechos que de sacar conclusiones. No descarta – en su famosa entrevista para la “New Left Review” que hay un cambio cualitativo trascendental en la década ulterior a la que comprende su estudio, pero sigue manteniendo su ponderación subrayando las dificultades para analizar todo lo que ocurrió.

A lo largo de toda la Historia, Carr atenúa su inclinación hacia una historia hecha para arriba y no para abajo. En este esquema hayal mismo tiempo un imperativo objetivo y una opción reformada por parte del autor. No hay que olvidar que Carr, apegado al protagonismo de la documentación, se encuentra con un material escrito verticalmente, o sea en el que la historia es hecha por los grandes personajes. Los soviets, por ejemplo, aparecen como núcleos activos y bulliciosos encabezados por grandes cabezas. Luego no se hace notar su desvanecimiento y la caída de estas grandes cabezas (en especial la de Trotsky) parece ser producto de condiciones ajenas a la decadencia del movimiento de masas. El Estado y los gobernantes no aparecen, a nuestro juicio, claramente vinculados a la sociedad ya los movimientos sociales. Naturalmente» este método resulta tanto más insuficiente cuando lo… que se está estudiando es una revolución, dicho de otra manera, la quiebra de un Estado ante el embate de una movilización de masas impresionante. Como dijo Lenin, una revolución social se produce cuando hasta los sectores sociales más atrasados quieren hacer valer sus exigencias políticas. Naturalmente, Carr no ignora esto, pero se acerca a ello con la mentalidad de un profesor apasionado por las medidas políticas. Entiende que, inexorablemente, la utopía tiende a convertirse en un gobierno estable.
Como toda obra maestra, la de Carr es susceptible de muy diversas lecturas y su esquema va asumiendo mayor grado de matización y de complejidad en la medida en que avanza. Esto resulta perceptible en el capítulo de los personajes protagonistas, quizás porque en el retrato que ofrece planean la influencia de las famosas biografías de Stalin y Trotsky que escribió Deutscher y que para Carr son lo más capacitado que se ha escrito sobre la historia de la URSS.
Se ha dicho con cierta insistencia que hay un culto en Carr hacia Lenin -alguien dijo que ocupaba en la obra un papel análogo al que juega Julio César en la Historia de Roma de Mommsen-, y que tiende a justificar al propio Stalin.

Esto es un disparate» a menos que se contemple con ojos como los de David Shub o de Robert Conquest (al que Martin Amis lee de rodillas ante el gozo de los expertos mediáticos tipo Antonio Elorza), para los que Lenin fue ante todo el antecesor de Stalin y éste último la simple encarnación del mal. También en este apartado hay mucho que decir y serían necesarias más reflexiones para comprender la posición de Carr. Conocido es el debate (indirecto) que Deutscher desarrolla con Trotsky sobre e carácter imprescindible de Lenin, que para el historiador anglopolaco viene a ser una subestimación del propio Trotsky y una concesión de éste al culto leninista. Carr no entra en la polémica, sin embargo en la obra la figura de Lenin predomina el escenario de la revolución y el Estado, y parece que es esta acción la que justifica su actuación previa a la revolución. Su Lenin es ante todo un gran hombre de Estado y mucho menos un revolucionario, un gran negador, Es esta tendencia de Carr la que ha hecho que su descripción de Stalin hayal aparecido como suave (si no positiva) paral muchos comentaristas, aunque está claro que no esconde ninguna de las deformaciones, barbaridades y traiciones del «teórico» del «socialismo en un sólo país», una idea que por lo demás, es plenamente deudora de la fase más moderada de Nikolai Bujarin.

También puede aparecer que hay una cierta tendencia en ver las huellas de éste en el período leninista.

Esta orientación se hace más nítida a la hora de juzgar actuaciones políticas como el tratado de Rapallo, la revolución internacional o actitudes como la de Trotsky que renuncia a emplear su autoridad en el Ejército Rojo para desplazar del poder a unos adversarios que no se caracterizaban precisamente por su limpieza política. Las tremendas dificultades con que se encontró el proceso revolucionario -la guerra civil, las malas cosechas, el descoyuntamiento de la clase obrera, etc- , llevó a la dirección bolchevique un poco a quemar todo lo que antes adoraban y adorar lo que antes quemaban. En este contexto hay que situar actuaciones como la de Kronstadt, la prohibición de las tendencias organizadas y la búsqueda de salidas internacionales. Deutscher ve un marcado pesimismo en la incomprensión en Carr; éste plantea que también puede ocurrir un poco lo contrario: que Deutscher fuera excesivamente optimista. La cuestión es compleja, y el hecho es que Carr nunca fuerza los datos a favor de una argumentación apriorística. Lo mismo se puede decir de su actitud ante el drama de la revolución mundial. Su estudio revela la grave incorrespondencia existente entre el planteamiento revolucionario y la realidad objetiva.
Los bolcheviques que se enfrentaron ante la gigantesca tarea de una Internacional para la revolución aquí y ahora, se dieron de bruces con una situación infinitamente más compleja que la de 1917 y el sustituismo involuntario de primera hora evidenciaba las carencias de los grupos revolucionarios locales. Aquí el bosque es particularmente espeso, y asombra la capacidad de Carr para al menos no perderse en sus vericuetos más inesperados aunque mantiene una notable sensación de desbordamiento seguramente inevitable ante una tarea imposible de abarcar en el actual estadio de la documentación y de investigaciones realizadas. También es comprensible la sensación de que la trascendencia y la importancia política de la Oposición de Izquierda, que desfallece ante la inclinación institucionalista del autor.

Sin embargo, hay que considerar que Carr se atiene a los años veinte y que los pesos y medidas no pueden los mismos que los que tendrían que comprender una extensión de la historia hacia la década siguiente en la que el dilema entre la instauración del «socialismo en un sólo país» y la “revolución permanente» apareció con mayor nitidez, sobre todo con el ascenso resistible del nazismo y los desastres de los frentes populares. El balance que se desprende del conjunto de la obra es una visión detallada y concienzuda de una revolución que planteó la actualidad del socialismo, pero que no lo pudo resolver. Detalles de mayor o menor importancia podrán ser cuestionados en su tratamiento, pero difícilmente alguien podrá hablar de falsificación, deformación o amputación. Se pueden encontrar lagunas y errores en los enfoques, pero no se podrá subestimar el hecho de que la obra de Carr sea la primera auténtica visión de conjunto de la formación del Estado soviético, la primera que trata de abarcar tanto los hechos revolucionarios y antirrevolucionarios, de las instituciones -incluidas las menos favorecidas habitualmente por la mirada del historiador- y las personas, de las organizaciones y las ideas…

Cuando se ha cumplido cerca de siete décadas desde aquel 1917 que todavía conmueve al mundo, del acontecimiento más trascendente y subversivo del siglo, el querer aproximarse con el máximo rigor y honestidad a su verdad, a su rico y complejo significado -el primero de los cuales es que la revolución socialista es posible y necesaria-, viene a ser tan difícil como lo pudo ser en la época el hacerlo sobre revoluciones que, como la inglesa de Cromwell y los puritanos o la francesa de 1789, señalaron el comienzo de una nueva era, No podemos por menos que considerar como un síntoma de su vigencia “subversiva» el hecho casi inaudito de que, después de todo el tiempo transcurrido, no se haya producido en el país en donde ocurrió -y por extensión en todo el «‘campo socialista»- ni una sola aportación histórica digna de mención, y que los personajes que se opusieron rotundamente a Stalin sigan siendo un «tabú».

También resulta ilustrativo que sea desde la disidencia interna donde hayan surgido las primeras aportaciones de gran valor /8.

Tampoco resulta mucho más relevante la bibliografía producida por los adversarios del bolchevismo, Se pueden encontrar diversos testimonios importantes en la derecha, así como entre los mencheviques y los anarquistas /9, pero en ningún caso una obra decisiva. Tampoco es diferente el caso de la historiografía occidental, que si bien no ha pecado de omisiones sí lo ha hecho por una continúa labor de amputación tendente a descalificar la obra revolucionaria. Incluso en los casos más notorios de esta última escuela se trata de títulos que no han soportado nunca la prueba del tiempo. Efectivamente, nadie se acuerda actualmente de los producidos durante la primera guerra fría y no se dan en estos momentos aportaciones para que sean recordadas en el porvenir, Este carácter perecedero ha resultado especialmente breve en el caso de los diversos revisionismos» post-estalinianos. La más estricta versión kruschoviana duró exactamente una década, y las rectificaciones ulteriores siguen manteniendo lo esencial del viejo manual de Stalin–Jdanov con la particularidad de que Stalin, aunque pasa a un segundo plano sigue ostentando la representación del «leninismo» /10, Tampoco ha sido muy diferente el destino del maoísmo europeo, sobre todo del notable esfuerzo que desarrolló especialmente Charles Bettelheim, todo un andamiaje que le permitieran encontrar las fórmulas metodológicas puras y «‘correctas» para producir una versión en la que el «marxismo leninismo» de Mao apareciera como la “superación” de un balance global en el que el saldo de Stalin resultaba obligatoriamente positivo. Tras la muerte de Mao, el propio Bettelheim operaría un notable giro antiestalinista que ponía por tierra su propia obra sobre la URSS, y denuncio el estalinismo sin piedad /11.

