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viernes, 29 de noviembre de 2024

MARX Y EL REPUBLICANISMO: ENTREVISTA CON BRUNO LEIPOLD


Una entrevista con Bruno Leipold

Traducción: Natalia López

Bruno Leipold examina en su último libro el impacto del republicanismo del siglo XIX en el desarrollo del pensamiento de Karl Marx. A través de un análisis que desafía las lecturas tradicionales, destaca cómo las rupturas políticas marcaron la evolución de Marx, desde su crítica a la monarquía prusiana hasta su concepción de una «República Social».

Bruno Leipold es profesor de Teoría Política en la London School of Economics and Political Science y, a partir de mayo de 2025, profesor adjunto de Teoría Política en la Universidad de Durham. Es teórico político e historiador del pensamiento político y se centra en la obra de Karl Marx, la tradición política republicana y las teorías de la democracia popular. Jochen Schmon habló con Leipold sobre su próximo libro, Citizen Marx: Republicanism and the Formation of Karl Marx’s Social and Political Thought (Princeton University Press).

 

Jochen Schmon: Incluso si, contrariamente a las lecturas canónicas de Marx, dejas claro que rechazó vehementemente las tendencias «antipolíticas» de sus contemporáneos socialistas, añades que Marx seguía creyendo desde el principio que el poder socialista podía alcanzarse a través de instituciones burguesas y republicanas. No fue hasta la Comuna de París cuando Marx empezó a considerar que un Estado socialista podría requerir instituciones políticas novedosas. ¿Cómo caracterizó Marx este -tomando prestados sus términos- «experimento democrático radical», como usted escribe, por el que elogió a los comuneros en La guerra civil en Francia?

Bruno Leipold: La incorporación política del republicanismo por parte de Marx en los años anteriores a 1848 fue ciertamente significativa. Pero, en comparación con su primer republicanismo radical, está claro que sus puntos de vista sufrieron una metamorfosis significativa. Mientras que el joven Marx esbozaba exhaustivamente la estructura de un régimen democrático ideal, su defensa y crítica de una república burguesa más tarde daba por sentada gran parte de su arquitectura constitucional.

La Comuna de París de 1871 sacudió esa complacencia. En un raro alarde de humildad, Marx admitió que la Comuna demostraba que se había equivocado en el Manifiesto: el socialismo requería una transformación política mucho más amplia. La Guerra Civil en Francia describe el tipo de democratización del Estado que tanto exigía. Los representantes de la asamblea recibirían salarios de trabajadores, votarían bajo instrucciones vinculantes y estarían sujetos al derecho del pueblo a revocarlos. También habría que transformar el aparato represivo y administrativo del Estado. Marx aboga por la sustitución del ejército permanente por una milicia cívica y por la elección directa o el control legislativo de los funcionarios públicos. Esto no solo representa un retorno a las primeras preocupaciones políticas de Marx, sino que también refleja las demandas republicanas comunes de la época, cuyo linaje puede rastrearse hasta la Revolución Francesa.

JS

Quiero hablar más sobre su concepción de la democracia frente al republicanismo. No solo teóricos radicales contemporáneos de la democracia como Cornelius Castoriadis o Jacques Rancière han afirmado que existe una oposición irreductible entre el republicanismo y la política democrática. De hecho, como usted reconoce, todo el canon del pensamiento republicano, desde Polibio y Cicerón hasta Maquiavelo, Rousseau o Madison, entiende esta dicotomía como fundacional. El «régimen mixto» republicano siempre se concibió como un medio para impedir el gobierno democrático mediante la participación directa e igualitaria de la ciudadanía en el gobierno. El republicanismo circunscribiría la democracia como «un elemento» del sistema del Estado -es decir, como tribunos con derecho a veto legislativo o representación electoral- entre los demás elementos. El senado «aristocrático» de la república y los poderes de emergencia temporales de los cónsules o presidentes «monárquicos» deberían frenar los excesos de lo que Madison llamó una «democracia pura». Siguiendo esta concepción tradicional de forma crítica, en su Crítica de la doctrina del Estado de Hegel (1843), un texto a menudo olvidado que tu libro se esfuerza en recuperar, Marx escribe que la república era tan solo «la forma política abstracta de la democracia», pues no es todo el «demos» sino solo «una parte» de la ciudadanía la que «determina el carácter del conjunto» en un Estado republicano. Usted no interpreta la teoría de la democracia de Marx como una postura antagónica hacia el republicanismo, ni en sus primeros escritos ni en su valoración tardía de la Comuna de París. ¿Puede explicarlo?

BL

Tienes razón al subrayar que es un tropo totalmente estándar presentar el «republicanismo» o la «república» en oposición a la «democracia». Mi negativa a repetir este tropo en mi libro surge directamente de mi contextualización del republicanismo en el siglo XIX. En un texto tras otro de aquella época, los republicanos y sus oponentes trataban efectivamente «democracia» y «república» como sinónimos. Los «republicanos» se identificaban y se dirigían a ellos solo como «demócratas» (o «radicales»). Los republicanos del siglo XIX rara vez expresaban la idea de una «república» como un régimen mixto que combinara democracia, aristocracia y monarquía. En todo caso, la constitución mixta fue defendida por los liberales decimonónicos.

En otras palabras, tratar de oponer el republicanismo a la democracia simplemente no tiene sentido cuando se analiza esa época. Esta es una razón importante por la que importa llevar a cabo una cuidadosa reconstrucción contextual en lugar de acercarse a Marx con una definición preformada de «republicanismo» extraída de teorías políticas recientes -un enfoque que admito que marcó mi primer compromiso con el tema-.

