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miércoles, 4 de abril de 2018

LA POLICÍA: REGULACIÓN DE LA ORGANIZACIÓN PÚBLICA Y MANTENIMIENTO DEL ORDEN





El trabajo anexado a continuación corresponde al tercer capítulo de una serie de artículos que he venido publicando y que forma parte de un ensayo titulado: “La policía y la sociedad civil. Análisis y perspectivas desde Occidente”.

El capítulo anterior trataba de los inicios del proceso de institucionalización de la policía francesa que se estaba llevando a cabo paralelamente a la constitución del Estado-nación y, dentro de ello, se describía la fundación de la Casa de Ayuntamiento, que se encargaba de todos los asuntos municipales ligados a la buena marcha de la ciudad, y de su rival, la Lugartenencia General de la Policía, la cual era responsable de la división y del control policial. 

En el capítulo presentado hoy analizo, desde la lógica de rentabilidad impulsada por el Estado, toda la estrategia que regía el sistema de reglamentación de la vida local y la apropiación del territorio municipal por parte de la Lugartenencia de la Policía. Esta última, en el marco del reforzamiento de la estructura policial, acaparó siempre más funciones atribuidas, en un inicio, a la Casa de Ayuntamiento. Dentro de este análisis, se hace hincapié en la percepción que Hegel tenía de la policía. 

Saludos cordiales
Nicole Schuster

LA POLICÍA:
REGULACIÓN DE LA ORGANIZACIÓN PÚBLICA
Y MANTENIMIENTO DEL ORDEN

PARTE III

POR NICOLE SCHUSTER


    La nueva racionalización del Estado francés regida por la necesidad de hacer imperar la seguridad pública impulsó, sobre todo a partir de finales del siglo XVII y en el siglo XVIII, la elaboración de políticas relativas a la policía, vista ésta como un dispositivo que siempre más se moldeaba en función de criterios ligados a la rentabilidad. Dentro de esa lógica, se priorizó la relación costo-beneficio en materia de lucha contra la delincuencia y, a tal efecto, se evaluó la probabilidad y el costo de la criminalidad, así como el índice de reincidencia inherente a ciertos tipos de delitos. A este análisis se contraponía el precio que engendrarían la aplicación de medidas represivas por parte de la policía y la consecuente encarcelación de los delincuentes, y se elaboraban los mecanismos policiales que se situaban dentro de los límites de los presupuestos destinados a optimizar esta operación de control y represión(1). La política de persecución de las personas errabundas es ilustrativa de esos programas en la medida en que pone al descubierto las variaciones en la manera como fue aprehendido –desde que apareció en el siglo XIV– el fenómeno del vagabundeo. Al inicio, este último fue efectivamente asimilado a la mendicidad para luego ser diferenciado de ello y tratado como una plaga que se corregía según las necesidades de mano de obra en el país, o sea, mediante el encarcelamiento de o la asignación a los vagos de tareas que servían a la comunidad. La pobreza experimentaba las mismas tribulaciones en materia de regulaciones estatales(2).

   Dentro de la nueva forma de “gestionar el cuerpo social” y paralelamente al decrecimiento del campo de actuación de la Casa de Ayuntamiento(3) en beneficio de la Lugartenencia de la Policía que estudiamos anteriormente, se reforzaron el papel regulador atribuido a la policía(4) y la organización de las comunidades bajo la autoridad pública(5). Las varias funciones que incumbían a la policía hacían de ella no solo una institución compuesta por miembros en uniforme que mantenían el orden en las calles, sino más bien una política,

un conjunto de mecanismos que regían el buen funcionamiento del orden, del crecimiento de las riquezas y de las condiciones de mantenimiento de la salud en general”(6).

     Esos mecanismos, que se fundamentaban en un nuevo constructo discursivo, fueron potenciados por la reforma de la división policial y del control del espacio confiado a los funcionarios de la Lugartenencia de la Policía. El discurso inherente a esta institución emergente, que se independizaba del discurso académico-jurídico, enfocaba la noción de territorio dentro de la relación que se forjaba entre este último y el oficial(7). O sea, se buscaba insertar la acción administrativa de los comisarios en el barrio que se les asignaba, haciendo de la ancianidad de los oficiales en el puesto un factor positivo, dado que esta era considerada como un mayor anclaje dentro de la población. En 1770, el comisario Lemaire subrayaba la ventaja que representaba para el barrio la especialidad de los comisarios veteranos en cuanto a la regulación del comercio de las semillas y de los granos, a la gestión de los productos de carnicería, al buen funcionamiento del régimen carcelario y a la administración de la Bolsa y del cambio monetario(8). A esas especialidades se añadían, entre otras, la capacidad de: frenar la extensión del vagabundeo; controlar la venta de la pólvora, del salitre, la tenencia de armas, los incendios, el desbordamiento de los ríos; y asegurar la libre circulación de los medios de subsistencia(9). Dentro de este marco funcional, el oficial a cargo de un barrio estaba, por lo tanto, en la posición de llevar luego al conocimiento del teniente de la Policía las demandas del pueblo de la jurisdicción donde operaba. Esas medidas contribuyeron en un notable mejoramiento en la organización de los comisarios asignados en sus barrios.

