RECORDATORIO
“La historia de todas las sociedades hasta
nuestros días es la historia de las luchas de clases.
Hombres libres y esclavos, patricios y
plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y
oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas
veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación
revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna.”
K. Marx &
F. Engels, 1848
Foto: ETG/ALAI
La democracia que emerja de nuestra propia
historia, nos impele a definir en el presente todas las luchas pasadas.
18/01/2021
Por lo general, los que hacen historia, no siempre
son recordados por la historia. Sin embargo, son ellos, los que se
constituyen en pueblo, los que inspiran revoluciones; héroes anónimos que hacen
de su humanidad ejemplo, son ellos los que encarnan la necesidad de un mundo
más justo y digno, por eso, el primer deber revolucionario es no
olvidarlos. A esos héroes y mártires, a los de Senkata, Sacaba, Yapacaní,
Betanzos, Montero, Pedregal, y muchos más (que la contabilidad burocrática
nunca registra), debemos hoy, esta nueva oportunidad de cambiar el mundo, nuestro
mundo.
Nos ofrendaron sus vidas para vivir en nuestra
memoria, tal vez no de modo consciente (pudimos haber sido nosotros), pero
fueron esas vidas las que cobró el enemigo y su sed de muerte y venganza.
Por lo general, lo que se suele hacer es dedicarles
el minuto de silencio, pero el silencio ya no nos basta, hay que hablar, hablar
de nuestros muertos, para no olvidarles, para que estén siempre en nuestra
memoria, para que no mueran otra vez en el olvido. Es hora que digamos:
¡Amukim, nunca más!
Quisiera dedicar estas palabras a las víctimas,
mujeres y hombres, niños, ancianos, del genocidio que desató el golpe y la
dictadura que nos impusieron en noviembre del año pasado. También en memoria de
Orlando Gutiérrez, líder minero que, en algunas de sus palabras, resumió la
contradicción que ahora también debemos superar, cuando decía que lo curioso
era que muchos “pititas” eran precisamente hijos de ministros del “gobierno del
cambio”, de los llamados “q’aras”, que empezaron a asaltar ámbitos de decisión,
sin comprender el proyecto plurinacional que el pueblo se había propuesto. Los
seguimos teniendo hoy, incrustándose hábilmente en el nuevo gobierno, al amparo
de la anterior cúpula, que se autoproclama “socialista” para desdeñar toda
crítica.
Pero ojo, “q’ara” no es aquél de tez blanca (de eso
nos puede enseñar mucho el hermano David Choquehuanca), porque el problema no
es el color fenotípico sino –algo que también se dio cuenta Fausto Reynaga– el
color de la razón, el color de los pensamientos. Para que aprendamos, la
razón no es neutra, tiene color. Franz Fanon lo expresa de esta
manera: se puede tener piel negra y, sin embargo, autonegarse bajo máscaras
blancas. Puedo llamarme indígena, pachamámico, hasta katarista, pero si pienso
de modo “q’ara”, entonces mi autocontradicción sólo me llevará a la defección,
porque la dominación es también una forma de pensar (como denuncia la
hermana Patricia Chávez, a los nuevos intelectuales “q’amiristas”, los que
festejan el empoderamiento económico aymara, homologando al “q’amiri” con el
burgués capitalista, replicando una infame explotación hacia sus propios
hermanos y hermanas, ahora justificada por esta intelectualidad que se dice
aymara; estos producen sin saberlo, lo que llamamos, capitulación epistémica:
ceden nuestros conceptos y categorías a la academia de los doctorcitos de la
“ciudad letrada”, para que luego nos devuelvan, con sorna, una normalización
teórica de nuestras perspectivas, para decirnos que no hay novedad, que lo
nuestro es lo mismo, que somos tan dominadores y explotadores que ellos).
Pero esta reflexión no es para escarmentar
culpables sino para que tomemos consciencia de los límites históricos y
teóricos de las perspectivas que ya han sido superadas por los hechos, y ya no
pueden dar razón de la crisis civilizatoria en que se debate el siglo
XXI. Por eso nos urge estar a la altura del desafío que nos plantean los retos
que debemos enfrentar como humanidad, en este necesario transito civilizatorio;
para ser de nuevo luz para la humanidad, debemos poder inteligir de mejor modo,
en qué consiste ese horizonte de sentido político-histórico que hemos
denominado el “vivir bien”.
Porque mucha gente que se adhiere al proyecto,
puede creer en el indio, pero como individuo, a quien le imponen como
proyecto único de vida, el “modernizarse”, para que haga del desarrollo y el
progreso, su razón de existencia; es decir, bajo máscara “socialista”,
consagrar el horizonte de creencias, prejuicios y valores del propio
capitalismo, como el único posible. Esa confusión es la que no puede superar la
izquierda eurocéntrica, que ve como único proyecto válido, el mismo que
nos dominó por cinco siglos.
Porque decíamos, una cosa es creer en el indio y
otra, distinta, es creer en lo que cree el indio. A modo de ejemplo,
quien proyecta una reforma educativa, como la “Avelino Siñani”, pero tiene a
sus hijos inscritos en colegios privados, que más parecen extranjeros, es
porque, en definitiva, no cree en la reforma que promueve (y es curioso,
cómo gran cantidad de izquierdistas, dedicaron todo su trabajo y esfuerzos para
educar a sus hijos en colegios privados, hasta en el extranjero; y el
resultado, ¿cuál fue?, la derechización de sus hijos).
