Nos cuentan los
Hunos y los Hotros (Unamuno dixit) que el mundo de nuestros días se ha vuelto
laico. ¡Menuda trola! ¿Acaso la Santa Madre Democracia, cuyo Vaticano está en
la ONU, no es una Teocracia en la que sus teólogos predican, como antes lo
hacía la Iglesia, que fuera de ella no hay Salvación (así, en mayúscula)? Fernando Sánchez Dragó
14
February, 2022
En el amplio abanico de improperios
políticos, hay una expresión – “es más tonto que un obrero de derechas” – que
revela bastante más de lo que parece. Se afirma con esa boutade que
un obrero sólo puede ser de izquierdas, porque de lo contrario
estaría obrando contra sus intereses. Pero anida aquí una suposición implícita:
la de que un rico nunca será tonto, ya sea de derechas o de izquierdas (nadie
dice “es más tonto que un rico de izquierdas”). La tontuna del obrero estaría,
por tanto, más asociada a su condición de obrero que a su condición de
derechas, y esto es algo revelador de una mentalidad extendida: la de una
progresía económicamente boyante y llena de listos, frente a una derecha o
“extrema derecha” que – según explican los medios – engloba a “las partes menos
educadas de la población”. Es decir, a los tontos.
Se trata sin duda de una anécdota,
pero de las que iluminan una categoría: la izquierda y la derecha son hoy dos
especies mutantes, dos especies que se realinean respectivamente en torno a dos
grandes bloques históricos: el de las elites y el de los subalternos. La
izquierda y la derecha conocen hoy una inversión de los roles que
tradicionalmente tenían asignados. Grandes sorpresas las que nos
depara el siglo XXI.
Un binomio “resiliente”
La izquierda y la derecha ya no son
lo que eran, y cabe preguntarse en primer lugar si todavía existen. La presunta
obsolescencia de este binomio es, desde hace ya décadas, un lugar común en la
teoría política. Al fin y al cabo – razonan los expertos – esta categorización
es cada vez más irrelevante a la hora de pensar desafíos como la globalización,
el cambio climático, la biogenética, el transhumanismo, el multiculturalismo,
la crisis del Estado-nación o la promoción de los derechos humanos, entre otros
muchos. Los grandes debates son cada vez más transversales y las posiciones
ideológicas desbordan los límites del binomio: los soberanistas, los
federalistas, los ecologistas, los europeístas, los euroescépticos, los
mundialistas, los antiglobalizadores, los comunitaristas: todos ellos pueden
expresarse indistintamente desde un registro de derechas o de izquierdas. Por
otra parte – señalan con acierto – el auge de la tecnocracia y de una visión
gestionaria de la política ha redundado en una despolitización de facto,
y por ende en un declive de esta distinción. No en vano, desde la caída del
comunismo la izquierda y la derecha sistémicas han emprendido un “viaje al
centro”, lo que es una forma de decir que ambas coinciden en el
liberalismo. El reparto de papeles es bien conocido: liberalismo
cultural a cargo de la izquierda y liberalismo económico a cargo de la derecha,
la sístole y diástole de un sistema en el que solo se dirimen contradicciones
secundarias. ¿Cómo mantener este teatrillo en vida?
Durante los últimos años, las
“guerras culturales” han insuflado nueva vida al binomio, acusando el impacto
de las ideologías identitarias procedentes de las universidades norteamericanas.
Por otra parte, tanto la derecha como la izquierda recurren a los mitos
simétricos del “antifascismo” y del “anticomunismo”, como prótesis anacrónicas
destinadas a insuflarles épica. Sea como fuere – y frente a quienes vaticinan
su desaparición – la izquierda y la derecha no solo no se desvanecen
en el horizonte, sino que parecen gozar de una segunda vida. ¿De dónde surge la
fortaleza – la resiliencia, dicho en neolengua – de estas dos
categorías políticas?
Para el politólogo francés Marcel
Gauchet, la fortaleza del binomio reside precisamente en su debilidad. La
elasticidad de la que hace gala le permite abarcar tanto las posiciones más
indefinidas como los sectarismos más estrechos, mientras que su indeterminación
relativa le permite ser utilizada por todas las familias políticas en
presencia.[1] En un registro parecido al de Gauchet, Giovanni Sartori
explicaba hace años que la izquierda y la derecha son sólo “imágenes espaciales
cuya ventaja reside en que están desprovistas de anclaje semántico, son recipientes
vacíos, abiertos a todos los trasvases y contenidos. La derecha y la izquierda
representan, en cada momento de la historia, síntesis de actitudes”.[2]
¿Recipientes vacíos? La izquierda y
la derecha funcionan como proyecciones del deseo de reconocimiento de
aquellos que se identifican en ellas. Por eso son resilientes, por eso están
más allá de su deconstrucción lógica y filosófica, o de su disección como
imposturas o como “mitos”.[3] Podemos concluir que su baza principal
reside – hoy por hoy – en su potente carga identitaria, en su capacidad para
satisfacer esa sed de identidad que, hoy más que nunca,
atenaza a los miembros de una sociedad cada vez más impersonal y
atomizada.
