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jueves, 9 de abril de 2015

RECUERDO DE ALBERTO FLORES GALINDO, TITO (1949-1990)




Manuel Martínez

A principios de los años 80, quien escribe estas líneas conoció al gran historiador peruano Alberto Flores Galindo. No recuerdo la fecha exacta, pero sí que la cita –gestionada por la ahora historiadora Carlota Casalino– se concretó en el Café Roma, en la Plaza San Martín de Lima. Tito –como lo llamaban sus amigos/as– me trató desde el primer momento como si nos conociéramos desde hacía tiempo. No me sorprendí; sabía que era así, muy amable, sencillo y profundo. Él, por entonces, ya era un renombrado profesor, ensayista y periodista, un académico no academicista, un militante no partidarizado de la causa por el socialismo.

Había egresado de la carrera de Historia de la Pontificia Universidad Católica del Perú a los 22 años. Su tesis, calificada como sobresaliente, contenía una exhaustiva investigación sobre el proletariado minero del centro del país: en 1974 fue publicada por esa casa de estudios con el título Los mineros de la Cerro de Pasco 1900-1930 (un intento de caracterización social). Venía también de la Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París, a la que asistió como becario para continuar su formación. Allí amplió su mirada del marxismo, cuestionando la visión determinista y economicista, empapándose de los trabajos de la Escuela de los Annales y estudiando con Romano Ruggiero, Robert Paris, Pierre Vilar y Jean-Pierre Vernant, como lo señala muy bien Osmar Gonzales (Memoria 108, México, febrero de 1998).

Recuerdo que en aquella cita, además de intercambiar sobre las vicisitudes de la izquierda peruana, compartiendo críticas a la disputa inter-izquierdista que tendría lamentables consecuencias, el tema que más tratamos fue el impacto que había tenido la publicación de La agonía de Mariátegui (la polémica con la Komintern) (Desco, Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo, Lima, 1980). Ese libro extraordinario, en el que escudriña con notable rigurosidad el pensamiento del Amauta, y a mi juicio –modestamente– el mejor trabajo que se escribió hasta ahora sobre el derrotero del autor de los 7 Ensayos…, no había caído bien en cierta “ortodoxia marxista”. Tito se quejó por ello, señalando que quienes denostaron a Mariátegui desde su temprana muerte, ya sea por su “heterodoxia” o por su singular “interpretación de la realidad peruana”, distantes ambas de la inflexible “ortodoxia comunista” de los años 30 del siglo pasado, y que luego, décadas después lo reivindicaron a su manera, pretendían que se borrara de la historia –o a lo sumo que se “matizara”– el enorme desencuentro entre el fundador del socialismo peruano y la Komintern. Sin embargo, sin duda alguna y felizmente, ese desencuentro había desbrozado el camino para pensar-proyectar-concretar una alternativa socialista “indoamericana”, con “nuestro propio lenguaje”, es decir como creación propia. En La agonía…Tito sostiene que el pensamiento de Mariátegui es el resultado de la confluencia de su descubrimiento del mundo andino y de su propia comprensión del marxismo: una realidad singular en la que perviven por siglos comunidades, tradiciones y utopías, por un lado, y una teoría militante que propone superar la infamia del capitalismo en un sentido socialista, por el otro. En esa confluencia, que invita a la “creación heroica”, emerge la tensión-conflicto entre socialismo y nación. Gran aporte y gran legado, pero también enorme desafío para quienes estamos empeñados en construir una alternativa de liberación social.

