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martes, 2 de septiembre de 2025

CONCEPTOS SOBRE LA TRAMPA IDENTITARIA

 


 

Conceptos sobre la trampa identitaria

Os presentamos una guía de conceptos sobre las consecuencias de priorizar la identidad, a partir del último libro de Yascha Mounk "La trampa identitaria"

 

 

Hace un mes terminé de leer el libro La trampa identitaria: Una historia sobre las ideas y el poder en nuestro tiempo, de Yascha Mounk, publicado en septiembre de 2024 por Editorial Paidós, y que me regaló el gran Antonio David Ruiz (gracias!!) y hoy me apetecía publicar algunas ideas sobre el texto. En esta obra, Mounk realiza un análisis profundo y crítico sobre cómo ha emergido y se ha instalado con fuerza una nueva ortodoxia cultural —a la que denomina “síntesis identitaria”— especialmente en los espacios progresistas de las sociedades occidentales.

Para este politólogo, durante gran parte de la historia las sociedades han oprimido violentamente a las minorías étnicas, religiosas y sexuales. Por tanto, no es de extrañar que aquellos que abogan por la justicia social llegaran a pensar que los miembros de los grupos marginados necesitan sentirse orgullosos de su propia identidad para poder hacer frente a la injusticia. Sin embargo, en las últimas décadas, lo que empezó como un sano aprecio por la cultura y el patrimonio de los grupos minoritarios se ha transformado en una contraproducente obsesión por la identidad grupal en todas sus formas. En poco tiempo ha surgido una nueva ideología, según el autor, que reprime el discurso, denigra la influencia mutua como apropiación cultural, niega que los miembros de grupos distintos puedan llegar a entenderse, e insiste en que la forma en que los gobiernos tratan a sus ciudadanos ha de depender del color de su piel.

Esta, según Yascha Mounk, es la trampa identitaria. Explica que, si bien quienes luchan por tales ideas están llenos de buenas intenciones, a la larga dificultarán los progresos hacia la “genuina igualdad que tan desesperadamente necesitamos”. No usa la palabra woke, pero vamos, poco le falta. En cualquier caso, es la lectura de un progresista que se sorprende ante el auge del radicalismo identitario. De hecho, al explicar las enormes transformaciones políticas y culturales de la última década, La trampa identitaria expone por qué la aplicación de estas ideas a ámbitos que van desde la enseñanza hasta las políticas públicas está resultando tan profundamente contraproducente. El libro, así, es una llamada a la reflexión sobre los límites y riesgos de la política identitaria, y a la defensa renovada de un ideal de ciudadanía común que sea inclusivo y universal.

Este post no pretende ser un resumen, ni una reseña, del libro de Mounk (que por supuesto recomiendo leer para entender del todo lo que quiere decir, especialmente con sus innumerables ejemplos), sino tan solo una recopilación de unos pocos conceptos que, personalmente, me han parecido especialmente interesantes o novedosos dentro de su análisis, para compartir con vosotros/as. Podéis (podemos) estar de acuerdo o en desacuerdo con sus teorías, pero me parece muy interesante conocerlas:

1. Trampa identitaria

El núcleo del libro de Yascha Mounk es la crítica a una ideología que, pese a haber nacido de un impulso justo —el deseo de empoderar a los grupos históricamente oprimidos—, ha derivado en una forma de pensamiento que obstaculiza la igualdad real y fragmenta el espacio democrático. Mounk llama a este fenómeno “la trampa identitaria”: una lógica en la que la identidad grupal, lejos de ser un punto de partida para la inclusión, se convierte en un criterio excluyente que define el valor de las personas, sus opiniones y sus derechos. Lo que comenzó como un movimiento emancipador se transforma así en un marco cerrado que clasifica a los individuos según su raza, género u orientación sexual, y les asigna niveles de autoridad moral y legitimidad discursiva. A esta nueva ortodoxia cultural que se ha extendido por universidades, medios de comunicación, ONGs e instituciones públicas, Mounk la denomina “síntesis identitaria”. No se trata de una ideología única ni sistemática, sino de una amalgama de corrientes como el posmodernismo, la teoría crítica de la raza, el feminismo interseccional o los estudios poscoloniales, que comparten un mismo eje: entender el mundo social principalmente a través de las identidades de grupo. Esta síntesis ha adquirido una influencia extraordinaria, especialmente en espacios progresistas, donde términos como “privilegio blanco”, “apropiación cultural” o “microagresión” se usan cada vez más para cerrar conversaciones y desautorizar posiciones divergentes, en lugar de fomentar el debate. Un ejemplo paradigmático que expone Mounk es el de las universidades estadounidenses como Harvard o Yale, donde los procesos de admisión privilegian a ciertos grupos raciales para corregir desigualdades históricas, lo que ha terminado perjudicando a estudiantes asiático-americanos con expedientes académicos excelentes. Estas prácticas, aunque animadas por la voluntad de reparación, ilustran cómo la trampa identitaria puede conducir a nuevas formas de exclusión bajo el discurso de la justicia histórica.