Larga vida, pues, a la derecha y la
izquierda.
Izquierda y derecha: visión
tradicional
Si algo llama la atención en el
lenguaje político es su tendencia al inmovilismo. Seguimos hablando de
“conservadores”, de “liberales” y de “progresistas” como si estuviéramos a
mediados del siglo XIX, pero sin que sepamos a ciencia cierta qué es lo que
queremos conservar, de qué liberalismo hablamos y si el “progreso” existe como
tal. Se trata de un lenguaje cada vez más repleto de “significantes vacíos”
(Ernesto Laclau) que se rellenan con cualquier contenido. ¿Cuál es el contenido
de la distinción derecha/izquierda”?
Ríos de tinta han corrido sobre esta
cuestión. Tradicionalmente se siguen dos enfoques: el esencialista–
aquél que trata de explicar la naturaleza íntima de cada fenómeno – y el histórico,
aquél que trata de definirlos en base a sus manifestaciones empíricas.[4]Si
recorremos esta literatura oceánica llegamos a dos conclusiones. La primera es
que se trata de conceptos tan móviles como permeables, y que el trasvase de
ideas y actitudes entre ambos ha sido constante. Por ejemplo: el liberalismo,
el nacionalismo y el colonialismo nacieron históricamente en la izquierda, para
después transitar a la derecha; por su parte, el anticapitalismo, el
cosmopolitismo y el ecologismo nacieron en la derecha para después transitar a
la izquierda. Simples botones de muestra que nos permiten atisbar una historia
más sinuosa de lo que suele pensarse.
La segunda conclusión tiene más
relevancia, a los efectos que pretendemos desarrollar aquí. Desde hace dos
siglos, el marco mental de referencia para categorizar a la derecha y la
izquierda – la “ventana de Overton”, en terminología actual – se desplaza
invariablemente a la izquierda. Es decir, la derecha ha ido incorporando con
retraso las innovaciones culturales impulsadas por la izquierda, de forma que
son los temas impuestos por ésta los que definen el baremo de la normalidad. La
derecha ha interiorizado el “gran relato” de la izquierda. ¿Qué dice ese relato?
La definición “canónica” de la
división izquierda/derecha fue sintetizada por Norberto Bobbio a comienzos de
los años 1990.[5]Para el politólogo italiano la izquierda se
distingue por su compromiso con la “igualdad”, mientras que la derecha prefiere
la “jerarquía” (es decir, una forma de desigualdad). Pero Bobbio utiliza además
otro parámetro: el del liberalismo/autoritarismo. De esta forma obtiene una
división cuatripartita: 1) izquierda igualitaria/autoritaria (jacobinos, estalinistas);
2) izquierda igualitaria/liberal (socialdemocracia); 3) derecha desigualitaria
y liberal (centro-derecha, liberal-conservadores); 4) derecha desigualitaria y
autoritaria (fascismos). No hay que ser un lince para verlo: esta definición
está cortada a la medida de la socialdemocracia como punto óptimo de la Virtud.
El argumento se inspira en la idea – formulada por John Rawls en los años 1970–
de la justicia como equidad, sentando así las bases de un liberalismo
igualitario de centro-izquierda.
¿Dónde está la trampa? En el juicio
moral subyacente: promover la igualdad implica “tener corazón” y
defender la desigualdad es algo maléfico. La derecha es siempre sospechosa de
maldad: una apreciación que impregnó a la propia derecha, siempre reacia a
reconocerse como tal. Por eso surgió un “centro-derecha” acomplejado,
melindroso, culturalmente sumiso frente a la izquierda, y se llegó a un
equilibrio en el que ambas partes estaban básicamente conformes: los llamados
“liberal-conservadores” admitían, sin empacho alguno, que su función en esta
vida consiste en deglutir los cambios de una forma pausada y sin sobresaltos,
para no fastidiar la digestión del burgués arquetípico al que tan bien
representan. La izquierda, por su parte, asumió las recetas económicas de la
derecha, pero sintiéndose reconfortada por su superioridad moral. El hombre de
izquierdas abría el periódico cada mañana, situaba las noticias en el Gran
Paradigma y se sabía en el lado del Bien.
Esta situación tuvo su punto
culminante en la era del “fin de la historia”, durante las dos décadas entre
1989-2008. Pero las ideologías volvieron y el binomio derecha/izquierda
emprendió una mutación acelerada.
Bases para una redefinición
La novedad de la política que viene,
es que ya no será una lucha por la conquista o el control del Estado, sino una
lucha entre el Estado y el no-Estado (la humanidad), disyunción irremediable de
cualquier tipo de singularidad y de organización estatal”.