Volví a reunirme con Tito años después, en el Cusco. Intercambiamos mucho, caminamos por calles y plazas, tomamos innumerables cafés. Pude conocerlo mejor y ratificar su bonhomía. Estaba muy lejos de los pedantes de la academia: era uno de los mayores intelectuales del Perú, de aquella Generación del 68, pero nunca perdió su humildad porque seguía buscando conocer más y más la realidad peruana, en cada rincón, en cada acontecimiento de la lucha de clases. Estaba preocupado por la guerra interna, tratando de explicarse –lejos de cualquier visión liberal o moralista– el crecimiento de la violencia y el porqué de la horadación que producía Sendero Luminoso en la multiforme sociedad peruana. Discutiendo sobre esto, me recomendó la lectura de su libro Aristocracia y Plebe: Lima 1760-1830 (Estructura de clases y sociedad colonial) (Mosca Azul, Lima, 1984), seguramente para enriquecer la mirada de ese presente con algo más que un repaso de sus antecedentes históricos. Sin embargo, claramente, ya estaba empeñado en la que se considera su obra cumbre: Buscando un Inca/Identidad y utopía en los Andes (Instituto de Apoyo Agrario, Lima, 1987). Este libro –premiado por la Casa de las Américas– condensa una pormenorizada investigación sobre la gestación y el recorrido de la “utopía andina” desde la invasión europea del siglo XVI hasta el siglo XX, que –según anota el historiador José Luis Rénique– está “en el trasfondo de los movimientos rurales andinos”. Fue criticado desde la propia izquierda, mucho más que La agonía…, ya que la pervivencia de esa “utopía” era cuestionada por una visión “modernista” que prácticamente la disolvía: “el mito del Inkarri”[1] –según sus críticos– había sido desplazado por “el mito del progreso”. El debate, iniciado por el antropólogo Carlos Iván Degregori (1945-2011), de la revista El Zorro de Abajo, quedó lamentablemente inconcluso, debido a que Tito quedó postrado por una enfermedad terminal que le quitó la vida en marzo de 1990. No está demás, sin embargo, apelar a los textos intercambiaron ambos autores hacia fines de los años 80. Con posiciones contrapuestas, esos textos siguen aportando al conocimiento de la complejidad del mundo andino, a las vicisitudes de su sometimiento al capitalismo colonial, no sólo desde el punto de vista político-económico sino también desde el ángulo visual cultural y subjetivo.

El 14 de diciembre de 1989, Tito escribió una carta de despedida que tituló: Reencontremos la dimensión utópica. En ella agradeció el apoyo económico brindado por sus amigos para poder tratarse en Estados Unidos. El Seguro Social del Perú, durante 10 meses, no había habilitado el tratamiento que requería. Él, a pesar de sus limitaciones físicas, logró transmitir sus sentimientos ayudado por su compañera Cecilia Rivera. El título mismo de su carta-testamento es toda una interpelación a la izquierda. Repasó su recorrido:

Aunque muchos de mis amigos ya no piensen como antes, yo, por el contrario, pienso que todavía siguen vigentes los ideales que originaron al socialismo: la justicia, la libertad, los hombres. Sigue vigente la degradación y destrucción a que nos condena el capitalismo, pero también el rechazo a convertirnos en la réplica de un suburbio norteamericano. En otros países el socialismo ha sido debilitado; aquí, como proyecto y realización, podría seguir teniendo futuro, si somos capaces de volverlo a pensar, de imaginar otros contenidos.

E incluyó un mensaje a las nuevas generaciones que tiene enorme vigencia:

No creo que haya que entusiasmar a los jóvenes con lo que ha sido nuestra generación. Todo lo contrario. Tal vez exagero. Pero el pensamiento crítico debe ejercerse sobre nosotros. Creo que algunos jóvenes, de cierta clase media, tienen un excesivo respeto por nosotros. No me excluyo de estas críticas, todo lo contrario. Ha ocurrido sin discutirse, pensarse y menos, interrogarse. Espero que los jóvenes recuperen la capacidad de indignación.

Sus Obras Completas han sido editadas en siete tomos por SUR Casa de Estudios por el Socialismo –que él fundó–. Esta es la remembranza de un amigo y discípulo.



[1] Inkarri sería Túpac Amaru I, martirizado y decapitado en 1572 por orden el virrey Toledo en la Plaza del Cusco, donde se enterró su cabeza. El mito consiste en que su cabeza está viva y que su cuerpo está creciendo para volver y restaurar un nuevo orden. Este mito subyacente habría motivado también el gran apoyo que tuvo la revolución liderada por Túpac Amaru II en 1780.

martes, 18 de diciembre de 2012

EMILIO CHOY MA Y EL CHIFA





Antonio Rengifo Balarezo




Emilio Choy Ma (1915-1976) fue uno de los más notables intelectuales autodidactas que ha tenido nuestro país. Contrastaba en él, su voluntaria austeridad con la entrega refinada y total al placer de la comida que los peruanos llamamos Chifa.