2. Separatismo progresista y re-racialización institucional

Uno de los efectos más visibles de la síntesis identitaria es la creciente segmentación del espacio público en función de la identidad, un fenómeno que él denomina “separatismo progresista”. Esta tendencia se manifiesta en la proliferación de “espacios seguros” exclusivos para determinados grupos, en eventos separados por raza o etnia, y en programas educativos diferenciados que parten de la premisa de que cada colectivo debe aprender, representarse y expresarse únicamente desde “lo propio”. Aunque estas prácticas se presentan como una forma de protección frente a la discriminación y de dignificación de las minorías, Mounk advierte que terminan reforzando las mismas lógicas de separación y desconfianza que los movimientos por los derechos civiles buscaron superar. Es el caso, por ejemplo, de universidades como Columbia o Stanford, donde se celebran actos de graduación diferenciados para estudiantes afroamericanos, latinos o asiático-americanos. Para algunos, se trata de un gesto simbólico de orgullo; para otros, de una regresión hacia formas de segregación revestidas de progresismo. Este separatismo no se limita al plano simbólico, sino que se traduce también en políticas institucionales más profundas, lo que él llama la “re-racialización institucional”. En lugar de avanzar hacia una sociedad que deje atrás las categorías raciales como principios organizadores, muchas instituciones progresistas han vuelto a colocar la raza, el género o la orientación sexual en el centro de sus decisiones. Un ejemplo llamativo es el de ciertos programas sanitarios en Estados Unidos durante la pandemia de COVID-19, en los que se recomendaba priorizar el acceso a tratamientos como el antiviral Paxlovid a personas “no blancas”, independientemente de otros factores de vulnerabilidad clínica, por su discriminación en siglos y décadas anteriores. Asimismo, proliferan iniciativas públicas y privadas que ofrecen becas, ayudas económicas o contrataciones exclusivamente para mujeres, personas racializadas o colectivos LGTBI+, incluso cuando estas medidas no se vinculan con indicadores socioeconómicos concretos.

3. Esencialismo e interseccionalidad excluyente

Otro de los núcleos críticos del análisis de Mounk es la deriva hacia un pensamiento identitario rígido que reduce a las personas a categorías fijas y cerradas. Lo que en su origen fue una herramienta política útil —el “esencialismo estratégico”, formulado por autoras como Gayatri Spivak para unir bajo etiquetas comunes a grupos diversos con fines de movilización— ha terminado convirtiéndose en una forma de pensar que niega la pluralidad interna de cada colectivo. En esta lógica esencialista, una persona no es vista como un sujeto con múltiples dimensiones, sino como la encarnación de una identidad grupal que define hasta su legitimidad para opinar. Este enfoque se radicaliza cuando se combina con una interpretación excluyente de la interseccionalidad. El concepto, inicialmente formulado por Kimberlé Crenshaw para explicar cómo diferentes formas de opresión pueden superponerse (por ejemplo, el caso de una mujer negra que sufre simultáneamente racismo y sexismo), ha sido reformulado en algunos espacios como una especie de jerarquía moral de sufrimiento. En este marco, cuanto mayor sea la “intersección” de opresiones que alguien encarna, mayor será su autoridad en el discurso público, mientras que aquellos considerados “privilegiados” —por ejemplo, un hombre blanco heterosexual— quedan relegados al silencio o son directamente deslegitimados, sin importar la calidad de sus argumentos. Para Mounk, el problema no es la existencia de identidades múltiples, sino su absolutización como única fuente legítima de verdad, experiencia y autoridad. En uno de los muchos ejemplos citados en el libro, un grupo de estudiantes blancos fue excluido de un debate sobre racismo porque “no podían entender lo que es vivirlo”, anulando así la posibilidad de diálogo y deliberación conjunta. Esta lógica se sustenta en una radicalización del concepto de “conocimiento situado”: solo quien “vive” una determinada identidad puede hablar legítimamente sobre ella.

4. Redistribución identitaria

En lugar de aplicar principios basados en la igualdad ante la ley, el mérito o la necesidad objetiva, cada vez más políticas públicas, subvenciones, becas o contrataciones se justifican en función de la pertenencia a un grupo racial, étnico, de género o de orientación sexual. A este fenómeno lo denomina “justicia distributiva identitaria”: una lógica que redefine la equidad como compensación selectiva por agravios pasados. Mounk reconoce el valor histórico de medidas de acción afirmativa, pero advierte que la radicalización de este tipo de políticas —aunque nacen del deseo de reparar injusticias estructurales— corren el riesgo de generar nuevas formas de desigualdad, discriminación invertida, alimentar resentimientos sociales y debilitar la idea de una ciudadanía basada en derechos universales. Un ejemplo claro es el de programas de ayuda financiera que excluyen explícitamente a personas blancas por no pertenecer a colectivos históricamente marginados, como ocurrió con algunas iniciativas locales para emprendedores en EEUU, donde se ofrecían fondos públicos solo a candidatos afroamericanos o latinos, independientemente de su situación económica. Al mismo tiempo, esta lógica se traslada a lo que Mounk denomina “representación simbólica como obligación”, que se manifiesta en la creciente presión sobre empresas, medios y organismos públicos para que exhiban composiciones “correctas” desde el punto de vista identitario: plantillas equilibradas por raza y género, campañas que muestren todos los colectivos, cuotas en paneles y comités. Aunque estas iniciativas buscan visibilizar a quienes fueron históricamente invisibilizados, el riesgo —según el autor— es que se conviertan en ejercicios de “ingeniería simbólica” que puede llevar a una instrumentalización superficial de la diversidad, que reemplace el contenido real por la apariencia formal.

5. Pedagogía del apartheid

En el terreno educativo, Yascha Mounk identifica una tendencia preocupante que denomina “pedagogía del apartheid”: la segmentación del conocimiento según criterios identitarios, que rompe con la aspiración de construir un relato cultural compartido. Inspirado en una crítica de Edward Said al aislamiento, este concepto apunta al modo en que la enseñanza contemporánea —sobre todo en entornos progresistas— tiende a compartimentar los contenidos por raza, género u orientación sexual, asignando a cada grupo el estudio de “lo propio”. Así, proliferan asignaturas como “literatura afroamericana”, “estudios queer”, “historia indígena” o “feminismo decolonial”, que muchas veces se imparten de forma desvinculada de los currículos troncales. Aunque esta fragmentación se justifica como una forma de dignificar las voces tradicionalmente excluidas, Mounk advierte que puede tener efectos contrarios al deseado: refuerza la separación simbólica entre grupos, impide el diálogo entre tradiciones culturales y debilita el sentido de pertenencia a una historia común. En uno de los ejemplos citados en el libro, estudiantes de una universidad estadounidense se negaban a leer a autores como Shakespeare o Sófocles por considerarlos “irrelevantes para sus identidades”.