Se percibía el énfasis puesto, por un lado, en la movilidad de los oficiales para facilitar la conectividad de su acción con el terreno, y, por otro, en el esfuerzo destinado a consolidar sus competencias. Esos aspectos constituían factores claves en materia de traspaso de la experiencia adquirida por un comisario a lo largo de su trayectoria profesional a su subordinado(10). Además, la voluntad de reforzar la movilidad y el grado creciente de la profesionalización de los oficiales bajo la égida de la Lugartenencia general de la Policía correspondía no solo a la iniciativa tomada por los que se alternaban en el puesto, sino también a una verdadera tentativa de sistematizar la optimización de la actividad policial dentro de un espacio vigilado dado, con sus características propias (nivel de delincuencia, frecuencia o ausencia de la movilidad migratoria, la cual influye en la ampliación o estagnación geográfica del barrio, etc.)(11).

En la segunda mitad del siglo XVIII, la policía soñaba con instaurar en la ciudad de París un sistema de partición territorial similar al esquema adoptado por los militares a fin de poder tener un mejor control sobre la zona y la población vigiladas(12). Jeremy Bentham se situaba en la misma línea cuando se inspiró en la estructura de las casernas y elaboró su sofisticado proyecto panóptico carcelario que concibió basándose en la ruptura de la relación “ver y ser visto”(13). La aplicación del modelo militar era innovadora, habida cuenta de que la delimitación territorial asumida por la policía había sido calcada durante mucho tiempo del sistema de división de las jurisdicciones judiciales. Pero no pudo implantarse de manera uniforme y desde la perspectiva de una distribución geométrica equilibrada de los barrios, ya que el tamaño de estos últimos fluctuaba en función de la densidad poblacional(14), la cual, en ese siglo sujeto a los cambios drásticos impuestos por la Revolución industrial, escapaba a toda norma tendiente a homogeneizar lo heterogéneo. Es para paliar esta imposibilidad de delimitar lo no-delimitable que surgió la iniciativa, entre otras, de recurrir a la práctica de subdividir las divisiones jurisdiccionales originales reproducidas por la policía a fin de hacer coincidir mejor los perímetros diseñados con las realidades urbanas, por cuanto el recorte de los barrios facilitaba el influjo de la acción policial sobre la población(15). Por otro lado, la implantación territorial de la policía podía igualmente suscitar un sentimiento de disociación entre las autoridades policiales y los habitantes de los barrios. Estos últimos habían edificado un sistema de auto vigilancia y defensa, como la protección contra la delincuencia, la regulación de las relaciones entre la gente, que ciertos personajes notables de la ciudad provenientes de la burguesía, de la iglesia, e igualmente la milicia burguesa encargada de la defensa de la ciudad se empeñaban en hacer respetar. Es decir, la policía de París, que estaba en proceso de construcción, podía encontrar una cierta oposición en la estructura que se sustentaba en lazos de vecindad tejidos a lo largo de siglos de sedentarismo, los cuales podían representar un obstáculo a la inserción creciente de la policía en su vida. Ello refleja la situación de equilibrio inestable que se daba entre ambas partes, pues el grado de disociación y/o de asociación entre los oficiales de la policía y la comunidad local podía variar en función tanto de la implantación progresiva de estaciones de policía en los barrios con ejecutores asignados en ellas de forma fija como de la presencia de patrullas en las calles. Es por ello que el problema de la movilidad fue objeto de debates constantes en el seno de las autoridades. Se analizaba si un aumento de las patrullas en la calle orientadas a prevenir el peligro era más provechoso que fijar a los funcionarios en estaciones de la policía para que recibiesen las demandas de los vecinos que acudirían a ellos y actuasen partiendo de este lugar de asignación(16). A pesar de esos interrogantes sobre la distribución territorial que nacían de una práctica diaria que mucho tenía de la experimentación, la idea de modelar el territorio urbano seccionándolo para manejar mejor el espacio y la población asentada en él tuvo un cierto impacto, pues se implementó en otras ciudades de Europa como en Madrid (con la subdivisión de los grandes “cuarteles” en barrios menores), Nápoles, etc.(17). Sin embargo, esas estrategias y su eficiencia real requieren ser contrastadas puesto que, en esa época, al lado de una población enraizada en su espacio local y sus costumbres, se presenciaba, como lo mencionamos, un movimiento migratorio bastante dinámico(18) que influía en la dimensión y forma de los barrios tradicionales al hacer que los recién llegados se aglomeraran en ellos.