Un caso muy diferente ha sido el de la escuela «trotskista», en la que no solamente sobresalen Trotsky y Deutscher sino también un buen número de escritores políticos e historiadores de gran valor.

En este cuadro, la Historia de la Rusia soviética de Carr tiene una primacía apenas compartida, Se mantendrá al cabo del tiempo como un hito incuestionable a pesar de las iras de la nueva derecha. Todos los que quieren conocer lo que ocurrió en Rusia entre 1917 y 1929, todos los historiadores honestos, se verán obligados a volver sobre ella /12. De muy pocas empresas similares se puede decir lo mismo. La pena es que esta titánico esfuerzo resultó sepultado por la ola conservadora de los años ochenta, y en la cual emerge –desde Francia, “faro” del pensamiento neoliberal- una historiografía que se afirma a partir de Alexander Soljenitsin, y cuya máxima expresión será El pasado de una ilusión, de François Furet, que como Robert Service y otros tantos aupados desde los medias anclados en el canon anticomunista, siguen el camino inverso al de Carr. Comunista (estalinista) que se convierte a las ideas dominantes, y que aboga por desplazar la izquierda desde el antifascismo hacia el anticomunismo.

NOTAS:

/1 La obra está dividida en cuatro partes con un total de 14 tomos que Alianza Universal empezó a publicar en 1972. La primera parte, La revolución bolchevique (1917-1923) consta de tres volúmenes. Le sigue El interregno ( 1923¬1924), en uno solo, Prosigue con El socialismo en un sólo país ( 1924-1926) con cuatro. La última parte es la más amplia con siete tomos bajo el título común de Bases para una economía planificada (1926-1929), en los que también ha trabajado R, W, Davies, director del Centro de Estudios para Rusia y Europa Oriental de la Universidad de Birmingham.

/2 E. H. Carr ( 1892-1982), fue educado en Trinity College, de Cambridge donde hizo una brillante carrera académica. En 1916 ingresó en el servicio diplomático británico y ocupó puestos de responsabilidad en París y Riga (Letonia). Al terminar la I Guerra Mundial tomó parte en el Congreso de Paz de Versalles junto con Arnold Toynbee. Ulteriormente fue nombrado asesor de la Sociedad de Naciones, cargo que le impulsó a una dura crítica del utopismo de la política británica desde 1919. Abandonó el cargo en 1936 para ocupar la cátedra Woodrow Wilson de Relaciones Internacionales de la Universidad de Cardiff (Gales). Influenciado por Reinhold Niebuhr (que crearía tras la II Guerra Mundial una escuela de pensamiento basado en el análisis del poder en el sentido de que la política es, en un sentido, siempre política de poder». Carr criticó a los metafísicos de la Sociedad de Naciones y apoyó los acuerdos de Munich de 1938. Un breve paréntesis en su vida académica tuvo lugar desde 1941 a 1946, ocupando el cargo de subdirector del «The Times». Desde este prestigioso diario conservador Carr reconoció los nuevos cambios en el reparto de los poderes en Europa y en el mundo y criticó la fe idealista de los norteamericanos en las Naciones Unidas. Aunque muy a su manera, Carr fue siempre un conservador adversario de las utopías. Por esta razón fue subestimado por quienes, como los discípulos de Bettelheim, lo consideraron ideológicamente incapacitado para ofrecer una visión “correcta» de la URSS.

/3 En Herejes y renegados (Ed. Ariel, Barcelona, 1970, p, 110). El libro está prologado por Carr que se referirá a Deutscher en otros trabajos suyos (por ejemplo en 1917: Antes y después) y al que se refiere constantemente tanto en la revisión de parte de su Historia como en bastante de las notas de la obra, Durante las campañas de criticas contra su obra, Carr ha sido comparado con Deutscher. El hubiera considerado esto como un gran homenaje.

/4 Véase al respecto la entrevista aparecida en la «New Left Review» de septiembre de 1977 y que aparece al final de la recopilación De Napoleón a Stalin publicada por Crítica.

/5) Raphael Samuel en Historia popular y teoría socialista (Ed. Crítica, Barcelona, 1984, p, 65)

/6 Deutscher, Ibidem, p.

/7 La bibliografía sobre la mayoría de estos capítulos parciales es inmensa, aunque sé que en los casos mencionados no parece ser así, Son pocas las obras que enfocan la vida cotidiana (quizás la más interesante sea la de Anatole Kopp, Arquitectura y urbanismo soviéticos en los años 20 (Lumen, Barcelona, 1974), o la cuestión judía (para la que hay que leer la Historia del antisemitismo, de León Poliakov que editó Muchnick… Aunque no haya sido analizado a fondo no significa que tengan poca importancia, por ejemplo, el «desencanto» hebreo de la revolución tal como la encauzó un Stalin antisemita fue decisivo para que el sionismo se impusiera entre la importante izquierda judía.

/8 En concreto la obra de Roy A, Medevev, No es ajeno a ello el hecho de que para éste la verdad sobre la historia de la URSS es un elemento para regenerar el socialismo y no para derrocarlo.

/9 Entre los primeros sobresalen las Notas sobre la revolución de Nicolai Sujanov (hay una edición abreviada en Luis de Caralt), miembro del ala martoviana, y entre los segundos los escritos de Volin (La revolución desconocida) y de Pietr Archinoff (Historia del movimiento macknovista), pero en tanto que Sujanov sólo pretende ofrecer un retrato periodístico fiel, los anarquistas tratan de establecer un balance entre el bien y el mal siguiendo una línea que separa el autoritarismo del antiautoritarismo. Pero el gran historiador de la causa anarquista rusa es Paul Avrich: Los anarquistas rusos (Alianza, Madrid, 1967), Kronstadt 1921 (recientemente reeditada por Utopía Libertaria, Madrid, 2006)

/10 Para una critica sobre estos revisionismos ver Ernest Mandel, 30 preguntas y 30 respuestas sobre la historia de la URSS, incluido en la recopilación Sobre la historia del movimiento obrero, Ed. Fontamara, Barcelona, 1980).

/11 Sobre la pretenciosidad de la obra de Bettelheim el lector puede consultar el número extra de la antigua revista El Cárabo, ligada a la ORT y dirigida por Joaquín Estefanía que con el título de Tiempo de Stalin, y que puede considerarse como el canto del cisne de la tentativa de rehabilitar el estalinismo historiográfico. Los discípulos del estructuralista galo dividen la historiografía en tres campos fundamentales: el burgués, el trotskista y el marxista-leninista, o sea el correcto que ellos representan. Carr es reconocido como un investigador incapacitado de «comprender» y Deutscher como un autor aplaudido por los universitarios anticomunistas. Bettelheim revisó drásticamente toda su obra “soviética” a raíz de la caída de la “banda de los cuatro” que había sucedido a Mao.

/12 Actualmente lo más asequible es sin duda el magistral breviario que hizo el propio Carr con el título de La revolución rusa, 1917-1929, De Lenin a Stalin, reeditada por la colección de kioscos de Alianza, y luego por diversas colecciones de libros de kioscos. Como nota curiosa se puede decir que la primera influencia de Carr en una obra escrita en castellano fue en la de Juan García Diez, URSS, 1917-1929: de la revolución a la planificación, Guadiana Publicaciones; Madrid, 1969, García Díez, posteriormente ministro de UCD, había sido militante del FLP. La obra es una buena síntesis escrita desde una posición prerrevolucionaria.

Fuente: https://kaosenlared.net/el-debate-sobre-octubre-y-la-urss-no-acabara-nunca/

 

martes, 8 de marzo de 2022

EL FEMINISMO EMERGENTE EN LA ÉPOCA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

 


8 marzo, 2022 

Pepe Gutiérrez-Álvarez

 

Aunque sus orígenes se remontan cuanto menos a la Grecia clásica, se puede decir que el feminismo tal como lo entendemos hoy día, como la mayor parte de las grandes ideas modernas, comienza a cobrar forma en el interior del largo proceso de la revolución democrática que tuvo lugar en Inglaterra entre 1641 y 1649 liderada por Oliver Cromwell y que originó por primera vez la constitución de una República (1649-1658), un proceso internacional en el que estamos todavía inmersos. No obstante, su primera expresión consciente transcurre en el contexto de la revolución norteamericana de 1776, paradójicamente la primera revolución anticolonial de la historia. Todas ellas fueron desarrolladas por un amplio “frente popular” compuesto por burgueses, pequeños burgueses, sectores de las clases dominantes, campesinos, artesanos y proletarios, entre los cuales las mujeres jugaron un papel social creciente, una causa que en muchos casos estuvo ligada con otras no menos trascendentes: la abolición de la esclavitud o la emancipación de la mujer de la tutela patriarcal.