Uno puede, de boca para afuera, ser indianista,
hasta devoto de la coca, pero cuando, por ejemplo, sufre de alguna enfermedad,
ya no acude a la coca, ¿dónde acude?; no va donde el yatiri, la amauta o el
callahuaya, va al médico, o sea, en el fondo cree en una medicina que se ha
vuelto negocio y tiene toda una industria farmacéutica cuyo fin ya no es curar
sino enfermar. Y en la “plandemia” demostramos, como pueblo, que fueron
nuestras yerbas y plantas medicinales las que nos curaron; pues mientras la
gente se moría en los hospitales, fue en nuestras casas, a base de tratamientos
tradicionales y alternativos, que nuestro pueblo alcanzó lo que se llama la
“inmunidad colectiva” (mientras los sistemas de salud, los hospitales,
clínicas, médicos, seguían ciegamente protocolos mundiales que jamás
habían tomado en cuenta realidades como la nuestra).
En la economía, la política, la ciencia, en la
medicina, lo que emerge como novedad civilizatoria de la cultura de la vida,
no es persistir en el proyecto moderno-capitalista (creer que la modernidad es
diferente del capitalismo es ya, a esta alturas, una ingenuidad inexcusable)
sino, de modo crítico, trascender ese paradigma y proponernos la forma de vida
que expone una resignificación de la vida, en cuanto “vivir bien”, como su
actualización ante los retos a los cuales nos ha arrojado la crisis que ha
provocado la propia modernidad.
Una crítica al capitalismo (o a la medicina
convertida en negocio, por ejemplo) es incompleta si no se hace la crítica al
germen mismo, cultural y civilizatorio, desde donde se produce una economía de
la muerte como es el capitalismo. Si no hacemos un diagnóstico adecuado de
aquello en lo que consiste el tipo de mundo que se ha impuesto desde 1492,
difícilmente podremos hacer un diagnóstico de la crisis civilizatoria actual y
el probable liderazgo que podríamos constituir, a nivel mundial, desde ese
nuevo horizonte de vida que nos legaron nuestros ancestros. En el tema
que nos congrega hoy, pensar una democracia para la vida, también
precisa de ese diagnóstico.
Porque no es sólo el golpe de Estado que sufrimos
el año pasado sino también el Estado de sitio global impuesto vía cuarentena,
lo que ha puesto definitivamente en crisis, la democracia que enarbola los
valores liberales-modernos y que promueven los poderes fácticos y toda la
institucionalidad mundial.
Por etimología sabemos que se trata del gobierno
del pueblo, pero, en los hechos, ninguna democracia (y menos las auspiciadas
por el llamado “mundo libre”) es exponente de la voluntad popular hecha directriz
nacional. Por el contrario, todos aquellos llamados “regímenes populistas”,
donde se pretendería –aunque sea demagógicamente– exaltar el poder popular, son
catalogados de “antidemócratas” y, por consiguiente, señalados mediáticamente
como “autoritarios” y “dictatoriales”.
Es decir, la medida de la democracia parece no ser
tan democrática; pues si, por un lado, todos los ideales democráticos no se
discuten, cuando tratan de ser implementados o puestos en ejecución, entonces
resulta que la democracia está en peligro; y ese es el relato difundido en
todos los países donde se amplifica la democracia; constatando que, no sólo hay
un desfase entre las expectativas democráticas y la facticidad política, sino
que se trata de algo mucho más preocupante.
La idea misma de democracia que expone, no sólo la
opinión pública sino hasta el mundo académico y político, es sólo una forma
aparente que resiste y aguanta todo, un concepto vacío que sirve
para todo y nada; si incluso el fascismo puede enarbolar convenientemente sus
postulados, entonces es el concepto mismo el que sufre de una ambigüedad que no
es sino el reflejo de la pérdida de sentido de realidad, de un mundo que ha
entrado en crisis y, con él, todos sus principios y valores.
En ese sentido, cuando nos referimos a la crisis
civilizatoria, no nos referimos sólo a conflictos sistémicos multiplicados
sino a un colapso existencial que la civilización moderno-occidental expone
como los límites mismos de su pretensión de dominación exponencial, es
decir, infinita e ilimitada. Por eso la crisis civilizatoria que vivimos
puede expresarse como una rebelión de los límites mismos de la vida. En
ese sentido, una crisis existencial globalizada, sería la evidencia fáctica de
la incompatibilidad entre la vida y el tipo de mundo que ha constituido y
expandido la modernidad. Por eso se trata de una crisis terminal, porque si
bien todo indica que la decadencia de este sistema-mundo y su diseño
geopolítico centro-periferia es innegable, es la propia humanidad la que no
sabe cómo renunciar a la forma de vida que sostiene a ese mundo y a esa
geopolítica.
Por ejemplo: la mayoría de la gente comprendida
como opinión pública mundial, que se conduele de la pobreza y la injusticia
reinante, y quisiera colaborar con algo en esa situación; si se le sugiriese
que son sus propias expectativas de vida, sus propias creencias, las que
contribuyen a la producción de la miseria mundial, ciertamente darían la
espalda a semejante sugerencia sin pensarlo dos veces, porque preferirían morir
antes de reconsiderar objetivamente el sistema de creencias en el
cual crecieron como individuos egocéntricos (ver Larken Rose: The most
dangerous superstition).