De su calidad intelectual dan fe los cuatro volúmenes de sus obras completas publicados por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y su amistad y cierta influencia en el lingüista Alfredo Torero, el historiador Pablo Macera y el arqueólogo Luis Lumbreras, además de otras figuras de la generación posterior a los mencionados.

Don Emilio continuó la costumbre, instituida a principios de la década del 20 por artistas e intelectuales no conservadores, de frecuentar el Barrio Chino. El Chifa fue para él una de sus maneras de prodigar amistad y de sentirse contento. Y, por consiguiente, el Chifa es una de las asociaciones con que ahora, sus amigos, lo evocamos; sin dejar que por ello, la boca se nos haga agua.

Acostumbraba invitar a un Chifa de la calle Capón al término de una conferencia en la Universidad de San Marcos o con ocasión de despedir a un amigo que partía al extranjero. Es así como intelectuales famosos han transitado de noche por la calle Capón. Recuerdo al francés Pierre Vilar y al inglés Eric Hobsbawn.

No sólo fue amigo de personajes, como los citados, sino también de estudiantes. Gracias a la mediación de don Emilio un grupo de jóvenes sanmarquinos de ciencias sociales, tuvimos la oportunidad de conversar con intelectuales consagrados en un ambiente extraacadémico, es decir, chifero.

En tales circunstancias, Hobsbawn, historiador y trotamundos, me dijo que la comida de nuestro Chifa era única y una de las más deliciosas del planeta.

Recuerdo que don Emilio luego de distribuirnos en los asientos del Chifa, se dirigía a la cocina para impartir instrucciones. Durante la espera y en la sobremesa se conversaba de comidas y bebidas y de cuestiones eruditas y, a la vez, amenas.

Las comidas servidas en fuentes tenían colores y aromas estimulantes, parecían arreglos florales. Y empezaba la función bajo la batuta de don Emilio, nuestro amoroso anfitrión.

Los invitados primerizos se apresuraban en repetir las porciones. No sabían que la comida era de largo aliento. Puesto que cuando ya creían que se terminaba la reunión, don Emilio volvía a ingresar a la cocina para dar nuevas instrucciones. Luego salían más fuentes con nuevos potajes. Los antiguos comensales habían aprendido a comer con palitos chinos y empleaban la estrategia del compás de espera para llegar en óptimas condiciones a los platos de fondo. (Don Emilio ayunaba la víspera para estar en forma en el evento).

Don Emilio se recreaba atendiendo a sus invitados y gozaba de verlos satisfechos. A mí me llamaba la atención verlo acercarse a la boca su tazón y absorber el arroz ayudado por veloces movimientos de sus palitos. Igualmente, concitaba mi atención la manera de tomar el té. Al final se servía el té en el mismo tazón en el que había comido los diversos potajes y hacía movimientos circulares antes de beberlo. (Él decía que sí se tomaba bebidas gaseosas, especialmente al principio, se taponaba el estómago para la recepción del Chifa).

Al salir del Chifa, la mayoría tomaba un vehículo, sin embargo, don Emilio se dirigía a pie a la plaza San Martín a tomar el tranvía para dirigirse hacia el Callao, a su casa. Lo hacía con el fin de aligerar la digestión y dormir tranquilo; aunque la comida de Chifa, como es sabido, es de facilísima digestión comparada con la criolla.

Haciendo extensiva la sensualidad de la comida, recuerdo que una vez nos percatamos de los exuberantes y completos atributos de una mujer apetitosa e hicimos un comentario. Yo con la mirada y él con una exclamación: ¡está bien tay pa! No sólo en el campo intelectual tuvo sabias enseñanzas.

Lima, 15 de octubre de 1999