Un caso ejemplar fue el de John Adams, segundo presidente de los Estados Unidos y uno de los redactores de la Declaración de Independencia. A pesar de su radicalismo, Adams tomó a broma la pretensión de su señora, Abigail Smith Adams (1744-1818), cuando ésta trató en una serie de cartas de persuadirle de que incluyera los derechos de la mujer al redactar las leyes del Estado más democrático del mundo entonces. Enfrente suyo tenía algo tan poderoso como la tradición judeo-cristiana, especialmente reaccionaria en este aspecto como lo había sido con la cuestión de la esclavitud, que para algunos aparecía perfectamente justificada en la Biblia.

Las primeras feministas que enfocan la posibilidad de una natural equiparación entre ambos sexos surgirán durante la revolución puritana que inicia dicho proceso y pone la primera piedra de la Inglaterra moderna, que servirá como modelo para los regímenes democráticos ulteriores. Los puritanos hirieron de muerte a la monarquía absoluta y afirmaron el derecho de los contribuyentes a elegir a sus representantes políticos. También establecieron la capacidad de cada individuo de entenderse directamente con su Dios sin necesidad del Vaticano. Pero no admitieron para la mujer otra igualdad que la de rezar, pero siempre con la condición de mantener un papel subalterno en la institución eclesiástica, no muy diferente al que se le atribuía en el hogar, un terreno en el que más de dos siglos de feminismo no han sido suficientes para introducir cambios significativos.

Mucho más allá fueron los ilustrados, dentro de los cuales surgieron nombres como el de Condorcet, que llega, casi en solitario, a defender en 1788 (en su obra Ensayo sobre la Constitución de las Asambleas Provinciales) el derecho de la mujer a tener una participación en la política en pie de igualdad con el hombre, derecho que no se hará realidad sino casi siglo y medio más tarde. Condorcet piensa que una segregación de la mujer sería una injusticia contraria a la razón, porque ellas poseen en común con el hombre “la cualidad de seres razonables y sensibles”. A los que aducen falta de instrucción e inteligencia, de debilidad física de la mujer, Condorcet les responde: “¿Acaso no hay muchos representantes populares que carecen de los mismos, a su vez? El buen sentido y los principios republicanos excluyen cualquier distinción entre hombres y mujeres a este respecto. La principal objeción, repetida por todos, es que abriendo a la mujer la vida política la distraemos de la atención de la familia. El argumento carece de fundamento. Ante todo no se refiere sino a las mujeres casadas, y no todas lo son. En segundo lugar, haría falta, por esta misma razón, prohibir a las mujeres el ejercicio de cualquier profesión manual o del comercio”.

Sin embargo, se puede decir que voces como las Condorcet clamaban en el desierto, y la presión antifeminista calaba hasta entre los hombres más ilustres de la época sin exceptuar a los más radicales y avanzados, tal fue el caso del semianarquista Sylvain Maréchal, compañero de Babeuf en la insurrección de los Iguales en plena revolución francesa y que se oponía a los derechos de la mujer. No obstante, las ideas de Condorcet serán retomadas por algunas de las mujeres que en masa habían sido, en palabras de Michelet, la “vanguardia” de la revolución, en concreto por la líder girondina Madame Roland, por la enragé Claire Lacombe y sobre todo, por Olympe de Gouges que será la inmortal autora de la primera Declaración de los Derechos de la mujer y la Ciudadana que proclama, entre otras cosas: “Art. 1º. La mujer nace libre y permanece igual al hombre en sus derechos. Las distinciones sociales no pueden estar basadas sino en la utilidad común (…) Art. 4º. El ejercicio de los derechos naturales de la mujer, no tiene más límites que los que la perpetua tiranía del hombre le ha impuesto. Estos límites deben de ser reformados por las leyes de la naturaleza y la razón (…) Art. 6º. La ley debe ser la expresión de la voluntad general: todas las ciudadanas y todos los ciudadanos debe concurrir personalmente y por intermedio de sus representantes a su formación (…) Art. 13º. Para el mantenimiento de las fuerzas públicas y para los gastos de la administración los tributos de hombres y mujeres son iguales; ésta participa en todos los servicios y todas las labores penosas; debe tener pues, la misma parte en la distribución de los puestos, de los empleos, de los cargos, de la dignidad y de la industria”.

Vale la pena decir cuatro cosas sobre estas tres mujeres, comenzando por Mme Roland, cuyo nombre de soltera era Jean-Marie de Philipon; estaba casada con un ilustrado que era el doble mayor que ella. En este matrimonio el hombre fue el astro menor, tanto que él no pudo superar la muerte de ella y se suicidó. Antes de la revolución de 1789, la casa de los Roland fue uno de los centros de la oposición democrática parisina. Durante el transcurso de ésta, ambos militaron en el partido de la Llanura, dentro del cual Mme Roland descolló particularmente. Sus ideales feministas pueden parecer actualmente como moderados; Mme Roland creía que la mujer no se encontraba todavía preparada para ocupar cargos políticos y de momento se trataba de hacer propaganda por sus derechos. Michelet vio en ella la mujer radical típica del siglo. Por sus actividades fue condenada por un Tribunal Revolucionario jacobino que le acusó de haber “pervertido” a su marido. Tenía treinta y nueve años, y una vez delante del verdugo Sansón, exclamó contemplando una estatua de la Libertad: “¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”.

En cuanto Claire Lacombe, perteneció a una de las tendencias más radicales de la revolución. Aleksandra Kollontái la llamó “capitana de los arrabales de París” y destaca su capacidad como oradora y su ferviente republicanismo. Fue una de las animadoras del “Club de ciudadanas revolucionarias” y participó desde sus posiciones jacobinas en la mayoría de los grandes acontecimientos revolucionarios. Aleksandra Kollontái concluye su retrato diciendo: “Rose Lacombe fue una mujer que se entregó con alma y vida a la revolución y al mismo tiempo comprendió que las necesidades de las proletarias, sus exigencias y preocupaciones tenían que ser una parte integrante e inseparable del movimiento de trabajadores que comenzaba. No exigía derechos especiales para las mujeres, pero las zarandeaba para despertarlas y la invitaba a defender sus intereses como miembros de la clase trabajadora…”

Mucho más recordada es Olympe de Gouges, que se llamaba en realidad Marie Gouze y había nacido en 1748 –y no en 1755 como diría ante el Tribunal Revolucionario que la juzgó–, en Montauban. Su madre era una aventajada modista y su padre comerciante, pero ella siempre presumió de un origen mucho más ilustre. Llegó muy joven a París y llevó una vida bastante aventurera. Se sabe que se casó en 1765 con un oficial de Intendencia y que tuvo un hijo, pero su vida libre la separó de su marido. Tuvo numerosos amantes [entre ellos el novelista roussoniano y libertino Restif de la Bretonne, al que el lector/a quizás recuerde con el rostro de Jean-Louis Barrault en La nuit de Varennes (Ettore ScolaFrancia, 1981)] y ganó una gran fama como mujer ambiciosa. Asistió con entusiasmo a los primeros tiempos de la revolución, que decía que había esperado durante 15 años.

Republicana y feminista apasionada, Oliympe no pudo soportar los efectos del terror jacobino. Opinó delante de éstos que no se acababa la monarquía haciendo un mártir del rey y estas palabras la llevaron a la guillotina. Escribió varias obras de teatro, pero ninguna de ellas mereció, al parecer, el reconocimiento de la posteridad. Estas audaces feministas vivieron intensamente, pues, los momentos del auge revolucionario, descabezado con la degeneración de la revolución.

Fuente: Primeras páginas del primer capítulo del libro de Pepe Gutiérrez-Álvarez. Revolucionarias. Mujeres entre el feminismo y el socialismo.

 

https://www.elviejotopo.com/topoexpress/el-feminismo-emergente-en-la-epoca-de-la-revolucion-francesa/

 

 

domingo, 14 de mayo de 2017

ENTREVISTA A EDWARD H. CARR: OCTUBRE SESENTA AÑOS DESPUÉS




10/05/2017 | El Viejo Topo

[Esta entrevista apareció en El Viejo Topo en otoño de 1978, y está incluida en la antología de escritos de Carr, De Napoleón a Stalin y otros estudios de historia contemporánea (Crítica, Barcelona, 1983). Se puede considerar como la más completa de las que le hicieron a E.H. Carr, hasta el momento el mayor historiador que haya existido sobre la Rusia soviética. El lector interesado, encontrará un estudio mío en Kaosenlared y en L´Espai Marx, sobre Carr (“E.H. Carr: del conservadurismo al marxismo”), en el que encontrará los datos que justifican la afirmación de arriba según la cual Carr es “hasta el momento el mayor historiador que haya existido sobre la Rusia Soviética”, lo que no quiere decir que, en determinados aspectos, investigadores más recientes, y con todas las posibilidades que implican la misma existencia de un trabajo como el suyo, y por supuesto, la apertura de archivos que permanecían sellados en su tiempo, le hayan superado en tal o cual aspecto. Sin embargo, dudo de que estas superaciones parciales puedan cuestionar el valor de conjunto de una obra tan vasta, un empeño de los que ocupan casi una vida.

