Antonio
Rengifo Balarezo
Emilio Choy Ma
(1915-1976) fue uno de los más notables intelectuales autodidactas que ha
tenido nuestro país. Contrastaba en él, su voluntaria austeridad con la entrega
refinada y total al placer de la comida que los peruanos llamamos Chifa.
De su calidad intelectual dan fe los
cuatro volúmenes de sus obras completas publicados por la Universidad Nacional
Mayor de San Marcos y su amistad y cierta influencia en el lingüista Alfredo
Torero, el historiador Pablo Macera y el arqueólogo Luis Lumbreras, además de
otras figuras de la generación posterior a los mencionados.
Don Emilio continuó la costumbre,
instituida a principios de la década del 20 por artistas e intelectuales no
conservadores, de frecuentar el Barrio Chino. El Chifa fue para él una
de sus maneras de prodigar amistad y de sentirse contento. Y, por consiguiente,
el Chifa es una de las
asociaciones con que ahora, sus amigos, lo evocamos; sin dejar que por ello, la
boca se nos haga agua.
Acostumbraba invitar a un Chifa de la calle
Capón al término de una conferencia en la Universidad de San Marcos o con
ocasión de despedir a un amigo que partía al extranjero. Es así como
intelectuales famosos han transitado de noche por la calle Capón. Recuerdo al
francés Pierre Vilar y al inglés Eric Hobsbawn.
No sólo fue amigo de personajes, como los
citados, sino también de estudiantes. Gracias a la mediación de don Emilio un
grupo de jóvenes sanmarquinos de ciencias sociales, tuvimos la oportunidad de
conversar con intelectuales consagrados en un ambiente extraacadémico, es decir,
chifero.
En tales circunstancias, Hobsbawn,
historiador y trotamundos, me dijo que la comida de nuestro Chifa
era
única y una de las más deliciosas del planeta.
Recuerdo que don Emilio luego de
distribuirnos en los asientos del Chifa, se dirigía a la
cocina para impartir instrucciones. Durante la espera y en la sobremesa se
conversaba de comidas y bebidas y de cuestiones eruditas y, a la vez, amenas.
Las comidas servidas en fuentes tenían
colores y aromas estimulantes, parecían arreglos florales. Y empezaba la
función bajo la batuta de don Emilio, nuestro amoroso anfitrión.
Los invitados primerizos se apresuraban
en repetir las porciones. No sabían que la comida era de largo aliento. Puesto
que cuando ya creían que se terminaba la reunión, don Emilio volvía a ingresar
a la cocina para dar nuevas instrucciones. Luego salían más fuentes con nuevos
potajes. Los antiguos comensales habían aprendido a comer con palitos chinos y
empleaban la estrategia del compás de espera para llegar en óptimas condiciones
a los platos de fondo. (Don Emilio ayunaba la víspera para estar en forma en el
evento).
Don Emilio se recreaba atendiendo a sus
invitados y gozaba de verlos satisfechos. A mí me llamaba la atención verlo
acercarse a la boca su tazón y absorber el arroz ayudado por veloces
movimientos de sus palitos. Igualmente, concitaba mi atención la manera de
tomar el té. Al final se servía el té en el mismo tazón en el que había comido
los diversos potajes y hacía movimientos circulares antes de beberlo. (Él decía
que sí se tomaba bebidas gaseosas, especialmente al principio, se taponaba el
estómago para la recepción del Chifa).
Al salir del Chifa, la mayoría
tomaba un vehículo, sin embargo, don Emilio se dirigía a pie a la plaza San
Martín a tomar el tranvía para dirigirse hacia el Callao, a su casa. Lo hacía
con el fin de aligerar la digestión y dormir tranquilo; aunque la comida de Chifa, como es sabido,
es de facilísima digestión comparada con la criolla.
Haciendo extensiva la sensualidad de la
comida, recuerdo que una vez nos percatamos de los exuberantes y completos
atributos de una mujer apetitosa e hicimos un comentario. Yo con la mirada y él
con una exclamación: ¡está bien tay pa! No sólo en el campo intelectual tuvo sabias enseñanzas.
Lima,
15 de octubre de 1999
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