Pero es ese sistema de creencias,
precisamente, el que empieza a desplomarse junto al mundo que, como
objetividad, es el reflejo de una subjetividad social, moderna, burguesa y
capitalista que, aunque vea desmoronarse su mundo, sigue creyendo
en él. Por eso se dice que el mundo es también un estado de consciencia. Si mi
consciencia está en correspondencia, es decir, en sintonía y conexión con el
mundo, entonces, ese mundo, aunque esté en crisis evidente, sigue en pie,
porque yo le brindo el soporte energético que necesita para seguir existiendo.
Toda la objetividad del mundo es producción subjetiva, es decir, un mundo no
tiene sentido en sí mismo, sino para un sujeto, de modo que el impulso vital
que precisa el mundo para seguir viviendo se lo brinda el sujeto.
Entonces podemos advertir que la crisis de un mundo
es también y en mayor medida una crisis existencial que, en definitiva, se
expresa porque la vida, el sentido mismo de la vida, es lo que ha entrado en
crisis. Por eso lo que nace en Bolivia, como un nuevo horizonte político, ha interpelado
de tal modo al mundo entero, que ha dirigido la atención del pensamiento más
crítico al juicio, ya no sólo de hecho sino de realidad, que ha puesto
las cosas en su lugar.
El suma qamaña, como horizonte de sentido,
apunta precisamente a resaltar el dato vital que ha puesto al sistema-mundo en
aprietos. Necesitamos, como humanidad, un nuevo sentido de la vida. Para
que la vida siga siendo posible y, sobre todo, vivible, hay que resignificar el
vivir mismo, esto es, ¿para qué vivimos?, ¿cuál es nuestro propósito en la
vida?
La discusión política, así como la económica, hace
rato que han dejado de lado estas interrogantes, no sólo porque ya se han
desentendido de la vida sino porque expresan actualmente lo que son de inicio:
un tipo de conocimiento que justifica y legitima una literal lógica de la
muerte. Si el colapso medioambiental es la consecuencia de la civilización
petrolera, el desplome de la confianza moral y social hacia la política es
consecuencia también de esa misma civilización, que promueve una sociedad del
progreso para beneficio exclusivo de los ricos del mundo y cuya política
expresa a sus valores liberales y ahora neoliberales como los únicos
posibles y deseables.
Así como el capitalismo necesita de individuos
codiciosos, así también la política necesita de individuos egoístas, para
impulsar la locomotora del progreso y el desarrollo. Por eso ahora, podemos
evidenciar, a dónde nos iba a conducir ese tren que, mientras más acelera su
motor, más muerte y destrucción provoca su producción de riqueza. Pero hemos
naturalizado de tal forma esa lógica de muerte, que sólo deseamos “progresar”,
“desarrollar” y “modernizarnos”, porque creemos que ello significa
alcanzar bienestar y lograr la felicidad. Pero, ¿de qué sirve tener todo si
nuestra vida ya no tiene sentido? Y eso, el sentido de la vida, es lo que está
en juego en esta crisis mundial. Mientras hemos creído ingenuamente que los
organismos mundiales, sus protocolos sanitarios y la ciencia moderna y sus
“expertos”, agotan sus esfuerzos por el bien de la humanidad, déjenme contarles
algo:
El laboratorio biológico chino de Wuhan (donde
supuestamente aparece el covid-19, cuando ya en España y Francia se reportaron
casos tempranos en sus geriátricos, y hasta en USA, en recintos militares) es
propiedad de Glaxo (GlaxoSmithKline es una de las más grandes empresas
farmacéuticas británicas), que es además propietaria de Pfizer (la compañía
farmacéutica gringa productora de la vacuna anti-covid avalada por la OMS).
Ahora bien, las finanzas de Pfizer son administradas por Black Rock (que junto
a Vanguard Group, son los dos más grandes bancos de inversiones mundiales –por
eso son llamados gigabancos– que controlan la mitad del mercado de acciones de
Wall Street; los otros dos son Fidelity FMR y State Street Corp.). Black Rock
controla a The Economist y al Financial Times y a los grandes consorcios de
información mundial, como CNN; Black Rock administra también las finanzas de la
fundación de George Soros, “Open Society” (quienes diseminan en Latinoamérica
las ideas conspiracionistas de una “izquierda maligna”, el “monstruo del
comunismo”, apuntando al Foro de Sao Paulo, el castro-chavismo, etc.), y
también, Black Rock, es operador financiero de la multinacional francesa del
negocio de seguros AXA, cuyo cliente es la empresa alemana Winterthur, que
construyó el laboratorio de Wuhan, y fue comprado por la multinacional alemana
de servicios financieros Allianz. Esta multinacional es una gran accionista de
Vanguard y de Black Rock, quienes, ya dijimos, controlan, por mediación de Wall
Street, los bancos centrales y administran ⅓ del capital de inversión global.
Vanguard y Black Rock son grandes accionistas de Microsoft y de la “Fundación
Bill y Melinda Gates”, que es, a su vez, accionista de Pfizer (la avalada para
producir una vacuna obligatoria a nivel mundial, que sería el nuevo tipo
de identificación mundial y, por supuesto, de un nuevo tipo de control) y
actualmente es uno de los grandes patrocinadores de la OMS.