Lo más singular de E.H. Carr es que comenzó siendo un demócrata conservador perfectamente a tono con lo que se esperaba de un profesional con tanta capacidad, tantos títulos y tan bien situado, y que como tal comenzó a escribir sobre la historia del socialismo, una materia que en su tiempo ya era frecuente en otros profesionales al servicio del orden, y de las universidades que suministraban munición cultural para la “guerra fría”. De esta época data su primera controversia con Isaac Deustcher, y de la que surgió, primero una creciente afinidad, y más tarde una identificación tan estrecha que se concreto incluso con el trabajo conjunto con Tamara Deustcher, viuda desde 1967, y también investigadora.

En contra de las posiciones estrechas, la entrevista con Carr nos muestra a un investigador que tiene –por supuesto- sus ideas propias, y que las expresa con vehemencia pero también de manera especialmente cuidadosa. No en vano, tanto Deustcher como Carr se erigieron como la expresión más avanzada de los estudios marxistas (de los que hubo ramas en casi todos los países) sobre una historia tan reciente, tan palpitante y tan controvertida como la de la Rusia soviética cuyos rupturas y continuidades quedaran minuciosamente enmarcadas en una obra que los estudiosos de la izquierda no pueden todavía prescindir, ni mucho menos. Carr es siempre citado en toda clase de estudios.

Copiosamente publicado en castellano desde los años sesenta hasta principios de los ochenta, la obra de Carr cayó en el ostracismo con la ola fría de neoconservadurismo histórico que puso su nombre en busca y captura, como el de ingenuo liberal, un nuevo “compañero de ruta”, que no se había enterado del carácter “intrínsicamente perverso del comunismo al decir papal, y de los profesionales como François Furet (por no hablar de la “colla” hispana con sus Antonio Elorza, Santos Julià, Fusi, Culla, etcétera), cuyas biografías eran justamente al revés que la de Carr. Ellos empezaron como jóvenes más o menos radicales y acabaron trabajando para las grandes cadenas de la “información”… Pepe Gutiérrez-Álvarez]

Acaba usted de concluir la Historia de la Rusia soviética, obra que, con sus catorce volúmenes, cubre el período comprendido entre los años 1917 y 1929, y abarca todos los campos de estudio de las primeras experiencias de la URSS. Desde una visión retros­pectiva amplia, ¿cómo interpreta el significado que, hoy en día, tiene la Revolución de Octubre para Rusia y para el resto del mundo?

Empecemos por el significado que tiene para la propia Rusia. No hará falta hacer hincapié en las consecuencias negativas de la Revolución. Durante varios años, y especialmente en estos últimos meses, han sido el tema obsesivo en los libros que se han publicado, en los periódicos, en la radio y en la televisión. No hay peligro de que se corra un tupido velo sobre los diversos aspectos negros del historial de la Revolución, sus costos en sufrimientos humanos o os crímenes cometidos en su nombre. El peligro estriba, más bien, en que sucumbamos a la tentación de olvidar por completo, o de silen­ciar sus inmensos logros. Y estoy pensando en la determinación, la dedicación, la organización, las ingentes dosis de ardua labor que, a lo largo de estos últimos sesenta años, han transformado Rusia y la han convertido en una de las principales naciones industriali­zadas y en una de las superpotencias. ¿Quién hubiese podido pre­decir algo semejante en 1917?. Pero, aún más que esto, estoy pen­sando en las transformaciones que se han producido, con posterioridad a 1917, en la existencia del pueblo llano: la transformación de Rusia, de ser un país en el que más del 80 por 100 de su población eran campesinos analfabetos o semianalfabetos, en un país de cuya población el 60 por 100 reside en núcleos urbanos, que está totalmente, y que está adquiriendo a marchas forzadas los elementos de la cultura urbana. La mayoría de los miembros de esta nueva sociedad son nietos de campesinos; algunos incluso son biznietos de siervos. Es imposible que no tengan en mente lo que la Revolución ha hecho por ellos, y todo esto ha sido posible gracias al rechazo de los criterios fundamentales de la producción capitalista —beneficios y leyes de mercado— y su substitución por un plan económico global orientado a la promoción del bienestar común. Al margen de las promesas que hayan quedado sin cumplir, lo que se ha hecho en la URSS durante los últimos sesenta años, a pesar de las tremendas interrupciones provocadas desde el exte­rior, constituye un progreso extraordinario en el camino de la reali­zación del programa económico del socialismo. Ni que decir tiene que soy plenamente consciente de que cualquiera que hable de los logros de la Revolución será inmediatamente tildado de estalinista. Pero yo no estoy dispuesto a aceptar esta especie de chantaje moral. Después de todo, cualquier historiador inglés puede cantar alabanzas a los logros obtenidos durante el reinado de Enrique VIII sin que, por ello, se le suponga favorable a la decapitación de esposas.

Su Historia cubre el período en el que Stalin estableció su poder autocrático en el seno del partido bolchevique, derrotando y elimi­nando a las sucesivas oposiciones, y echando los cimientos de lo que posteriormente se denominaría estalinismo, como sistema político. En su opinión, ¿hasta qué punto su victoria en el seno del PCUS era inevitable? ¿Cuáles eran los márgenes de maniobrabilidad, du­rante los años veinte?

Tengo tendencia a evitar las cuestiones de inevitabilidad en his­toria, porque conducen a un callejón sin salida. Al plantearse un porqué, el historiador se pregunta porqué, de entre todas las posi­bilidades existentes en un momento dado, se seleccionó una con­creta. Si hubiesen confluido distintos antecedentes, los resultados hubiesen sido distintos. No tengo demasiada confianza en lo que se ha dado en llamar "historia contrafactual". Esto me recuerda un proverbio ruso que Alec Nove gusta de citar: «Si la abuela tuviese barba, la abuela sería el abuelo». Tratar de recomponer el pasado para adaptarlo a las predilecciones personales y al punto de vista de cada cual es una actividad muy relajante. Pero no creo que sea ver­daderamente útil.

Sin embargo, sí insiste en que haga especulaciones, entonces le diré lo siguiente. Si Lenin hubiese vivido, en plenitud de sus facul­tades, durante los años veinte y treinta, habría tenido que hacer frente exactamente a los mismos problemas. Él sabía perfectamente bien que la mecanización a gran escala de la agricultura era la pri­mera condición para que hubiese progreso económico. Dudo de que hubiese estado de acuerdo con la «industrialización a paso de caracol» propuesta por Bujarin, y no creo que hubiese hecho demasiadas concesiones al mercado (acuérdese de su insistencia en mantener el monopolio del comercio exterior). Sabía perfectamente que, sin un control y una dirección eficaz del trabajo, no se llegaría a ninguna parte (recuerde sus observaciones acerca de la «dirección en manos de un solo hombre» en la industria, e incluso acerca del «tayloris­mo»). Pero Lenin no se basaba únicamente en una tradición huma­nista, sino que gozaba, además, de un prestigio enorme, de una gran autoridad moral y de poderes de persuasión; y estas cualidades de las que no estaba dotado ninguno de los restantes dirigentes, lo hubieran incitado y capacitado a minimizar y mitigar el elemento de coacción. Stalin carecía absolutamente de autoridad moral (pos­teriormente, trató de forjársela de la manera más cruda). Tan sólo entendía de coerción, que practicó de buen principio abierta y bru­talmente. Con Lenin, las cosas no hubiesen sido más sencillas, pero hubiesen sido completamente distintas. Lenin no hubiese tolerado la falsificación de datos, actividad a la que Stalin se dedicó de modo permanente. De producirse fallos en la política o en la praxis del partido, los hubiese reconocido y admitido como tales. No hubiese considerado -como Stalin hizo- brillantes victorias lo que no eran sino expedientes desesperados. Con Lenin, la URSS no se hubiese convertido en lo que Ciliga denominara «la tierra de la gran mentira». Estas son mis especulaciones. Si bien carecen de valor, por lo menos manifiestan, en parte, mis creencias y mis opiniones.

Su Historia concluye en el umbral de los años treinta, con la puesta en marcha del primer plan quinquenal. La colectivización y las purgas quedan para fecha más posterior. En el prefacio del primer volumen, usted escribía que las fuentes soviéticas para el período de los años treinta eran tan escasas que le resultaba imposible pro­seguir con ellas la investigación en el mismo plano. ¿En la actua­lidad, la situación es la misma, o se han publicado últimamente más documentos referentes a áreas selectas? ¿Le impide esa pobreza de archivos llevar sus investigaciones más allá de 1929?

