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miércoles, 29 de mayo de 2024

HABLEMOS CLARO: LA IZQUIERDA TAMBIÉN ES RESPONSABLE DEL ASCENSO DE LA EXTREMA DERECHA

 


Fuentes: Ganas de erscribir 

Por Juan Torres López 

29/05/2024 

        

Escribió Walter Benjamín que lo hecho nunca está definitivamente hecho y que, por tanto, lo peor puede volver. Desde hace tiempo, comprobamos que es así: los partidos de una extrema derecha que creíamos desparecida, o al menos reducida a la mínima expresión desde hace décadas, vuelven a tener influencia política decisiva, e incluso gobiernan en algunos países de gran relevancia.

En las próximas elecciones europeas veremos, sin duda, que su representación parlamentaria se multiplica y, lo que es peor, que se convertirán en socios para nada vergonzantes de las fuerzas de derecha más centristas que dirigen los destinos de la Unión Europea.

Cuando todo eso se produce, las izquierdas se empeñan en erigirse en defensoras de la democracia y en baluartes frente al extremismo de la derecha neofascista. Un intento que se revela vano cuando no cambian la estrategia que precisamente ha llevado a que sus antiguos electores se conviertan en la base social y electoral de la extrema derecha.

Esta, en sus diferentes variedades, está llevando a cabo en todos los países donde se expande políticas privatizadoras, recortes sociales y favores indisimulados a las grandes empresas, a la banca y fondos de inversión. Pero con los únicos votos de los propietarios de estos últimos no podría nunca tener el éxito electoral que tiene.

Milei, Trump, Meloni, Orbán, Le Pen, Abascal, Ayuso… están instigados y financiados por el poder económico y financiero, pero su apoyo social proviene de millones de personas desposeídas, de clases trabajadoras explotadas, desahuciadas y excluidas, de trabajadores autónomos precarizados y de miles de propietarios de micro empresas o de pequeños y medianos negocios cada vez más ahogados a base de impuestos que las grandes empresas no pagan o por la morosidad de estas últimas (en España les deben más de 80.000 millones de euros), o de clases medias que ven que sus hijos no pueden salir del hogar familiar porque no pueden tener vivienda y que viven en la inseguridad e incertidumbre permanentes. Y, sobre todo, que están hartas de cómo se ha venido gobernando antes, de la corrupción y, como he dicho, de la desposesión que sufren.

Ese es el drama. Pero un drama que se produce porque han sido partidos socialistas los que han puesto en marcha en Europa las políticas que han producido esos efectos. En concreto, los Tratados pro-mercado y las de estabilidad y austeridad. Y porque los que se sitúan a su izquierda, en lugar de dar prioridad a las reivindicaciones socioeconómicas centrales que tienen que ver con esa desposesión, han fragmentado su discurso y se dedican a defender reivindicaciones particularistas con las que es imposible conseguir amplios apoyos sociales. En mi reciente libro Para que haya futuro he contabilizado 16 corrientes de izquierdas, 21 feministas y 27 ecologistas, aunque es posible que estén mal contadas y que aún haya más de cada una. Por supuesto, sin unirse ni apenas colaborar entre sí y, a veces, incluso fuertemente enfrentadas. ¿Cómo se van a poder sentir protegidas así las clases desposeídas que necesitan seguridad, ayuda y comprensión? ¿Cómo van a confiar y encontrar la voz y el poder que buscan en quienes no se entienden ni aclaran entre sí y andan siempre a la greña?

Las izquierdas han renunciado a defender los valores universales que son los únicos que permiten aglutinar en torno a ellos a las amplias mayorías sociales que es imprescindible tener para evitar la desposesión generalizada. Y el resultado es que la derecha y ahora la extrema derecha inteligentemente los asumen como suyos. Es verdad que no mencionan que para ponerlos en práctica y disfrutarlos es preciso actuar sobre los derechos de propiedad, que ocultan las causas reales que producen la desposesión y que mienten sobre ellas, por ejemplo, haciendo creer que no hay vivienda por culpa de los okupas o que hay paro e inseguridad ciudadana por los inmigrantes. Pero, como no hay reclamo alternativo sobre ellos, su mera enunciación basta para que la gente crea que la extrema derecha es la que puede defender la libertad, la seguridad, la soberanía, los intereses nacionales, el empleo o la integridad del territorio. Y, al paso que vamos, incluso otros derechos como el acceso a la vivienda, la propia democracia, los derechos humanos o la paz. Tiempo al tiempo.

¿Cómo se va a evitar que las clases desposeídas voten a la extrema derecha si esta defiende los valores con los que se identifica el sentir común de tanta gente, mientras que las izquierdas no hacen autocrítica de sus políticas equivocadas, o se empeñan en darle prioridad a valores o reivindicaciones que tan sólo pueden defender grupos muy reducidos o de interés, por muy legítimo que sea, muy minoritario?

¿A quién le puede extrañar que la extrema derecha se haga con la bandera de la libertad, de la seguridad o la soberanía nacional mientras las izquierdas no disimulan su complicidad con los grandes poderes, se hacen militaristas y se dedican a plantear la tauromaquia como gran problema político o a hacer creer que en la especie humana no hay diferentes sexos masculino y femenino, según los casos y por poner algún ejemplo concreto? O mientras que no terminan de pelearse entre ellas y elevan a la categoría de arte el maltrato hacia quienes tratan de poner en marcha sus propios proyectos políticos.

¿Cómo se va a poder evitar que la gente desposeída se eche en brazos de la extrema derecha si los partidos de izquierdas se han convertido en organizaciones cesaristas en donde la militancia apenas participa, ni decide, ni tiene protagonismo diario, o cuyos dirigentes y cargos públicos no son referentes ejemplares para la gente corriente, sino privilegiados que no muestran más interés ni estrategia que mantener sus prebendas?

En pocas palabras: la izquierda ha dejado desamparada a su base social.

Como explico en mi libro, las izquierdas no sólo han renunciado a soñar, para diseñar horizontes y proyectos que sean atractivos a la gente que sufre; ni ponen en práctica experiencias que permitan demostrar que otro mundo es posible. Más grave aún es que, a fuerza de haber estado expuestas al neoliberalismo, han terminado siendo insensibles a sus males y los reproducen en su seno.

Cuesta decirlo, pero las izquierdas que ahora se nos ofrecen como salvadoras frente al ascenso de la extrema derecha no van a poder evitar su creciente protagonismo porque, como he dicho, en gran medida han sido sus torpezas y renuncias las que han permitido que esos nuevos partidos totalitarios se ganen el apoyo de su antigua base social.

Es imprescindible darle la vuelta a todo esto que está pasando entre quienes se autodefinen como motores del progreso y la transformación social. Afortunadamente, hay otras formas de hacer política y de hacer sociedad y ya las ponen en marcha muchas personas y colectivos sociales en todo el mundo. Lo urgente es apoyarlas, difundirlas y, sobre todo, practicarlas.

Fuente: https://juantorreslopez.com/hablemos-claro-la-izquierda-tambien-es-responsable-del-ascenso-de-la-extrema-derecha/

https://rebelion.org/hablemos-claro-la-izquierda-tambien-es-responsable-del-ascenso-de-la-extrema-derecha/


domingo, 14 de abril de 2024

LA CRISIS PERUANA: MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES

 


Por Alberto Adrianzén M.

No nos debe extrañar que, en medio de esta crisis, los jefes militares hayan acompañado públicamente a la presidenta Dina Boluarte al cambio de guardia. Tampoco que este gesto haya sido calificado por el exministro de defensa como un “hecho político”. Además, no es la primera vez que esto sucede.  Este hecho nos recuerda cuando el expresidente Martín Vizcarra, años atrás, luego de clausurar el parlamento se tomó aquella noche una foto en la sala Grau de Palacio de Gobierno con los jefes militares de ese entonces. Martin Vizcarra fue el «inventor» de la idea, equivocada, por cierto, de que bastaba con cerrar el Congreso, y convocar a nuevas elecciones parlamentarias para que este vuelva funcionar.

Fue un intento, como decimos ahora, de “resetear” el “sistema de partidos” creyendo que con ello el futuro político sería distinto. Hoy sabemos que no fue así sino más bien todo lo contrario. Incluso, el propio Vizcarra fue una de las “víctimas” de este nuevo modelo de “solucionar democráticamente” los problemas país.

Hoy seguimos en crisis. Sin embargo, considero que la profundidad de la misma es mayor que en el pasado. Una de las cualidades de la democracia es reducir las incertidumbres de la política, hoy eso no existe. Caminamos hacia un furo que no sabemos cómo será. Una de las razones de esta situación es que no hay actores políticos y sociales con fuerza suficiente para proponer e “imponer” una solución a la crisis que vivimos. El agobio que vive la mayoría de peruanos es porque la historia se repite.

La poca o escasa fuerza que tienen los actores políticos y sociales por su fragmentación, por la falta de propuestas que le interesen a la población, por la ausencia de nuevos liderazgos y porque no hay un sistema de partidos legitimado sino más bien todo lo contrario, ha generado un vacío político en el país.

Curiosamente, vivimos un momento “bonapartista” pero sin posibilidades de que surja un «Bonaparte» y que ocupe, como diría Claude Lefort, un “sillón” que hoy está más vacío que nunca. Esta dificultad se debe a que no es posible, reorganizar las lealtades dispersas de los votantes para permitir una solución compartida y al mismo tiempo hegemónica.