GIORGIO AGAMBEN
La polaridad izquierda/derecha tiene
hoy un nuevo significado. Confluyen en ello tres fenómenos de amplio calado. En
primer lugar, la globalización como factor histórico; en segundo lugar, una
nueva demanda de “valores fuertes” (factor ideológico); en tercer lugar,
la deconstrucción (factor filosófico). Se trata de tres
fenómenos que, si bien se manifiestan en la “superestructura” (el aparato
cultural, ideológico, institucional, educativo), responden a una mutación en la
“infraestructura”: la unificación de las burguesías globalizadas (new global
middle class) dentro de un bloque progresista “de izquierda”, y la
unificación de las clases subalternas dentro de un bloque populista “de
derecha”.
La globalización es un fenómeno que
corta en transversal a la izquierda y la derecha. Lo determinante ya no es la
actitud que una y otra adopten frente al Estado, sino la actitud que una y otra
adoptan ante la globalización y sus proyecciones ideológicas: el
globalismo y el mundialismo. Nos encontramos entonces con una división en dos
grandes áreas: 1) el área globalista, en la que se encuentran la derecha e
izquierda sistémicas, junto a una “extrema izquierda” antiglobalista a nivel
retórico, pero globalista de facto 2) el área antiglobalista, que reúne a la
“derecha populista” – o “extrema derecha”– junto a un marxismo clásico
residual.
El segundo elemento –la demanda de
“valores fuertes” – es un fenómeno que se ha acelerado tras la crisis
financiera de 2008. Las promesas incumplidas de la “globalización feliz”
desembocaron en una repolitización – especialmente entre los más
jóvenes – que se plasmó en un frenesí identitario y en el auge de los
populismos. Este “retorno de los dioses fuertes” – en terminología de R.R. Reno
– se manifiesta de maneras diferentes a derecha e izquierda. La derecha
descubrió la crítica a la globalización y la reivindicación de las identidades
arraigadas, y empezó a marcar distancias con la tradición liberal-conservadora.
La izquierda se dedicó a incorporar los “paquetes” ideológicos procedentes de
Estados Unidos – el “wokismo” es el último y más radical de ellos – y a
acelerar el compromiso mundialista con las “grandes causas” (cambio climático,
inmigración, políticas de género, objetivos del milenio) acentuando, aún más si
cabe, su perfil de “izquierda moral”.
Lo cual nos lleva al tercer elemento,
que se refiere al estrato propiamente filosófico de la nueva división
izquierda-derecha: la ideología de la deconstrucción.
La izquierda de la deconstrucción
Para incomodidad de la derecha
sistémica, a partir de 2008 la izquierda aceleró la mutación cultural que
venía incubando desde hacía décadas. La izquierda dejó de ser aquella fuerza
igualitaria, racional e ilustrada con la que el centro-derecha se sentía
cómodo, y pasó a ser una nebulosa identitaria, desigualitaria, habitada por
extraños particularismos e inquietantes obsesiones. Algo parecía haberse
quebrado; a partir de entonces las diferencias entre izquierda y derecha ya no
parecen reconducibles a una querella clásica, en la que del intercambio de
argumentos surge un consenso. Más que de un desacuerdo se trata de una
disonancia, más que de una diferencia de argumentos se trata de una diferencia
de lenguajes, como si ambas partes habitasen diferentes universos mentales.
¿Cómo interpretar esa izquierda
mutante? Hay una definición que se sitúa a un nivel más profundo que la de
Bobbio, y que nos da una mejor idea del mundo en el que nos encontramos. Decía
en 1995 Gilles Deleuze:
“¿Cómo definir ser de
izquierdas? Se trata ante todo una cuestión de percepción … no
ser de izquierdas es algo así como una dirección postal: empezar desde
donde uno es, desde la calle donde uno está, el país, los otros países, cada
vez más lejos … Se comienza por uno mismo y, en la medida es que uno es un
privilegiado que vive en un país rico, uno se pregunta ¿cómo hacer para que
esta situación dure? (…) Ser de izquierdas es lo inverso (…) es percibir el
mundo, Europa, Francia, la calle Bizerta, yo. Se percibe en primer lugar el
horizonte”. Y continuaba el filósofo francés:
“En segundo lugar, ser de
izquierdas es (…) no cesar de devenir minoritario. Es
decir, la izquierda no es nunca mayoritaria como tal izquierda. Por una razón
muy simple: la mayoría, eso es algo que supone un estándar (…) en occidente, el
estándar que supone toda la mayoría es: el hombre, adulto, masculino y
habitante de las ciudades. Ése es el estándar”.[6]
Esta cita de Deleuze es
extremadamente reveladora, en cuanto contiene casi todos los rasgos esenciales
de la izquierda mutante: 1) es una izquierda mundialista, en cuanto
es consciente del mundo antes que del entorno inmediato 2) es una
izquierda moral, en cuanto resiente los “privilegios” (de
occidente, del género “hombre”, etcétera) 3) es una izquierda minoritaria,
en cuanto atribuye a las minorías un valor moral superior al de la mayoría 4)
es una izquierda anti-normativa, en cuanto recusa la idea de
“normalidad” (que gira en torno a estándares aceptados). La deconstrucción de
la “normalidad” es su programa. La filosofía de la deconstrucción es
su hoja de ruta.