Mucho es lo que se ha publicado, desde que yo escribí el prefa­cio en 1950, pero aún quedan zonas oscuras. R. W. Davies, quien colaboró conmigo en el último volumen económico, trabaja actual­mente en la historia económica de los años treinta, y estoy seguro de que los resultados serán convincentes. Últimamente me he inte­resado por las relaciones exteriores de este período y el proceso de constitución del frente popular; tampoco en este caso me he encon­trado con escasez de materiales. Pero la historia política, en un sentido estricto, es, más o menos, un libro cerrado. Evidentemente, tuvieron lugar grandes controversias. Pero, ¿entre quiénes? ¿quié­nes vencieron? ¿quiénes perdieron? ¿qué compromiso hubo? No se dispone de documentación que sea equiparable a la de los debates relativamente libres que tenían lugar en los congresos del partido durante los años veinte, o las plataformas de oposiciones. Una es­pesa niebla envuelve todavía episodios tales como el asesinato de Kirov, la purga de los generales o los contactos secretos entre los enviados soviéticos y los alemanes, que, en opinión de muchos, tuvieron lugar a fines de los años treinta. Más allá de 1929 ya no hubiese podido seguir escribiendo la Historia con la misma confianza de que conocía la clave de lo que había sucedido.

A menudo se presenta a los años treinta como la línea divisoria o de ruptura, en la historia de la URSS. El grado de represión que se liberó en el campo, con la colectivización y que sacudió la tota­lidad de los propios aparatos del partido y del estado con el gran terror, según se dice, alteró cualitativamente la naturaleza del régi­men soviético. La razón de las purgas y de los campos, que no ha vuelto a reproducirse a tal escala en ninguna otra revolución socialista, ha permanecido oscura hasta nuestros días. ¿Cuál es su opinión al respecto? ¿Considera válida la noci6n de la ruptura, especialmente después del XVII Congreso del partido, noción que tiene gran predi­camento en la propia Unión Soviética?

En esto nos encontramos ante la famosa cuestión de la "periodi­zación". Un acontecimiento del orden de la Revolución de 1917 es tan dramático y tan arrollador en sus consecuencias que aparece en la mente de cualquier historiador como uno de los momentos cardi­nales de la historia, el fin y el principio de un período. Sin embargo, hablando en términos generales, es el propio historiador quien tiene que definir sus períodos y, en el proceso de selección de materiales, decidir cuáles son los «momentos cruciales» o las «líneas divisorias»; la elección que haga reflejará, con frecuencia, ya no dudarlo incons­cientemente, sus propios puntos de vista, sus propias opiniones con respecto a la secuencia de los acontecimientos. Los historiadores de la Revolución rusa, desde 1917 hasta, pongamos, 1940, tienen que enfrentarse a un dilema. El régimen revolucionario que comenzó como una fuerza liberadora se vio asociado, mucho antes de que concluyera ese período, a una represión de una crueldad inimaginable. ¿Debe el historiador considerar la totalidad del período como un proceso continuo de evolución…o de degeneración? ¿O debe divi­dirlo en dos períodos distintos, de liberación y de represión, respec­tivamente, separados por una línea divisoria significativa? Historia­dores serios que han adoptado la primera opción (de ellos excluyo a esos tratadistas de la guerra fría que simplemente pretenden oscu­recer a Lenin con los pecados de Stalin) pondrán de relieve que tanto Marx como Lenin (cargando las tintas en este último) confir­maron el carácter esencialmente represivo del estado; que, desde el mismo momento en que la República Soviética rusa se autopro­clamó estado se convirtió ineludiblemente en un instrumento de represión; y que este elemento creció monstruosamente, pero no fue modificado esencialmente, a causa de las presiones y vicisitudes a que se vio sometido con posterioridad. El historiador que adopta el segundo punto de vista parece hallarse ante un caso mucho más plausible, hasta que haya establecido la línea divisoria. ¿Hay que situar el paso a una política de represión en masa en la época de la revuelta de Kronstadt, en marzo de 1921, o tal vez con ocasi6n de los levantamientos campesinos en la Rusia central, ocurridos durante el invierno precedente? ¿O debe relacionarse con la conquista de la maquinaria del partido y del estado por Stalin, a mediados de los años veinte, con las campañas contra Trotsky y Zinóviev, y con la expulsión y destierro de numerosísimos opositores significados, en 1928? ¿O con los primeros procesos públicos a gran escala, en los que los acusados se declaraban culpables de cargos tan estrambó­ticos como sabotaje y traición, en 1930 y 1931? Los campos de concentración y de trabajos forzados ya existían mucho antes de 1930. No me siento inclinado hacia una solución que retrase la línea divisoria hasta mediados de los años treinta. Como dije anterior­mente, la delimitación de los períodos responde a los criterios del historiador. No puedo evitar la sensación de que esta especie de perio­dización está cortada a medida para poder explicar y disculpar la enorme ceguera de los intelectuales occidentales de izquierda ante el carácter represivo del régimen. Pero ni aun así basta. En los mismos momentos en que se estaban desarrollando las grandes pur­gas y procesos, los intelectuales de izquierda afluían, en un número sin precedentes, a los partidos comunistas occidentales.

Bueno, esto vuelve a llevarnos a la segunda parte de la primera pregunta, tal y como estaba planteada en un principio: el signifi­cado que la Revolución rusa tuvo para el mundo capitalista.

Trataré de hacer un breve resumen. En un primer momento, la Revolución polarizó la izquierda y la derecha del mundo capitalista. En la Europa central, la revolución se perfilaba en el horizonte. Incluso en nuestro país se dieron situaciones extremas: los comu­nistas que enarbolaron la bandera roja en Glasgow, y Churchill, que quería utilizar al ejército británico para destruir la Revolución rusa. Un número considerable de obreros, aunque no la mayoría, se adhi­rió a los partidos comunistas de Alemania, Francia, Italia y Checos­lovaquia. Pero, a mediados de los años veinte, la euforia había remitido, especialmente entre los obreros organizados. La Interna­cional Roja de los Sindicatos no logró socavar la autoridad de la Internacional socialdemócrata de Amsterdam, que, con el tiempo, fue haciéndose cada vez más anticomunista. El TUC, con Citrine y Bevin, le siguió los pasos. Los obreros de los países occidentales habían dejado de ser revolucionarios; luchaban por mejorar su posición dentro del sistema capitalista, pero no para destruirlo. El «frente popular» de los años treinta (cuando menos en nuestro país) fue sobre todo un asunto de liberales y de intelectuales. Después de 1945, los intelectuales, lo mismo que los obreros, se alejaron de la Revolución. Orwell y Camus son claros ejemplos de ello. Desde entonces, este proceso ha seguido desarrollándose a un ritmo cre­ciente. La polarización izquierda-derecha de 1917 ha sido sustituida por la polarización Este-Oeste. El rechazo del estalinismo ha tenido como resultado -y en ningún país con tanta claridad como en el nuestro- un frente unido de derecha y de izquierda contra la URSS.

Pero, antes de proseguir, me gustaría aventurar dos generaliza­ciones. En primer lugar, que los sorprendentes cambios de opinión con respecto a la Revolución rusa que se han producido en los países occidentales desde 1917, se deben explicar tanto a la luz de lo que ocurría en los respectivos países, como de lo que sucedía en la URSS. Y, en segundo lugar, allí donde estos cambios han sido provocados por las actividades soviéticas, estas actividades se refieren a la polí­tica exterior de la URSS, no a su política interna. Es difícil recons­truir el estado de la opinión británica en relación a la Revolución rusa durante su primer año. Pero, basándome en mis propios recuer­dos, tengo por seguro una cosa: la gran mayoría de la gente que desaprobaba la Revolución lo hacía por indignación, no por las histo­rias que circulaban sobre la comunidad de bienes y comunidad de mujeres, sino por el hecho de que los bolcheviques habían retirado a Rusia de la guerra, abandonando a los aliados en el momento más crítico de la campaña.

Una vez que los alemanes hubieron sido derrotados, ya todo cambió. Con la fatiga producida por la guerra, se condenaba amplia­mente la intervención en Rusia, y el ambiente en Gran Bretaña se tornó favorable a los bolcheviques, que eran vagamente «izquierdis­tas», democráticos y amantes de la paz. Pero en todo ello no había ninguna carga ideológica: no se planteaba la cuestión de la oposi­ción capitalismo-socialismo. Después de la victoria pírrica del primer gobierno laborista, las aguas volvieron a retirarse. La ola antisovié­tica del período 1924-1929 estuvo promovida en parte por consideraciones políticas de partido (la carta de Zinóviev había sido un elemento primordial en la captación de votos), y en parte por la creencia, bastante fundamentada, de que los rusos estaban colaborando en la tarea de socavar el prestigio y los intereses británicos en China. Por esta época, Austen Chamberlain creía que Stalin era un buen asunto, porque se aplicaba a la construcción del socialismo en su propio país, al contrario que los nocivos Trotsky y Zinóviev, que pretendían la revolución internacional.