Ahora bien, es cierto que, fuera del siglo XIX, la oposición del republicanismo a la democracia tiene cierta legitimidad. Ciertamente, existe la famosa distinción de Madison entre una antigua democracia directa y una moderna república representativa (Federalista nº 10, 1787). Pero creo que nos hemos vuelto demasiado dependientes de esta distinción; de hecho, hoy en día los conservadores estadounidenses la instrumentalizan con frecuencia. Tengo la sospecha, aunque solo sea una sospecha, de que Madison podría haber estado presionando contra los intentos antifederalistas de remodelar la noción de «república» con una imagen más democrática. En cualquier caso, me parece más útil la distinción de Montesquieu entre una república democrática y una república aristocrática, dependiendo de si gobierna todo el pueblo o parte de él. Creo que capta la forma en que los elementos populares y elitistas dentro del republicanismo han disputado históricamente el significado del término, ya se trate de plebeyos contra patricios en Roma o del popolo contra grandi en Florencia. El lado más popular y democrático del republicanismo tiende a recibir mucha menos atención, como bien ha demostrado Annelien de Dijn. Esto puede deberse a que estos elementos siempre han atraído más a los ciudadanos más pobres, con menos acceso a los medios de producción ideológica y quizás incluso sin alfabetizar. Por lo tanto, es probable que los registros históricos -y la propia historia intelectual- estén sesgados hacia el republicanismo aristocrático.

Volviendo al siglo XIX, también comparo los puntos de vista de Marx con el «republicanismo» y no con la «democracia» porque el primero capta mejor mi interés por una ideología y su formación o movimiento político asociado. «Democratismo» nunca se puso de moda como descripción, aunque Ruge emplea el término sin éxito en un momento dado. La ideología y el movimiento político del republicanismo o los republicanos se centran, por supuesto, en la democracia (a eso me refería antes al llamar al republicanismo la «ideología política de la democracia»). Y discuto ampliamente lo que Marx pensaba de la «democracia» como régimen y conjunto de instituciones. El quid de la cuestión es que realmente quería poner de relieve que el republicanismo existe como una fuerza política real en la época de Marx con la que tuvo que interactuar, ya sea como un aliado contra los conservadores, los liberales y los socialistas antipolíticos o como algo a lo que, en última instancia, desplazar.

JS

En el capítulo 6, tu lectura de El Capital enfatiza cómo la teorización de Marx de la dominación capitalista no puede reducirse, al modo de muchos estudiosos, a operar exclusivamente de modo «directo» o «indirecto». Por el contrario, la teoría del capitalismo de Marx nos permite pensar ambos polos juntos. Sus descripciones de las formas «abstractas» y «concretas» de dominación expresan la dominación de los trabajadores tanto por capitalistas concretos e individuales como por un sistema económico abstracto que obliga incluso a los capitalistas a intensificar incesantemente su explotación del trabajo. Usted afirma que «en el centro de este relato estaban las ideas republicanas de dependencia, servidumbre y falta de libertad». ¿Puede explicar cómo solamente un discurso republicano habría permitido a Marx teorizar los modos de producción capitalistas de tal manera y cómo, de este modo, «también habría ampliado y transformado esas ideas republicanas»?

BL

Me gusta tu manera de contrastar la dominación concreta por parte de los capitalistas y la dominación más abstracta del sistema económico. Me parece muy claro que Marx siempre teorizó ambas cosas, así como las conexiones entre ellas. Y creo que las ideas y el lenguaje republicanos no solo fueron centrales en su relato, sino que pueden (espero) proporcionarnos un útil relato normativo y conceptual de la falta de libertad del capitalismo. Mi pensamiento aquí está en deuda con Alex Gourevitch y William Clare Roberts, que tanto han hecho por mostrar cómo la idea republicana de dominación se aplica al ámbito económico.

En mi capítulo sobre El Capital, expongo lo que podrían considerarse diferentes niveles de dominación. En primer lugar, está la dominación personal en la fábrica por parte de los capitalistas y sus supervisores sobre el trabajador. Una y otra vez, Marx compara esta relación con el poder arbitrario del que goza un monarca absoluto sobre su súbdito. Esto es particularmente evidente en los numerosos informes detallados de Marx para la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) en la década de 1860 sobre las condiciones despóticas a las que se enfrentaban los trabajadores en toda Europa. Estos informes son una mina de oro olvidada. Lo que me llama la atención es la similitud de algunas de sus denuncias con las de su primer periodismo político. Se opone, por ejemplo, a cómo, cuando se trata de multar a los trabajadores, el capitalista encarna a acusador y juez en una sola persona sin ofrecer al trabajador ningún medio para impugnar esa sentencia. Es el mismo argumento que Marx había esgrimido sobre el poder que los censores del gobierno prusiano ejercían sobre los periodistas. Así pues, vemos una especie de transferencia de la queja sobre el poder arbitrario de lo político a lo social.

En segundo lugar, intento mostrar cómo Marx pensaba que una forma más estructural de dominación apuntalaba esta dominación personal. En una frase favorita, Marx dice que mientras los esclavos o siervos pertenecen a un amo particular, los trabajadores pertenecen a toda la clase capitalista. Lo que quiere decir es que, dado que los trabajadores no son propietarios de sus medios de producción, deben encontrar un amo capitalista que los emplee, aunque tengan la «libertad» formal de elegir al capitalista concreto para el que trabajan. Lo que Marx hace muy bien, creo, es mostrar cómo esta necesidad estructural explica y reproduce la dominación personal en el lugar de trabajo. Las estructuras económicas exigen que los trabajadores se sometan a la dominación de un capitalista, y a medida que crece la dependencia estructural de los trabajadores respecto a la clase capitalista, crece también su dominación en el lugar de trabajo. Podemos pensar aquí en la idea de Marx del ejército de reserva de los desempleados, cuya expansión disminuye el poder de la clase obrera para negociar y hacer huelga de forma efectiva.

En tercer lugar, subrayo que esta dominación personal y estructural no se debe simplemente a que los capitalistas tengan un deseo sádico de poder sobre los demás (aunque muchos ciertamente lo tienen), sino a que la dominación tiene un vínculo explicativo con la explotación. Creo que Marx nos da una explicación de la explotación basada en cómo los capitalistas utilizan su dominación para extraer el trabajo excedente de los trabajadores, ya sea a través de la extensión bruta de la jornada laboral o de la apropiación más sutil de las ganancias de productividad. Espero que mi análisis de estos procesos muestre que la dominación proporciona una explicación más precisa de la teoría de la explotación de Marx que algunos intentos de reducirla a una cuestión de justicia y distribución de recursos.