Dos bloques sociológicos
Los grandes cambios históricos pueden
explicarse de dos maneras. Por un lado, buscando en el empíreo de las ideas, a
las que se atribuye el poder de transformar la sociedad y moldearla a su
antojo. Por otro lado, a través de las explicaciones – podríamos
llamarlas materialistas– que afirman que, siendo las ideas
ciertamente importantes, éstas sólo adquieren fuerza histórica cuando se alían
a intereses materiales poderosos. Frente a lo que repite cierto antimarxismo de
garrafa, la vilipendiada tesis de la base y la superestructura ni es un
determinismo ni todo lo reduce al factor económico. Esta tesis consiste en la
humilde constatación de que, siendo los cambios culturales el producto de
múltiples fuerzas, no todas ellas tienen la misma relevancia, y la cultura, las
ideas y las creencias hegemónicas tienen la sospechosa tendencia a coincidir
con los intereses de las clases sociales dominantes. En el tema que nos ocupa –
y parafraseando a Marx en La ideología alemana – la cosa podría
expresarse así: “las ideas de la clase dominante son las ideas
(deconstruccionistas) dominantes en nuestra época”. ¿Un análisis marxista?
Es posible pensar con Marx, pero más
allá del marxismo. A partir de Marx – y a través sobre todo de su discípulo
Gramsci – se despliega una metodología que nos permite llegar a un concepto
clave para explicar, hoy por hoy, la mutación de la izquierda: el concepto
de bloque histórico.
“Un bloque histórico – explica el
politólogo francés Jérôme Sainte-Marie – es un fenómeno de tres dimensiones: política,
ideológica y sociológica”.[7]En el caso de Francia, por ejemplo, hoy
existe un “bloque de las élites” que se reagrupa en torno a Enmanuel Macron, y
que es el producto de una triple reunificación: en el plano político, la
reunificación de gran parte de la derecha y de la izquierda (alineadas frente
al “populismo” de derecha). En el plano ideológico, la reunificación del
liberalismo cultural y del liberalismo económico. En el plano sociológico, la
reunificación de las burguesías que hasta ahora se oponían desde bases
ideológicas secundarias (derecha e izquierda “sistémicas”), pero que, a la hora
de la verdad, se unen en la defensa de sus intereses comunes: economía
“abierta” y globalizada, liberalismo económico y cultural, construcción
europea, laxismo migratorio, agendas mundialistas, etcétera. ¿Qué función
cumple la deconstrucción en todo este esquema?
La deconstrucción – o dicho de otra
forma: el posmodernismo y sus manifestaciones ideológico-políticas – puede
definirse como la elaboración filosófica de un desencanto político: el
desencanto de la izquierda con el marxismo.[8]Esto tiene un
corolario: la metabolización por parte de la izquierda de los valores
individualistas del liberalismo, acompañada de la proyección de su horizonte
emancipador hacia la lucha contra la “normatividad”. Esta normatividad se
encarna, ni que decir tiene, en las luchas de las minorías frente a un
adversario ideal: el hombre blanco heterosexual de origen europeo. Nada pues de
“marxismo cultural” (frente a lo que sigue insistiendo cierta derecha obtusa) y
sí mucho de entierro del marxismo, que ha sido sustituido por el programa que
Gilles Deleuze y demás autores de la “French Theory” asignaban a la izquierda.[9]Una
visión del mundo para profesores de universidad y castas académicas alejadas de
las contingencias materiales que, desde una visión estrictamente socialista,
determinan las relaciones de clases.
Frente al bloque de las elites se
encuentra lo que Jérôme Sainte-Marie (refiriéndose al caso francés, pero el
análisis es extrapolable) denomina “bloque popular”, cuya base sociológica es
la de los pequeños empleados, los obreros, los artesanos, los comerciantes
modestos y, en general, todos aquellos que se encuentran en una situación
“periférica” respecto a la nueva economía globalizada.[10]Son los
“perdedores de la globalización” que en Francia fueron visibilizados, a gran
escala, en la revuelta de los “chalecos amarillos”, y en América en los
“deplorables” y los white trash que apoyaron a Donald Trump.
¿Cómo diferenciar – de una forma clara, nítida e infalible – quién habla en
nombre de uno y otro “bloque”?