Todo ello se desvaneció a causa de la gran crisis económica de 1930-1933, que mantuvo preocupado a todo el mundo occidental. Por primera vez, el profundo desencanto por el capitalismo dio paso a una corriente de simpatía hacia la URSS. La opinión pública britá­nica nada sabía de lo que estaba sucediendo allí. Pero había oído hablar del plan quinquenal, y tenía la sensación de que, allí, la hierba debía de ser más verde. La campaña en favor del desarme, que Litvínov llevó a cabo en Ginebra, produjo un fuerte impacto en una opinión predominantemente pacifista. Sin embargo, hay que hacer una precisión: los sindicatos consiguieron impedir los inten­tos de infiltración, y los obreros no se involucraron. La historia de los años treinta es la de la estampida de liberales e intelectua­les de izquierda hacia el campo soviético. La única purga estalinista que causó gran preocupación en Gran Bretaña fue la de los gene­rales. Causó un fuerte desánimo en el sector antialemán del partido conservador, que había apoyado en cierta medida la campaña pro­soviética, al convencerlos de que el Ejército Rojo sería un instru­mento inútil frente a Hitler. Estos recelos se incrementaron ante la indecisión soviética en Munich. El acontecimiento que acabó por arruinar todo el edificio de la amistad británico-soviética fue el pacto nazi-soviético. Hasta el propio partido británico, que había sobrevivi­do incólume a las purgas, se conmovió hasta los cimientos por causa de ese pacto. Fue éste un golpe del que el prestigio soviético en Gran Bretaña, a pesar del entusiasmo circunstancial del período bélico, aún no se ha recuperado.

No será menester que haga referencia al período de la pos­guerra. La amenaza soviética a Europa no tardó en ser detectada y aireada. El discurso de Churchill en Fulton hizo caer el telón de acero. El primer Sputnik proclamaba el surgimiento de una super­potencia, que iba a desafiar el monopolio que hasta entonces habían detentado los Estados Unidos. Desde entonces, el crecimiento del poder militar y económico soviético, y su influencia expansiva en otros continentes, han elevado a la URSS a la categoría de enemigo público número uno, y han hecho de ella el blanco de artillería propagandística que, actualmente, supera en intensidad a la de las «guerras frías» de los años veinte y cincuenta. Ésta es, en esquema, la oscura y enmarañada historia de las reacciones de Occidente ante la Revo­lución rusa.

¿Cómo valoraría usted la evolución política del sistema estatal soviético? ¿Qué resolución tendría la comparación entre la vida cultural e intelectual de la URSS de hoy día con, pongamos por caso las de los años cincuenta o veinte? En Occidente, en la actualidad el fenómeno de los disidentes virtualmente monopoliza la atención de la izquierda. ¿Considera usted que es ésta la lente apropiada para contemplar la situación política de la Rusia contemporánea?

Hacer una revisión de las condiciones económicas, sociales, polí­ticas y culturales en la URSS actual es algo que rebasa con mucho las posibilidades de esta entrevista, y, a decir verdad, hay que in­cluirlas en el capítulo de las relaciones Este-Oeste. La importancia actual que tiene la cuestión de los disidentes en esta relación es, por supuesto, un síntoma, pero no un factor causal. Sin embargo, plantea a la izquierda de los países occidentales un problema com­plejo y embarazoso. Históricamente, siempre ha sido la izquierda, no la derecha, la campeona de las víctimas de los regímenes opreso­res. Los disidentes de la Unión Soviética y de la Europa oriental, que se incluyen en esta categoría, difícilmente pueden confiar en la simpatía organizada y en las protestas de la izquierda. El problema radica en que su causa la ha adoptado, con mucho ruido, la derecha, y lo que comenzó como un movimiento humanitario se ha conver­tido en una campaña política de grandes proporciones, inspirada en unos motivos completamente distintos, orientada a distintos fines y desarrollada con un estilo distinto; y, dado que la derecha dispone de la mayor parte de la riqueza y de los recursos, cuenta con una organización más poderosa y controla en gran medida los medios de difusión, determina la estrategia y domina la campaña. La izquierda se encuentra en una situación de ir a remolque, luchando vanamente por mantener su independencia, sirviendo a unos propósitos distin­tos a los suyos y mancillada por la deshonestidad fundamental de la campaña.

A este respecto, hay que subrayar dos aspectos. El primero de ellos es que los derechos humanos son universales, algo que pertenece a los seres humanos por el mero hecho de serIo, y no a los individuos de una determinada nación. Toda campaña en gran escala en pro de los derechos humanos se convierte en algo nefasto, sí se limita a un confín del mundo. Irán es sede de un régimen notoria­mente represivo. Así y todo, el presidente Carter, en plena campaña en favor de los derechos humanos en Rusia, recibía al Sha en la Casa Blanca, con todos los honores, y tanto el propio Carter como Callaghan le han expresado sus mejores deseos de éxito en el trato con los disidentes de su país. Es evidente que los disidentes iraníes carecen de derechos humanos. En China, la «Banda de los Cuatro», y centenares -tal vez millares- de sus seguidores, en Shanghai y en otras ciudades chinas, han desaparecido, sin más. Sin juicios y sin acusaciones. ¿Qué ha sido de ellos, sí es que aún están vivos? Nadie lo sabe, ni a nadie le importa. Preferimos no saberlo. Los derechos humanos de los disidentes chinos nos son indiferentes. Todo ello resulta bastante comprensible, en una campaña llevada por políticos cuyo interés primordial no radica en proteger los derechos humanos, sino en excitar la indignación y la hostilidad popular contra la Rusia soviética. Pero, ¿acaso la integridad moral de la izquierda es compa­tible con su participación en una campaña que se aprovecha de las emociones sincera y profundamente sentidas por una gente decente, pero políticamente ingenua, con unos propósitos totalmente extra­ños a los objetivos declarados?

El otro aspecto se refiere al estilo y al carácter de la campaña. Hace algunos años, di con esta cita de Macaulay: «Nada hay más «ridículo que el espectáculo que ofrece el pueblo británico en uno de sus arrebatos periódicos de moralidad». Me temo que, en este caso, no se trata de algo ridículo, sino siniestro y terrorífico. Uno no puede leer el periódico sin tropezar con expresiones de este odio y temor obsesivo por Rusia. La persecución de los disidentes, el pode­río naval y militar soviético, los espías rusos, el abuso del término marxismo en las discusiones políticas entre los partidos...todo ello contribuye a la paranoia. Una irrupción de la histeria nacional a tal escala es, evidentemente, síntoma de que la sociedad está enferma, una de esas sociedades que tratan de liberarse de sus propios proble­mas, de su indefensión, de su sentimiento de culpa, buscándose un chivo expiatorio en un grupo ajeno a ella, ya se trate de rusos, negros, judíos, o lo que sea. Y, la verdad, me alarma imaginar a dónde nos va a llevar todo esto. Lo que consuela es comprobar que esta histeria popular no ha afectado en el mismo grado a las demás naciones europeas, y que en los propios Estados Unidos se ha inicia­do la reacción contra la diplomacia de púlpito que profesa Carter. Pero me apena comprobar que, en el proceso, se haya visto arrastra­da una parte tan importante de la izquierda.

Una de las tendencias más sorprendentes ocurridas en los años setenta ha sido el alejamiento de los partidos comunistas de la Europa occidental de la lealtad tradicional para con la URSS. En nombre del eurocomunismo, el partido comunista español se refiere a los Estados Unidos ya la Unión Soviética como peligros equivalentes para la Europa occidental, mientras que el partido italiano se refiere a la OTAN como un escudo protector contra las agresiones soviéticas. Tales posiciones hubiesen resultado inimaginables hace tan sólo una década. ¿Cuál es su opinión con respecto a la tendencia que representan? ¿Es que la búsqueda de un modelo de sociedad socialista distinto del de la URSS, adaptado a un Occidente más avanzado, justifica el tono antisoviético que actualmente tiene el eurocomunismo?

El eurocomunismo es, a todas luces, un movimiento abortado, un intento desesperado de escapar a la realidad. Si lo que pretende es volver a Kautsky y denunciar al renegado Lenin, me parece muy bien. Pero, ¿qué necesidad hay de remover el lodo al autodenomi­narse «comunistas»? En la terminología actualmente aceptada, se trata de socialdemócratas derechistas. La única plataforma sólida del eurocomunismo es la independencia y la oposición al partido ruso. Se encarama ávidamente al tren del antisovietismo. El resto de la plataforma es algo completamente amorfo, algo parecido a lo que en este país solíamos denominar lib-lab 1/. Las incursiones realiza­das en la práctica política evidencian su vacuidad. En cierto modo, los eurocomunistas italianos se sitúan a la derecha de los socialistas. Los eurocomunistas franceses en varias partes al mismo tiempo. Los eurocomunistas españoles no se sitúan en parte alguna. Los euroco­munistas británicos apenas sí se dejan ver. Podíamos habérnoslas compuesto perfectamente sin esta triste demostración del deterioro de los partidos comunistas occidentales.