Por último, todos estos aspectos de la dominación capitalista se sustentan en la forma más impersonal de dominación que Marx identifica: el mercado. Marx pensaba que el capitalismo subordina a todos -incluidos los capitalistas- al imperativo del mercado de acumular continuamente. Los «buenos» capitalistas que no quieran dominar o explotar a sus trabajadores serán expulsados del mercado por las mercancías más baratas de sus competidores. Todos nosotros estamos así sometidos a un poder abstracto e impersonal que no controlamos. Esta dominación impersonal, por supuesto, requiere personas que la mantengan y la reproduzcan, pero Marx subraya que no puede entenderse si solamente nos centramos en voluntades individuales arbitrarias (por muy importante que esto sea para entender la dominación en el lugar de trabajo). Como bien has insinuado, esto amplía y transforma algunos relatos de la libertad republicana que restringirían la aplicación del concepto solo a agentes identificables. Pero no es así como Marx entiende la dominación, y creo que restringirla de esta manera destruiría nuestra capacidad para evaluar lo que hace distintiva a la dominación capitalista.

JS

Usted subraya la centralidad de la noción de «esclavitud asalariada» para la teoría de la dominación capitalista de Marx. Muchos estudiosos, específicamente en los Estudios Negros, han lanzado duras críticas contra esta comparación del trabajo asalariado con la esclavitud, describiéndola como indicativa de un problema más amplio con el pensamiento de Marx. Pensadores como Cedric Robinson o Denise Ferreira da Silva han argumentado que Marx disminuye, cuando no ofusca, el papel fundamental del sistema transatlántico de esclavitud en la creación de la modernidad capitalista. ¿Cómo interpreta su libro el uso comparativo y conceptual que Marx hace de la esclavitud para teorizar el capitalismo?

BL

No quisiera rechazar las importantes críticas sobre los puntos ciegos de Marx. Creo que Marx podría haber dicho más sobre la interacción de la esclavitud con el capitalismo. Uno puede imaginar fácilmente que si hubiera emigrado a América, como hicieron muchos de sus contemporáneos alemanes exiliados en 1848, podría haber escrito un relato bastante diferente.

La metáfora o analogía de la «esclavitud asalariada» tiene una historia complicada. Los esclavistas del Sur la utilizaron a veces de forma nefasta para justificar su esclavitud. Intentaban afirmar que cuidaban de sus esclavos, mientras que los propietarios de las fábricas del norte dejaban marchar a sus trabajadores y veían cómo se morían de hambre a la primera señal de crisis. Pero incluso encontramos algo parecido a este argumento entre algunos de los primeros radicales y socialistas europeos. No apoyaban la esclavitud, pero hablaban de «esclavitud asalariada» para hacer una afirmación, a menudo racializada, de que las condiciones de los trabajadores blancos en Europa eran peores que las de los esclavos negros en América. Incluso el joven Engels afirmaba que los esclavos asalariados se enfrentaban a una supervisión más intensa dentro de la fábrica que los esclavos americanos en el campo.

En este contexto, es importante reconocer que Marx no utiliza la «esclavitud asalariada» de esta manera. Si bien señala que los esclavos tienen la ventaja de que su amo les proporciona el sustento, nunca -que yo sepa- dice que la esclavitud asalariada sea peor que la esclavitud propiamente dicha. En El Capital deja muy claro que la forma más brutal de dominación es la que experimentan los esclavos norteamericanos, que también están expuestos a la explotación intensificada provocada por las presiones competitivas del capitalismo global. El uso que hace Marx de la «esclavitud asalariada» sirve para subrayar la falta de libertad de los trabajadores supuestamente «libres», no para negar la falta de libertad aún mayor de los esclavos.

Por supuesto, está la cuestión de si es apropiado utilizar este lenguaje de la esclavitud pero creo que tenemos que tener en cuenta que la condición de los trabajadores ingleses en 1824 no es la de 2024. Cuando no hay Estado del bienestar, ni seguro de desempleo, y los sindicatos están prohibidos, entonces la dominación a la que se enfrentan los trabajadores es de tal magnitud que una comparación con la esclavitud parece adecuada. Cuando existen esas condiciones compensatorias, hablar de esclavitud salarial puede parecer fácilmente una exageración. En un brillante artículo reciente, Tom O’Shea ha hecho la útil sugerencia de que deberíamos reservar el término «esclavitud asalariada» para los casos de trabajo asalariado que exponen a los trabajadores a un nivel de poder arbitrario tan grande que amenaza sus propios medios de existencia. Cuando el poder arbitrario de un empleador no alcanza ese nivel, podemos (y debemos) seguir hablando de dominación económica, pero no de esclavitud asalariada. Parece una forma sensata de aplicar la analogía.

JS

Su libro supone una importante contribución a un renacimiento más amplio y extremadamente prometedor de los estudios sobre Marx en la teoría política y la filosofía contemporáneas, así como en la historia intelectual. ¿Qué le atrajo de este tema y cuál cree que es la relevancia académica y política de Marx en la actualidad?

BL

Creo que al principio me atrajo el tema de Marx y el republicanismo por la prosaica razón de que mucha gente había afirmado que existía algún tipo de conexión, pero nadie lo había estudiado realmente de forma adecuada: el famoso «vacío de investigación». Más interesante, quizás, es por qué me sentí atraído de nuevo por el tema, una y otra vez, durante una década de investigación. Una de las razones fue que seguí descubriendo nuevos aspectos de la relevancia del republicanismo para los escritos de Marx, y quería hacer justicia a la historia. Eso explica en parte por qué, desgraciadamente, se ha convertido en un libro mucho más largo de lo que había previsto.

Otra razón que me motivó fue la esperanza (y puede que solo sea una esperanza) de que la imagen resultante de Marx sea atractiva para algunas de nuestras luchas contemporáneas. No creo que pueda o deba esperarse que la historia del pensamiento político nos dé lecciones directas para el presente, pero puede revelar cómo hemos llegado a estar hechizados —para usar el lenguaje sugestivo de Skinner— por nuestras propias suposiciones actuales. Al mostrarnos que existían caminos alternativos detrás de nosotros, puede desafiarnos a emprender un nuevo camino hoy.