6. Panoptismo digital y cultura de la cancelación

Uno de los efectos más inquietantes de la síntesis identitaria es la conformación de un nuevo régimen de vigilancia moral, ejercido a través de las redes sociales y los entornos digitales. Lo denomina “panoptismo digital” en alusión al concepto de Foucault, pero aplicado no ya a una vigilancia centralizada por el poder, sino distribuida horizontalmente entre ciudadanos que se vigilan mutuamente, constantemente. En este contexto, cualquier acción, palabra o publicación —incluso del pasado— puede ser reinterpretada a la luz de los códigos morales identitarios y convertirse en motivo de señalamiento público, linchamiento simbólico o exclusión profesional. El resultado es una forma de autocensura anticipada, donde las personas dejan de expresarse libremente por miedo a ser “canceladas”. Mounk subraya que este clima sofocante impide no solo el error, sino también la experimentación, la ironía, la ambigüedad y, sobre todo, el desacuerdo legítimo. Lo que está en juego, advierte el autor, no es la libertad de ofender, sino la libertad de disentir: muchas personas, incluso dentro de las universidades y medios progresistas, se sienten vigiladas por sus propios colegas y prefieren callar antes que arriesgarse a ser malinterpretadas o etiquetadas como insensibles, racistas o transfóbicas.

7. El Gran Despertar

Mounk dedica una parte fundamental de su análisis a explicar cómo las ideas identitarias lograron imponerse en buena parte del aparato cultural —universidades, medios de comunicación, fundaciones, organizaciones no gubernamentales, corporaciones— sin contar necesariamente con un respaldo mayoritario en el conjunto de la ciudadanía. Este proceso se aceleró de forma notable entre 2014 y 2016, un período que Mounk describe como el inicio del “Gran Despertar” (Great Awokening): un cambio cultural abrupto en el que muchas de las ideas del activismo identitario saltaron desde los márgenes académicos y activistas al centro del debate público, impulsadas en gran parte por el ecosistema digital. Este fenómeno genera una tensión creciente entre las élites institucionales y las percepciones del público general. Las encuestas que Mounk cita muestran que conceptos como “privilegio blanco” o “racismo estructural”, omnipresentes en entornos académicos o militantes, no son compartidos ni comprendidos por amplios sectores sociales. Esta desconexión contribuye a alimentar la percepción de que existe una nueva ortodoxia impuesta desde arriba, y proporciona combustible a discursos populistas que se presentan como defensores del “sentido común” frente al “dogmatismo progresista”.

8. La promesa fallida del reconocimiento

La política identitaria se basa en una promesa potente: ofrecer dignidad, visibilidad y validación a quienes han sido históricamente marginados. Pero esa promesa, aunque seductora, no siempre se cumple. Muchas personas que no encajan claramente en categorías identitarias cerradas —como quienes tienen orígenes mestizos, identidades fluidas o trayectorias no normativas— no encuentran un lugar legítimo en el sistema. Incluso para quienes sí se identifican con orgullo con su grupo, el reconocimiento suele venir condicionado: deben representar a ese colectivo, hablar “como” él, y mantener una coherencia simbólica que no deje lugar a matices o contradicciones. Así, lo que debía empoderar puede terminar oprimiendo, al reducir a los individuos a portavoces involuntarios de su identidad. Mounk muestra cómo el marco identitario exige autenticidad constante y vigilancia interior: no basta con ser parte de un grupo; hay que parecerlo, actuar como tal y hablar desde ese lugar. Esto transforma la diversidad en una forma de presión emocional y política que, lejos de liberar, constriñe.

9. Universalismo cívico

Frente a la lógica excluyente de la política identitaria, Mounk plantea la necesidad de recuperar y actualizar un ideal que ha sido injustamente desacreditado en los últimos años: el universalismo cívico. Lejos de negar las desigualdades históricas o las diferencias culturales, este enfoque propone que la base de una democracia plural y justa debe ser el trato igualitario a cada ciudadano, no en función de su grupo, sino de su condición compartida como sujeto de derechos. El universalismo cívico no es ciego a la diversidad, pero se niega a que la pertenencia a una identidad determine la dignidad, la voz o el acceso a recursos. Propone una ciudadanía activa y común, en la que todos —sin importar origen, género o religión— puedan reconocerse en un marco normativo que los incluye sin exigir uniformidad. Mounk argumenta que las políticas públicas, en lugar de segmentar, deberían centrarse en combatir la pobreza, la exclusión y la discriminación real, sin convertir las categorías identitarias en criterios distributivos. Este universalismo no pretende borrar las diferencias, sino garantizar que ninguna de ellas se convierta en barrera para la igualdad.

Fuente: Política Creativa <politicacreativa@substack.com>

sábado, 28 de marzo de 2020

¿QUÉ ERA LA DEMOCRACIA?



Thomas Meaney – Yascha Mounk,  07 diciembre 2014

Si resulta que la tecnología de la información tiene relevancia histórica a nivel mundial, no es por su promesa económica, menos aún porque puede facilitar la caída de los dictadores, sino porque la tecnología de la información hace evidente que la historia que las democracias han contado sobre sí mismas por más de dos siglos ha sido un engaño.