Marx imaginó el socialismo como una sociedad de una libertad y una productividad incomparablemente superiores a las del capita­lismo. Una asociación armónica y avanzada de productores libres sin explotación económica ni coerción política. La transición hacia este tipo de sociedad en la Unión Soviética, aunque ha rebasado en mucho al capitalismo queda todavía muy lejos de las metas propues­tas por Marx o Lenin. En los países más opulentos de Occidente todavía hay que desbancar al capitalismo lo que en parte se ha debido al desencanto existente en el seno de la clase obrera ante los progresos registrados en la URSS. En una situación como la actual, que a veces parece hallarse en un punto muerto dual ¿opina usted que las posibilidades de una ruptura política una aceleración orien­tada hacia las metas clásicas del socialismo revolucionario son, hoy por hoy mayores en el Este o en el Oeste? Al finalizar su libro What is history, usted citaba las palabras de Galileo, E pur si muove (Y sin embargo se mueve). ¿Dónde está el nódulo principal del movimiento histórico cuando nos acercamos a las postrimerías del siglo XX?

Esta pregunta tiene tantas facetas que voy a tener que disgre­garla y responder a ella de un modo más bien deshilvanado. En pri­mer lugar, permítame una breve digresión acerca del lugar que ocupan en nuestro pensamiento Marx y el marxismo. Adam Smith tuvo ideas geniales, y La riqueza de las naciones se convirtió en la Biblia del capitalismo ascendente durante todo un siglo y en más de un país. Hoy, los cambios sufridos por el marco económico han invalidado algunos de sus postulados y han modificado nuestra opi­nión acerca de algunas de sus predicciones y aseveraciones. Karl Marx tuvo ideas aún más geniales; no sólo previó y analizó el inmi­nente declive del capitalismo, sino que nos ofreció unos instrumen­tos de pensamiento completamente nuevos, que nos permitirían des­cubrir los orígenes del comportamiento social. Pero, desde la época en que escribió, han sucedido tantas cosas…; y las tendencias recientes, si bien han confirmado la validez de sus análisis, también han proyectado serias dudas acerca de sus pronósticos. Admitir tales dudas, e investigarlas, no significa descalificar a Marx. Lo que sí parece incompatible con el espíritu del marxismo son las ingeniosas tentativas escolásticas -como las que a veces he visto en la New Left Review- de adaptar los textos marxistas a condiciones y pro­blemas que Marx no tuvo en consideración, y que tampoco podía prever. Lo que yo quisiera encontrar en los intelectuales marxistas es menos análisis abstracto de textos marxistas y más aplicación de los métodos marxistas al examen de las condiciones sociales y eco­nómicas que diferencian nuestra época de la suya.

Usted me pregunta acerca de las perspectivas de una ruptura favorable a una sociedad socialista o marxista en la URSS y en Occidente. Se trata de dos problemas absolutamente distintos. La Revolución rusa derrocó el antiguo orden y enarboló la bandera del marxismo. Pero allí no se daban las premisas de marxismo y, por tanto, no cabía esperar alcanzar las perspectivas marxistas. El redu­cidísimo proletariado ruso, casi sin instrucción, en poco se parecía al proletariado que Marx imaginó que sería el portaestandarte de la revolución, y no estaba a la altura del papel que se le había atribuido en el esquema marxista. Lenin, en uno de sus últimos ensayos, deploraba la escasez de «proletarios genuinos» y subrayaba con amar­gura que Marx había escrito, «no sobre Rusia, sino sobre el capita­lismo en general». La dictadura del proletariado, dejando al margen lo que pudiera interpretar con esta frase, era como levantar un casti­llo en el aire. Lo que Trotsky denominaba «substituismo», la substi­tución del proletariado por el partido, era inevitable, dando como resultado, a través de lentos estadios, el crecimiento de una buro­cracia privilegiada, el divorcio de la dirección y las masas, la tiranía sobre los obreros y los campesinos, y los campos de concentración. En cambio, también se hizo algo que no se había hecho en Occi­dente. El capitalismo había sido desmantelado y substituido por la producción y distribución planificada, y, si bien es muy cierto que el socialismo aún está por realizar, sí que se han creado, aunque sea imperfectamente, algunas de las condiciones para su realización. El proletariado ha aumentado enormemente sus contingentes, y su nivel de vida, salud y educación han mejorado notablemente. Si uno deja­ra volar su imaginación, podría soñar en que llegará un día en que ese nuevo proletariado tomará sobre sí la responsabilidad que sus predecesores, más débiles, no pudieron llevar sesenta años atrás, y caminar hacia el socialismo. Personalmente no tengo por costumbre complacerme en tales especulaciones. La historia raramente produce unas soluciones tan perfectas, teóricamente. La sociedad soviética aún está avanzando. Pero a qué fines, y si el resto del mundo le permitirá proseguir su avance sin ser perturbada, eso es algo a lo que yo no trato de responder.

El problema del marxismo en Occidente es más complicado. Aquí se dan las premisas marxistas, pero, por el momento, aún no han llevado al desenlace previsto. Marx formuló sus teorías a la luz de las condiciones que se daban en la Europa occidental, especial­mente en Inglaterra. Su perspicacia y su clarividencia han quedado brillantemente justificadas, hasta cierto punto. El sistema capitalista ha decaído ante la acumulación de sus contradicciones internas. Se ha visto gravemente conmocionado por dos guerras mundiales y por crisis económicas recurrentes. Se manifiesta impotente para hacer frente al desempleo creciente. Los obreros organizados han ganado mucha fuerza, y no han dudado en utilizar esta fuerza para la conse­cución de sus fines. Y, sin embargo, lo único que falta por produ­cirse es la revolución proletaria. Cada vez que en el horizonte del mundo capitalista asoma la revolución -en Alemania en 1919, en Gran Bretaña en 1926, en Francia en 1968- los obreros se han apresurado a darle la espalda. Fuera lo que fuese lo que pretendían, no se trataba de la revolución. Me parece difícil refutar la evidencia de que, a pesar de todas las grietas que se han abierto en la armadura del capitalismo, la disposición de los obreros es menos -no más- revolucionaria hoy de lo que lo era hace sesenta años. Hoy por hoy, en Occidente, el proletariado -entendiendo como tal, como pretendía Marx, a los obreros industriales organizados- no es ya una fuerza revolucionaria; incluso tal vez sea contrarrevolucionaria.

¿Por qué, en Occidente, el obrero actual no quiere -porque creo que debemos admitir este hecho- la revolución? La primera respuesta es: «por miedo», estimulado, en parte, por el ejemplo de 1917. La Revolución rusa, dejando al Iado lo que en última ins­tancia haya tenido de bueno, provocó una miseria y una devastación terribles. Desbancar a la clase dirigente en el mundo capitalista de hoy sería todavía una empresa más desesperada, y su precio todavía más alto. En 1917, lo único que podía perder el obrero ruso eran sus cadenas. El obrero occidental puede perder mucho más, y no quiere perderlo. Cada vez que se plantea esta cuestión, siempre hago esta analogía: el médico dice al paciente que tiene una enfer­medad incurable, que irá agravándose a un ritmo impredecible, pero que podrá ir tirando, bien o mal, durante años. La enfermedad po­dría curarse mediante una operación, pero hay muchas posibilidades de que peligre la vida del paciente. El paciente decide seguir como está. Rosa Luxemburgo dijo que la decadencia del capitalismo terminaría en el socialismo o en la barbarie. Sospecho que la mayoría de los obreros actuales prefieren aceptar la decadencia del capitalismo, con la esperanza de que durará más que ellos, a someterse al bisturí de la revolución, que puede, o no, llevar al socialismo. Se trata de un punto de vista perfectamente admisible.
Pero yo quiero ir todavía más al fondo. No tengo ni idea de quién acuñarla la frase «imperio del consumidor». Pero la idea se halla implícita en Adam Smith y en toda la economía clásica. Marx, concretamente, colocó al productor en el centro del proceso económi­co. Pero es que él daba por hecho qué el productor producía para el mercado y que, por lo tanto, tenía que producir aquello que el consumidor quisiera comprar; y posiblemente ésta sea una buena descripción de lo que sucedió hasta fines de siglo, varios años des­pués de que Marx muriera. Desde entonces, la situación ha dado un vuelco, y el poder del productor se ha incrementado a un ritmo frenético. El empresario, que, cada vez con más frecuencia es una gran empresa, controlaba y normalizaba los precios. La producción en masa hizo imperiosa la creación de un mercado uniforme. La publicidad se desarrolló a pasos agigantados, en extensión y en inge­nio. Por primera vez, el productor estaba en condiciones de moldear el gusto del consumidor y de persuadirlo de que lo que quiere es aquello que el productor considera más conveniente y beneficioso producir. Nos encontrábamos en la era del imperio del productor.