Hay muchos aspectos de Marx que, en este sentido, podrían ser relevantes para nosotros. En el libro, destaco dos potencialidades. La primera es la promesa de la crítica de Marx al capitalismo en términos de libertad y dominación. Esto me parece no solo normativamente adecuado, sino también retóricamente poderoso. Nos hemos acostumbrado a hablar en términos de igualdad o comunidad cuando nos oponemos a la opresión capitalista, pero el lenguaje de la libertad -alguna vez tan central para el socialismo- se ha perdido en gran medida. La libertad republicana ofrece un punto de partida desde el que articular hoy un desafío global a la dominación.

La otra potencialidad es la idea de Marx, adquirida a través de la Comuna de París, de que la transformación social radical requiere instituciones políticas democráticas radicales. Aunque siempre ha habido socialistas que han mantenido ese compromiso, en el siglo XX se vieron ahogados por diversas perversiones autoritarias, obviamente, pero también por la visión tecnocrática de que bastaba con llegar al poder mediante elecciones para dirigir el Estado hacia el socialismo. Cuando pensamos en cómo desafiar a la dominación social hoy en día, creo que valdría la pena reconsiderar el punto de vista más antiguo de Marx, a saber, que el Estado necesita ser fundamentalmente democratizado.

 

Republicación de Journal of the History of the Ideas.

Sobre el entrevistador

Jochen Schmon es doctorando del Departamento de Política de la New School for Social Research y becario de tesis de la Mellon Initiative for Inclusive Faculty Excellence. Estudia la historia conceptual de la esclavitud y las resonancias discursivas de la política abolicionista en los imaginarios emergentes feminista, republicano, anarquista y comunista del siglo XIX.

Fuente: https://jacobinlat.com/2024/11/marx-y-el-republicanismo-entrevista-con-bruno-leipold/


viernes, 27 de agosto de 2021

¿QUÉ PENSABA MARX DE LA DEMOCRACIA?

 

Monumento a Karl Marx en Chemnitz, Alemania

Bruno Leipold

Traducción: Valentín Huarte

Suele pensarse que Marx es un teórico que se dedicó exclusivamente a la economía. Pero el reconocido socialista fue también un demócrata convencido.

La idea de que las instituciones democráticas no funcionan se está volviendo cada vez más común. Pero los socialistas democráticos de todo el mundo son conscientes de que el movimiento por un orden social más justo es indisociable del impulso hacia la democratización de nuestros sistemas políticos.

En todos lados, los problemas parecen ser los mismos: la influencia de las élites y de las empresas sobre los procesos de decisión, los poderes ejecutivos que prescinden de todo tipo de control popular, los representantes distantes e irresponsables. Nuestros sistemas políticos alienan cada vez más a aquellos que están sometidos a sus decisiones y amenazan con obstaculizar la labor de cualquier gobierno socialista que logre llegar al poder. Menos evidentes son los cambios concretos que serían capaces de revertir la situación.

En este sentido, los escritos políticos y jurídicos de Marx son una fuente que merece cierta atención. Esto tal vez sea una sorpresa para mucha gente, dado que suele considerarse a Marx como un pensador exclusivamente económico, que tiene poco para decir sobre el diseño de las constituciones y de las instituciones políticas.

Y es verdad que Marx nunca escribió nada semejante a una teoría constitucional propia. Pero este gran socialista fue también un demócrata convencido. Sus escritos plantean una crítica bien matizada del constitucionalismo liberal y del gobierno representativo, a la vez que bosquejan la forma que podrían adoptar las nuevas instituciones populares capaces de reemplazarlos.

Muchas de estas ideas —la necesidad de garantizar la responsabilidad de los representantes, la importancia del poder legislativo sobre el ejecutivo y la necesidad de una transformación popular más amplia de los órganos estatales, especialmente de la burocracia— fueron inspiradas por la experiencia de la Comuna de París, levantamiento obrero que tomó brevemente el poder de la ciudad francesa entre marzo y mayo de 1871. También empalmaban con una tradición radical de pensamiento político más antigua, que abarca a los cartistas británicos, a los demócratas franceses y a los antifederalistas estadounidenses (tradición que Karma Nabulsi, Stuart White y yo exploramos en nuestro próximo libro, Radical Republicanism).

Sería un error concebir las ideas de Marx como una guía de acción que debe aplicarse rígidamente. Sucede que sus escritos no entran en detalles (lo que no debería sorprender viniendo de alguien que se opone a escribir «recetas para las cocinas del futuro»), pero, en realidad, ningún pensador debería ser tratado como un repositorio fijo de verdades. Con todo, cuando abordamos el problema de la democratización de nuestras instituciones políticas, los escritos de Marx son una fuente importante.

A la vez, estos escritos nos brindan la oportunidad de recordar la centralidad que tiene la democracia en el proyecto socialista. No solo es cierto que la democracia es una precondición esencial para construir el socialismo, sino que nuestra motivación para democratizar el sistema político emana de la misma fuente que nuestro deseo de democratizar la economía: la gente debería controlar las estructuras y las fuerzas que definen sus vidas.

«El sufragio universal serviría al pueblo»

Marx creía que el sufragio universal era un prerrequisito del socialismo. En sus momentos de mayor optimismo, pensaba que su «resultado inevitable […] es la supremacía política de la clase obrera».

Pero estaba preocupado porque pensaba que el gobierno representativo, al conceder una gran discreción a los funcionarios cuando debían definir su conducta en los cuerpos legislativos, debilitaba el potencial emancipatorio del voto. Las elecciones regulares brindan a los votantes un poder de sanción importante (pueden optar por echar a las autoridades que tuvieron un mal desempeño), pero los representantes no están atados formalmente a la voluntad del electorado. Marx creía que esto creaba funcionarios irresponsables, más proclives a representar sus propios intereses corporativos que los de sus votantes.

Proponía distintos mecanismos para achicar la brecha entre representantes y representados, con especial énfasis en los mandatos revocables. De esa forma, los ciudadanos tendrían el poder de sancionar inmediatamente a los representantes, sin tener que esperar años hasta las próximas elecciones. Marx destacaba cómicamente que, si bien los patrones confían en el «sufragio individual» para «colocar a cada hombre en el puesto que le corresponde y, si alguna vez se equivocan, reparan su error con presteza», se horrorizan frente a la idea de que el sufragio universal debería garantizar un poder similar para los votantes.