La democracia, tal y como la conocemos en el mundo moderno, está basada en un acuerdo peculiar. La palabra a la que le rendimos semejante homenaje significa “el gobierno del pueblo”, pero si acaso podemos asegurar que nos gobernamos a nosotros mismos, lo hacemos de una manera bastante indirecta. Cada pocos años, los ciudadanos de las democracias modernas se abren paso hasta las urnas para emitir su voto frente a un restringido número de candidatos. Una vez que se han eximido de este deber, sus representantes elegidos toman las riendas. En el funcionamiento diario de la democracia, el público queda marginado.

Este no es el aspecto que alguna vez tuvo la democracia. En la antigua Atenas, los ciudadanos constituían, a lo mucho, la quinta parte de la población, el resto eran mujeres, niños, residentes extranjeros y esclavos. Sin embargo, aquellos atenienses que sí contaban como ciudadanos tenían voz directa en cuestiones de justicia y guerra. La idea de que un pueblo debe reunirse en público para discutir cómo actuar no era exclusiva de los griegos (varias sociedades indígenas de Asia y América deliberaban de manera similar), pero en el mundo moderno no se ha intentando a escala masiva algo que se aproxime a la democracia directa.

Los fundadores de Estados Unidos fueron muy firmes al decir que no podía ser de otro modo. “El cuerpo entero del pueblo no puede actuar, hacer consultas o razonar reunido, porque no puede andar quinientas millas ni perder el tiempo ni hallar un espacio lo bastante grande para reunirse. Por tanto, la propuesta de que son ellos los mejores guardianes de su libertad es falsa, son los peores que se pueda imaginar, no son guardianes en absoluto”, declaró John Adams. Por más de doscientos años, casi todo pensador político ha concedido que las limitantes de espacio y tiempo hacen impracticable la democracia directa. Incluso aquellos que no compartían la aversión de los fundadores de Estados Unidos hacia el gobierno popular (Robespierre, Bolívar o Lenin) han reconocido que las instituciones representativas son inevitables.

En tanto la democracia directa era impracticable dentro de los confines del Estado territorial moderno, la aseveración de que las instituciones representativas constituían la forma más verdadera del autogobierno era casi plausible. Pero ahora, a principios del siglo XXI, la afirmación de que la democracia directa es imposible a nivel nacional, y más allá, ya no es creíble. Como las limitantes de espacio y tiempo se han debilitado, la suposición ubicua de que vivimos en una democracia parece encontrarse muy lejos de la realidad. Quizás el pueblo de México no quepa en el Estadio Azteca, pero puede reunirse en plataformas virtuales y legislar a distancia, si eso es lo que quiere. Pero casi nadie desea ser tan activo en política o reemplazar la representación con una responsabilidad política más directa. Cuando se les pide que se informen más sobre los temas políticos importantes del día, la mayoría de los ciudadanos rehúsan con amabilidad. Forzados a tener una opinión informada sobre cada ley y reglamento, habría muchos que con gusto montarían barricadas para defender su derecho a no regirse a sí mismos de una manera tan farragosa.

El reto que implica la tecnología de la información no recae en la posibilidad de adoptar formas de democracia directa sino en el inquietante reconocimiento de que ya no soñamos con gobernarnos a nosotros mismos. La sola palabra “democracia” critica la realidad de muchos Estados modernos. Se necesita un grado considerable de fantasía para creer que cualquiera de los gobiernos modernos “se debe” al pueblo, si no es, acaso, de la manera más incidental. En la era digital, afirmar que la participación política de la gente en la toma de decisiones hace de la democracia una forma de gobierno legítima no es sino otra vacuidad. Y la única aseveración de legitimidad que le resta (que da oportunidad frecuente para que el pueblo se deshaga de los líderes que le desagradan) es claramente menos inspiradora. La democracia fue en algún tiempo una ficción reconfortante, ¿se ha convertido en una ficción inhabitable?

Que si las llamadas “democracias” modernas están hechas “para” el pueblo es otra pregunta apenas más abierta que la anterior. Por un lado vivimos en Estados altamente burocráticos que requieren grados de competencia técnica en constante aumento. Esperamos que nuestros gobiernos hagan siempre más y que lo hagan mejor. Entre más se cumpla con nuestras expectativas, el gobierno se vuelve menos aprehensible en términos cognitivos y el control democrático es menos posible. Por el otro, en muchos países partidos populistas impacientes han llegado al poder prometiendo remediar la injusticia política y económica de maneras más rápidas que las permitidas por los principios y procedimientos liberales. Colocada entre estos dos polos de la tecnocracia burocrática y el populismo mayoritario, la ideología democrática en su variedad estadounidense del medio siglo, que se hace llamar “democracia liberal” –armada con su profesado compromiso con la libertad de expresión, su sistema de equilibrio de poderes y sus múltiples partidos–, es cada vez menos capaz de satisfacer a sus poblaciones y de atraer a nuevos adeptos. No es difícil detectar los signos del desafecto: en todo el mundo, los ciudadanos comunes están comenzando a comprender que la confiada suposición de que la democracia liberal traería consigo prosperidad, seguridad y cierta tranquilidad existencial sea quizás un espejismo.