Privados de esta posibilidad, los partidos, los políticos, las élites y la propia sociedad (plebeya) están condenados a trabajar dentro de un sistema político-social-económico y una precaria democracia que se han convertido en una reliquia disfuncional que incrementa la crisis y nos conduce, por un lado, a la reiteración, y por otro a la destrucción o desmantelamiento de las instituciones del régimen democrático. No pretendo ser pesimista, pero si miramos qué pasa con las instituciones más importantes el balance es negativo, por no decir desolador.

Se ha destruido o han perdido legitimidad, no importa quién, quiénes y cómo fue este proceso, el Congreso, el Poder Judicial, la Fiscalía de la Nación, el Tribunal Constitucional, la Junta Nacional de Justicia, la Defensoría del Pueblo y ahora último la Presidencia. El derribo de la puerta de la casa de la presidenta mediante una comba simbólicamente es el fin de un viejo presidencialismo. La conclusión es que vivimos en un país rodeado de «ruinas institucionales” que sobreviven penosamente.

En el Congreso el principal interés de los que tienen un poco más de fuerza (Fuerza Popular, APP, RP, SP, Podemos), además de impedir una posible vacancia presidencial y hacer negocios, son las modificaciones a la constitución para beneficio propio con el apoyo de congresistas oportunistas y tránsfugas como lo muestra claramente la aprobación de la bicameralidad y la vergonzoso e ilegal reelección de algunos parlamentarios. Es decir, mantener poder que solo los beneficia a ellos. Y a los que tienen escasa fuerza solo les queda hacer cada cierto tiempo una suerte de rito o actos de protesta para «justificar» su presencia en el Congreso. En realidad, la mayoría de las y los congresistas tienen más ganas de quedarse que de irse del parlamento.

En ese contexto me atrevería a decir que en esta crisis si bien hay mucho ruido lo más probable es que tengamos pocas nueces. Podrán cambiar uno o varios ministros, como acabamos de ver, pero eso es más de lo mismo y acaso peor. En ese sentido la crisis va a continuar y no debemos esperar grandes cambios.

No hay situación más agotadora para una sociedad que la reiteración; es decir, vivir repetidamente lo mismo; esta suerte de agobio y molestia que sentimos porque no encontramos una solución y donde cualquier cosa puede pasar.

Walter Benjamín decía que el apocalipsis no es el fin sino la reiteración. Hoy estamos en ese momento apocalíptico, es decir, en esta suerte de crisis perpetua y sin solución, ausente de horizontes de vida y con un escasa o mínima predictibilidad sobre el futuro de nuestro país.

Datos recientes nos muestran el hartazgo de lo que llamamos la reiteración y al mismo tiempo su solución en nuestro país. Un artículo de Will Freeman titulado “La tormenta migratoria que se avecina en el Perú” afirma que “en 2022, más de 400.000 abandonaron el país sin regresar; más que en cualquier año desde 1990. Solo en el primer semestre de 2023 otros 400.000 lo hicieron”. Es la huida o fuga silenciosa que protagonizan miles de peruanas y peruanos que viven en un país sin horizonte y que, como se dice, protestan con los pies.

*Sociólogo de la Universidad Católica.. Estudió Ciencias Políticas en el Colegio de México. Fue asesor del presidente Valentín Paniagua y de la Secretaría General de la CAN. Columnista, entre otros medios, de La Otra Mirada

Otra Mirada

Fuente: https://www.nodal.am/2024/04/la-crisis-peruana-mucho-ruido-y-pocas-nueces-por-alberto-adrianzen-m/

 

martes, 5 de marzo de 2024

A PROPÓSITO DE ARGENTINA 2024: CLARIDAD ESTRATÉGICA Y FLEXIBILIDAD TÁCTICA EN LENIN

 


Disturbios en Nevsky Prospek (Petrogrado), el 4 de julio de 1917.

Valerio arcary

Traducción: Rolando Prats

Lecciones leninistas para el combate contra la extrema derecha.

En esta alocución pronunciada en español el pasado 3 de febrero de 2024 en la serie internacional de eventos Leninist Days/Jornadas leninistas, Valerio Arcary reactiva cuatro giros tácticos efectuados por Lenin entre febrero y octubre de 1917, transformándolos en eficaz herramienta metodológica directamente aplicable al análisis de las condiciones, los actores, las apuestas y los objetivos —pero también los distintos momentos, fases, tiempos, de toda política—de la lucha contra el auge de la extrema derecha en América Latina y en todo el mundo.

El legado leninista —apunta Arcary— tiene un peso enorme en el marxismo, pero en el debate sobre las tácticas del combate contra la extrema derecha la cuestión decisiva radica en el hecho de que en Rusia, en 1917, no habría podido consolidarse un régimen liberal-democrático. La disyuntiva real era entonces Lenin o Kornilov, revolución socialista o dictadura contrarrevolucionaria. No nos encontramos hoy ante la misma disyuntiva. No porque no exista peligro alguno de que se instauren regímenes de extrema derecha, sino porque no estamos en una fase de revolución inminente.

Persiste, sin embargo —nos advierte Arcary—, el peligro de que después de tantas décadas subestimemos el peso de nuestra propia inercia mental. ¿Y si fuéramos víctimas de un autoengaño? La pregunta que podemos o debemos hacernos es si los actuales regímenes democráticos están gravemente amenazados por el avance arrollador de la extrema derecha, en sentido general, y, más concretamente, de la influencia de las corrientes neofascistas en su seno y si —en contra de la fórmula marxista clásica— la extrema derecha pudiera desembocar en el neofascismo en ausencia de todo peligro de revolución.

El texto que sigue es la traducción de la versión original en portugués, ampliada y revisada por el autor, con ocasión de su publicación en Jacobin América Latina [Nota del traductor].

 

La izquierda subestima el peligro de la extrema derecha

Sincericidio. Sinceridad al borde del suicidio, impulso autodestructivo. En el seno de la izquierda las polémicas suelen ser ásperas, pero a la hora de la aspereza en los debates nadie supera a los argentinos. Recomiendo pensárselo dos veces. Lo cierto es que la situación en Argentina ha ido de mal en peor. La solidaridad internacional con la resistencia popular contra las embestidas del gobierno de Javier Milei desempeña un papel sumamente importante. No obstante, esta vez el blanco de mis críticas será un sector de la izquierda marxista argentina —sin que por ello ese sector deje de ser acreedor de todo nuestro respeto— que se abstuvo de votar en la segunda vuelta. El voto nulo —que se abstrajo de lo que significaba la candidatura de extrema derecha de Milei— me pareció un gesto antileninista. Algo más cercano al trotsko-anarquismo que a otra cosa.

Permítaseme hacer dos prudentes aclaraciones sobre la ola de extrema derecha actualmente en ascenso. En primer lugar, la cuestión central del análisis no puede ser otra que el reconocimiento del peligro real e inminente de que movimientos de inspiración neofascista obtengan nuevas victorias. Toda política supone una sucesión de coyunturas, momentos, flujos, reflujos, secuencias. ¿Quién está a la ofensiva y quién a la defensiva? El grueso de la burguesía argentina no subestimó al peronismo, pues lo conoce bien. Fue una fracción de esa burguesía la que subestimó a Milei, porque hasta la víspera de las elecciones creyó en la posibilidad de que Patricia Bullrich se alzara con la victoria. Milei aparecía como un aliado instrumental.  El hecho de que la contienda se desenvuelva en el marco de democracias liberales no atenúa el peligro autoritario que amenaza las libertades democráticas si para triunfar en las elecciones tiene que ocurrir —en virtud de un gradual endurecimiento bonapartista— lo que ha ocurrido en Argentina.

Hasta hace un año, la estrategia consistente en no votar «ni por uno ni por otra» —ni por Sergio Massa ni por Bullrich— no dejaba de tener lógica, porque ello significaba luchar por constituir un tercer campo: el de la oposición de izquierda al gobierno de Alberto Fernández. Desde el punto de vista táctico, sin embargo, esa estrategia dejó de ser válida ante el peligro inminente de la victoria de Milei en la segunda vuelta.

Un posicionamiento estratégico que tenga como divisa «ni una cosa ni la otra» no debería convertirse en táctica permanente e indefinida que gire en torno a ese eje. Sobre todo cuando la situación ha dado un giro, como me parece que ha sido el caso, al menos desde lejos. Massa no merecía que se le diera apoyo alguno, pero la lucha contra Milei pasó a ocupar el centro. Denunciar a Milei como al mayor de los peligros, incluso llamando a votar en su contra, no es lo mismo que apoyar políticamente a Massa.

La situación habría sido mucho mejor, por supuesto, si una oposición de izquierda hubiese conquistado una posición de mayor peso en el seno de la clase trabajadora. Desafortunadamente, no fue así.

Lenin en 1917

La claridad estratégica de Lenin se puso de manifiesto en cuatro giros tácticos durante el dramático intervalo transcurrido entre febrero y octubre de 1917. En primer lugar, cuando postula en las Tesis de abril el paso a la fase insurreccional de la revolución, con las que el bolchevismo reclama su independencia respecto del gobierno provisional, reafirma su compromiso con los obreros y soldados de los soviets y con el campesinado y lanza las consignas de «Paz,  pan y tierra» y «Todo el poder a los soviets». En segundo lugar, cuando se pronuncia contra el precipitado intento de derrocar al gobierno de Kerensky durante las Jornadas de Julio. En tercer lugar, cuando propugna la formación del frente unido con Kerensky contra el golpe de Kornilov. En cuarto, cuando de nuevo aboga por la necesidad de la insurrección.