Un indicador infalible – una “prueba
del 9” – se encuentra en el discurso sobre la inmigración. La inmigración es
invariablemente presentada como absolutamente indispensable, deseable y
benéfica por parte del bloque elitista. Apoyándose en el argumento de
autoridad, los medios oficiales y universitarios rivalizan en la producción de
informes “científicos” para explicarle a la gente que lo que ven no es lo que
parece.[11]Lo cual les permite acusar de “fascismo” a quienes se
manifiesten en contra. El moralismo y el antifascismo devienen instrumentos de
disciplina social.
El lenguaje del poder
Señalábamos arriba que la izquierda
mutante se expresa en un lenguaje cada vez más diferente, como si habitase un
universo mental paralelo. Es el lenguaje del poder. Su
objetivo no es tanto comunicar como dominar. Todo el posmodernismo
gira en torno a la cuestión del poder, del poder entendido como dominación, del
poder como facultad de reformatear la realidad y decidir lo que es moralmente
bueno. A través de los “juegos de lenguaje” los posmodernistas construyen sus
narrativas y “deconstruyen” las narrativas precedentes. La deconstrucción se
configura entonces como forma de reseteo social, al servicio de un “bloque
elitista” cuya vanguardia cultural se sitúa en la izquierda.
Esta visión del lenguaje como
instrumento de poder puede parecer conspiracionista. Pero no hay nada de
“conspirativo” en esto. La teoría posmodernista es iluminadora al respecto. Las
conspiraciones a las que aluden los posmodernistas – escriben Helen Pluckrose y
James Lindsay – “son sutiles y, en cierto modo, no tienen nada de
conspiraciones, desde el momento en el que no hay actores manejando los hilos
de forma coordinada. En la teoría posmoderna el poder no se ejerce de forma
directa y visible desde arriba – como en el esquema marxista – sino que permea
en todos los niveles de la sociedad, y es impuesto por cada uno de ellos a
través de las interacciones rutinarias, las expectativas, los condicionamientos
sociales y los discursos culturalmente construidos”.[12]La
deconstrucción provoca la disrupción de un sistema que se juzga opresivo, pero
lo hace para establecer otro sistema que se ajusta a las condiciones culturales
del neoliberalismo. Conviene insistir en este punto, porque es fuente de
innumerables equívocos. La deconstrucción no viene a cuestionar la
lógica global del sistema capitalista, sino que viene a apoderarse de su
contexto (de su sexualidad, de sus formas políticas y culturales) para poner en
evidencia que las identidades anteriormente asignadas – sexuales,
nacionales, raciales, culturales – no tienen nada de objetivas y/o “naturales”,
sino que son “constructos” inventados para legitimar el poder. El resultado
final no es la subversión del sistema capitalista, sino su “muda de piel” hacia
una sociedad de mercado total. Si no hay realidades trascendentes u
“objetivas”, nada puede escapar, eventualmente, al libre juego de la oferta y
la demanda.
La deconstrucción rechaza la idea de
“normalidad” (que va de par con la idea de “normatividad”), se rebela contra la
idea de naturaleza (sospechosa de ser “de derechas”) y niega las realidades
biológicas y físicas. La deconstrucción implementa un acto de dominación
absoluta, al obligar a sus súbditos a admitir que “2+2=5” (la conocida imagen
de Orwell). La deconstrucción es alérgica a todo lo que no sea contingente,
tilda de “reaccionario” a quien reivindique una “esencia”, califica de “rancio”
(palabra fetiche) a quien no comulgue con sus dogmas: las ideologías
naturalizadas por el poder “performativo” del lenguaje. La deconstrucción
“deconstruye” la nación, la clase, el pueblo, la patria, la familia, la
amistad, el amor, la infancia, los sexos, la idea de belleza, la enfermedad, la
salud, y en un arrebato teratológico impulsa la venganza de los “freaks”. La deconstrucción
es como el “espejo deformante” en el cuento de Hans Christian Andersen: un
espejo que transforma todo lo bueno en malo y todo lo bello en repugnante, y
que al estallar en miles de pedazos recubre toda la tierra. La deconstrucción
promete la felicidad a los que se indignan contra la felicidad ajena, y al
final consigue que todos sean infelices. La deconstrucción es un universo liso,
plano, horizontal, transparente, perfectamente iluminado, blanco (el color de
la muerte, en algunas culturas), sin asideros, sin claroscuros ni puntos de
referencia; es un universo nómada donde todo extranjero es un amigo y todo
amigo un extranjero. Es el mundo de flujos – la “sociedad abierta” del
neoliberalismo – que se sitúan por encima de los límites heredados de la
naturaleza y la cultura. ¿Un mundo líquido?
Tras esa apariencia de “sociedad
líquida” nos encontramos con una plataforma rocosa, extremadamente sólida,
hecha de control oligárquico, uniformización social y vigilancia absoluta.