Hay tres razones principales para esta aguda crisis de legitimidad de la democracia. La primera está enraizada en los nuevos bocetos que los diseñadores del capitalismo global han introducido en los planos de los gobiernos nacionales durante las pasadas cuatro décadas. En los años setenta, un movimiento reformista que albergaba un profundo escepticismo hacia los méritos de la gobernabilidad democrática de la economía recorrió Bonn, Washington, Londres y, al fin, París. En el despertar de las crisis del petróleo y la fuerte inflación de esa década, el movimiento, una coalición de liberales y libertarios, creyó que había identificado debilidades significativas en los gobiernos democráticos, cuyos ciclos de elecciones animaban políticas inestables y miopes que, al parecer, solo beneficiaban a los lobbies poderosos, a ciertos grupos de votantes, a intereses especiales y a la burocracia misma. Aún más preocupante era el hecho de que los bancos nacionales centrales estaban dirigidos por miembros de los gobiernos elegidos por votación popular, quienes incrementaban la inflación para impulsar el empleo y jugaban con las políticas monetarias para estimular booms económicos de corto plazo. Para remediar esos “malos hábitos”, estos autoproclamados emancipadores del mercado lanzaron con bombo y platillo su convocatoria para que los Estados rindieran mejores cuentas y fueran eficientes. Esto significaba, sobre todo, aislar las políticas monetarias de la política electoral, abriendo ciertos sectores del mercado doméstico a una mayor competencia internacional, eliminando los controles sobre el capital y demonizando la inflación que por décadas había sido el medio principal de las democracias capitalistas para redistribuir la riqueza.

Lo que comenzó como un proyecto ideológico, como una opción entre otras que los encargados de formular las políticas podrían haber elegido, ha asumido desde entonces su propia lógica persuasiva. Las decisiones económicas de los años setenta han contribuido a moldear la forma que cobró la globalización. Ahora, con el comercio mundial más dominante que nunca y las economías domésticas, incluso de las naciones más opulentas, en profunda dependencia de las inversiones extranjeras, las predilecciones ideológicas de unos cuantos gobiernos se han convertido en la preocupación de todos. Hay una buena razón para que ahora los políticos de las corrientes mayoritarias tomen decisiones basándose más en variables como el riesgo de la fuga de capitales y las reacciones de las agencias de calificación que en cálculos tradicionales como la voluntad de sus electores. Este cambio en el cálculo político ocurrió porque el electorado más significativo de las democracias ya no son los votantes sino los acreedores de la deuda pública. No cabe duda que algunos políticos están muy agradecidos de poder vestir sus preferencias con el lenguaje de la necesidad perteneciente al capital global. Pero muchos otros se someten a la lógica de la economía globalizada con genuino pesar, y para todos aquellos que sientan la tentación de desviarse del programa hay varios países (desde Grecia, en Europa, hasta Argentina, en Latinoamérica, o Zimbabue, en África) que muestran panoramas de la severidad que puede alcanzar el castigo.

La segunda, y más palpable, razón para que se agudice el tono del fatalismo democrático radica en el fracaso de este libre mercado. El aumento generacional de la prosperidad, que a menudo se consideraba el resultado, o el prerrequisito, tanto de la democracia liberal como de la social, ha disminuido dramáticamente. Las economías pobres del sur, a lo ancho de todo el mundo, y las economías ricas de Occidente, han entrado en fechas recientes en posiciones de desequilibrio político-económico similares, pero desde sentidos opuestos.

Por ejemplo, en el mundo árabe, las autocracias se mantuvieron estables en tanto los bajos niveles de oportunidad se vieran igualados por bajas expectativas en los prospectos de empleo futuro. Al subir las expectativas, durante las décadas pasadas, se socavaron las bases económicas para la estabilidad del régimen. En contraste, la brecha de expectativas en Occidente se ha producido no al elevarse las expectativas sino al disminuir las oportunidades. El punto de inicio fue la víspera de la Primera Guerra Mundial, cuando Occidente presumía de una población cada vez más educada que disfrutaba de oportunidades económicas en apariencia ilimitadas. En la actualidad, una generación con mejor educación compite por un menor número de empleos satisfactorios. Si bien puede ser cierto que Egipto y Estados Unidos se encuentran en diferentes etapas de su desarrollo económico y político, la brecha de expectativas en que radican las protestas contra el statu quo en ambos países guarda similitudes impactantes.

El problema de la brecha de expectativas indica un punto vulnerable en la política democrática liberal. Mientras que los líderes y ciudadanos de las democracias liberales han llegado a creer que su sistema produce, de manera natural, mejores resultados que otras formas de organización, sus teóricos más honestos mantienen desde hace tiempo que el logro central de la democracia liberal es mucho más modesto: garantiza un proceso político que permite a las personas tomar malas decisiones sin poner en riesgo el orden político entero. Pero no garantiza buenos resultados políticos o económicos.

Si el centro de la democracia liberal capitalista puede dividirse con una brecha de expectativas, tenemos razón para preguntarnos si, después de todo, lo que llamamos “democracia” será en realidad tan distinto de otros sistemas políticos: quizá solo nuestra arrogancia nos ha impedido verla como un tipo de gobierno entre muchos otros, uno más que lucha por satisfacer las altas expectativas de sus pueblos en tiempos de una economía anquilosada y estratificada. Al igual que las monarquías, las oligarquías y las autocracias, las democracias son también mortales. Este sentido solo puede agravarlo la tercera razón para el debilitamiento de la ideología de la democracia liberal: la fe no se extendió profusamente desde el principio mismo. La palabra “democracia” se adaptó a las realidades locales de maneras mucho más variadas que las que admitirían los estadounidenses. Fuera de algunos casos atípicos como la India y Estados Unidos, en cuyas profundidades provinciales aún es posible encontrarse con una especie de celo religioso por algo llamado democracia, muchas personas de las democracias nominales alrededor del mundo no se consideran herederas de una dispensa sagrada, y tampoco tendrían por qué.