Si se dan cuenta, se cierra el círculo vicioso a la
perfección: provocan una enfermedad viral de proporciones globales, para
después venderle al mundo la supuesta cura. Pero no se trata del negocio del
siglo, porque el negocio es otro y más siniestro. Ellos son sólo los
beneficiarios de un plan que lo piensan otros. Todos ellos estaban en el
“Evento 201”, simulacro de una pandemia global que fue realizado en New York,
sospechosamente, un mes antes que se desatara ésta en Wuhan.
Se trata de un reseteo, a escala mundial, de todo
el sistema económico global, para imponer un orden que beneficie sólo y
exclusivamente al 1% de billonarios mundiales, y ha sido puesto en marcha con
un ejercicio militar de disuasión estratégica, llamado “cuarentena”. El
asunto es que la economía ya no puede crecer más; el capitalismo, como economía
del crecimiento ha sobrepasado los límites reales de la vida, pero como
se trata de una economía suicida que, como el cáncer, no puede dejar de crecer,
no ve otra opción que despojarle definitivamente a la humanidad de todo lo que
hace posible su vida. Al sistema ya no le interesa, ni la vida, ni la
humanidad, por eso promueve la Inteligencia Artificial, el transhumanismo y un
paradigma postindustrial.
En ese sentido, la cotización del agua en el
mercado de valores es apenas el inicio de una política que, después de la
cuarentena global, pretende imponerse como “solución final”. Para eso incluso
están dispuestos al remate de los países centrales, de su estabilidad y
bonanza, como lo que se perfila, como guerra civil intensiva, en la propia USA.
Los ricos del mundo lo ven como un asunto de sobrevivencia: o ellos (los pobres
del mundo) o nosotros (los ricos). Para la codicia y el egoísmo, hechos forma de
vida, el mundo y la vida no se pueden compartir. Gandhi decía que “el
mundo sobra y basta para todos, pero no para la codicia de algunos”.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cómo este
mundo, que ha pregonado los más grandes e irrenunciables valores humanos en su
expansión, desde el 1492, nos ha conducido a esta encrucijada, a este laberinto
sin aparente salida? ¿Cómo hemos podido aceptar y naturalizar un tipo de
mundo sin alternativas y someternos al fatalismo imperial que nos ha
hecho creer que sin el dólar no somos nada?
Hagamos historia. No la historia que nos han
impuesto los vencedores, sino la historia olvidada, que es la que despierta en
nuestros pueblos el desiderátum histórico de un mundo más digno, justo, libre y
verdadero. ¿Dónde nace la dominación que sufrimos y por qué se oculta
sutilmente en los grandes relatos, como es la democracia, que promueven los
poderes fácticos para dominarnos cada vez de mejor modo?
En el discurso político, la constitución simbólica
del enemigo, como lo deducido del desprecio aristocrático al pueblo, tiene
larga data. Escuchen esto (y van a recordar a los golpistas): “¡Qué afortunada
será la República si arroja a esta basura de la ciudad! ¿Hay algún crimen
o maldad que él no haya tramado durante los últimos años?
¿Qué envenenador, qué gladiador, qué bandolero, que parricida, qué sicario, qué
libertino, qué disoluto, qué adúltero, qué mujer infame, qué corruptor de la
juventud, qué corrompido, qué perdido hay en toda Italia que no confiese haber
vivido íntimamente con Catilina? ¿Qué asesinato se ha cometido en estos
últimos años sin su participación?”. Se trata de las Catilinarias,
de Marco Tulio Cicerón, el mismo homenajeado por la tradición política y
diplomática occidental, por su célebre retórica que solía expresarse de este
modo: “mi propósito es encontrar la verdad, no refutar a otro como si se
tratara de un adversario”. Pero sólo era de boca para afuera, porque en los
hechos, este Discurso contra Catilina retrata ese desprecio
aristocrático republicano-romano hacia un dirigente campesino, cuyo único
pecado había sido liderar un levantamiento popular.
Para desgracia del propio Cicerón, el aplastamiento
de la revuelta campesina –que él mismo justifica– sólo traerá como resultado la
disolución de la república y la entronización del Imperio. Ese desprecio
aristocrático podemos rastrearlo hasta la propia Grecia, de donde dice la
tradición moderno-occidental, procede la democracia.
En su propia etimología, el demos no es
precisamente el pueblo como nos imaginamos; si los griegos hubiesen querido
expresar al pueblo pueblo, podían haber usado el termino laos y
no demos, porque demos se refiere a grupos con poder de
negociación, es decir, grupos corporativos que, por ello, defendían intereses
particulares y no, precisamente, el bien común. El demos griego lo
constituían quienes podían ser admitidos en el ágora (que era un lugar
sagrado donde se establecían los templos dedicados a los dioses) a tratar los
asuntos políticos; allí sólo podían estar los varones libres y de ingresos
solventes (no podían estar los campesinos, las clases bajas, los metecos, los
hoplitas, las mujeres, y peor los esclavos). Por eso, por política, los griegos
no entendían lo que hoy repiten como loros los cientistas políticos, aquello
aludido a Aristóteles: el hombre como “animal político”. Aristóteles nunca dijo
eso. Lo que dijo, en la Política, fue: “anthropoi phusei zoon politikon”
(el hombre es un viviente que habita en la polis).