Echaré mano de una extraña metáfora. Lenin cambia de velocidad cuatro veces en función del trazado de una carretera que tiene no una sino numerosas curvas, subidas y bajadas. Se pronuncia por avanzar en abril, por mantener posiciones en julio, por retroceder en agosto y, finalmente, por activar el cuarto engranaje y acelerar en septiembre, tras el fracaso del Pre-parlamento.  Leninismo no significa avanzar, avanzar, avanzar, a cualquier precio, sin que importen los riesgos. Tampoco es quietismo, ¡cuidado, cuidado, cuidado!

Hay un primer momento, de abril a julio, en que se impone la paciencia a fin de salvaguardar la propia independencia y ejercer presión; hay un segundo momento, en que de lo que se trata es de abstenerse de aventuras y mantener posiciones; hay un tercer momento, en que la situación exige la retirada y formar un frente unido contra Kornilov y, por último, hay un cuarto momento, en el que ha llegado otra vez la hora de contraatacar en toda la línea y pasar a la insurrección. La verdadera línea leninista —no su idealización simplificada— jamás consistió en «ninguna confianza en los reformistas»—como hizo bien en recordar Martín Mosquera en un reciente artículo para Jacobin América Latina—, «sino en romper con la burguesía».

Desde ese posicionamiento por reivindicaciones concretas en diálogo con una mayoría del pueblo que seguía confiando en los mencheviques y eseristas, la línea leninista conoció diferentes inflexiones, movimientos, curvas. Los dos ejemplos más «espectaculares» fueron el giro en favor de la defensa de la táctica de un frente único obrero o de izquierda contra el peligro de un golpe korniloviano o fascista y el giro en favor de la insurrección. El primero inspiró más tarde las decisiones de la III Internacional en su tercer y cuarto congresos. Escribió Lenin:

Es posible que estas líneas lleguen demasiado tarde, pues a veces los acontecimientos se suceden con una velocidad verdaderamente vertiginosa. Escribo esto el miércoles 30 de agosto; sus destinatarios no lo leerán antes del viernes 2 de septiembre; con todo, y por si acaso, considero mi deber escribir lo siguiente:

La sublevación de Kornilov representa un viraje de los acontecimientos en extremo inesperado (inesperado por el momento y por la forma) e increíblemente brusco.

Como todo viraje brusco, exige una revisión y un cambio de táctica. Y, como toda revisión, con ésta hay que ser muy prudente para no faltar a los principios. (…)

¿En qué consiste, entonces, el cambio de táctica tras la sublevación de Kornilov? Consiste en que ha cambiado la forma de nuestra lucha contra Kerensky. Sin que se haya debilitado ni un ápice nuestra hostilidad contra él, sin retractarnos de una sola palabra dicha en su contra, sin renunciar al objetivo de derrocar a Kerensky, hoy decimos: hay que tomar en cuenta el momento; no vamos a derrocar a Kerensky de inmediato; ahora encaramos de otra manera la tarea de luchar contra él; es decir, haciendo ver al pueblo (que lucha contra Kornilov) la debilidad y las vacilaciones de Kerensky. Antes también lo hacíamos, pero ahora esa tarea pasa a ser la fundamental: en eso consiste el cambio.

El cambio consiste, además, en que ahora hacemos pasar a un primer plano la tarea de intensificar la agitación en favor de lo que podríamos llamar «exigencias parciales» a Kerensky: que arreste a Milyukov, que arme a los obreros de Petrogrado, que llame a Petrogrado a las tropas de Kronstadt, de Viborg y de Helsingfors, que disuelva la Duma de Estado, que arreste a Rodzyanko, que legalice la entrega de las tierras de los terratenientes a los campesinos, que implante el control obrero sobre el trigo y las fábricas, y así sucesivamente. Y esas exigencias no las debemos presentar sólo a Kerensky, no tanto a Kerensky como a los obreros, a los soldados y  a los campesinos, ganados por la marcha de la lucha contra Kornilov[[1]].

Hay leninistas que todavía concuerdan con el segundo y tercer giros, pero no con el primero y el cuarto, que se les antojan sectarios. A la inversa, están quienes reivindican el legado de las Tesis de abril y la insurrección de Octubre, pero no tanto el del segundo giro —la resistencia a la radicalización de julio y el papel de la contención—, ni el de la unidad con Kerensky contra Kornilov. Prefiero a quienes concuerdan con todos ellos.

La política es el arte de la flexibilidad táctica. Ésta debe tener como punto de apoyo el análisis de la correlación de fuerzas que establece un límite a las posibilidades, siempre que ese análisis esté anclado en principios firmes. Mal vamos cuando prevalecen la rigidez táctica y la insolencia estratégica. Frente al peligro de la extrema derecha, el más importante de esos cuatro giros hechos por Lenin es el tercero, ya que el factor decisivo fue la actitud favorable de los soviets hacia la formación de un frente único con la mayoría que aún apoyaba a Kerensky, lo que allanó el camino para su transformación en mayoría. En Rusia, todo se aceleró por la gravedad y la urgencia de una situación objetiva extrema: las consecuencias desesperadas de la derrota militar ante el ejército alemán.

El peligro contrarrevolucionario

La rusificación de la III Internacional favoreció una universalización de modelos y de políticas que contaminaron los propios análisis, pues las fórmulas inspiradas en la idea de que existen patrones que se repiten a lo largo de la historia son sumamente tentadoras. En efecto, existen patrones. Pero ¿qué era universal y qué peculiar, específico o incluso exclusivamente ruso?  El peligro está en considerar universal lo que era estrictamente ruso. Y perder de vista lo que de hecho terminó siendo universal.

¿Qué se ha llegado a reconocer como universal? La táctica insurreccional basada en la dualidad de poderes, precipitada por la autoridad de los soviets en una situación revolucionaria. Hasta la puesta en marcha de la restauración capitalista en la URSS, esa estrategia prevaleció como paradigma en la izquierda radical de todo el mundo.

Pero con el fin de la URSS, la mayoría de la izquierda mundial descartó esa posibilidad que habría sido expresión de la excepcionalidad rusa: una revolución contra una dictadura tiránica y anacrónica, a la cabeza de un imperio decadente que oprimía a decenas de naciones como colonias internas, un inmenso continente euroasiático de economía agraria, pero que también era la quinta potencia industrial del mundo. La revolución rusa habría sido única.

El hecho es que en los países centrales, sobre todo en Europa —si fuéramos a resumir una historia más bien larga—, los regímenes liberal-democráticos se consolidaron desde hace ya generaciones. En algunos países, como en Portugal, España y Grecia, ello ocurrió más tardíamente, pero en todo caso hace ya medio siglo. Ante esa realidad, se hizo inevitable poner al día la estrategia. Surgieron no pocas hipótesis, algunas más prometedoras, otras menos. Se extrajeron lúcidas conclusiones.

Persiste, sin embargo, el peligro de que después de tantas décadas subestimemos el peso de nuestra propia inercia mental. ¿Y si fuéramos víctimas de un autoengaño? La pregunta que podemos o debemos hacernos es si los actuales regímenes democráticos están gravemente amenazados por el avance arrollador de la extrema derecha, en sentido general, y, más concretamente, de la influencia de las corrientes neofascistas en su seno.

El legado leninista tiene un peso enorme en el marxismo. Pero en el debate sobre las tácticas en la lucha contra la extrema derecha, a mi juicio la cuestión decisiva es el hecho de que jamás se haya planteado la cuestión de que si hubiese podido consolidarse o no un régimen liberal-democrático en Rusia. La disyuntiva real era Lenin o Kornilov, revolución socialista o dictadura contrarrevolucionaria. Esa conclusión no debe llevarnos a creer que hoy nos encontramos ante la misma disyuntiva. No es ese el caso. Pero no porque no exista el peligro de que se instauren regímenes bonapartistas de extrema derecha, sino porque no estamos ante una fase de revolución «inminente».

No fue la burguesía rusa la que lanzó la insurrección para derrocar al Estado semifeudal de los Romanov en febrero de 1917, pero fue esa burguesía la que impidió que el gobierno provisional del príncipe Lvov firmara por separado la paz con Alemania: los capitalistas rusos se mostraron demasiado débiles, por un lado, para romper con sus socios europeos, y, por el otro, para asegurarse su dominación por métodos electorales en la república que nacía de manos de la insurrección proletaria y popular. No fue por descuido que se no empeñaron en convocar a elecciones a la Asamblea Constituyente. Fue por cálculo.

Tampoco esa burguesía fue la que envió a sus hijos a las trincheras a que fuesen masacrados, pero sí fue la que apoyó a Kerensky cuando éste insistió en lanzar a campesinos uniformados a ofensivas suicidas contra el ejército alemán. La presión de Londres y París exigía que se mantuviera el Frente Oriental, pero la presión de un proletariado poderoso y combativo —en relación proporcional con una burguesía con poco «instinto de poder» por causa de su sumisión a la monarquía— exigía el fin de la guerra; las corrientes más fuertes de la izquierda socialista —mencheviques y eseristas— se rehusaban a hacerse con el poder por sí solas, pues no deseaban romper con la burguesía, al tiempo que los bolcheviques, en minoría hasta septiembre, se negaron a unirse al gobierno de colaboración de clases y a romper con las exigencias populares. Aunque tampoco los bolcheviques estaban interesados en derrocar a ese gobierno sin poder asumir las consecuencias de ese acto. Ni tenían interés en aventurarse a hacerlo mientras no se asegurasen una mayoría entre los trabajadores en todo el país. Y esa posición resultó a la postre decisiva, especialmente durante las Jornadas de Julio.