Sin embargo, lo que importa subrayar es que, a medida que el proletariado aumentaba en número y en calidad, podía con eficacia cada vez mayor afirmar sus pretensiones de compartir los beneficios crecientes que brindaba la nueva era. Engels descubrió la corrup­ción por los capitalistas de lo que él denominaba «aristocracia obre­ra». Lenin aplicó el mismo concepto a la clase obrera de los países capitalistas frente al mundo colonial. Pero ni el propio Lenin podía prever la asociación de productores -o sea, patronos y obreros­ en aras de explotar al consumidor en todo el ámbito del mercado doméstico. No hace falta ser muy perspicaz para comprender lo que está pasando. La «defensa del puesto de trabajo» del productor se ha convertido en un factor decisivo de la política económica. Se justifica el exceso de personal directivo y de ventas: el aumento de los precios se encargará de los gastos. Se resiste a mejoras tecnológicas que reducirían costes y precios, porque suponen la pérdida de pues­tos de trabajo: ya lo pagará el consumidor. El otro día, una institu­ción seria propuso el sacrificio de un cuarto de millón de gallinas ponedoras, con el fin de reducir el suministro de huevos y evitar una desastrosa caída de precios. Los extraños manejos de la CEE con la mantequilla, el vino y la carne de vacuno ya nos resultan familia­res. Una economía tan desquiciada no puede sobrevivir durante mu­cho tiempo. Pero, aun así, el tiempo puede ser largo, mucho más de lo que se imaginan los que hoy se aprovechan de ello. No he mencionado antes un asunto de tan poca monta como es la inversión de las enormes cantidades de dinero de las pensiones de los sindi­catos en valores industriales y comerciales. Si se colapsan los bene­ficios de los capitalistas, también se colapsa la provisión de las jubilaciones de los trabajadores. «Allí donde está tu tesoro, allí debe estar también tu corazón.» En la actualidad, los obreros tienen varias razones para que se sostenga el capitalismo. En las condiciones actuales, la nacionalización de las industrias y la promoción de obre­ros a cargos directivos (aspecto éste en el que los obreros británicos no han mostrado gran interés), no representan la ocupación de la industria por los obreros, sino un paso más en la integración de los obreros en el sistema capitalista. Lord Robens es tan buen capitalista como lord Robbins.

Desde esta perspectiva es desde donde debemos diagnosticar la enfermedad que sufre la izquierda, que es una manifestación clara de la enfermedad que aqueja a toda la sociedad. La izquierda ha perdido la esencia de su doctrina y sigue repitiendo fórmulas que ya han perdido credibilidad. Durante cien años, o tal vez más, las esperanzas de la izquierda se centraban en que los obreros serían la clase revolucionaria del futuro. La democracia capitalista sería derro­cada y substituida por la dictadura del proletariado. Es posible sos­tener que esta visión aún es practicable. En el pasado, las grandes transformaciones que se producían en la sociedad se alargaban du­rante décadas, y a veces siglos; tal vez todo se reduzca a que somos demasiado impacientes. Sin embargo, debo confesar que, habiendo tantas y tantas señales orientadas en otra dirección, esta perspectiva somete a una dura prueba mi capacidad de optimismo. Cuando con­sidero el actual desorden en que se encuentra la izquierda, dividida en una galaxia de diminutas sectas beligerantes, a las que sólo une la incapacidad de atraer a más que a un insignificante sector margi­nal del movimiento obrero y la osada ilusión de que sus propuestas revolucionarias representan los intereses y las ambiciones de los obre­ros, no me quedo nada tranquilo. Me viene ahora a la memoria que, en un artículo escrito poco después del estallido de la guerra, en septiembre de 1939, Trotsky admitía, con indecisión y serias dudas, que si la guerra no provocaba una revolución, resultaría obligado buscar las razones del fracaso «no en el atraso del país, ni tampoco en el entorno imperialista, sino en la incapacidad congénita del pro­letariado para convertirse en clase dirigente». Tal vez no hubiera que tomar demasiado en serio una afirmación tan retorcida, emitida en un momento de desasosiego. Yo me resisto al término «congé­nito»; el artículo fue publicado en inglés y desconozco qué palabra rusa debió de emplear Trotsky. Pero, si hubiese vivido para ver el panorama actual, no creo que hubiese hallado razones válidas para retractarse del veredicto.

Así pues, ¿cómo hay que analizar la situación y calibrar el futu­ro? En primer lugar, patronos y obreros están todavía enzarzados en el conflicto tradicional sobre la repartición de los beneficios de la empresa capitalista, aunque recientemente se hayan dado casos en los que patronos y obreros han llegado a un acuerdo; acuerdo al que se ha opuesto el gobierno, sobre la base del interés general. En segundo lugar, se ha establecido un consenso silencioso, pero fuerte, entre patronos y obreros, acerca de la necesidad de mantener el mar­gen de beneficios. Puede que las partes se peleen por el reparto de los despojos, pero están de acuerdo en la necesidad de incremen­tarlos. Aún es pronto para adivinar cuál de estos dos factores acabará por ser el predominante. Podría discutirse el argumento de si, cuan­do se rocen los límites físicos de la explotación del mercado del consumidor, y cuando se agoten las oportunidades para el reforzamiento del capitalismo desde fuera, en un país determinado, volverá a ser predominante el choque de intereses entre el patrón y el obre­ro, y que entonces estará despejado el camino para la revolución proletaria de corte marxista, durante tanto tiempo pospuesta. Sin embargo, debo admitir que soy muy escéptico sobre esta posibilidad. Me siento anonadado por el hecho de que, desde 1917, las dos Úni­cas revoluciones de importancia que se han producido hayan sido las de China y Cuba, y de que los movimientos revolucionarios, hoy, únicamente están vivos en países en los que el proletariado es débil o inexistente.

Usted me plantea un reto, al citar mis últimas palabras en ¿Qué es la historia? Sí, creo que el mundo marcha hacia adelante. No he modificado mi opinión de que 1917 es uno de los momentos crucia­les de la historia. Y, lo que es más, todavía afirmo que 1917, con­juntamente con la guerra de 1914-1918, marcaron el principio del fin del sistema capitalista. Pero el mundo no está en movimiento perpetuo, ni se mueve en todas las partes al mismo tiempo. Estoy tentado de decirle que los bolcheviques no obtuvieron su victoria en 1917 a pesar del atraso de la economía y de la sociedad rusas, sino gracias a ello. Creo que debemos considerar seriamente la hipó­tesis de que la revolución mundial, de la que 1917 fue el primer acto y que completará el hundimiento del capitalismo, será la revuel­ta del mundo colonial contra el capitalismo, en su aspecto de impe­rialismo, más que la revuelta del proletariado en los países capita­listas avanzados.

¿Qué conclusiones podemos presentar a nuestra izquierda, en la presente situación? Me temo que no serán muy satisfactorias, dado que nos hallamos en una época profundamente contrarrevolucionaria en Occidente, y la izquierda carece de una base revolucionaria sólida. En mi opinión, los miembros serios de la izquierda tienen, en la actualidad, dos alternativas posibles. La primera es seguir siendo comunistas y continuar como un grupo educacional y propagandís­tico, alejado de la acción política. Las funciones a desarrollar por ese grupo serían analizar la transformación económica y social que se está produciendo en el mundo capitalista; estudiar los movimien­tos revolucionarios que se desarrollan en otras partes del mundo: sus logros, sus defectos y sus potencialidades; y tratar de formarse una imagen más o menos realista de lo que el socialismo debería y podría significar en el mundo contemporáneo. La segunda alterna­tiva para la izquierda es la de participar en la política: hacerse socialdemócratas, reconocer y aceptar abiertamente el sistema capi­talista, tratar de lograr todo aquello que pueda lograr se dentro del sistema, y trabajar en favor de aquellos compromisos entre patronos y obreros que contribuyan a mantenerlo.

No se puede ser comunista y socialdemócrata a un mismo tiem­po. El socialdemócrata critica el capitalismo, pero en última instancia lo defiende. El comunismo lo rechaza, y cree que al final acabará destruyéndose a sí mismo. Pero el comunista, en Occidente y en la hora actual, es consciente de las fuerzas que aún lo sostienen, y de la falta de una fuerza revolucionaria suficientemente poderosa como para poder destruirlo.

Notas

1/ Expresión inglesa construida con las primeras letras de las palabras liberal y labour, que designa aquellos sectores del movimiento obrero impregnados de ideología liberal. (NdE)