Polis es la ciudad griega. Aristóteles está
diciendo que sólo es ser humano quien habita en la polis griega (para el
estagirita, ni los chinos, ni los semitas y peor los europeos, podían ser
considerados auténticos seres humanos). Este argumento es el que actualiza
Gines de Sepúlveda, ya en 1550, para devaluar la humanidad del indio y
justificar la guerra de conquista. De modo que estamos ante una tradición, la
occidental, que parte de la devaluación e inferiorización del otro,
del distinto, pero, además, del privilegio de la ciudad, como el
lugar de la política, en desmedro del campo. Esta tradición es la que
recepciona la modernidad y la lleva a sus últimas consecuencias. Porque el
crónico abandono actual del campo no es algo natural, sino parte de una
política que ya no se funda en el circuito simbiótico que establecen ser humano
y naturaleza, y que siempre preservó y reprodujo el campo, como lugar de la
producción y reproducción de la vida, sino su paulatina negación.
Esa tradición aristocrática, de desprecio popular,
que nace en Grecia y la desarrolla la Roma republicana y después imperial (y
después cristiano-imperial), es lo que ha de constituir el contenido político
de los regímenes monárquicos de la Europa medieval; es decir, para decirlo en
los términos de Túpac Katari: lo que trajeron los invasores europeos, no fueron
tradiciones democráticas sino monárquicas.
Tampoco es atribuible a la historia europea la idea
de libertad, porque no poseen una genealogía larga al respecto (la libertad
personal es algo vagamente entendido por la mentalidad europea premoderna), es
decir, la democracia igualitaria y la libertad, tal como las conocemos, le
deben muy poco a Europa. En lengua, religión, costumbres, y ley positiva, el
Imperio español es heredero de la Roma antigua, razón por la cual puede
afirmarse que no trajeron nada parecido a una tradición democrática. Los Países
Bajos e Inglaterra, los supuestos dos modelos de la democracia europea no eran
sino regímenes monárquicos, hasta de votación clasificada exclusivamente
masculina; los ingleses creen que el inicio de sus libertades civiles y
democráticas se lo deben a la Carta Magna de 1215 del rey Juan, pero en esa
llamada Gran Carta sólo se privilegia a la aristocracia que, de ser monarquía,
pasará a ser oligarquía. En ninguno de los casos puede hablarse de democracia.
Y ante la acusación de que aztecas, mayas o incas,
sacrificaban constantemente víctimas a sus dioses, es más una leyenda negra que
se ha naturalizado en la cosmovisión moderna que se formaliza en su
ideología por antonomasia: el eurocentrismo; porque si de sacrificios y
genocidios hablamos, Hispania, el Sacro Imperio romano-germánico, la Francia,
produjeron, con sus luchas monárquicas, la quema de brujas, las cruzadas, la
Inquisición, etc., más sacrificios y genocidios, por siglos, que nunca son motivo
de comparación con lo que supuestamente sucedía en el Nuevo Mundo. Ni la Roma
Vaticana basaba su vida pública en instituciones democráticas. Entonces,
reiteremos la pregunta, ¿de dónde viene la idea moderna de democracia?
El tema más recurrente en las crónicas del Nuevo
Mundo, es el asombro señalado por la libertad personal (no individualista) de
los indígenas; sobre todo aquella autonomía que mostraban respecto de sus
gobernantes y de las altas jerarquías. Ante la mirada absorta de los
colonizadores, la vida política indígena se desarrollaba sin liderazgos
verticales ni instituciones coercitivas. Los relatos proto-antropológicos de
Louis Armand de Lom d’Arce, barón de Lahontan, entre 1638 y 1694, refiriéndose
a los hurones, dice: “nacen como hermanos, libres y unidos y uno es tan señor
como el otro”. El barón de Lahontan no encuentra otra palabra para describir
aquello que “anarquía”, para referirse a una forma de vida sin un poder
coercitivo que imponga un orden. El etnógrafo jesuita François Lafitau compara
a los mohawk con los griegos, para describir una vida política muy
desarrollada, que asombró a estos tempranos cronistas que testimoniaron el
primer contacto con los indios del norte y su posterior aniquilación. El mismo
Jean-Jacques Rousseau es impactado por la pieza teatral “Arlequín sauvage”, que
le serviría de inspiración para su Discurso sobre el origen de la
desigualdad entre los hombres (Discours sur l'origine et les fondements de
l'inégalité parmi les hommes), de 1754. El propio Michel de Montaigne en Des
Cannibales suivi de des coches, de 1580, afirma que los indios “aparecen
salvajes respecto a nuestras reglas de razón, así como nosotros lo somos ante
sus propias reglas”, dando a entender que los llamados “salvajes” vivían mejor
que los “civilizados” europeos (ver Jack Weatherford: Indian Givers).
Entre los padres fundadores de USA, Thomas Paine
fue uno de los más importantes políticos radicales que, junto a otros, tomaron
como modelo de organización democrática a los indígenas iroqueses. Parte
a Europa en 1787 y allí redacta el libro que dará el nombre a la Ilustración
europea: La edad de la razón, de 1794. Los hallazgos históricos actuales
señalan ya que la presencia europea y hasta norteamericana, en las luchas de
Amaru, Túpac Katari y los hermanos Katari, en el sur de la actual Bolivia,
documenta y propaga en el viejo mundo la antorcha de la libertad indígena, como
inspiración de, por ejemplo, la propia revolución francesa; lo mismo que el
proceso emancipatorio de los negros de Haití, la primera nación de hombres
negros libres del mundo moderno; es decir, son las ideas libertarias del mundo
indígena y no al revés, las que encienden las banderas libertarias y
democráticas de la propia Europa.