Cuando Kerensky perdió el apoyo de las clases trabajadoras, la burguesía rusa apeló al general Kornilov para que resolviera con las armas lo que no podía resolverse con argumentos. Había quedado atrás el tiempo de las elecciones a la Asamblea Constituyente. La burguesía rusa perdió la paciencia con Kerensky y rompió con la democracia, dos meses antes de que el proletariado perdiera la paciencia con sus dirigentes y recurriera a una segunda insurrección para poner fin a la guerra.

El fracaso del putsch selló el destino de la burguesía rusa. En las terribles horas de agosto, el proletariado y los soldados encontraron en los bolcheviques el partido dispuesto a defender con su vida las libertades conquistadas en febrero. Sin el apoyo de la burguesía y sin el apoyo de las masas, suspendido en el aire, el gobierno de Kerensky—con sus aliados reformistas—buscó ayuda en el Pre-parlamento, pero la legitimidad de la democracia directa de los soviets pesaba más que la representación indirecta de cualquier asamblea: se había agotado el tiempo de las negociaciones con la Entente, se había desaprovechado la oportunidad histórica de la república burguesa. Ya era demasiado tarde.

El engranaje de la revolución permanente empujaba a los sujetos sociales interesados en el fin inmediato de la guerra —el grueso del ejército y de los obreros— hacia una segunda revolución y jugaba a favor de los bolcheviques, quienes en el espacio de unos meses vieron aumentar su influencia. Por su parte, no fue sino hasta después del intervalo transcurrido entre febrero y octubre que el proletariado y los campesinos pobres vieron desvanecerse sus ilusiones respecto del gobierno provisional —en el que habían depositado sus esperanzas aquellos partidos, como los mencheviques y los eseristas, que eran incapaces de garantizar la paz, la tierra y el pan— y depositaron su confianza en los soviets en cuyo seno se afirmaba el liderazgo de Lenin y de Trotsky.

Años después, Martov —líder de los mencheviques internacionalistas— y Kautsky —líder de la socialdemocracia alemana— insistieron en que Octubre había sido una aventura voluntarista. Acusaron de golpistas a los bolcheviques por haber hecho la revolución: querían que los bolcheviques construyeran el régimen liberal-democrático cuando la burguesía rusa había apoyado los métodos de la guerra civil para defender la propiedad privada.

Por ironías de la historia, en la Rusia de 1917 —anticipándose a un movimiento histórico que más tarde se generalizaría en Europa— los partidos menchevique y socialista revolucionario (eserista), que habían nacido como organizaciones obreras y populares, se convirtieron en portavoces de la pequeña burguesía y de las incipientes clases medias urbanas: colchón de amortiguamiento de la lucha de clases entre el Capital y el Trabajo, y en los posteros defensores de un régimen liberal-democrático, incluso después de que la burguesía hubiera abrazado el plan de una dictadura fascista, la cual podría adornarse con una corona monárquica.

Sería más prudente, sin embargo, concluir que una vacilación bolchevique en octubre, o su derrota en la guerra civil entre 1918 y 1920, habría llevado al poder —apoyado por las democracias de Washington y Londres— a un fascismo ruso. Y nadie debería desear tener qué imaginar cómo habría sido un «Hitler» en el Kremlin.

¿Contrarrevolución sin revolución?

Deberíamos buscar hipótesis que nos ayuden a explicarnos por qué lo mejor de la izquierda marxista mundial subestima al neofascismo. No sé cuántos concurran con este juicio, pero creo que ese es el caso. Como en cualquier problema complejo, sin duda son muchos los factores. El dogma que hemos heredado, entre otras muchas herencias, es que el apoyo de las fracciones burguesas al fascismo surge como respuesta al peligro real e inminente de una crisis revolucionaria. O, lo que es peor, al peligro de una revolución. Si no hay peligro de revolución, ¿por qué existiría entonces el peligro de una ola neofascista?

¿Acaso no estaremos exagerando? ¿Existirá algún objetivo que sea común a Bolsonaro y a Milei, а Chega en Portugal, a Vox en el Estado español, a Marine Le Pen en Francia y a Trump en Estados Unidos? ¿No urgirá la tarea de dilucidar la circunstancia de que nos encontramos ante una oleada de movimientos de extrema derecha que obedecen a un proyecto estratégico incompatible con los regímenes democráticos?

¿Y si la extrema derecha pudiera desembocar en el neofascismo en ausencia de todo peligro de revolución? ¿Y si esa fórmula «clásica», heredada de los años treinta del siglo pasado —el peligro de nuevos octubres— no fuera acertada o hubiese dejado de serlo por los enormes cambios que se han producido en los últimos treinta años desde la restauración capitalista?

Es más, me pregunto: ¿Y si esta fuera una conclusión unilateral inspirada por la autoridad del «modelo bolchevique», por el peso de la herencia histórica? ¿Y si no fuera sólo ante el peligro de revolución que el neofascismo se gana el apoyo de una fracción de la burguesía? ¿Y si no hiciera falta tanto, ni algo tan grave como una revolución?

¿Y si a la necesidad de subversión autoritaria de los regímenes democráticos se une la necesidad de ajustes que reduzcan o incluso anulen las conquistas sociales de las generaciones que nos precedieron? ¿Y si el objetivo estratégico de la ultraderecha es destruir las reformas logradas en los países centrales en los treinta años transcurridos desde la guerra? Derechos que en algunos países latinoamericanos llegaron muy tarde, y a cuentagotas, pero que fueron conquistas de la durísima lucha contra las dictaduras de los años sesenta y setenta ¿Y si la crisis del capitalismo occidental, y la rivalidad que provoca el ascenso de China, exigiera una rotación más rápida del capital y una acumulación igualmente más rápida que garantice tasas de inversión más elevadas, como explica Michael Roberts?

Consideremos la siguiente hipótesis. ¿Y si una fracción de la burguesía mundial hubiese llegado a la conclusión de que con los regímenes democrático-electorales no es posible llevar hasta el final los ajustes económico-sociales necesarios para que la Troika mantenga su liderazgo en el sistema internacional de Estados?  ¿Y si temieran más a China que a una revolución proletaria mundial?

¿Una crisis estructural de la democracia burguesa?

Décadas de golpes de Estado parecían haber dado la razón al pronóstico hecho por Trotsky en conversaciones con Mateo Fossa, dirigente sindical argentino, en los años 30, en las que advertía de que la estabilización de regímenes democrático-electorales duraderos era improbable, incluso en América Latina, por no hablar de África y Asia. Además de dogmatismo, creo que deberíamos tener el valor de preguntarnos si esa subestimación del peligro de la extrema derecha no reside también en la idealización de la estabilidad de los regímenes democráticos.

Vengo de una generación que dudó apasionadamente, durante los años setenta y hasta finales de los ochenta, de la posibilidad de regímenes democráticos liberales duraderos en América Latina.  Sin embargo, desde los años ochenta, en cierta medida esos regímenes se han estabilizado. Más en Argentina que en Brasil, más en Brasil que en Perú o Bolivia. ¿No deberíamos ahora abrir los ojos y despejar la mente; en otras palabras, abrazar un sano empirismo leninista? Trotsky era demasiado aficionado a las fórmulas y a los modelos teóricos. Lenin tardaba más en sacar conclusiones y se cuidaba de hacer predicciones.

Tenemos como antecedente a Fujimori, quien luego de ganar las elecciones en los años noventa, en plena insurgencia de Sendero Luminoso, procede a dar un «autogolpe» para imponer un régimen bonapartista, al que siguieron golpes institucionales en Honduras, Paraguay y, por último, y de forma mucho más severa, en Brasil.

 ¿Acaso no podemos concluir que existe al menos el esbozo o la posibilidad de un patrón? Brasil es un ejemplo de máxima gravedad. Porque Brasil ocupa en el mundo un lugar importante. Sin el golpe que tomó la forma «legal» del enjuiciamiento político (impeachment) del gobierno de Dilma Rousseff, después de cuatro victorias presidenciales sucesivas del PT y la probable victoria de Lula en 2018, es imposible entender la victoria de Bolsonaro, quien durante sus cuatro años de gobierno trabajó tanto con la hipótesis del golpe como con la táctica de la reelección.

Por tanto, se nos revela con toda claridad el dilema ante el cual nos encontramos: ¿no debería el  leninismo de nuestra época dar prioridad a la lucha contra la extrema derecha? Por supuesto, no podemos dejar de denunciar el peligro del calentamiento global. No podemos dejar de denunciar la masacre que el Estado de Israel está llevando a cabo en Gaza. No podemos dejar de lado la solidaridad con las luchas populares que tienen lugar en nuestros países. No podemos dejar de denunciar las amenazas racistas, sexistas y LGTBUIfóbicas que nos rodean.

Todas esas causas son justas y necesarias. Pero no podemos luchar con la misma intensidad en todos los frentes. Allí donde la extrema derecha se acerque peligrosamente al poder, no podemos dejar de librar el combate político que se requiere para derrotarla.

El neofascismo nos coloca frente una emergencia.

El leninismo exige una respuesta a la cuestión del poder.