La Catedral
La deconstrucción es el lenguaje del
poder. El aparato ideológico universitario – con sus nihil obstat y
sus sacerdotes de la corrección política – cumple una función parecida a la de
la clerecía en el antiguo régimen: proporcionar los conceptos “teológicos” que
apuntalan la pirámide del poder. El filósofo italiano Costanzo Preve hablaba a
este respecto del “clero universitario”. El bloguero americano Mencius Moldbug
lo denomina “La Catedral”.[13]¿Qué es “La Catedral”?
“La Catedral” es una oligarquía
descentralizada oligárquica (profesores, periodistas, artistas, show
business, “rebeldes” más o menos amaestrados) que produce “verdades” no
empíricas sino prescriptivas, verdades que se replican en las “voces”
autorizadas por la izquierda elitista de clase alta. Conviene insistir en que
no hay aquí “conspiración” alguna, sino evolución adaptativa a las condiciones
del capitalismo absoluto. A fin y al cabo – escribía Costanzo Preve – lo
posmoderno es la superestructura de una estructura: la financiarización del
capital y la globalización geográfica del capital mundializado.[14]“La
Catedral” es la voz de mando del bloque elitista, la Voz que impone silencio al
bloque subalterno.
El poder más efectivo es siempre el
que no es identificado como tal. En la descripción de Moldbug, La Catedral no
es un círculo de personas concretas, sino una red de relaciones de poder. Sus
miembros individuales no ostentan un poder autónomo, sino que reflejan el
poder de la Catedral cuando replican sus Verdades. Cualquiera (por
insignificante que sea) puede sentirse parte del poder de La
Catedral. Esta forma de intoxicación es la que hace la fuerza de las turbas
linchadoras en Internet, de la cultura de la cancelación, de los savonarolas
que se multiplican como amebas. Todos reman en la dirección del vecino, si
perciben que esa es la corriente ganadora. La izquierda elitista tiene su tropa
de choque en una burguesía urbanita y universitaria, al día de redes sociales y
series de televisión, que alimenta su autoestima en las “guerras culturales”
frente a los que percibe como social y culturalmente inferiores. Con sus
misérrimos chutes de poder, La Catedral les permite alentar una ilusión: la de
formar parte de las nuevas clases dominantes. Su discurso hiper-moralista es
un arma de clase.[15]
Izquierda moral
Los argumentos morales tienen un uso
en política: silenciar a las mayorías en nombre de las minorías. A través
de la moral se genera un sentimiento de culpa – herencia en gran parte del
cristianismo – que es básicamente antipolítico. La izquierda moral habla en
nombre de la Humanidad ¿quién osaría contradecirla?
La izquierda de los siglos XIX y XX
era una izquierda política cuyas propuestas se circunscribían
al ámbito del demos, acotado por las fronteras y por la
categoría jurídico-política de la ciudadanía.[16] Pero la izquierda
mutante deconstruye las categorías políticas y toma a la
“humanidad” como marco de referencia, cuando no al planeta entero (cambio
climático) o a todos los seres vivos (anti-especismo). La izquierda mutante se
ve legitimada para impulsar políticas contrarias a las clases más humildes, y
el hecho de que estas políticas coincidan con los intereses materiales del
bloque elitista (los casos de la transición ecológica, de la llamada “economía
verde”, de la promoción de las migraciones o de amplios aspectos de la Agenda
2030 son paradigmáticos), no es óbice para que el bloque subalterno se vea
moralmente conminado a acatarlas. Así como lo político es un
ámbito forzosamente delimitado, la moral es un ámbito
insondable: siempre habrá una humanidad sufriente, porque esa es la condición
humana. Un hecho frente al cual los subalternos de los países “privilegiados”
siempre estarán en deuda, hagan lo que hagan. Por eso podrán siempre ser
acusados de “chauvinismo del bienestar”, si intentan defender su modelo social;
podrán ser acusados de xenófobos y racistas, si osan rechazar el
multiculturalismo; podrán ser acusados de “reaccionarios”, si rechazan las
extorsiones del globalismo. Al situarse del lado de la Humanidad, las minorías
podrán ejercer su chantaje moral permanente. Las clases dominantes, por su
parte, podrán presentarse como las herederas de una historia positiva: la
Ilustración y la emancipación de las minorías. Eso es poder.[17]
Poco tiene de extraño que, cuando los
subalternos se cansan del chantaje, los cuadros de esa izquierda elitista
emprendan un éxodo a las ONGs e instancias mundialistas, para seguir ejerciendo
el poder sin pasar por trámites electorales. Este extrañamiento de la izquierda
respecto a las clases populares desemboca en una “populofobia” muy próxima a un
simple odio de clase. Este es un tema en el que se manifiesta,
con extrema claridad, la extraña mutación de la derecha y la izquierda.