La revolución francesa le debe más a las luchas
emancipatorias del Nuevo Mundo, que la creencia contraria, que la revolución
francesa es la inspiración para nuestra independencia (la revolución
francesa no sólo guillotina a su rey, también a François-Noël Babeuf, el líder
obrero, a la feminista Olympe de Gouges y, como para reafirmar que los
“derechos universales” sólo son para los blancos, ajustician también a
Toussaint l’Overture, líder negro de la negra revolución haitiana). Es la
defensa intransigente de los indios por la libertad, la independencia y una
forma de vida democrática, su legado universal en toda la historia de sus
luchas. Legado que nunca se atribuyeron como propio, pero que desarrollaron de
un modo que jamás habrían podido desarrollar los europeos.
En 1760 el jefe ottawa Pontiac logró reunir a las
naciones Anishinabe, Miami, Seneca, Lenape, Shawnee, Huron, y otros, en contra
de los británicos. Pontiac decía: “sólo hay un propósito: exterminarnos; sólo
una respuesta: la unión ante enemigo tan poderoso”; esta unión (que resiste la
invasión inglesa por casi una década y demuestra que fueron siempre los indios
el ejemplo que las independencias de las colonias continuaron) tomó el carácter
de una confederación, similar a la primera democracia de América: la
confederación de las naciones Onondaga, Oneida, Mohawk, Seneca y Cayuga (donde
aparece una legislación envidiable aun hoy en día, de convivencia política en
la diversidad y el respeto mutuo, en gran parte inspirada por aquel legendario
líder Huron más conocido como “el Gran Pacificador”), la confederación de los
Haudenosaunee o pueblos iroqueses (modelo que Benjamin Franklin propone como el
modelo a seguir para la constitución futura de los “Estados Unidos de
América”). Esta confederación es la primera experiencia de federalismo que se
conoce y se basaba en una idea conocida por nosotros, la autodeterminación
de los pueblos (que aquí fue instrumentalizada, por la oligarquía oriental, en
los términos de una autonomía funcional a los grupos de poder local).
En ese sentido, podemos afirmar que, las nociones
que el mundo moderno ha diseminado en cuanto idea democrática, basada en
postulados igualitarios, división equilibrada de poderes (mucho antes que a
Montesquieu se le “ocurriese”) y gobiernos federados, nacen de la influencia
indígena entre 1607 y 1776. Son los indios iroqueses y algonquinos, en la
posterior USA, los verdaderos “padres fundadores” que diseminan la idea de la
libertad y también autores del primer nombre que tuvo la propia ONU: La “liga
de las naciones” (hasta son los indios los verdaderos autores de la emblemática
fiesta gringa del “Thanksgiving day”: para los indios wampanoag, “todo lo que
tenemos es un regalo del Creador y por eso damos las gracias”; por eso
el “Día de Acción de Gracias” era la base de toda su vida ceremonial:
“compartir es una obligación, si no compartimos, ya no hay razón para que el
Creador continúe regalando sus dones”).
Pero la mitología moderna, fundada ya en esa clasificación
antropológica que había producido el racismo metafísico moderno, como una naturalización
de las relaciones de dominación, biologizando las diferencias
culturales e inventando el relato de que hay superiores por naturaleza e
inferiores; no podía constituir a Europa y lo “blanco” en centro ontológico y
geopolítico, concibiendo una reivindicación de sus víctimas, porque eso
significaría la aceptación de lo perverso del proyecto moderno (sus víctimas no
podían ser víctimas sino inferiores; para afirmar, de ese modo, la
exclusiva superioridad blanco-moderno-europea).
La modernidad es un proyecto de dominación
exponencial y eso significa la imposición mitológica e ideológica de su centralidad,
es decir, hacer de su particularidad, un dogma universal. Esta visión
provinciana de una Europa que siendo nada, antes de la conquista e invasión del
Nuevo Mundo, y que, gracias al despojo continuo y sistemático de toda la
riqueza nuestra, se constituye en poder mundial y referencia única de
humanidad, es lo que constituye a su ideología matriz: el eurocentrismo
(el éxodo cherokee, más conocido como el “camino de las lágrimas”, fue el éxodo
obligado, en su propia tierra, de cientos de naciones indígenas, con excepción
de aquellas que fueron exterminadas por el sólo hecho de amar su propia tierra;
tarea que realizaron, del modo más diligente, aquellas “grandes” figuras que
homenajea el país del norte, como George Washington, quien, en plena guerra
contra los británicos, ordena al general John Sullivan la invasión de la
próspera nación iroquesa y la expulsión de toda su gente, además de la
destrucción de su capital: Onondaga; o Andrew Jackson, quien, como antes
William Henry Harrison, usa su fama de exterminar indios para alcanzar la
presidencia; tales ejemplos muestran el carácter perverso e inmoral de los
gobiernos que se sucedieron en el norte, fieles al eurocentrismo, como
la ideología pertinente de toda vocación imperial moderna).