Marx también apoyaba el «mandato imperativo», es decir, un modo de representación en el que los funcionarios electos tienen la obligación de respetar las directivas de sus votantes. De esta manera, los ciudadanos tienen una influencia directa en el proceso legislativo y evitan que los funcionarios electos incumplan sus promesas de campaña. Por último, Marx criticaba los mandatos parlamentarios demasiado largos y abogaba por realizar elecciones con mucha más frecuencia. Al comentar la reivindicación cartista de elecciones anuales, Marx notó que era una de las «condiciones sin las que el sufragio universal se convertiría en una mera ilusión para la clase obrera».

En conjunto, argumentaba Marx, estas medidas transformarían el sistema de gobierno representativo: «En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembro de la clase dominante malinterpretará al pueblo en el parlamento, el sufragio universal […] serviría al pueblo».

En la política contemporánea, la izquierda no siempre tiene tanto éxito como la derecha a la hora de estimular la indignación frente a esos representantes irresponsables y distantes. Boris Johnson y sus amigos de los medios lograron convertir efectivamente la bronca de los votantes, que querían abandonar la UE durante el Brexit, en un relato que enfrentaba al «pueblo contra el parlamento». En Italia, la derecha populista del Movimiento 5 Estrellas tuvo mucho éxito cuando atacó a los políticos corruptos y prometió implementar un mandato imperativo entre sus representantes y sus miembros. Esto hace que los liberales rechacen de forma apresurada las críticas contra el gobierno representativo y las contramedidas como el mandato imperativo, argumentando que se trata de políticas populistas inaceptables.

Pero sería un error que la izquierda le cediera este terreno a la derecha. Es cierto que las sugerencias de Marx no nos brindan una fórmula institucional precisa, pero deben formar parte de nuestro arsenal constitucional cuando nos planteamos la posibilidad de tener representantes responsables y de garantizar que la voz y el voto de los ciudadanos cuenten realmente.

Una crítica al ejecutivo

A pesar de sus dudas en cuanto a la democracia representativa, Marx pensaba que el poder legislativo era fundamental en toda política democrática. Elogiaba a la Comuna de París por haberles asignado a los miembros del consejo comunal puestos de tipo ministerial, en vez de crear un presidente y un gabinete separados de la legislatura.

Para Marx, el poder ejecutivo excesivo era todavía más peligroso que los representantes distantes y alejados del pueblo. Criticaba especialmente la Constitución francesa de 1848 (que fundó la Segunda República) y condenaba al documento por plantear la figura de un presidente, elegido directamente, que gozaba del derecho de absolver criminales, pasar por encima de los consejos locales y municipales, iniciar tratados extranjeros, y, más grave todavía, designar y despedir ministros sin consultar a la Asamblea Nacional. Marx insistía en que esto generaba un presidente con «todos los atributos de la realeza» y una legislatura que perdía «toda influencia real» sobre las funciones del Estado. La constitución, argumentaba, simplemente había reemplazado la «monarquía hereditaria» por una «monarquía electiva». Cabe mencionar que la constitución actual de Francia, adoptada en 1958 bajo el gobierno de Charles de Gaulle, fue diseñada específicamente para concentrar el poder en manos del ejecutivo (un legado recibido con entusiasmo por el presidente Emmanuel Macron).

Un motivo por el que Marx polemizaba con los ejecutivos poderosos era que escapaban al control, la supervisión y el escrutinio populares. También era consciente de la naturaleza personal del poder presidencial, con estos líderes que se presentaban como la «encarnación […] del espíritu nacional», en posesión de «una especie de derecho divino» concedido «por la gracia del pueblo».

En cualquier caso, los escritos de Marx nos recuerdan que no debemos confundir la crítica del parlamentarismo (la idea de que las autoridades electas son los protagonistas de los proyectos de reformas) con un ataque indiscriminado a los órganos legislativos en general. Sin duda, los parlamentos existentes dejan mucho que desear y plantean toda una serie de problemas organizativos que atañen a la relación entre el movimiento socialista en general y la representación socialista en el parlamento.

Pero la respuesta no puede pasar por abrazar el poder de las cortes y de los tribunales con el fin de defender y hacer avanzar ciertos objetivos progresistas, ni tampoco por poner a un socialista a cargo de un ejecutivo todopoderoso, es decir, abandonar por completo el plano de la representación legislativa. En el caso de Estados Unidos, por ejemplo, la legislatura es la más democrática de las tres ramas del Estado —no por nada los fundadores federalistas pusieron mucho ahínco en limitar sus poderes— y los socialistas democráticos deberían defenderla de toda intrusión judicial y ejecutiva.

Transformar la burocracia

Las ideas de Marx sobre la representación y la legislatura implicarían reformas serias y de largo alcance en el caso de la mayoría de los gobiernos representativos modernos. Pero es su perspectiva sobre la burocracia la que se aleja más radicalmente de los sistemas políticos con los que estamos familiarizados.

Marx buscaba transformar el Estado con el fin de posicionar a los trabajadores comunes en el corazón de la administración pública. Proponía abrir la burocracia estatal a elecciones competitivas y sujetarla a la misma posibilidad de revocación que los otros representantes. A ojos de Marx, esto convertiría un Estado concebido como un cuerpo separado y extraño, que somete a las personas, en un órgano realmente sometido al control de los ciudadanos. Transformaría a «los arrogantes amos del pueblo en sus servidores siempre revocables, una responsabilidad simulada en una responsabilidad real, pues actuarían bajo continua supervisión pública».

Estos comentarios empalmaban con la desconfianza —o incluso aversión— que Marx pregonó hacia los burócratas toda la vida (lo que no deja de ser irónico cuando se considera que suele asociarse su pensamiento con el estatismo burocrático). Los acusaba de ser una «casta educada», un «ejército de parásitos estatales», una clase de «sicofantes y sinecuristas bien pagados». Y sostenía que los «simples trabajadores» eran capaces de ejecutar las actividades de gobierno más «modesta, consciente y eficientemente» que sus supuestos «superiores naturales».