 

Notas

[1] Véase «Al Comité Central del POSDR», en https://www.marxists.org/espanol/tematica/histsov/actas/acta13.htm. Se ha modificado la traducción. Escrito el 30 de agosto (12 de septiembre) de 1917. Publicado por primera vez el 7 de noviembre de 1920, en el número 250 de Pravda. [Nota del T.

Fuente: https://jacobinlat.com/2024/03/04/claridad-estrategica-y-flexibilidad-tactica-de-lenin/

 

jueves, 20 de octubre de 2022

IZQUIERDA Y DERECHA, ESPECIES MUTANTES (I)

Nos cuentan los Hunos y los Hotros (Unamuno dixit) que el mundo de nuestros días se ha vuelto laico. ¡Menuda trola! ¿Acaso la Santa Madre Democracia, cuyo Vaticano está en la ONU, no es una Teocracia en la que sus teólogos predican, como antes lo hacía la Iglesia, que fuera de ella no hay Salvación (así, en mayúscula)?  Fernando Sánchez Dragó


14 February, 2022

Adriano Erriguel

En el amplio abanico de improperios políticos, hay una expresión – “es más tonto que un obrero de derechas” – que revela bastante más de lo que parece. Se afirma con esa boutade que un obrero sólo puede ser de izquierdas, porque de lo contrario estaría obrando contra sus intereses. Pero anida aquí una suposición implícita: la de que un rico nunca será tonto, ya sea de derechas o de izquierdas (nadie dice “es más tonto que un rico de izquierdas”). La tontuna del obrero estaría, por tanto, más asociada a su condición de obrero que a su condición de derechas, y esto es algo revelador de una mentalidad extendida: la de una progresía económicamente boyante y llena de listos, frente a una derecha o “extrema derecha” que – según explican los medios – engloba a “las partes menos educadas de la población”. Es decir, a los tontos. 

Se trata sin duda de una anécdota, pero de las que iluminan una categoría: la izquierda y la derecha son hoy dos especies mutantes, dos especies que se realinean respectivamente en torno a dos grandes bloques históricos: el de las elites y el de los subalternos. La izquierda y la derecha conocen hoy una inversión de los roles que tradicionalmente tenían asignados.  Grandes sorpresas las que nos depara el siglo XXI.

Un binomio “resiliente”

La izquierda y la derecha ya no son lo que eran, y cabe preguntarse en primer lugar si todavía existen. La presunta obsolescencia de este binomio es, desde hace ya décadas, un lugar común en la teoría política. Al fin y al cabo – razonan los expertos – esta categorización es cada vez más irrelevante a la hora de pensar desafíos como la globalización, el cambio climático, la biogenética, el transhumanismo, el multiculturalismo, la crisis del Estado-nación o la promoción de los derechos humanos, entre otros muchos. Los grandes debates son cada vez más transversales y las posiciones ideológicas desbordan los límites del binomio: los soberanistas, los federalistas, los ecologistas, los europeístas, los euroescépticos, los mundialistas, los antiglobalizadores, los comunitaristas: todos ellos pueden expresarse indistintamente desde un registro de derechas o de izquierdas. Por otra parte – señalan con acierto – el auge de la tecnocracia y de una visión gestionaria de la política ha redundado en una despolitización de facto, y por ende en un declive de esta distinción. No en vano, desde la caída del comunismo la izquierda y la derecha sistémicas han emprendido un “viaje al centro”, lo que es una forma de decir que ambas coinciden en el liberalismo.  El reparto de papeles es bien conocido: liberalismo cultural a cargo de la izquierda y liberalismo económico a cargo de la derecha, la sístole y diástole de un sistema en el que solo se dirimen contradicciones secundarias. ¿Cómo mantener este teatrillo en vida? 

Durante los últimos años, las “guerras culturales” han insuflado nueva vida al binomio, acusando el impacto de las ideologías identitarias procedentes de las universidades norteamericanas. Por otra parte, tanto la derecha como la izquierda recurren a los mitos simétricos del “antifascismo” y del “anticomunismo”, como prótesis anacrónicas destinadas a insuflarles épica. Sea como fuere – y frente a quienes vaticinan su desaparición –  la izquierda y la derecha no solo no se desvanecen en el horizonte, sino que parecen gozar de una segunda vida. ¿De dónde surge la fortaleza – la resiliencia, dicho en neolengua – de estas dos categorías políticas?

Para el politólogo francés Marcel Gauchet, la fortaleza del binomio reside precisamente en su debilidad. La elasticidad de la que hace gala le permite abarcar tanto las posiciones más indefinidas como los sectarismos más estrechos, mientras que su indeterminación relativa le permite ser utilizada por todas las familias políticas en presencia.[1] En un registro parecido al de Gauchet, Giovanni Sartori explicaba hace años que la izquierda y la derecha son sólo “imágenes espaciales cuya ventaja reside en que están desprovistas de anclaje semántico, son recipientes vacíos, abiertos a todos los trasvases y contenidos. La derecha y la izquierda representan, en cada momento de la historia, síntesis de actitudes”.[2]

¿Recipientes vacíos? La izquierda y la derecha funcionan como proyecciones del deseo de reconocimiento de aquellos que se identifican en ellas. Por eso son resilientes, por eso están más allá de su deconstrucción lógica y filosófica, o de su disección como imposturas o como “mitos”.[3] Podemos concluir que su baza principal reside – hoy por hoy – en su potente carga identitaria, en su capacidad para satisfacer esa sed de identidad que, hoy más que nunca, atenaza a los miembros de una sociedad cada vez más impersonal y atomizada. 

Larga vida, pues, a la derecha y la izquierda. 

Izquierda y derecha: visión tradicional

Si algo llama la atención en el lenguaje político es su tendencia al inmovilismo. Seguimos hablando de “conservadores”, de “liberales” y de “progresistas” como si estuviéramos a mediados del siglo XIX, pero sin que sepamos a ciencia cierta qué es lo que queremos conservar, de qué liberalismo hablamos y si el “progreso” existe como tal. Se trata de un lenguaje cada vez más repleto de “significantes vacíos” (Ernesto Laclau) que se rellenan con cualquier contenido. ¿Cuál es el contenido de la distinción derecha/izquierda”?

Ríos de tinta han corrido sobre esta cuestión. Tradicionalmente se siguen dos enfoques: el esencialista– aquél que trata de explicar la naturaleza íntima de cada fenómeno – y el histórico, aquél que trata de definirlos en base a sus manifestaciones empíricas.[4]Si recorremos esta literatura oceánica llegamos a dos conclusiones. La primera es que se trata de conceptos tan móviles como permeables, y que el trasvase de ideas y actitudes entre ambos ha sido constante. Por ejemplo: el liberalismo, el nacionalismo y el colonialismo nacieron históricamente en la izquierda, para después transitar a la derecha; por su parte, el anticapitalismo, el cosmopolitismo y el ecologismo nacieron en la derecha para después transitar a la izquierda. Simples botones de muestra que nos permiten atisbar una historia más sinuosa de lo que suele pensarse.

La segunda conclusión tiene más relevancia, a los efectos que pretendemos desarrollar aquí. Desde hace dos siglos, el marco mental de referencia para categorizar a la derecha y la izquierda – la “ventana de Overton”, en terminología actual – se desplaza invariablemente a la izquierda. Es decir, la derecha ha ido incorporando con retraso las innovaciones culturales impulsadas por la izquierda, de forma que son los temas impuestos por ésta los que definen el baremo de la normalidad. La derecha ha interiorizado el “gran relato” de la izquierda. ¿Qué dice ese relato?

La definición “canónica” de la división izquierda/derecha fue sintetizada por Norberto Bobbio a comienzos de los años 1990.[5]Para el politólogo italiano la izquierda se distingue por su compromiso con la “igualdad”, mientras que la derecha prefiere la “jerarquía” (es decir, una forma de desigualdad). Pero Bobbio utiliza además otro parámetro: el del liberalismo/autoritarismo. De esta forma obtiene una división cuatripartita: 1) izquierda igualitaria/autoritaria (jacobinos, estalinistas); 2) izquierda igualitaria/liberal (socialdemocracia); 3) derecha desigualitaria y liberal (centro-derecha, liberal-conservadores); 4) derecha desigualitaria y autoritaria (fascismos). No hay que ser un lince para verlo: esta definición está cortada a la medida de la socialdemocracia como punto óptimo de la Virtud. El argumento se inspira en la idea – formulada por John Rawls en los años 1970– de la justicia como equidad, sentando así las bases de un liberalismo igualitario de centro-izquierda.

¿Dónde está la trampa? En el juicio moral subyacente: promover la igualdad implica “tener corazón” y defender la desigualdad es algo maléfico. La derecha es siempre sospechosa de maldad: una apreciación que impregnó a la propia derecha, siempre reacia a reconocerse como tal. Por eso surgió un “centro-derecha” acomplejado, melindroso, culturalmente sumiso frente a la izquierda, y se llegó a un equilibrio en el que ambas partes estaban básicamente conformes: los llamados “liberal-conservadores” admitían, sin empacho alguno, que su función en esta vida consiste en deglutir los cambios de una forma pausada y sin sobresaltos, para no fastidiar la digestión del burgués arquetípico al que tan bien representan. La izquierda, por su parte, asumió las recetas económicas de la derecha, pero sintiéndose reconfortada por su superioridad moral. El hombre de izquierdas abría el periódico cada mañana, situaba las noticias en el Gran Paradigma y se sabía en el lado del Bien. 