Por eso, cuando afirmamos que la izquierda y el
marxismo del siglo XX son eurocéntricos, nos referimos a la ya naturalizada
creencia, gracias a la ciencia y filosofía modernas, de que todo lo
premoderno no es sólo anterior sino inferior y que toda la antigüedad no
tiene sentido en la sociedad del progreso y del futuro (como se concibe, a sí
misma, la sociedad moderna). Esta creencia es la que comparte –con la
derecha– la izquierda eurocéntrica y el llamado socialismo del siglo XX,
y lo que le impidió destacar que lo más genuino de la lucha revolucionaria no
estaba en sus manualitos universalistas sino en lo más propio de su pueblo.
Pongamos este ejemplo: Cuando Lenin redacta sus Tres
fuentes y tres partes integrantes del marxismo, y señala que son la
economía política inglesa, la filosofía clásica alemana y el socialismo utópico
francés, olvida que Marx mismo subtitula a El Capital: Crítica al
sistema de categorías de la economía política burguesa, es decir, cómo
podría ser fuente de su pensamiento algo a lo cual le está haciendo la crítica;
segundo, Marx nunca había reivindicado a la filosofía alemana en su totalidad
sino a la tradición crítica de la deutsche wissenschaft; es más,
podríamos decir, basándonos en Michell Lowy, que el 50% del lenguaje de Marx es
romántico alemán, quienes, por ejemplo, a decir del poeta Novalis, se inventan
el concepto de “antigüedad” (que no tiene más de dos siglos de vigencia), que,
desde su examen de bachillerato hasta El Capital, la presencia constante
de citas bíblicas, ya sean judías o cristianas, hacen de la teología un
componente imprescindible del lenguaje de Marx.
Ahora, a propósito del socialismo utópico francés,
Lenin ignora y, con él, todo el marxismo posterior eurocéntrico, de
dónde surge ese socialismo (considerado “padre” del socialismo científico).
Hagamos otra vez historia. Los clásicos de la literatura utópica europea
siempre fueron Tomas Moro, Campanella y Francis Bacon. Moro escribe Utopía
en 1516, basando su idea de una ciudad perfecta, en relatos de viajeros al
Nuevo Mundo (como las discutidas cartas de Américo Vespucci); Tomasso
Campanella escribe Civitas Solis, en 1623, donde describe Trapobana, una
ciudad hallada en una expedición marítima al Nuevo Mundo; y Francis Bacon,
cuando describe La nueva Atlántida, en 1622, lo hace en referencia al
Perú. Es decir, esa literatura utópica nace de innumerables relatos de las
formas de vida de los indígenas del Nuevo Mundo.
Pero veamos algo más; ese otro encubrimiento
que produce el eurocentrismo moderno. Las Reducciones jesuitas en
América habían servido de modelo para imaginar aquel paraíso bíblico que
postulaba la cristiandad latina (y la cristiandad protestante, que se continúa
en el norte de América). En Europa no tardó en aparecer una variada literatura
al respecto, pues los jesuitas controlaban gran parte de la educación en los
países europeos, por tres siglos (el mismo Descartes se formó en La Fleche,
escuela jesuita); lo cual no disminuyó con la expulsión de la orden jesuita del
Nuevo Mundo, en 1767. Esa literatura y la misma experiencia en las Reducciones
que los jesuitas expulsados llevaron a los países de Europa es lo que produce,
con el tiempo, al llamado “socialismo utópico”; de modo que no sería una
exageración decir que el “socialismo científico” es nieto del socialismo que
practicaban jesuitas e indígenas en las Reducciones, pues no sólo se
comportaban de acuerdo a la ética de los primeros apóstoles (que “todo lo
compartían en común y daban a cada quien lo que necesitaba”) sino al modo de
vida que los propios guaraníes habían desarrollado en busca de la “Tierra sin
Mal”.
Lo que la izquierda eurocéntrica comparte
con la derecha, es la visión eurocéntrica que no le permite advertir que
lo más genuino de nuestro pueblo es aquello que, como hilo conductivo, ha
estado siempre presente en el modo de ingreso de las luchas indígenas en
la vida política; esto es, la defensa de la forma comunidad, como
crítica a la forma sociedad que impone el capitalismo como el tipo de
subjetividad que necesita para impulsar relaciones mercantiles e instrumentales
y de exaltación del egoísmo y el individualismo como forma de vida social
que impulse al propio capitalismo. Así como el derecho liberal, la forma
sociedad que se presenta como superación de la comunidad (ya llamada
“arcaica”, es decir, inferior), son los meta-relatos que justifican y
legitiman al capitalismo.
La teoría política que expresa ya estos prejuicios
modernos es Hobbes. En el Leviatán de 1561, seculariza aquella idea
negativa que necesita la modernidad para devaluar la humanidad del ser humano,
para explotarlo, dominarlo, aniquilarlo, sin conciencia de culpa: el hombre
lobo del hombre, homo homine lupus. Por ello no ahorra palabras en
señalar que “los salvajes llevan una vida solitaria, pobre, sucia, brutal y
breve”, sin darse cuenta que esa es la condición que les dejó la conquista y el
genocidio continuo. Ese tipo de descripción negativa pretende que sea
universal, para promover la idea del Leviatán, es decir, el sometimiento
absoluto para, supuestamente, “salvarnos del salvajismo” (que Hobbes presencia
en Inglaterra y no precisamente en América).
Por eso no es de extrañar que el racismo se haga ilustrado
y exprese a las mentes más penetrantes de la ciencia y filosofía modernas.