Evidentemente, la perspectiva de Marx es interesante. Con frecuencia, las personas comunes se ven sometidas a los caprichos de burócratas oficiosos, que las fuerzan a superar toda una serie de obstáculos irracionales para garantizar sus medios de existencia. Pero en una sociedad moderna y compleja, la concepción de Marx enfrentaría problemas muy complejos, como la falta de saber técnico y la seducción corporativa de gestores sin experiencia. Como mínimo, es difícil imaginar una burocracia realmente democrática sin una esfera económica que acompañe el proceso y garantice más tiempo libre para que las personas participen de la administración pública (y de las tareas que deseen).

Los escritos de Marx no brindan ninguna guía que explique el posible funcionamiento de su proyecto de democratizar la burocracia. Si acaso tenía un modelo en mente, parece acercarse a la democracia ateniense, donde los ciudadanos rotaban entre gobernantes y gobernados, por medio de sorteos en los que se elegía quiénes ocuparían las posiciones administrativas (un rasgo de la democracia antigua poco comprendido y prácticamente olvidado en el momento en que Marx escribía).

Es curioso que este elemento de la democracia ateniense parece estar resurgiendo hoy en la teoría democrática y en la práctica como una posibilidad para solucionar algunas de las fallas del sistema representativo. Por ejemplo, se discuten las Asambleas ciudadanas, grupos de gente elegidos al azar, que tienen la tarea de deliberar y hacer recomendaciones sobre políticas específicas o reformas constitucionales. En Irlanda se utilizaron asambleas ciudadanas para discutir las enmiendas constitucionales y en Columbia Británica y Ontario se apeló al mismo método en el diseño de las propuestas de reforma electoral. Existe una campaña para incluirla en las próximas convenciones constitucionales del Reino Unido.

Por otro lado, John McCormick, teórico político estadounidense, planteó un proyecto que busca implementar una forma moderna del tribuna plebeya romana. El cuerpo tendría cincuenta y un miembros, elegidos al azar entre la población general (dejando afuera al 10% más rico), y podría proponer leyes, iniciar consultas populares e impugnar autoridades públicas.

Este tipo de sorteo podría ser una forma de concretar algunas de las esperanzas de Marx en un sistema político donde los ciudadanos participen directamente de las tareas de gestión y gobierno.

Marx el demócrata

Marx siempre sostuvo que el gobierno representativo había implicado un progreso enorme frente a los regímenes absolutistas que reemplazó. Pero también disputaba su equivalencia total con la «democracia». En cambio, argumentaba que las transformaciones institucionales bosquejadas arriba generarían un sistema político con «instituciones realmente democráticas».

Según Marx, estas estructuras eran fundamentales a la hora de promover el socialismo en la esfera económica. Al mismo tiempo, creía que era un error muy serio pensar que los socialistas podrían simplemente tomar las instituciones estatales y girar el timón hacia el socialismo (un error en el que Marx admitía haber incurrido). «La clase obrera —escribió— no puede limitarse a tomar posesión de la máquina del Estado en bloque, poniéndola en marcha para sus propios fines». Si el poder político estaba llamado a permanecer en manos del pueblo, entonces era necesario que la máquina estatal de las clases dominantes fuese desplazada por una máquina gubernamental de los trabajadores.

Esta sigue siendo una de las ideas políticas y constitucionales más importantes de Marx: la transformación económica radical debe ir de la mano de una transformación política radical. Olvidar la última debilita la primera.

En un momento en que el socialismo está resurgiendo lentamente, vale la pena estudiar con detenimiento las perspectivas de Marx sobre la democracia popular. La forma concreta que tomen sus propuestas dependerá de nosotros.

Fuente: https://jacobinlat.com/2021/08/26/que-pensaba-marx-de-la-democracia/

 

lunes, 17 de febrero de 2020

LA DEMOCRACIA ESTÁ EN CRISIS Y KARL MARX PUEDE AYUDARNOS




Bruno Leipold – Profesor de Teoría Política en la London School of Economics and Political Science

Traducción: Andrea Pérez Fernández

– 16/02/2020

A menudo, se concibe a Karl Marx como un pensador estrictamente económico. Pero, el reconocido socialista era un demócrata comprometido y sus escritos ofrecen potenciales remedios para democratizar nuestro antidemocrático sistema político.

Existe una amplia aceptación, por parte de la izquierda europea y estadounidense, de que nuestras instituciones democráticas están fallando. Desde la campaña de Bernie Sanders a favor de una revolución política contra las estructuras de la oligarquía estadounidense hasta la apuesta de Rebecca Long-Bailey por abolir la Cámara de los Lores en el Reino Unido y dar, así, un “choque sísmico” al Estado británico, los socialistas democráticos más destacados son conscientes de que el movimiento por un orden social más justo es inseparable del impulso por democratizar nuestros sistemas políticos.

Los problemas son bien conocidos: la influencia de las empresas y las élites sobre la toma de decisiones y la legislación, un poder ejecutivo descontrolado o unos representantes ausentes e irresponsables. Nuestros sistemas políticos alienan a los que están sujetos a sus decisiones y amenazan con bloquear cualquier gobierno socialista que llegue al poder. Sin embargo, no está tan claro qué cambios concretos podrían empezar a encarar estos problemas.

La obra política y constitucional de Karl Marx es una fructífera fuente de ideas. Esto puede sorprender, ya que normalmente Marx es considerado un pensador estrictamente económico, con poco que decir acerca del diseño de las constituciones e instituciones políticas.

Y es cierto que Marx nunca desarrolló, plenamente, una teoría constitucional propia. Pero, este reconocido socialista era un demócrata comprometido, cuyos escritos contienen una crítica matizada del constitucionalismo liberal y del gobierno representativo, así como un esbozo de las instituciones populares que deberían reemplazarlo.

Muchas de estas ideas –la necesidad de hacer rendir cuentas a los representantes, la importancia de la supremacía legislativa sobre el ejecutivo y la necesidad de una transformación popular más extensiva de los órganos del Estado, especialmente de la administración pública– estaban inspiradas por la experiencia de Marx de la Comuna de París, la sublevación de la clase obrera que controló brevemente la ciudad, de marzo a mayo de 1871. También estaban cerca –y, en parte, eran deudoras– de una vieja tradición radical de pensamiento político que abarcaba a los Cartistas británicos, los demócratas franceses y los antifederalistas estadounidenses (tradición que Karma Nabulsi, Stuart White y yo exploramos en nuestro próximo libro: Radical Republicanism).