Países tan diversos como Turquía y Tailandia –para hablar de dos que en la actualidad están atravesando severas crisis democráticas– vieron en principio algunos ejemplos de Occidente cuando quisieron elegir un modelo político para sus Estados. Sin embargo, al momento de su nacimiento, solo fueron capaces de plantar un semillero de democracia burguesa, sancionada por Occidente, en un sector relativamente pequeño de sus poblaciones urbanas. Para el campesino de las regiones rurales de Capadocia y Patani, la “llegada de la democracia” no se diferenció mucho de las formas de clientelismo y patrimonio que la precedieron y que siguieron coexistiendo con ella: una década uno le daba su operador político ciertos bienes; a la siguiente, votaba por él. Pero, claro, conforme estas masas antes rurales tienen nuevas exigencias para sus Estados, ganan elecciones y utilizan recursos, no es de sorprender que los habitantes de Estambul y Bangkok se hayan enfrentado a ellos en una batalla antipopulista, al mismo tiempo que desarrollaban una preferencia por los derechos humanos y los valores liberales.

No se trata de perdonar las tácticas violentas y populistas de Recep Tayyip Erdoğan en Turquía y de Yingluck Shinawatra en Tailandia, sino solo de subrayar un hecho bien conocido sobre el delgado velo de la “democracia” en el siglo XX: a menudo prosperaba al excluir a un vasto número de ciudadanos rurales de su participación en la vida política y económica de la nación. Siempre ha sido más fácil alcanzar la “democracia” cuando los ciudadanos comparten el mismo universo moral y mental. En los lugares donde no lo hacen, es apenas escandaloso que la ampliación del derecho al voto incluya estallidos de violencia. A la inversa, es revelador que el uso más frecuente de los procedimientos de democracia directa en el mundo (los engañosos referéndums de California, Suiza y Crimea) se dé para proteger los privilegios económicos y las falaces solidaridades étnicas que se consideran amenazadas por quienes no se benefician de ellos.

Si quienes están fuera continúan congregándose alrededor de la palabra, es porque durante gran parte del siglo XX “democracia” fue sinónimo de modernización, crecimiento económico y realización individual. Por esta razón, todos los países se anuncian hoy como democracias, pero el adjetivo general obscurece una serie de realidades políticas que exigen una evaluación más honesta. No hay, en el mundo actual, un convoy constante de naciones que converjan en la democracia liberal, sino monarquías que intentan mantener a raya la democracia (Marruecos, Jordania y Arabia Saudita); oligarquías que presumen de ser democracias sociales (Indonesia); repúblicas teocráticas (Irán) y patriarcados totalitarios (Corea del Norte); gobiernos democráticos populistas que enfrentan levantamientos elitistas (Tailandia, Turquía y Venezuela); oligarquías socialistas gerontocráticas (Argelia); oligarquías pretorianas (Burma); gobiernos democráticos populistas que enfrentan levantamientos de su propio electorado (Brasil y Argentina); autocracias antiliberales (la Federación de Rusia); democracias antiliberales (Hungría) y repúblicas plutocráticas constitucionales (Estados Unidos). Incluso esta tipología tosca pide que nos hagamos la sencilla pregunta: ¿no estaría mejor el mundo, y sufriría menos violencia y malentendidos, si comenzáramos a hablar de estos países como lo que son y no como lo que nosotros o ellos desearíamos que fueran?

Alguna vez Bertrand Russell habló de un pollo que el granjero alimenta todos los días. Otros animales de la granja murmuran noticias sobre la muerte inminente del pollo, pero este apenas presta atención, toda la evidencia le dice que el granjero quiere mantenerlo vivo. Aún así, dice Russell, “el hombre que ha alimentado cada día al pollo, durante toda su vida, al fin le tuerce el pescuezo, demostrando que una visión más refinada sobre la uniformidad de la naturaleza le habría sido más útil al pollo”.

La fábula pretende advertirnos contra la formulación de predicciones complacientes. Pero también puede ayudarnos a refinar nuestros supuestos del futuro. Lo que el pollo no era capaz de ver era que había ciertas condiciones que guiaban el proceder del granjero: solo estaría interesado en alimentar al pollo mientras este fuera demasiado enjuto para el mercado. Si queremos aventurar una suposición sobre el futuro de la democracia, debemos preguntarnos: ¿En qué medida las pasadas estabilidad y sostenibilidad del proyecto democrático han dependido de factores que ya no se mantienen?

Hay una serie de notables constantes del mito liberal democrático que han mantenido su validez desde la fundación de la república americana, en 1776, hasta hoy. A lo largo de todo ese tiempo, excepto, quizá, por una corta desviación en 1941, la nación más poderosa del mundo encarnó siempre alguna de las formas de la democracia liberal. Y durante todo ese tiempo, con excepción de un muy breve periodo en los años treinta, el ciudadano promedio de una democracia podía presumir de un nivel de vida bastante superior al de sus padres.

Ninguno de estos dos hechos sigue siendo el caso. Consideremos en primer lugar el curso del poder mundial, comenzando con la implosión napoleónica. Cuando el Imperio británico comenzó a tambalearse y Estados Unidos heredó su lugar, la supremacía de la democracia liberal parecía aún más segura. Como resultado, hemos vivido, por más de doscientos años y con muy pocas interrupciones, en un mundo donde una u otra democracia burguesa ha sido la principal potencia. Con excepción de breves momentos de peligro, las democracias del mundo no han tenido que considerar a menudo que la confianza depositada por sus ciudadanos en su forma de gobierno pudiera depender del mero poder de esos Estados. Sin embargo, es bastante fácil entender que el poder da prestigio al tiempo que garantiza la ausencia de humillaciones desestabilizadoras. La derrota militar no solo ha llevado a incontables dictaduras sino a numerosas democracias a un fin prematuro: la República española es el ejemplo más dramático.