     La amplia misión de “crear el orden público” no era competencia exclusiva de la policía francesa. Era igualmente común en otros países europeos, como Alemania, donde se consideraba que:

“la policía es el cuerpo de leyes y reglamentos relativos al interior de un Estado, es decir, al buen empleo de las fuerzas del Estado”,

por lo que participaba en la estabilidad del equilibrio que debía reinar entre los países europeos(19). Esta nueva lógica de gestión policial y de seguridad contribuía al “esplendor del Estado”(20) y, sobre todo, a la imagen de ejemplaridad que se quería proyectar de la capital gala, tal como consta en el escrito de un personaje ligado a los círculos policiales, donde se puede leer que se debe lograr formar una:

“Policía muy digna de Su Majestad, muy cristiana y ejemplar para todos los Estados, Imperios y Repúblicas del Universo”(21).

     Pese a esas buenas resoluciones, el siglo de las Luces estaba lidiando con un dilema de orden ético, puesto que no se conseguía internalizar la articulación que existía entre la policía –en tanto reguladora del orden socioeconómico– y el cuerpo policial titular de la facultad de recurrir a la coerción no negociable para reprimir a la población(22). Nos encontramos aquí frente a las dos tendencias que existían en ese tiempo y que se expresaban, a finales del siglo XVIII, a través de la oposición de las visiones presentadas por los filósofos alemanes Hegel y Fichte. El ideal propugnado por Hegel era el de un organismo policial que debía trascender el plan jurídico orientado únicamente hacia la detención de aquellos que infringen la ley y la propiedad. Con ello, Hegel se demarcaba totalmente de la visión fichtiana del Estado policial en el que todos tienen la obligación de aceptar ser intervenidos por la policía y deben, por lo tanto, llevar permanentemente una documentación que demuestre su identidad(23). Si bien Hegel consideraba a la policía como un guardián de la ley, señalaba que era necesario pensarla como una entidad dotada de funciones más amplias al hacer de ella un cuerpo cuya misión fuera vigilar y asegurar:

“la iluminación de las calles, la construcción de puentes, la fijación diaria de los precios de mercancías básicas, el cuidado de la salud pública” (24),

así como la ejecución de otras obras públicas. Es decir, en la perspectiva hegeliana, su rol era proveer servicios de utilidad pública. De este modo, la policía constituía, mediante la sociedad civil, el nexo entre lo universal y lo individual, para que, dentro del marco de este último, el ser lograra realizar objetivos personales. Según Hegel, el desarrollo de la sociedad tiene que efectuarse en un contexto de cambios entre productores y consumidores, que deben ser políticamente arbitrados para proteger y promover el bienestar público(25). Por consiguiente, es menester establecer un equilibro entre ambas partes a través de una regulación del poder económico –que a veces tiende a querer sobrepasar los límites que se le impone y a frustrar el interés individual–, una tarea que incumbe al Estado que debe intervenir, siempre y cuando se noten desbalances(26). La visión hegeliana, aunque represente un ideal, se basa en la realidad y tiene semejanzas con la descripción que Foucault hace de la policía. Pero no se puede obviar que también se diferencia de ella en la medida en que Hegel contempla igualmente la realización individual mientras el modelo de regulación en el contexto del mercantilismo, tal como lo presenta Foucault, solo apunta a la buena marcha de los asuntos públicos y de la economía para que el Estado-nación logre consolidarse. O sea, este último no considera al individuo como un ente merecedor de un proceso de realización personal, sino como parte de un conjunto global llamado población y, en consecuencia, como estadística a la que también recurre la policía, la cual, a su vez, dentro de su rol de mediador entre el cuerpo ciudadano y el Estado, pierde su imparcialidad al servir directamente a la causa del Estado. 
    