Esta situación tuvo su punto culminante en la era del “fin de la historia”, durante las dos décadas entre 1989-2008. Pero las ideologías volvieron y el binomio derecha/izquierda emprendió una mutación acelerada.

Bases para una redefinición

La novedad de la política que viene, es que ya no será una lucha por la conquista o el control del Estado, sino una lucha entre el Estado y el no-Estado (la humanidad), disyunción irremediable de cualquier tipo de singularidad y de organización estatal”.

GIORGIO AGAMBEN

La polaridad izquierda/derecha tiene hoy un nuevo significado. Confluyen en ello tres fenómenos de amplio calado. En primer lugar, la globalización como factor histórico; en segundo lugar, una nueva demanda de “valores fuertes” (factor ideológico); en tercer lugar, la deconstrucción (factor filosófico). Se trata de tres fenómenos que, si bien se manifiestan en la “superestructura” (el aparato cultural, ideológico, institucional, educativo), responden a una mutación en la “infraestructura”: la unificación de las burguesías globalizadas (new global middle class) dentro de un bloque progresista “de izquierda”, y la unificación de las clases subalternas dentro de un bloque populista “de derecha”. 

La globalización es un fenómeno que corta en transversal a la izquierda y la derecha. Lo determinante ya no es la actitud que una y otra adopten frente al Estado, sino la actitud que una y otra adoptan ante la globalización y sus proyecciones ideológicas: el globalismo y el mundialismo. Nos encontramos entonces con una división en dos grandes áreas: 1) el área globalista, en la que se encuentran la derecha e izquierda sistémicas, junto a una “extrema izquierda” antiglobalista a nivel retórico, pero globalista de facto 2) el área antiglobalista, que reúne a la “derecha populista” – o “extrema derecha”– junto a un marxismo clásico residual.  

El segundo elemento –la demanda de “valores fuertes” – es un fenómeno que se ha acelerado tras la crisis financiera de 2008. Las promesas incumplidas de la “globalización feliz” desembocaron en una repolitización – especialmente entre los más jóvenes – que se plasmó en un frenesí identitario y en el auge de los populismos. Este “retorno de los dioses fuertes” – en terminología de R.R. Reno – se manifiesta de maneras diferentes a derecha e izquierda. La derecha descubrió la crítica a la globalización y la reivindicación de las identidades arraigadas, y empezó a marcar distancias con la tradición liberal-conservadora. La izquierda se dedicó a incorporar los “paquetes” ideológicos procedentes de Estados Unidos – el “wokismo” es el último y más radical de ellos – y a acelerar el compromiso mundialista con las “grandes causas” (cambio climático, inmigración, políticas de género, objetivos del milenio) acentuando, aún más si cabe, su perfil de “izquierda moral”.

Lo cual nos lleva al tercer elemento, que se refiere al estrato propiamente filosófico de la nueva división izquierda-derecha: la ideología de la deconstrucción.

La izquierda de la deconstrucción

Para incomodidad de la derecha sistémica, a partir de 2008 la izquierda aceleró la mutación cultural que venía incubando desde hacía décadas. La izquierda dejó de ser aquella fuerza igualitaria, racional e ilustrada con la que el centro-derecha se sentía cómodo, y pasó a ser una nebulosa identitaria, desigualitaria, habitada por extraños particularismos e inquietantes obsesiones. Algo parecía haberse quebrado; a partir de entonces las diferencias entre izquierda y derecha ya no parecen reconducibles a una querella clásica, en la que del intercambio de argumentos surge un consenso. Más que de un desacuerdo se trata de una disonancia, más que de una diferencia de argumentos se trata de una diferencia de lenguajes, como si ambas partes habitasen diferentes universos mentales.

¿Cómo interpretar esa izquierda mutante? Hay una definición que se sitúa a un nivel más profundo que la de Bobbio, y que nos da una mejor idea del mundo en el que nos encontramos. Decía en 1995 Gilles Deleuze:

“¿Cómo definir ser de izquierdas? Se trata ante todo una cuestión de percepción … no ser de izquierdas es algo así como una dirección postal: empezar desde donde uno es, desde la calle donde uno está, el país, los otros países, cada vez más lejos … Se comienza por uno mismo y, en la medida es que uno es un privilegiado que vive en un país rico, uno se pregunta ¿cómo hacer para que esta situación dure? (…) Ser de izquierdas es lo inverso (…) es percibir el mundo, Europa, Francia, la calle Bizerta, yo. Se percibe en primer lugar el horizonte”. Y continuaba el filósofo francés:

“En segundo lugar, ser de izquierdas es (…) no cesar de devenir minoritario. Es decir, la izquierda no es nunca mayoritaria como tal izquierda. Por una razón muy simple: la mayoría, eso es algo que supone un estándar (…) en occidente, el estándar que supone toda la mayoría es: el hombre, adulto, masculino y habitante de las ciudades. Ése es el estándar”.[6]

Esta cita de Deleuze es extremadamente reveladora, en cuanto contiene casi todos los rasgos esenciales de la izquierda mutante: 1) es una izquierda mundialista, en cuanto es consciente del mundo antes que del entorno inmediato 2) es una izquierda moral, en cuanto resiente los “privilegios” (de occidente, del género “hombre”, etcétera)  3) es una izquierda minoritaria, en cuanto atribuye a las minorías un valor moral superior al de la mayoría 4) es una izquierda anti-normativa, en cuanto recusa la idea de “normalidad” (que gira en torno a estándares aceptados). La deconstrucción de la “normalidad” es su programa. La filosofía de la deconstrucción es su hoja de ruta. 

Dos bloques sociológicos

Los grandes cambios históricos pueden explicarse de dos maneras. Por un lado, buscando en el empíreo de las ideas, a las que se atribuye el poder de transformar la sociedad y moldearla a su antojo. Por otro lado, a través de las explicaciones – podríamos llamarlas materialistas– que afirman que, siendo las ideas ciertamente importantes, éstas sólo adquieren fuerza histórica cuando se alían a intereses materiales poderosos. Frente a lo que repite cierto antimarxismo de garrafa, la vilipendiada tesis de la base y la superestructura ni es un determinismo ni todo lo reduce al factor económico. Esta tesis consiste en la humilde constatación de que, siendo los cambios culturales el producto de múltiples fuerzas, no todas ellas tienen la misma relevancia, y la cultura, las ideas y las creencias hegemónicas tienen la sospechosa tendencia a coincidir con los intereses de las clases sociales dominantes. En el tema que nos ocupa – y parafraseando a Marx en La ideología alemana – la cosa podría expresarse así: “las ideas de la clase dominante son las ideas (deconstruccionistas) dominantes en nuestra época”. ¿Un análisis marxista?

Es posible pensar con Marx, pero más allá del marxismo. A partir de Marx – y a través sobre todo de su discípulo Gramsci – se despliega una metodología que nos permite llegar a un concepto clave para explicar, hoy por hoy, la mutación de la izquierda: el concepto de bloque histórico.

“Un bloque histórico – explica el politólogo francés Jérôme Sainte-Marie – es un fenómeno de tres dimensiones: política, ideológica y sociológica”.[7]En el caso de Francia, por ejemplo, hoy existe un “bloque de las élites” que se reagrupa en torno a Enmanuel Macron, y que es el producto de una triple reunificación: en el plano político, la reunificación de gran parte de la derecha y de la izquierda (alineadas frente al “populismo” de derecha). En el plano ideológico, la reunificación del liberalismo cultural y del liberalismo económico. En el plano sociológico, la reunificación de las burguesías que hasta ahora se oponían desde bases ideológicas secundarias (derecha e izquierda “sistémicas”), pero que, a la hora de la verdad, se unen en la defensa de sus intereses comunes: economía “abierta” y globalizada, liberalismo económico y cultural, construcción europea, laxismo migratorio, agendas mundialistas, etcétera. ¿Qué función cumple la deconstrucción en todo este esquema? 

La deconstrucción – o dicho de otra forma: el posmodernismo y sus manifestaciones ideológico-políticas – puede definirse como la elaboración filosófica de un desencanto político: el desencanto de la izquierda con el marxismo.[8]Esto tiene un corolario: la metabolización por parte de la izquierda de los valores individualistas del liberalismo, acompañada de la proyección de su horizonte emancipador hacia la lucha contra la “normatividad”. Esta normatividad se encarna, ni que decir tiene, en las luchas de las minorías frente a un adversario ideal: el hombre blanco heterosexual de origen europeo. Nada pues de “marxismo cultural” (frente a lo que sigue insistiendo cierta derecha obtusa) y sí mucho de entierro del marxismo, que ha sido sustituido por el programa que Gilles Deleuze y demás autores de la “French Theory” asignaban a la izquierda.[9]Una visión del mundo para profesores de universidad y castas académicas alejadas de las contingencias materiales que, desde una visión estrictamente socialista, determinan las relaciones de clases.

Frente al bloque de las elites se encuentra lo que Jérôme Sainte-Marie (refiriéndose al caso francés, pero el análisis es extrapolable) denomina “bloque popular”, cuya base sociológica es la de los pequeños empleados, los obreros, los artesanos, los comerciantes modestos y, en general, todos aquellos que se encuentran en una situación “periférica” respecto a la nueva economía globalizada.[10]Son los “perdedores de la globalización” que en Francia fueron visibilizados, a gran escala, en la revuelta de los “chalecos amarillos”, y en América en los “deplorables” y los white trash que apoyaron a Donald Trump. ¿Cómo diferenciar – de una forma clara, nítida e infalible – quién habla en nombre de uno y otro “bloque”? 