Es indicativo de la importancia y la naturaleza estabilizadora del poder que Estados Unidos experimentara agudas desilusiones democráticas justo en los momentos en que su poder militar fue cuestionado. La instancia más drástica sería la Guerra de Secesión, la cual, según predijeron varios observadores de la época, habría de significar el fin del experimento democrático. Un segundo momento histórico, más cercano, vino cuando Estados Unidos trató de imponer un simulacro de su sistema político en un país del Tercer Mundo treinta veces más pequeño. A pesar de toda la vergüenza que la guerra de Vietnam le trajo a Washington, no fue una humillación tan severa como las que ha debido sobrellevar la mayoría de los Estados-nación en los puntos más bajos de sus historias: no se perdió territorio estadounidense, no se tuvo que pagar reparación alguna y el liderazgo mundial de Estados Unidos permaneció intacto. En retrospectiva, la guerra de Vietnam parece menos un castigo a la democracia que una extravagancia imprudente. Si acaso el futuro alberga más embrollos aleccionadores para Estados Unidos, que peligrosamente continúa planteando su superioridad como la posible transferencia de su sistema político a otras naciones, quizá también augure problemas más serios para la aún robusta ideología democrática de ese país. Estados Unidos puede congratularse ahora, aunque no por siempre, de producir elecciones en otros países sin producir la seguridad o la prosperidad o las opciones políticas genuinas que, en principio, dotan de significado a las elecciones.

La economía es otro factor del que siempre ha dependido la estabilidad de la democracia liberal. Durante los últimos doscientos cincuenta años, el periodo mismo en que surgieron las naciones que, alrededor del mundo, se precian de ser democracias, el crecimiento económico ha sido maravilloso y maravillosamente continuo. A los repuntes les siguieron las caídas, pero estas duraban tan solo unos años, sin importar su gravedad. Desde la fundación de Estados Unidos, la mayoría de las generaciones ha experimentado una vida más cómoda que la de sus padres. Pero eso ya no es así. Mientras que la economía en general sigue creciendo, la parte de esta que puede disfrutar el ciudadano promedio ha disminuido con rapidez. Como resultado, el ingreso promedio de los estadounidenses está por debajo de lo que era hace veinticinco años. El país ya no puede presumir de tener la “clase media” más numerosa del mundo. Y difícilmente se trata tan solo de una cuestión de ingresos. Junto con las caídas en los niveles absolutos de remuneración, los trabajadores estadounidenses han tenido que vivir con una mayor inseguridad económica, desde el acelerado crecimiento de los niveles de deuda personal hasta el costo letal de los servicios de salud.

Es muy raro que las predicciones económicas sean más dignas de confianza que las lecturas frenológicas, pero hay buenas razones para creer que el estancamiento de los niveles promedio de vida llegó para quedarse por un buen tiempo. La oposición a los mecanismos de redistribución, como los impuestos altos, y a las garantías salariales, como los contratos sindicales, se ha agudizado a lo largo de la crisis. Mientras tanto, la competencia entre trabajadores no calificados y semicalificados se ha intensificado conforme la economía mundial se integra como nunca antes y los niveles de entrenamiento y productividad de los trabajadores, desde China hasta Azerbaiyán, siguen mejorando. No hay manera de saber si un nuevo cúmulo de tecnologías o, quizás, un inesperado renacimiento global de la izquierda política, pueda rescatarnos de más décadas de salarios estancados, pero contar con ello no es más que una ilusión optimista. Por ahora, todos los signos apuntan al hecho de que quizá, y por primera vez en la historia moderna de la fabricación de mitos democráticos, nuestro sistema político tenga que sobrevivir en una era de prolongado estancamiento económico.

Para empeorar las cosas, la caída del poder político estadounidense en el mundo y la caída de su nivel de vida no solo están ocurriendo al mismo tiempo sino que se alimentan mutuamente. Los internacionalistas liberales están siendo muy optimistas cuando sugieren que la arquitectura de gobernabilidad diseñada por Estados Unidos al final de la Segunda Guerra Mundial seguirá siendo la misma por mucho tiempo, en un mundo no dominado por las democracias liberales. Por el momento, las reglas del libre mercado están confeccionadas a la medida de los intereses estadounidenses. Las industrias en las que Estados Unidos es fuerte, o para las cuales el consumidor estadounidense tiene una demanda en particular urgente, logran conectarse con el libre mercado. Otras, como la agricultura, continúan beneficiándose de un proteccionismo sustancial. Si los líderes de los “mercados emergentes” logran en algún punto consolidar sus intereses e imponer un régimen de comercio mundial que esté a su favor, y no a favor de Estados Unidos, la caída generacional en el nivel de vida estadounidense habrá de acelerarse. Pero la reescritura de las reglas del libre mercado está lejos de ser el más catastrófico de los escenarios que se puedan imaginar. ¿Qué pasaría si Estados Unidos se viera superado en gasto militar y la proyección de su poder quedara limitada a una porción del hemisferio occidental? ¿O qué pasaría si una gran disputa comercial entre China y Estados Unidos nos condujera al desmantelamiento efectivo de la Organización Mundial del Comercio, provocando que las barreras comerciales se dispararan en todo el mundo y que el comercio global cayera en una abrupta lentitud?

Una lectura de la historia no puede decirnos lo que sucederá o lo que se debería hacer, pero puede proveernos de un entendimiento de lo que de verdad es nuevo en nuestra situación. Así, lo mejor que podemos hacer es desarrollar un ejercicio de imaginación con bases históricas sobre las crisis sin precedentes que la democracia podría enfrentar, sobre el efecto que podrían tener y sobre cómo nuestras democracias pueden hacerles frente.