Si el resentimiento frente al pueblo era
antes un rasgo propio de la derecha – cuyos intelectuales gustaban de
contraponer las “minorías egregias” a las “masas” – la situación actual es
exactamente la inversa: la izquierda se sitúa del lado de las “minorías” para
esnobear a las masas populares. El odio al pueblo se une en ocasiones a un
auténtico odio a la nación. Es el caso, por ejemplo, de la
“francofobia” que caracteriza a cierta izquierda francesa, o de la
“hispanofobia” de cierta izquierda española. Esta última asume una tradición
“negrolegendaria” que, históricamente, siempre había alimentado un sentimiento
de superioridad social e intelectual entre las “elites” que adherían a ella.[18]El
fenómeno se manifiesta a varios niveles: entre el clero universitario que
“deconstruye” la idea de España; entre aquellos que deploran el “nacionalismo
español” (como “rancio” y “reaccionario”) pero promueven los nacionalismos
periféricos (que no son, por lo visto, ni rancios ni reaccionarios); entre los
“liberastas” (liberales con rastas) que posturean su desprecio por su propio
país.[19]La conjura de los necios adopta, en estos casos, extrañas
formas de supremacismo intelectual.
¿Izquierda mutante?
“Del pasado hagamos tabla rasa”, dice
el himno de la Internacional comunista. La izquierda mutante mantiene ese
ímpetu purificador, pero acusa el cambio geopolítico. Su epicentro ya no está
en la Unión Soviética sino en los Estados Unidos. Su utopía ya no es
el comunismo sino una religión sin Dios: la corrección política y la “justicia
social crítica” – también conocida como wokismo–. Sus nuevos héroes
– George Floyd, Greta Thunberg – son representados con aureola de santos. Su
base estructural ya no es la “dictadura del proletariado”, sino la dictadura
del Capital globalizado y el mundialismo. Su filosofía ya no es el socialismo
científico, ni el materialismo dialéctico, sino la deconstrucción. ¿Qué es la
deconstrucción?
La deconstrucción es un proceso, es
una operación constante, es un “recital de negatividad filosófica” (Costanzo
Preve) que viene a afirmar que nada es verdadero, que nada es ontológico, que
nada tiene sentido, y que esa Nada insuperable, si acaso, no es más que el
“reverso” negativo del único sentido posible de la existencia: el del Mercado y
el del Dinero.[20]
Se la puede representar con una
imagen.
En su obra emblemática “Mil Mesetas”
Gilles Deleuze y Félix Guattari mostraban gran fascinación por el desierto –
del que elogiaban las cualidades antimetafísicas – y escribían:
“ninguna línea separa la tierra y el
cielo, que son de la misma sustancia; no hay horizonte, ni fondo, ni
perspectiva ni límite, ni contorno o forma, ni centro”.[21]
Señala el filósofo Baptiste Rappin:
“la extensión de arena simboliza la abolición de las formas y de las
identidades, que se hacen y se deshacen en función del viento y de la
agregación aleatoria de los granos y las partículas, de tal forma que el
accidente sustituye a la esencia, de tal forma que la casualidad es la ley”.[22]Abolición
de los límites, de las fronteras y de las identidades, preludio del gran reseteo.
La deconstrucción formula una verdad
última de la época en la que nos ha tocado vivir: la liquidación de la
bimilenaria civilización europea. El desierto, imagen de esterilidad y muerte.
Hoy hay una “izquierda mutante”, que
en la deconstrucción ha encontrado su bandera. ¿Hay una “derecha mutante”? ¿En
qué consiste?
[1]Marcel Gauchet, La Droite et la Gauche.
Histoire et destin.Le débat/Gallimard 2021, pp. 142-145. Según Gauchet, las
familias políticas se mantienen con sorprendente estabilidad desde el siglo
XIX, y son básicamente tres: el conservadurismo, el liberalismo y el
socialismo. De esta forma, las derechas son siempre coaliciones más o menos
explícitas de conservadores y liberales, y las izquierdas son coaliciones más o
menos explícitas de liberales y socialistas. Cabría aquí añadir que, como
denominador común de todas las combinaciones, es el liberalismo quien siempre
gana.
[2]Giovanni Sartori, Teoría dei partiti e caso
italiano, SugarCo 1982, pp. 255-256. Citado por Marco Tarchi en “Droite et
Gauche: deux essences introuvables”, en Gauche-Droite: la fin d´un
systeme. Actes du XXVIII colloque national du GRECE. Paris 27 novembre
1994, pp. 24-25.
[3]Gustavo Bueno en: El Mito de la Izquierda. Las
izquierdas y la derecha (Ediciones B, 2003). El Mito de la
Derecha ¿Qué significa ser de derechas en la España actual? (Temas
de Hoy, 2008).
[4]Arnaud Imatz, Droite, Gauche: pour sortir
de l´équivoque. Pierre Guillaume de Roux 2016.
[5]Norberto Bobbio, Derecha e Izquierda. Punto
de Lectura 1998.