Sería un error entender las ideas de Marx como un plan de acción al que ceñirse rígidamente. Sus escritos no proporcionan suficientes detalles para ello –no sorprende en alguien que se oponía a escribir “recetas para las cocinas del futuro”– y ningún pensador debería ser tratado como un repositorio fijo de verdad. Pero, mientras pensamos en cómo democratizar nuestras instituciones políticas, los escritos de Marx son un recurso importante al que acudir.

Significativamente, esto nos ofrece una oportunidad para recordarnos, a nosotros mismos, la centralidad de la democracia en el socialismo. La democracia no es únicamente una precondición necesaria para construir el socialismo, sino que nuestra motivación para democratizar el sistema político surge de la misma fuente que nuestro deseo de democratizar la economía: la idea de que las personas deberían tener el control sobre las estructuras y fuerzas que moldean sus vidas.

El sufragio universal servirá al pueblo”

Marx creía que el sufragio universal era un prerrequisito esencial para el socialismo. En su momento más optimista pensaba que “su inevitable consecuencia… es la supremacía política de la clase obrera”.

Sin embargo, le preocupaba que el gobierno representativo estuviera socavando el potencial emancipatorio del voto al otorgar a los funcionarios electos una gran discreción sobre el cómo votar y actuar de los órganos legislativos. Las elecciones regulares dotan a los votantes de un importante poder sancionador –pueden elegir echar a los vagos–, pero los representantes no están formalmente atados a los deseos del electorado. Esto –creía Marx– creaba una clase de funcionarios que no rendían cuentas, con más probabilidades de representar sus propios intereses de élite que los de sus constituyentes.

Marx respaldó varios mecanismos para reducir la brecha entre representantes y representados. El más importante de ellos: la revocación. Esto daría a los ciudadanos el poder de sancionar inmediatamente a los representantes, en lugar de esperar años para las siguientes elecciones. Marx bromeaba, diciendo que los mismos empleadores que confiaban en su “sufragio individual”, para “poner al hombre correcto en el lugar correcto y, si alguna vez cometía un error, corregirlo rápidamente”, estaban horrorizados ante la idea de que el sufragio universal pudiera implicar un poder similar para los votantes.

Marx apoyó, también, los “mandatos imperativos”, que posibilitan que los electores den instrucciones jurídicamente vinculantes a los representantes, que permiten a los ciudadanos participar directamente del proceso legislativo y que prohíben a los funcionarios electos incumplir sus promesas de campaña. Por último, fue crítico con los largos períodos parlamentarios y abogaba por elecciones mucho más frecuentes. A propósito de la demanda de elecciones anuales de los Cartistas, Marx señaló que era una de las “condiciones sin las cuales el sufragio universal sería ilusorio para la clase obrera”.

Juntas –argumentaba Marx–, estas medidas transformarían el gobierno representativo: “En vez de decidir una vez cada tres o seis años qué miembro de la clase dirigente iba a tergiversar al pueblo en el Parlamento, el sufragio universal… serviría al pueblo”.

En la política contemporánea, la Izquierda no siempre ha tenido tanto éxito como la Derecha a la hora de avivar la rabia contra los representantes ausentes o irresponsables. Boris Johnson y sus amigotes de los medios canalizaron eficazmente la indignación de los votantes de izquierda, por el papel del parlamento británico en las negociaciones del BREXIT en una narrativa de “pueblo contra parlamento”. En Italia, la derecha populista del Movimiento Cinco Estrellas logró un significativo éxito inicial por medio de su ataque a los políticos corruptos y de su promesa de implementar un mandato imperativo entre sus representantes y miembros. Eso ha facilitado a los liberales el descartar las críticas al gobierno representativo y las contramedidas como el mandato imperativo por ser objetivamente populistas.

Pero, sería un error que la Izquierda cediera este terreno a la Derecha. Puede que las recomendaciones de Marx no sean exactamente la mezcla institucional que acordemos, pero deberían formar parte de nuestro arsenal constitucional, cuando consideramos cómo hacer que los representantes rindan cuentas y cómo dar voz de verdad a la ciudadanía en su democracia.

Un crítico del ejecutivo

A pesar de sus dudas acerca de la democracia representativa, Marx veía al legislativo como algo central en la política democrática. Elogió la Comuna de París, por asignar puestos de tipo ministerial a miembros del propio consejo comunal, en vez de crear un presidente y gabinete escindidos de la legislatura.

Para Marx, el exceso de poder ejecutivo era, incluso, más peligroso que los representantes distantes. Fue especialmente crítico con la Constitución francesa de 1848 –que consolidaba la Segunda República francesa–, por establecer un presidente elegido directamente que tenía el derecho a perdonar a los criminales, a desestimar los consejos locales y municipales, a iniciar tratados extranjeros y, lo que es más grave, a nombrar y despedir ministros sin consultar a la Asamblea Nacional. Marx insistía en que esto generaba un presidente con “todos los atributos del poder monárquico” y un legislativo que “pierde [perdía] toda influencia real” sobre las operaciones del Estado. La constitución –denunciaba– se había limitado a reemplazar la “monarquía hereditaria” con una “monarquía electiva”.

Uno de los motivos por los que Marx polemizaba contra los ejecutivos poderosos era que le preocupaba que escaparan al control, supervisión y escrutinio popular. Además, desconfiaba de la naturaleza personal del poder presidencial, con líderes que se presentaban como la “encarnación… del espíritu nacional [poseyendo], una especie de derecho divino”, otorgado a ellos “por la gracia del pueblo”.

Al leer, hoy, estos comentarios, es fácil pensar en el presidente Donald Trump. Y, de hecho, hay algunos paralelismos intrigantes entre Trump y Louis Napoleón –el Presidente que, finalmente, derrocó la Segunda República–. Pero, el problema más estructural es la presidencia imperial de los Estados Unidos, que no está vinculada a una supervisión significativa por parte del Congreso –y cuya creación fue enérgicamente instigada por el Partido Demócrata–. Problemas similares acosan a la constitución británica y fueron explotados por Tony Blair durante la guerra contra Irak y Boris Johnson durante las negociaciones de BREXIT. La constitución vigente de Francia, aprobada en 1958, bajo el mandato de Charles de Gaulle, fue concebida específicamente para concentrar el poder en manos del ejecutivo –un legado acogido con entusiasmo por parte del presidente Emmanuel Macron–.