En alguna parte Tocqueville comenta que la democracia es un régimen basado en la fe y que mantiene la compostura mientras la gente cree en él. Olvidó decir qué pasa cuando la gente deja de creer. Durante la mayor parte del siglo XX, la gente mantuvo la fe. Quizá la política democrática haya sido inepta y frenética, pero en general se pensaba que iba por el camino correcto. Hacia el final del siglo pasado, los académicos parecían competir por desempolvar viejos tributos a la democracia y componer nuevos: las democracias jamás se enfrentarán en una guerra; las democracias jamás pasarán hambrunas; las democracias jamás se conducirán de manera caótica. Después de todo, la lista de lo que ya habían superado era considerable. En el siglo XIX, las democracias lograron convencer a casi todas las clases sociales de Europa para que renunciaran a su obediencia al antiguo régimen en favor de un experimento que algunos consideraron quijotesco. En el siglo XX, una forma liberal de la democracia derrotó a uno de los mayores rivales que reclamaban el término “democracia”: el fascismo. Y libró una exitosa guerra de desgaste contra otro, el comunismo. En las décadas de la posguerra, la India comprobó que su forma de democracia podía sobrevivir, si no prosperar, en medio de la pobreza extrema, mientras que Estados Unidos demostró que al menos podía emancipar políticamente, si no económicamente, a una clase marginal que había estado excluida durante mucho tiempo de la participación en el sistema de gobierno.

Este tipo de victorias no estaban predeterminadas, muchas están incompletas y exigen más acción. Pero la crisis actual de la democracia es de otro signo: ya no es cuestión de que las autoproclamadas “democracias” cumplan con sus promesas, derrotando a los competidores externos o mezclándose con nuevas culturas, sino de ver si pueden mantener el mito intacto y sobrevivir a la creciente indiferencia, desconfianza y virulencia de sus propios pueblos. Nuestro mundo globalizado de Estados-nación, agrupados por el capital, quizá ya no sea hospitalario a los flujos democráticos que le permitieron erigirse.

Una de las razones por las que la ideología democrática fue tan atractiva en medio de la rápida decadencia de las instituciones religiosas europeas fue que permitía a la gente transferir su fe en Dios o en un monarca a la fe en el pueblo mismo. “Gente que puede trasladar sus creencias generalizadas a prácticas generalizadas: eso es lo que yo llamo una iglesia”, dijo Durkheim. En Estados Unidos, los vínculos entre religión y nacionalismo son muy fuertes. Desde los nueve abogados no elegidos que interpretan las Sagradas Escrituras de la Constitución hasta la generalizada e implacable creencia en el excepcionalismo estadounidense, el verdadero lema religioso del país ha sido: “En el pueblo confiamos.” Sin embargo, esta fe casi pura en la democracia providencial, aunque potente, es también la más difícil de recuperar una vez que los creyentes empiezan a tener sus dudas. Tocqueville y Whitman describieron el alba de la ideología democrática y encontraron sus indicios en todo aquello que era cotidiano, como los modales, los gestos, la conversación y los más profundos sentimientos de la gente. Pero si la cultura de la democracia se erosiona aún más, todo un clima de sentimiento, experiencia y pensamiento se encuentra en peligro de extinción. La “democracia”, tal y como la conocemos, se convertirá en un ancien régime. Quizá, como los dioses romanos, pueda despertar un respeto residual, pero no quedará mucho más que el nombre.

Una de la ironías de la historia de la democracia es que su etiqueta se ha extendido aun cuando su significado se ha vuelto más incierto. Todavía en el siglo XIX, países que hoy llamamos democracias burguesas (Estados Unidos y el Reino Unido) tenían serios debates sobre si la democracia era deseable o factible. En la actualidad, una encuesta Gallup arrojó que para el 97 por ciento de los estadounidenses el mejor tipo de gobierno es “la democracia”. Pero lo mismo dirían los líderes de la República Popular Democrática de Corea. Todos cargan ahora una antorcha a favor del mito democrático. Desde el Partido Unionista Democrático de Omar al-Bashir hasta el Movimiento Demócrata Cristiano Ugandés de Joseph Kony, se puede contar con que todos incluirán “democrático” en sus propias descripciones políticas. En ningún otro punto de la historia humana ha habido tanta gente que venere una misma palabra y que, al mismo tiempo, comparta tan pocas visiones políticas. Una cosa es casi segura: en veinte, cincuenta o cien años la mayoría de los países seguirán llamándose “democracias”. Sin embargo, el aspecto de esos sistemas de gobierno, y si tendrán algún parecido con la forma de no democracia que vemos con mayor frecuencia en la actualidad, no podemos intuirlo. ¿Cuánto tiempo más podremos insistir en que un régimen idealizado al que llamamos “democracia” es el mejor sistema político de todos, y que nuestra nociva realidad política se amolda a ese ideal, cuando ambas aseveraciones son claramente espurias?

Al comienzo de la era moderna se selló con sangre un compromiso entre la Cámara de los Comunes británica y un monarca importado, compromiso al que en retrospectiva le hemos colgado la lisonjera palabra “democracia”. Más de tres siglos después, apenas somos capaces de dar contenido a la palabra. Nuestras instituciones actuales podrían reemplazarse con una forma política más adecuada para las dificultades planetarias y más en línea con los resultados que deseamos, lo cual podría incluir un compromiso más genuino con la igualdad política y económica. Sin embargo, es más probable que estén siendo reemplazadas poco a poco por algo mucho peor. Si llega el fin, o si ya ha llegado, la muerte de la “democracia” no será anunciada. Para justificar una política irracional y disfuncional, las futuras generaciones de gobernantes, al igual que la actual, invocarán el aura de la democracia mucho después de que haya desaparecido la sustancia que alguna vez contenía, fuera la que fuera. ~

Traducción del inglés de Roberto Frías.
Una versión extendida de este artículo apareció en

The Nation el 2 de junio de 2014.