      En todo caso, las concepciones de Hegel y Foucault ponen de manifiesto que la policía era un agente activo en la conformación del nuevo sistema sociopolítico que se establecía y, en ese sentido, no se circunscribía a asumir un rol puramente funcional de “simple instrumento por intermedio del cual se impiden los desórdenes”(27). Como lo mencionamos anteriormente, velaba para que cada individuo fuera parte del cuerpo productivo y contribuyera a que el Estado-nación emergente prosperara económicamente, por lo que la población se convirtió en blanco de las políticas del gobierno y en actor decisivo en la implementación de las estrategias de crecimiento del Estado(28). El proceso de edificación del Estado-Nación y del organismo de la policía inherente a ella dio lugar a un régimen dualista de gobernabilidad y policía con sus dos orientaciones complementarias. La primera orientación, llamada “biopoder”, tiene el objetivo de controlar y reglamentar a la población(29) para que se mantenga la tranquilidad pública, siendo el biopoder la proyección del Estado y de la policía, por cuanto ambos asumen el rol de “equilibrador y defensor del orden social”(30). La otra orientación se expresa a través de la línea de medidas que apuntan a instaurar la disciplina.

Notas de pie:

1. Ver Michel Foucault, Sécurité, territoire, population, op. cit., pp. 7-13.
2. Ver Histoire de la sécurité publique et des politiques pénales enhttp://www.scribd.com
3. Sobre las funciones de la “Casa de ayuntamiento” y la Lugartenencia, ver mis trabajos anteriores difundidos en:
4. Ver Stuart Elden, Plague, Panopticon en Police, Surveillance & Society 1(3), p. 248.
5. Ver Michel Foucault, Sécurité, territoire, population, op. cit., p. 320.
6. Ibíd.
7. Ver Catherine Denys, Logiques territoriales, Revue d’histoire moderne et contemporaine 1/ 2003 (no50-1), p. 13-26.
8. Vincent Milliot, Saisir l'espace urbain: mobilité des commissaires et contrôle des quartiers de police à Paris au XVIIIe siècle, op. cit.
9. Ver Jean-Baptiste-Charles Le Maire, La police de Paris en 1770: mémoire inédit composé par ordre de G. de Sartine sur la demande de Marie-Thérèse, Société – Histoire de Paris, Paris, France, 1879, pp. 1-3.
10. Vincent Milliot, Saisir l'espace urbain: mobilité des commissaires et contrôle des quartiers de police à Paris au XVIIIe siècle, op. cit.
11. Ibíd.
12. Ver Catherine Denys, Logiques territoriales, op. cit., p. 13-26.
13. Ver Michel Foucault, Surveiller et punir. Naissance de la prison, op. cit., p. 235.
14. Ver Catherine Denys, Logiques territoriales, op. cit.    
15. Ibíd.
16. Ibíd.
17. Ibíd.
18. Ver Vincent Milliot, Saisir l'espace urbain: mobilité des commissaires et contrôle des quartiers de police à Paris au XVIIIe siècle, op. cit.
19. Michel Foucault, Sécurité, territoire, population, op. cit., p.321 y p. 322.
20. Ibíd., p. 321 y p. 336.
21. Ver Bibliothèque Nationale de France, Mss Fr.18599, fol.95 rº, citado en Nicolas Vidoni, Les officiers de police à Paris (Milieu XVIIème-XVIIIème siècle, op. cit.
22. Ver Marco Cicchini, La police sous le feu croisé de l’histoire et de la sociologie. Notes sur un chantier des sciences humaines. Carnets de bord Nº14. 2007 en:
23. Ver Timothy Luther, Hegel’s Critique of Modernity. Reconciling Individual Freedom and the Community, Lexington Books, Plymouth, UK, 2009, p.179.
24. Ibíd., p. 180.
25. Ibíd.
26. Ibíd.
27. Ver C. Journès, Police et Politique, op. cit.
28. Ver Michel Foucault, Sécurité, territoire, population, op. cit., p. 20.
29. Stuart Elden, Plague, Panopticon en Police, Surveillance & Society 1(3): 240-253
30. Ver C. Journès, Police et politique, op. cit., pp. 26-49.


miércoles, 10 de agosto de 2016

MICHEL ONFRAY Y LA ATEOLOGÍA





por: Nicole Schuster (*)

La enseñanza religiosa difundida por los tres monoteísmos que hoy imperan: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo, se basa en textos de los cuales se desprenden aberraciones y contradicciones, cuyo objetivo es el de confundir a los hombres y de llevarlos a aceptar  una cultura de la sumisión y de la violencia. Es la tesis que Michel Onfray([1]), ferviente adepto de Nietzsche, defiende en su libro "Tratado de ateología([2]). En su obra, producto de un detallado trabajo de investigación, el autor nos presenta una versión particular del origen de las fuerzas que han motivado a la formación de los corpus ideológicos de las religiones monoteístas y a su filosofía de sometimiento. Para poner fin a la influencia nefasta que las religiones monoteístas ejercen sobre el hombre, Onfray preconiza una desalienación del mundo, que sólo se podría realizar mediante una descristianización del mundo y la propagación de un ateismo activo que serviría para crear otro mundo en el que las sociedades serían emancipadas y el hombre y la mujer gozarían de un estatuto igualitario.  