Voltaire por ejemplo se pregunta: ¿cómo Dios puede poner un alma pura en un
cuerpo tan negro? O Kant, que, en sus Disertaciones antropológicas de
1772, afirma que los indios “no son aptos para la civilización, incapaces de
gobernarse y están destinados al exterminio”. Para Hegel, en su Filosofía de
la Historia, el negro “es un hombre en bruto (…) que no ha llegado a la
intuición de ninguna objetividad” (las potencias europeas que se repartieron el
África, en la Conferencia de Berlín de 1885, produjeron este tipo de ideólogos
que eran la vanguardia intelectual que consagraban, como “acto civilizatorio”,
los genocidios de sus reyes, como Leopoldo de Bélgica, que puso su cuota
personal de 15 millones de seres humanos muertos en el Congo, a la infinita
lista de muerte que cargan Europa y USA), y en referencia a México y Perú
señala Hegel que “son culturas meramente particulares, que expiran en el
momento en el que se les aproxima el Espíritu (sowie der Geist sich ihr
näherte). La inferioridad de estos individuos, en todo respecto, es
enteramente evidente”.
Todos esos prejuicios conforman a la racionalidad
moderna y atraviesa sus ciencias y su filosofía. Por ello no es extraño
que, formándonos en ese tipo de conocimiento, acabemos despreciando todo lo
nuestro y, de ese modo, amputemos de nuestras propias expectativas lo que
podría significar una real liberación de todo aquello que impide nuestra propia
autodeterminación.
De eso precisamente se constituye una democracia,
cuando el demos expresa al pueblo en tanto que pueblo; no al mero
conglomerado social que puede incluso apostar por el fascismo, como vimos en la
insurrección oligárquica disfrazada de “revolución pitita”. Una verdadera
democracia sólo puede constituirse como la expresión más genuina de la
autoconsciencia popular, que no puede ser una abstracción, sino lo más propio
como raíz indígena hecho horizonte político. En ese sentido, el “proceso
de cambio” será de nuevo inspirador, cuando contenga de modo constitutivo a la revolución
democrático-cultural, que quería ser el acento singular de una revolución
en la propia revolución. Entonces, definamos “proceso de cambio”: “es el máximo
potencial de la nueva disponibilidad común que se articula en torno al
horizonte propuesto por el nuevo sujeto plurinacional, es decir, indígena”.
Por eso, si el “proceso de cambio” no contiene la
radicalidad de ser un proceso constituyente, entonces no tiene sentido;
acaba siendo un episodio más en el drama de recomposición del Estado
moderno-colonial. Constituirse en proceso constituyente significa
constituir al sujeto del cambio como impulsor, autor y creador de la
nueva objetividad en cuanto Estado plurinacional comunitario. En ese
sentido, apostar por el “vivir bien”, como horizonte de vida, es algo mucho más
complejo que ser simplemente de izquierda o de derecha. Si la izquierda
pretende no sólo actualizar su presencia política sino refundar sus propias
expectativas, debiera ser consciente de la trampa eurocéntrica en la que
caen sus premisas y postulados, y empezar a reconocerse en el pueblo que dice
representar, y apostar por aprender de ese pueblo la idea de democracia que ha
sido siempre patrimonio indígena-popular, pero nunca reconocido como el
verdadero horizonte político que debiera guiar la praxis revolucionaria.
Porque un pueblo se hace pueblo, en la medida en
que es portador de un nuevo espíritu, que es capaz de encarnar un nuevo sentido
civilizatorio (el “suma qamaña” o “vivir bien”). En esa medida es que un pueblo
es capaz de transformar su propio horizonte de creencias y producir, desde
sí, su propia liberación; entonces es cuando activa su máximo de
disponibilidad común y se hace poder (ese es el poder como facultad, no
como propiedad). Ese producir desde sí es lo que de cultural posee lo
revolucionario de su proceder, porque acudir a sí mismo es despertar desde
su propia historia como en quien se redime toda la historia.
Por ello hay que trascender los 500 años de
dominación moderna y convocar lo milenario-originario ausente todavía en
la proyección utópica de una revolución global. Una verdadera revolución, si es
tal, sólo podría serlo si se asume como restauradora de lo sagrado de la
vida. El espíritu de los tiempos ya no pertenece al Occidente moderno. Más
bien Occidente comparece hoy en el tribunal de la historia. No todo se define
en el reino de este mundo. El cóndor y el águila presagian un nuevo tiempo, que
nos ha escogido, porque la promesa utópica se transfiere históricamente y, como
pueblo, nos encontramos en las condiciones de redimir toda la historia
pasada. La democracia que emerja de nuestra propia historia, nos impele a definir
en el presente todas las luchas pasadas. Porque lo político de la
existencia no se decide tanto en el presente en tanto presente sino en la
fidelidad a nuestro pasado. El verdadero juez es el pasado.
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Conferencia pronunciada en el inicio del ciclo:
“Pensando el mundo desde la vida”, realizado en La Paz, el 21 de diciembre de
2020, en el auditorio del Banco Central de Bolivia.
Rafael Bautista S. autor de: “El tablero del
siglo XXI. Geopolítica des-colonial de un orden
global post-occidental”, yo soy si Tú eres ediciones.
Dirige “el taller de la descolonización”
rafaelcorso@yahoo.com
https://www.alainet.org/es/articulo/210563