[6]Pierre-André Boutang, L´abécedaire de
Gilles Deleuze, 1995, Arte. Citado por: Baptiste Rappin, Abécédaire
de la déconstruction. Leseditionsovadia 2021, pp. 27-28.
[7]Jérôme Sainte-Marie, “Une France “bloc contre bloc”
(entrevista por Jean-baptiste Roques). Front Populaire nº
7, invierno 2021.
[8]Costanzo Preve, Nouvelle histoire
alternative de la philosophie. La chemin ontológico-social de la philosophie.
Perspectives Libres 2017, p. 551.
[9]Adriano Erriguel, Pensar lo que más les
duele. Ensayos metapolíticos. Homo Legens 2021.
[10]El bloque sociológico de las clases “periféricas”
ha sido extensamente analizado por el geógrafo francés Christophe Guilluy
en: Fractures Francaises, Flammarion 2019; Le
Crépuscule de la France d´en haut, Flammarion 2017; La France
Péripherique. Comment on a sacrifié les clases populaires, Flammarion 2015.
No Society, Flammarion 2019.En español: No Society, el
fin de la clase media occidental. Taurus 2019.
[11]Christophe Guilluy, No Society. La Fin de
la Classe Moyenne Occcidentale.Flammarion 2018, p. 121-122.
[12]Helen Pluckrose y James Lindsay, Cynical
Theories. How Activist Scholarship Made Everything About Race, Gender and
Identity, and Why This Harms Everybody. Swift Press 2021, p. 36
[13]Mencius Moldbug es el seudónimo del teórico
político, blogger y programador de software norteamericano
Curtis Guy Yarvin (1973), ideólogo de la llamada “Ilustración Oscura” (Dark
Enlightenment), corriente de pensamiento que rellena casi todos los
casilleros de la incorrección política: neo-reaccionaria, antidemocrática,
anti-igualitaria.
[14]Costanzo Preve, Nouvelle histoire
alternative de la philosophie. La chemin ontológico-social de la philosophie.
Perspectives Libres 2017, p. 584.
[15]Evidentemente, los activistas del bloque elitista
nunca se reconocerán como tales. Un argumento mistificador consiste en
reclamarse “de clase obrera” en base a reales o supuestos antecedentes
familiares (un “pedigrí” que recuerda al “vengo de los godos” en la España de
los siglos XVI y XVII). Conviene recordar a este respecto que una clase social
no se define por vínculos de sangre sino por la actividad material de sus
miembros. La autopercepción por parte de la burguesía de pertenecer a la “clase
obrera” es una forma desviada de falsa conciencia.
[16]Conviene puntualizar que el llamado
“internacionalismo” comunista ni era un globalismo ni era un mundialismo, sino
que preconizaba la solidaridad entre las naciones y tenía a las naciones como
punto de referencia.
[17]En relación con esta deriva moral de la izquierda
escribía Gustavo Bueno: “la fraternidad es, de hecho, un criterio utilizado por
los fundamentalistas islámicos o cristianos que, de ningún modo, podrían
considerarse como de izquierdas (…) En Europa y en España la “izquierda” suele
tomar la bandera de los inmigrantes y el dirigente de un partido político de
izquierda declaraba en marzo 2001 “la derecha distingue entre inmigrantes
legales e ilegales; la izquierda no”. Ahora bien, en el momento en el cual
alguien no hace esta distinción, en nombre de la fraternidad humana, se está
situando al margen de las categorías políticas y actúa antes como miembro de
una ONG, o de una Iglesia que como miembro de un partido político: porque la
izquierda, si es política, tiene que saber que los inmigrantes, no por ser
hombres tienen derecho a ser ciudadanos de un Estado. De un Estado que no
podría, sin hundirse, conceder su ciudadanía a los seis mil millones de
individuos que están protegidos por la Declaración Universal de los Derechos
Humanos”. Gustavo Bueno, El mito de la izquierda. Las izquierdas y la
derecha. Ediciones B 2003, p. 69.
[18]Muy ilustrativa a este respecto es la polémica
generada en torno al libro de María Elvira Roca Barea: Imperiofobia y
Leyenda Negra. Roma, Rusia Estados Unidos y el Imperio Español. Siruela
2017.
[19]Sobre el concepto de “liberastas”: Adriano
Erriguel, Pensar lo que más les duele, Homo Legens 2021, pp. 205 y
ss.
[20]Una idea magistralmente desarrollada por Costanzo
Preve en: De la Comuna a la Comunidad. Ediciones Fides 2019, pp.
77-117.
[21]Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mille
plateaux. Capitalisme et Schizophrénie. Les Éditions de Minuit, 1980, p.
616.
[22]Baptiste Rappin, “Philosopher après la
déconstruction”. Revista Krisis, nº 52 (Philosophie?),
noviembre 2021.
Fuente: https://posmodernia.com/izquierda-y-derecha-especies-mutantes-i/
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