Para Onfray, el monoteísmo nació de las duras condiciones geográficas y climáticas propias a los países del Medio Oriente. Son esas adversidades provocadas por la naturaleza, como las frecuentes sequías, que habrían contribuido a que el hombre inventase una vida en el más allá y un mundo más acogedor, metaforizado en el concepto de paraíso, que compensasen las miserias de esta tierra. En otras palabras, las religiones monoteístas habrían surgido del delirio de la impotencia frente a la naturaleza, y del espejismo.

Vistas desde esa óptica, las religiones monoteístas aparecen como opuestas a la filosofía y la razón, pues alienan la conciencia racional del hombre y hacen de éste un ente obediente que reprime sus pulsiones – particularmente las que gobiernan su libido –. Tanto el judaísmo cristiano como el islamismo odian a la inteligencia, a la reflexión, al hombre como creación material, y más aún a la mujer, que consideran viciosa y pérfida. El cristianismo es, en este aspecto, sumamente despectivo para con el sexo femenino, pues ha transformado la Pandora de la mitología griega en el arquetipo de la mujer. La Eva de la Biblia, madre de todas las mujeres, no es otra cosa que una seductora que no supo reprimir sus pulsiones perversas y abrió la caja prohibida de la cual salieron las tentaciones pecadoras, es decir, en realidad, la curiosidad por descubrirse a sí misma, y conocer al Otro y al mundo. Por culpa de ella, todas las mujeres fueron castigadas y forzadas a asumir un rol único, el de madre no pensante a la que se le rechaza el derecho de gozar y sobre todo de instruirse, porque evidentemente el conocimiento la llevaría a cuestionar los mismos postulados religiosos que modelan su comportamiento y modo de pensar.

Onfray afirma que desde su creación, el judaísmo, el cristianismo y el islamismo edificaron, a través de sus respectivos libros básicos el Talmud, la Biblia y el Corán, una enseñanza segregacionista que promueve la exclusión de los que no pertenecen a su grupo de conversión y también de otras razas. Por lo tanto, la implementación de sus preceptos y su endoctrinamiento siempre han dado lugar a efusiones de sangre y a vastas operaciones de destrucción. Es así que la conversión al cristianismo del Emperador Constantino en el siglo IV de nuestra era ha marcado el inicio de una lucha sangrienta contra el politeísmo todavía vigente en esa época y contra la alteridad de cultura, creencias y prácticas seculares. Según Onfray, Constantino, el primer “gran emperador cristiano convertido de Roma”, representó una calamidad para el Occidente por haber ordenado las primeras destrucciones colosales de libros. Bajo su reinado, simbolizado por un proceso de vandalismo despiadado acompañado por persecuciones masivas contra los no-cristianos([3]), se arrojaron siglos de investigación en el fuego de las hogueras. 

A través de este modus operandi bárbaro, el emperador inmoló la sabiduría filosófica y científica de los antiguos griegos y orientales en el altar de la intolerancia y de la vanidad. Estas prácticas salvajes fueron luego retomadas y aplicadas a los no musulmanes([4]) por los islamistas, que éstos consideraban como seres inferiores. Desgraciadamente, esta actitud propensa al vandalismo y al salvajismo, cuya expresión máxima se cristaliza en genocidios realizados en nombre de un Dios intolerante, no se limitó a los primeros siglos de la historia de los monoteísmos. Más bien, perduró y, a lo largo del periodo medieval, la Iglesia fue, en muchos sentidos, la entidad castradora de varias percepciones alternativas del universo y la promotora de persecuciones crueles. Su sectarismo dio lugar al establecimiento de dispositivos de represión que instancias gubernamentales y clericales legitimaron. Uno de los casos más conocidos es el de la vergonzosa Inquisición, que se dirigía no solamente contra los heréticos, sino contra todos los que no se sometían incondicionalmente a las aberraciones cristianas en materia de creación y de visión del mundo. Giordano Bruno, uno de los primeros racionalistas de la historia moderna que creía firmemente en el hombre y rechazaba la justificación por la fe([5]), es un ejemplo de esos desafortunados mártires salvajemente condenados por la Iglesia. La Inquisición lo hizo quemar en Campo de’ Fiori, Roma, no por haber refutado la existencia divina - el mismo era dominicano - sino porque veía a Dios en cada elemento del universo y de la tierra. El enfoque panteísta de Bruno no era la única amenaza sino que, además, la imagen que ofrecía de un universo ilimitado era un verdadero peligro para el cristianismo y su percepción del mundo visto como cerrado y sin vacío. Con sus planteamientos, Bruno convertía a la Tierra en un cuerpo dentro de una infinidad de cuerpos([6]) y le quitaba toda la exclusividad y la autoridad que ésta se había ganado al ser presentada como un orbe en medio del universo a los alrededores del cual giraban los otros planetas. Una cosa similar, aunque su final no fue tan brutal, sucedió con Galileo en la década del 30 del siglo XVII, cuando la Iglesia lo acusó de herejía por sus tesis relativas al heliocentrismo. Spinoza también fue víctima de esta intolerancia, dado que sus libros fueron prohibidos por la Iglesia hasta antes de haber sido escritos. Por desgracia, esos casos representan sólo un número ínfimo de las múltiples personas que ciertos eclesiásticos sadistas enviaron a la hoguera por ser “herejes” o ejercer la "brujería".