Un indicador infalible – una “prueba del 9” – se encuentra en el discurso sobre la inmigración. La inmigración es invariablemente presentada como absolutamente indispensable, deseable y benéfica por parte del bloque elitista. Apoyándose en el argumento de autoridad, los medios oficiales y universitarios rivalizan en la producción de informes “científicos” para explicarle a la gente que lo que ven no es lo que parece.[11]Lo cual les permite acusar de “fascismo” a quienes se manifiesten en contra. El moralismo y el antifascismo devienen instrumentos de disciplina social.

El lenguaje del poder

Señalábamos arriba que la izquierda mutante se expresa en un lenguaje cada vez más diferente, como si habitase un universo mental paralelo. Es el lenguaje del poder. Su objetivo no es tanto comunicar como dominar. Todo el posmodernismo gira en torno a la cuestión del poder, del poder entendido como dominación, del poder como facultad de reformatear la realidad y decidir lo que es moralmente bueno. A través de los “juegos de lenguaje” los posmodernistas construyen sus narrativas y “deconstruyen” las narrativas precedentes. La deconstrucción se configura entonces como forma de reseteo social, al servicio de un “bloque elitista” cuya vanguardia cultural se sitúa en la izquierda. 

Esta visión del lenguaje como instrumento de poder puede parecer conspiracionista. Pero no hay nada de “conspirativo” en esto. La teoría posmodernista es iluminadora al respecto. Las conspiraciones a las que aluden los posmodernistas – escriben Helen Pluckrose y James Lindsay – “son sutiles y, en cierto modo, no tienen nada de conspiraciones, desde el momento en el que no hay actores manejando los hilos de forma coordinada. En la teoría posmoderna el poder no se ejerce de forma directa y visible desde arriba – como en el esquema marxista – sino que permea en todos los niveles de la sociedad, y es impuesto por cada uno de ellos a través de las interacciones rutinarias, las expectativas, los condicionamientos sociales y los discursos culturalmente construidos”.[12]La deconstrucción provoca la disrupción de un sistema que se juzga opresivo, pero lo hace para establecer otro sistema que se ajusta a las condiciones culturales del neoliberalismo. Conviene insistir en este punto, porque es fuente de innumerables equívocos. La deconstrucción no viene a cuestionar la lógica global del sistema capitalista, sino que viene a apoderarse de su contexto (de su sexualidad, de sus formas políticas y culturales) para poner en evidencia que las identidades anteriormente asignadas –  sexuales, nacionales, raciales, culturales – no tienen nada de objetivas y/o “naturales”, sino que son “constructos” inventados para legitimar el poder. El resultado final no es la subversión del sistema capitalista, sino su “muda de piel” hacia una sociedad de mercado total. Si no hay realidades trascendentes u “objetivas”, nada puede escapar, eventualmente, al libre juego de la oferta y la demanda. 

La deconstrucción rechaza la idea de “normalidad” (que va de par con la idea de “normatividad”), se rebela contra la idea de naturaleza (sospechosa de ser “de derechas”) y niega las realidades biológicas y físicas. La deconstrucción implementa un acto de dominación absoluta, al obligar a sus súbditos a admitir que “2+2=5” (la conocida imagen de Orwell). La deconstrucción es alérgica a todo lo que no sea contingente, tilda de “reaccionario” a quien reivindique una “esencia”, califica de “rancio” (palabra fetiche) a quien no comulgue con sus dogmas: las ideologías naturalizadas por el poder “performativo” del lenguaje. La deconstrucción “deconstruye” la nación, la clase, el pueblo, la patria, la familia, la amistad, el amor, la infancia, los sexos, la idea de belleza, la enfermedad, la salud, y en un arrebato teratológico impulsa la venganza de los “freaks”. La deconstrucción es como el “espejo deformante” en el cuento de Hans Christian Andersen: un espejo que transforma todo lo bueno en malo y todo lo bello en repugnante, y que al estallar en miles de pedazos recubre toda la tierra. La deconstrucción promete la felicidad a los que se indignan contra la felicidad ajena, y al final consigue que todos sean infelices. La deconstrucción es un universo liso, plano, horizontal, transparente, perfectamente iluminado, blanco (el color de la muerte, en algunas culturas), sin asideros, sin claroscuros ni puntos de referencia; es un universo nómada donde todo extranjero es un amigo y todo amigo un extranjero. Es el mundo de flujos – la “sociedad abierta” del neoliberalismo – que se sitúan por encima de los límites heredados de la naturaleza y la cultura. ¿Un mundo líquido? 

Tras esa apariencia de “sociedad líquida” nos encontramos con una plataforma rocosa, extremadamente sólida, hecha de control oligárquico, uniformización social y vigilancia absoluta.

La Catedral

La deconstrucción es el lenguaje del poder. El aparato ideológico universitario – con sus nihil obstat y sus sacerdotes de la corrección política – cumple una función parecida a la de la clerecía en el antiguo régimen: proporcionar los conceptos “teológicos” que apuntalan la pirámide del poder. El filósofo italiano Costanzo Preve hablaba a este respecto del “clero universitario”. El bloguero americano Mencius Moldbug lo denomina “La Catedral”.[13]¿Qué es “La Catedral”?

“La Catedral” es una oligarquía descentralizada oligárquica (profesores, periodistas, artistas, show business, “rebeldes” más o menos amaestrados) que produce “verdades” no empíricas sino prescriptivas, verdades que se replican en las “voces” autorizadas por la izquierda elitista de clase alta. Conviene insistir en que no hay aquí “conspiración” alguna, sino evolución adaptativa a las condiciones del capitalismo absoluto. A fin y al cabo – escribía Costanzo Preve – lo posmoderno es la superestructura de una estructura: la financiarización del capital y la globalización geográfica del capital mundializado.[14]“La Catedral” es la voz de mando del bloque elitista, la Voz que impone silencio al bloque subalterno.

El poder más efectivo es siempre el que no es identificado como tal. En la descripción de Moldbug, La Catedral no es un círculo de personas concretas, sino una red de relaciones de poder. Sus miembros individuales no ostentan un poder autónomo, sino que reflejan el poder de la Catedral cuando replican sus Verdades. Cualquiera (por insignificante que sea) puede sentirse parte del poder de La Catedral. Esta forma de intoxicación es la que hace la fuerza de las turbas linchadoras en Internet, de la cultura de la cancelación, de los savonarolas que se multiplican como amebas. Todos reman en la dirección del vecino, si perciben que esa es la corriente ganadora. La izquierda elitista tiene su tropa de choque en una burguesía urbanita y universitaria, al día de redes sociales y series de televisión, que alimenta su autoestima en las “guerras culturales” frente a los que percibe como social y culturalmente inferiores. Con sus misérrimos chutes de poder, La Catedral les permite alentar una ilusión: la de formar parte de las nuevas clases dominantes. Su discurso hiper-moralista es un arma de clase.[15]

Izquierda moral

Los argumentos morales tienen un uso en políticasilenciar a las mayorías en nombre de las minorías. A través de la moral se genera un sentimiento de culpa – herencia en gran parte del cristianismo – que es básicamente antipolítico. La izquierda moral habla en nombre de la Humanidad ¿quién osaría contradecirla? 

La izquierda de los siglos XIX y XX era una izquierda política cuyas propuestas se circunscribían al ámbito del demos, acotado por las fronteras y por la categoría jurídico-política de la ciudadanía.[16] Pero la izquierda mutante deconstruye las categorías políticas y toma a la “humanidad” como marco de referencia, cuando no al planeta entero (cambio climático) o a todos los seres vivos (anti-especismo). La izquierda mutante se ve legitimada para impulsar políticas contrarias a las clases más humildes, y el hecho de que estas políticas coincidan con los intereses materiales del bloque elitista (los casos de la transición ecológica, de la llamada “economía verde”, de la promoción de las migraciones o de amplios aspectos de la Agenda 2030 son paradigmáticos), no es óbice para que el bloque subalterno se vea moralmente conminado a acatarlas. Así como lo político es un ámbito forzosamente delimitado, la moral es un ámbito insondable: siempre habrá una humanidad sufriente, porque esa es la condición humana. Un hecho frente al cual los subalternos de los países “privilegiados” siempre estarán en deuda, hagan lo que hagan. Por eso podrán siempre ser acusados de “chauvinismo del bienestar”, si intentan defender su modelo social; podrán ser acusados de xenófobos y racistas, si osan rechazar el multiculturalismo; podrán ser acusados de “reaccionarios”, si rechazan las extorsiones del globalismo. Al situarse del lado de la Humanidad, las minorías podrán ejercer su chantaje moral permanente. Las clases dominantes, por su parte, podrán presentarse como las herederas de una historia positiva: la Ilustración y la emancipación de las minorías. Eso es poder.[17]

Poco tiene de extraño que, cuando los subalternos se cansan del chantaje, los cuadros de esa izquierda elitista emprendan un éxodo a las ONGs e instancias mundialistas, para seguir ejerciendo el poder sin pasar por trámites electorales. Este extrañamiento de la izquierda respecto a las clases populares desemboca en una “populofobia” muy próxima a un simple odio de clase. Este es un tema en el que se manifiesta, con extrema claridad, la extraña mutación de la derecha y la izquierda. 