Los escritos de Marx nos recuerdan que no hay que confundir la crítica al parlamentarismo –la idea de que los funcionarios electos son los principales actores de los proyectos de reforma– con un ataque indiscriminado al legislativo. Sin duda, los parlamentos existentes dejan mucho que desear; y existen cuestiones organizativas importantes y de largo recorrido sobre la relación entre el movimiento socialista, en general y la representación socialista en el Parlamento.

Pero, la respuesta no puede ser confiar en el poder de los tribunales para defender y avanzar en los objetivos progresistas o colocar a un socialista al timón de un todopoderoso ejecutivo –o, en todo caso, jurar que se buscará la representación legislativa por completo–. El legislativo es el más democrático de los tres poderes estatales –los fundadores federalistas estadounidenses querían limitar sus poderes por algo– y los socialistas democráticos deben defenderlo de la intrusión de los poderes ejecutivo y judicial.

Transformando la burocracia

Las ideas de Marx sobre la representación y el legislativo implicarían reformas serias y trascendentales para la mayoría de los gobiernos representativos modernos. Pero, son sus opiniones sobre la burocracia las que se apartan más radicalmente de los sistemas políticos que conocemos.

Marx deseaba una transformación fundamental del Estado que pusiera a los trabajadores corrientes en el centro de la administración pública. Propuso abrir la burocracia estatal a elecciones competitivas y someterla al mismo poder sancionador de la revocación por el que abogaba para los representantes. A ojos de Marx, esto haría que el Estado dejara de ser un cuerpo separado y ajeno que mandaba sobre el pueblo, para pasar a encontrarse bajo el control de este. Transformaría a “los altivos amos del pueblo en sus siempre removibles sirvientes, una responsabilidad actuada por una responsabilidad real, ya que actuarían continuamente bajo supervisión pública”.

Estos comentarios estaban en consonancia con la vieja desconfianza –e, incluso, aversión– que Marx sentía hacia los burócratas –algo irónico, dada la frecuente asociación de la figura de Marx con el estatismo burocrático–. Los acusó de ser una “casta entrenada”, un “ejército de parásitos del Estado”, una clase de “aduladores y sinecuristas ultraremunerados”. Y sostenía que los “trabajadores llanos” eran capaces de llevar a cabo los asuntos del gobierno más “modesta, concienzuda y eficientemente” que sus supuestos “superiores naturales”.

La visión de Marx es, indudablemente, atractiva. Demasiado a menudo la gente común está sujeta a los caprichos de burócratas entrometidos; obligada a pasar por interminables aros sólo por asegurar sus medios de existencia. Pero, en una sociedad moderna y compleja, su postura se enfrentaría a obstáculos formidables. Entre ellos, la insuficiencia de conocimientos técnicos y la captura empresarial de administradores inexpertos. Como mínimo, es difícil imaginar una burocracia muy democratizada sin una esfera económica que la acompañe y que dé a la gente muchísimo más tiempo para participar en la administración pública –y en la que la gente quiera asumir dichas obligaciones–.

Los escritos de Marx no ofrecen ninguna guía real acerca de cómo funcionaría su plan para democratizar la burocracia. Si acaso tenía un modelo en mente, este parecía aproximarse a la antigua Atenas, donde los ciudadanos rotaban entre ser gobernantes y gobernados a través del uso de loterías que asignaban posiciones administrativas –una característica de la democracia ateniense que fue escasamente entendida y en gran parte olvidada, en el momento en el que Marx escribía–.

En particular, este es el elemento de la antigua democracia que ha emergido recientemente, en la teoría y práctica democráticas, como una vía potencial de abordar algunos de los defectos del gobierno representativo. Se habla mucho, por ejemplo, de las asambleas ciudadanas: grupos de personas seleccionados al azar a los que se les encomienda la tarea de deliberar y hacer sugerencias sobre políticas o reformas constitucionales específicas. Las asambleas ciudadanas se han empleado, en Irlanda, para debatir enmiendas constitucionales y, en las provincias canadienses de la Columbia Británica y Ontario, para el diseño de propuestas de reforma electoral. Asimismo, una campaña en curso está presionando para que formen parte de cualquier futura convención constitucional del Reino Unido.

El teórico político estadounidense John McCormick ha presentado una interesante propuesta para una forma moderna del tribuno de la plebe romano. El órgano tendría 51 miembros, elegidos por sorteo entre la población en general (salvo el 10% más rico) y podría proponer legislación, iniciar referendos y someter a juicio político (impeachment) a los funcionarios públicos.

Este tipo de sistema de elección aleatoria podría ser una forma de realizar algunas de las esperanzas de Marx de un sistema político en el que los ciudadanos se encargaran, directamente, de las tareas de gobierno y administración pública.

Marx el demócrata

Marx siempre creyó que el gobierno representativo suponía un enorme avance respecto a los regímenes absolutistas que reemplazó. Pero, también, disputó su ecuación con la “democracia”. En su lugar, argumentó que los cambios institucionales descritos anteriormente generarían un sistema político con “instituciones realmente democráticas”.

Para Marx, estas estructuras eran vitales para el avance del socialismo en la esfera económica: pensar que los socialistas podían hacerse cargo de las instituciones estatales existentes y conducir el barco directo hacia el socialismo era un grave error –que el mismo Marx admitió haber cometido en ocasiones–. Los socialistas “no pueden, simplemente, apoderarse de la maquinaria –ya engranada– del Estado y empuñarla para sus propios fines”, escribió. Si el poder político debía permanecer “en manos del propio pueblo”, era imperativo para este “desplazar la maquinaria del Estado, la maquinaria gubernamental de las clases dominantes, por una propia”.

Esta sigue siendo una de las aportaciones políticas y constitucionales más importantes de Marx: la transformación económica radical debe ir de la mano de una radical transformación política. Desconocer la segunda debilita la primera.

En un momento en el que el socialismo es, a un tiempo, resurgente y frágil, los puntos de vista de Marx sobre la democracia popular merecen mayor atención. El modo en que decidamos realizar sus ideas depende de nosotros.