Onfray alega que el oportunismo de los representantes del cristianismo frente al invasor romano en la Judea antigua es de la misma índole que aquello que llevó a las altas instancias eclesiásticas cristianas a callar y a aceptar las posiciones favorables al genocidio que perpetraron los nazis sobre los judíos y otros grupos que consideraban, en términos raciales y biológicos, como “inferiores”. En ese contexto, no sorprende entonces que en la lista de los libros prohibidos por la Iglesia, figuran, por lo que se refiere al siglo XX, los libros de Sartre, de Beauvoir, Gide[7], entre otros, mientras que el "Mi lucha" de Hitler no fue, hasta el día de hoy, objeto de ninguna condena por el ente que dice representar la moral y el bien. Es menester mencionar que Hitler, a su vez, no se privaba de hacer un uso oportunista de la Biblia al retomar del Evangelio según San Lucas la célebre frase de Jesús, que dice: "Quien no está conmigo está contra mi ([8])", a fin de legitimar su estrategia belicista global.  

Los instrumentos ideológicos de esas religiones monoteístas son, como lo hemos mencionado, el Talmud, el Antiguo y Nuevo Testamentos, y el Corán. Contrariamente a lo que se les predica a los fieles, los contenidos de esos libros declarados sagrados no han sido elaborados bajo el monitoreo de Dios, sino que han sido confeccionados a lo largo de los milenios y manipulados por los representantes religiosos al capricho de la ideología dominante y del ego de sus predicadores. Ello, para Onfray, se puede apreciar claramente a través de la persona de San Pablo, que ha proyectado en sus Epístolas sus neurosis e histeria. Originalmente anti-cristiano, San Pablo descubrió en un momento, que, según Onfray, "deriva de la pura patología histérica", la existencia de Dios mientras deambulaba en dirección de Damascos en busca de sí mismo. Onfray afirma que las posiciones que el santo adopta en sus Epístolas y su innegable aversión hacia el sexo femenino son la expresión de alteraciones psicógenas y de profundos complejos comunes a toda persona con carácter antisocial. El trastorno obsesivo-compulsivo de Pablo hacia la mujer y todo lo relacionado con el sexo con ella lo llevó a degradarla mediante la difusión de una Eva carnal y corrompida por el placer físico, que, a causa de su naturaleza lujuriosa, provocó la caída del humano y su condena a sufrir en la tierra. Y por lo tanto, el Santo, que era hostil hacia las mujeres y se odiaba a sí mismo por su fealdad, dio forma por medio de sus Epístolas a un mundo diseñado en función a su neurosis: una tierra "enfermiza, misógina, masoquista". En otras palabras, al aborrecer a su propia persona([9]) y trasferir este odio hacia “el mundo, la vida, el amor, la libertad, la independencia, la autonomía y la inteligencia", San Pablo fue llevado a preconizar todo lo contrario, es decir un cielo inaccesible, un mundo lleno de odio, la sujeción de los hombres a la pulsión de la muerte, la obediencia llevada a un grado de imbecilidad y la abstinencia([10]).