Si el resentimiento frente al pueblo era antes un rasgo propio de la derecha – cuyos intelectuales gustaban de contraponer las “minorías egregias” a las “masas” – la situación actual es exactamente la inversa: la izquierda se sitúa del lado de las “minorías” para esnobear a las masas populares. El odio al pueblo se une en ocasiones a un auténtico odio a la nación. Es el caso, por ejemplo, de la “francofobia” que caracteriza a cierta izquierda francesa, o de la “hispanofobia” de cierta izquierda española. Esta última asume una tradición “negrolegendaria” que, históricamente, siempre había alimentado un sentimiento de superioridad social e intelectual entre las “elites” que adherían a ella.[18]El fenómeno se manifiesta a varios niveles: entre el clero universitario que “deconstruye” la idea de España; entre aquellos que deploran el “nacionalismo español” (como “rancio” y “reaccionario”) pero promueven los nacionalismos periféricos (que no son, por lo visto, ni rancios ni reaccionarios); entre los “liberastas” (liberales con rastas) que posturean su desprecio por su propio país.[19]La conjura de los necios adopta, en estos casos, extrañas formas de supremacismo intelectual. 

¿Izquierda mutante?

“Del pasado hagamos tabla rasa”, dice el himno de la Internacional comunista. La izquierda mutante mantiene ese ímpetu purificador, pero acusa el cambio geopolítico. Su epicentro ya no está en la Unión Soviética sino en los Estados Unidos.  Su utopía ya no es el comunismo sino una religión sin Dios: la corrección política y la “justicia social crítica” – también conocida como wokismo–.  Sus nuevos héroes – George Floyd, Greta Thunberg – son representados con aureola de santos. Su base estructural ya no es la “dictadura del proletariado”, sino la dictadura del Capital globalizado y el mundialismo. Su filosofía ya no es el socialismo científico, ni el materialismo dialéctico, sino la deconstrucción. ¿Qué es la deconstrucción?

La deconstrucción es un proceso, es una operación constante, es un “recital de negatividad filosófica” (Costanzo Preve) que viene a afirmar que nada es verdadero, que nada es ontológico, que nada tiene sentido, y que esa Nada insuperable, si acaso, no es más que el “reverso” negativo del único sentido posible de la existencia: el del Mercado y el del Dinero.[20]

Se la puede representar con una imagen. 

En su obra emblemática “Mil Mesetas” Gilles Deleuze y Félix Guattari mostraban gran fascinación por el desierto – del que elogiaban las cualidades antimetafísicas – y escribían: 

“ninguna línea separa la tierra y el cielo, que son de la misma sustancia; no hay horizonte, ni fondo, ni perspectiva ni límite, ni contorno o forma, ni centro”.[21]

Señala el filósofo Baptiste Rappin: “la extensión de arena simboliza la abolición de las formas y de las identidades, que se hacen y se deshacen en función del viento y de la agregación aleatoria de los granos y las partículas, de tal forma que el accidente sustituye a la esencia, de tal forma que la casualidad es la ley”.[22]Abolición de los límites, de las fronteras y de las identidades, preludio del gran reseteo.

La deconstrucción formula una verdad última de la época en la que nos ha tocado vivir: la liquidación de la bimilenaria civilización europea. El desierto, imagen de esterilidad y muerte.

Hoy hay una “izquierda mutante”, que en la deconstrucción ha encontrado su bandera. ¿Hay una “derecha mutante”? ¿En qué consiste? 

Continúa….


[1]Marcel Gauchet, La Droite et la Gauche. Histoire et destin.Le débat/Gallimard 2021, pp. 142-145. Según Gauchet, las familias políticas se mantienen con sorprendente estabilidad desde el siglo XIX, y son básicamente tres:  el conservadurismo, el liberalismo y el socialismo. De esta forma, las derechas son siempre coaliciones más o menos explícitas de conservadores y liberales, y las izquierdas son coaliciones más o menos explícitas de liberales y socialistas. Cabría aquí añadir que, como denominador común de todas las combinaciones, es el liberalismo quien siempre gana.

[2]Giovanni Sartori, Teoría dei partiti e caso italiano, SugarCo 1982, pp. 255-256. Citado por Marco Tarchi en “Droite et Gauche: deux essences introuvables”, en Gauche-Droite: la fin d´un systeme. Actes du XXVIII colloque national du GRECE. Paris 27 novembre 1994, pp. 24-25.

[3]Gustavo Bueno en: El Mito de la IzquierdaLas izquierdas y la derecha (Ediciones B, 2003). El Mito de la Derecha ¿Qué significa ser de derechas en la España actual?  (Temas de Hoy, 2008). 

[4]Arnaud Imatz, Droite, Gauche: pour sortir de l´équivoque. Pierre Guillaume de Roux 2016. 

[5]Norberto Bobbio, Derecha e Izquierda. Punto de Lectura 1998. 

[6]Pierre-André Boutang, L´abécedaire de Gilles Deleuze, 1995, Arte. Citado por: Baptiste Rappin, Abécédaire de la déconstruction. Leseditionsovadia 2021, pp. 27-28. 

[7]Jérôme Sainte-Marie, “Une France “bloc contre bloc” (entrevista por Jean-baptiste Roques). Front Populaire  nº 7, invierno 2021.

[8]Costanzo Preve, Nouvelle histoire alternative de la philosophie. La chemin ontológico-social de la philosophie. Perspectives Libres 2017, p. 551. 

[9]Adriano Erriguel, Pensar lo que más les duele. Ensayos metapolíticos. Homo Legens 2021.

[10]El bloque sociológico de las clases “periféricas” ha sido extensamente analizado por el geógrafo francés Christophe Guilluy en: Fractures Francaises, Flammarion 2019; Le Crépuscule de la France d´en haut, Flammarion 2017; La France Péripherique. Comment on a sacrifié les clases populaires, Flammarion 2015. No Society, Flammarion 2019.En español:  No Society, el fin de la clase media occidental. Taurus 2019.

[11]Christophe Guilluy, No Society. La Fin de la Classe Moyenne Occcidentale.Flammarion 2018, p. 121-122. 

[12]Helen Pluckrose y James Lindsay, Cynical Theories. How Activist Scholarship Made Everything About Race, Gender and Identity, and Why This Harms Everybody. Swift Press 2021, p. 36

[13]Mencius Moldbug es el seudónimo del teórico político, blogger y programador de software norteamericano Curtis Guy Yarvin (1973), ideólogo de la llamada “Ilustración Oscura” (Dark Enlightenment), corriente de pensamiento que rellena casi todos los casilleros de la incorrección política: neo-reaccionaria, antidemocrática, anti-igualitaria.

[14]Costanzo Preve, Nouvelle histoire alternative de la philosophie. La chemin ontológico-social de la philosophie. Perspectives Libres 2017, p. 584. 

[15]Evidentemente, los activistas del bloque elitista nunca se reconocerán como tales. Un argumento mistificador consiste en reclamarse “de clase obrera” en base a reales o supuestos antecedentes familiares (un “pedigrí” que recuerda al “vengo de los godos” en la España de los siglos XVI y XVII). Conviene recordar a este respecto que una clase social no se define por vínculos de sangre sino por la actividad material de sus miembros. La autopercepción por parte de la burguesía de pertenecer a la “clase obrera” es una forma desviada de falsa conciencia.   

[16]Conviene puntualizar que el llamado “internacionalismo” comunista ni era un globalismo ni era un mundialismo, sino que preconizaba la solidaridad entre las naciones y tenía a las naciones como punto de referencia.

[17]En relación con esta deriva moral de la izquierda escribía Gustavo Bueno: “la fraternidad es, de hecho, un criterio utilizado por los fundamentalistas islámicos o cristianos que, de ningún modo, podrían considerarse como de izquierdas (…) En Europa y en España la “izquierda” suele tomar la bandera de los inmigrantes y el dirigente de un partido político de izquierda declaraba en marzo 2001 “la derecha distingue entre inmigrantes legales e ilegales; la izquierda no”. Ahora bien, en el momento en el cual alguien no hace esta distinción, en nombre de la fraternidad humana, se está situando al margen de las categorías políticas y actúa antes como miembro de una ONG, o de una Iglesia que como miembro de un partido político: porque la izquierda, si es política, tiene que saber que los inmigrantes, no por ser hombres tienen derecho a ser ciudadanos de un Estado. De un Estado que no podría, sin hundirse, conceder su ciudadanía a los seis mil millones de individuos que están protegidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos”. Gustavo Bueno, El mito de la izquierda. Las izquierdas y la derecha. Ediciones B 2003, p. 69.  

[18]Muy ilustrativa a este respecto es la polémica generada en torno al libro de María Elvira Roca Barea: Imperiofobia y Leyenda Negra. Roma, Rusia Estados Unidos y el Imperio Español. Siruela 2017.

[19]Sobre el concepto de “liberastas”: Adriano Erriguel, Pensar lo que más les duele, Homo Legens 2021, pp. 205 y ss.

[20]Una idea magistralmente desarrollada por Costanzo Preve en: De la Comuna a la Comunidad. Ediciones Fides 2019, pp. 77-117. 

[21]Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mille plateaux. Capitalisme et Schizophrénie. Les Éditions de Minuit, 1980, p. 616. 

[22]Baptiste Rappin, “Philosopher après la déconstruction”. Revista Krisis, nº 52 (Philosophie?), noviembre 2021.

Fuente: https://posmodernia.com/izquierda-y-derecha-especies-mutantes-i/