Pero otra posición medular preconizada por San Pablo y que tendría consecuencias desastrosas para el bienestar de los hombres, es la que reivindica cuando predica la obediencia del hombre hacia el ocupante. "Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". Ello no quiere decir ni más ni menos que "Paga bien tus impuestos al ocupante romano, consiente a la suscripción de las armadas y a la sumisión de las leyes del Imperio" y entrégate a Dios, dándole tu cuerpo y alma sin protestar. Desobedecer a esos mandatos, ir en contra de toda autoridad temporal, aún si su política es la de ocupar territorios de manera ilegítima, significa "ir en contra de Dios".  

En cuanto a Jesús, su vida se debe a la imaginación de San Pablo, porque en realidad el “hijo de Dios” no tiene existencia histórica. Jesús es una utopía religiosa que alimenta las histerias y sustenta la filosofía dominante de la religión cristiana. Las presuntas pruebas de su paso sobre la tierra (sudario, tumba…) fueron refutadas por la ciencia. Entonces, afirma Onfray, las Epístolas de Pablo resultan ser una mera "histeria sublimada en construcción de una neurosis social", "donde Jesús, secuestrado por Pablo, toma forma" y cristaliza el pensamiento entreguista y sumiso que emana de su Mefistófeles. Los preceptos que Pablo pone en la boca de Jesús según los cuales "a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra", y "al que quiera buscar pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa" proceden del mismo espíritu de sometimiento y resignación que aquello que emana del famoso imperativo “dad al César lo que es del César".

Es en virtud de esa subordinación del pueblo cristiano, que resulta práctica y útil a toda persona ávida de dominación, que el emperador Constantino se convirtió a la religión cristiana. El Emperador entendió “lo que se puede obtener de un pueblo dócil, disciplinado, que obedece sin protestar a la invitación de San Pablo de someterse a las autoridades temporales, que acepte la miseria y la pobreza con una abnegación que se asemeja a la imbecilidad, que se sujete a los magistrados y funcionarios del Imperio”. Constantino vio la ventaja que representaba el lograr “prohibir al pueblo toda desobediencia temporal alegando que la protesta representa una injuria e un insulto dirigidos a Dios, e incitarle a  acomodarse con el esclavismo, la alienación, las desigualdades sociales". Asimismo, Constantino integró la religión a la política para servir mejor sus intereses belicistas y de dominación. La influencia política ejercida por la religión y sus instancias terrestres permitió que éstas gozaran desde su creación de prerrogativas seculares, como las de ser exentas del pago de impuestos y de disponer, sin necesidad de rendir cuenta a nadie, de las donaciones que se les hacen. De ahí la propensión de la Iglesia a congeniar con cualquier tipo de régimen político, aun si ello significaba ser directamente o implícitamente cómplice de la realización de orgías genocidas tal como las originadas por las cruzadas, la inquisición y el espíritu conquistador de Occidente. Los representantes de "Dios en la tierra", que éste se denomine Yahvé, Dios o Allah, siempre participaron, en nombre de la religión, en extensas matanzas, en el establecimiento del esclavismo, en la sujeción de pueblos enteros, y quedaron impunes. 

Tenemos que reconocer que en su trabajo Onfray hace un estudio serio de la Biblia, del Corán, de la Torah, libros cuya presunta misión es, según los religiosos, la de difundir una enseñanza dizque impregnada de pacifismo, altruismo y humanismo. No obstante, el autor demuestra que muy fácilmente se puede invalidar este tipo de postulados con una simple investigación de los hechos históricos y con contra-argumentos sacados de los mismos libros sagrados. Como lo afirma Onfray, éstos presentan tantas contradicciones que parecen haber sido escritos para idiotizar a la gente y sustraerle toda capacidad de crítica. Esta aseveración es particularmente pertinente si se considera que las autoridades religiosas pretenden que los libros "sagrados" fueron escritos por Dios mismo, o por sus profetas a quienes Dios les hubiera susurrado al oído los textos sagrados. Estas enseñanzas embrutecedoras, que se transmiten desde la niñez a través del catecismo, tienen en verdad por función la de obligar a la gente a obedecer incondicionalmente a sus dogmas y de esterilizar toda reflexión crítica en cuanto al contenido de esos libros. Porque en realidad, nunca se dice que tanto la Biblia como la Torah necesitaron más de un milenio para ser finalizadas, ni que ningún de los evangelistas ha conocido a Jesús durante la presunta vida de éste. Tampoco se informa a los fieles que el Corán no es contemporáneo del profeta Mohamed, sino que fue elaborado a lo largo de varios siglos y resulta ser el producto de una mera voluntad de homogeneizar de manera arbitraria los numerosos coranes que surgieron en las diferentes regiones de Medio Oriente y cuyo contenido era el reflejo de la idiosincrasia de las zonas de las cuales emanaban. La razón de este encubrimiento tiene un propósito bien preciso. Y es que, al disimular la manera de cómo, cuando y por quienes esos libros fueron concebidos, se les hace "atemporales", como lo es el Dios que los hombres crearon, y se borra así todo rasgo de intervención humana a fin de que impere el principio inverosímil de la “proveniencia divina" ideado por los representantes de Dios.

Al final, una cosa resulta clara del libro de Onfray: esas historias de Dios, Jesús, y de los libros que forman los cimientos de las tres religiones monoteístas, son un gran fraude, y solamente sirven para volver al mundo ajeno a su realidad a fin de dominarlo mejor.

A pesar de la variedad de los argumentos expuestos y del amplio trabajo de investigación realizado por Onfray para sustentar la tesis de la necesidad de promover un ateismo hedonista militante que apunte hacia la abolición de la religión castradora y la realización de hombres y mujeres emancipados y libres de realizar plenamente sus pulsiones vitales, se le puede reprochar un aspecto fundamental: el libro carece de la substancia y estructura que harían de él un verdadero "Tratado", tal como lo promete el título. Onfray no elabora ninguna propuesta concreta que indicaría cómo alcanzar una conciencia atea desprovista de la alienación religiosa. El autor recomienda asumir un comportamiento que, contrariamente a la posición de los denominados ateístas, no sea "anti-religioso", porque el ateismo debe definirse como una línea en sí y no en función a otra religión. Asimismo, Onfray propugna la necesidad de darle a la filosofía, como método de entendimiento del mundo a través de la razón, la prioridad sobre la religión. En este sentido, declara el filósofo, es preciso dedicarse a la ética epicuriana y perseguir una "ontología materialista", una  "física de la metafísica". Las ventajas que la teoría de la inmanencia presenta harán que ésta prevalezca y se imponga sobre la religión del pensamiento único, cuyo objetivo es destruir la conciencia creativa del hombre aniquilando el materialismo inherente al hombre para anteponerle un ideal inmaterial e imposible de alcanzar. Es solamente dentro de un mundo regido por un ateismo de esta índole que el hombre podrá, como humano, realizarse física, mental y espiritualmente, sin tener que reprimir sus deseos materiales, como lo está haciendo hasta ahora por culpa del pensamiento judeo-cristiano que nos domina. Ello suena interesante, pero, ¿como se logra? ¿A través de que tipo de sociedad? ¿Y de que tipo de organización política y cultural? Onfray no lo dice.

(*) Autora:Nicole Schuster

[1] Michel Onfray es filósofo y renunció en 2002 a su puesto en la Universidad Nacional en 2002 para crear la Universidad popular de Caen en Francia
[2] Michel Onfray. Traité d'athéologie. Physique de la métaphysique. Editions Bernard Grasset et Fasquelle. Paris. 2005 
[3] Contrariamente a los no-cristianos, los primeros cristianos no fueron sujetos a grandes matanzas, a pesar de la propaganda cristiana en sentido contrario. Esta información falsa, en cuanto al número de sus miembros muertos por persecuciones que siempre más investigadores ponen al descubierto gracias a pesquisas de diversas índoles, sirvió para reivindicar los pretendidos derechos de los cristianos frente a la humanidad entera y para afirmar su poder. En realidad, las víctimas apenas sobrepasan los miles de condenados.
[4] Aunque en el caso de la religión islámica, esas operaciones ocurrieron en menor medida.
[5] Ver La civilisation de la Renaissance. Jean Delumeau. Editions Arthaud. Paris. 1967.
[6] Ver Jochen Winter. La création de l’infini. Giordano Bruno et la pensée cosmique. P.31-39. Calmann-Levy. 2004.
[7] Sartre y De Beauvoir vivían juntos y nunca contrajeron matrimonio ni procrearon. El escritor André Gide era bisexual y fustigaba los valores católicos y burgueses.
[8] Evangelio según San Lucas (XI, 23)
[9] Analistas expertos en historia pretenden además que era inculto y que probablemente sus Epístolas son producto de su dictado, puesto que no sabía escribir. 
[10] Como lo reveló él mismo en su Epístola a los Corintios, San Pablo sufría de una “astilla que Satán le habría colocado en el cuerpo”, lo cual, según el filósofo francés, revela la fuerte presión de deseos sexuales que no podían realizarse. Es menester mencionar que los religiosos que practican la abstinencia hablan de "picaduras en el cuerpo" cuando la pulsión sexual se manifiesta, a lo cual remedian flagelándose a fin de apaciguar el deseo.






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