Casi nadie ha entendido que la pandemia del
covid-19 no tiene nada de evento aislado y excepcional, sino que es un simple
momento de un proceso mucho más amplio: el colapso ecosocial.
La crisis del coronavirus es para los
autores una oportunidad desaprovechada para plantear un cambio de rumbo de un
planeta que camina a ciegas hacia el colapso civilizatorio. Álvaro Minguito
Luis González Reyes
@luisglezreyes
Adrián Almazán
23 dic
2020 06:00
El gran shock que generó el confinamiento total de
la primavera de 2020 va quedando cada día más lejos. Hace ya meses que vivimos
una “nueva normalidad” que ni es nueva, ya que sigue poniendo el capital y el
crecimiento por delante de la vida, ni desde luego tiene nada de normal. En vez
de haber aprovechado la parada en seco de los meses del confinamiento para
poner en marcha un
cambio de rumbo radical, nuestras sociedades se han aferrado al miedo y al
continuismo y, de manera desesperada, luchan porque todo siga igual y cuanto
antes se normalice, se regularice, se estabilice.
Empatizamos con el sufrimiento de muchas familias y
negocios que están viéndose obligadas a enfrentarse a situaciones de tremenda
precariedad debido a las medidas políticas de gobiernos como el del Estado
español. Nada más lejos de nuestra intención decir que éstas deberían ser
abandonadas o desatendidas. No obstante, es un error mayúsculo no ser capaces
de ver que de seguir con la particular manera de vivir, de producir, de
consumir, de transportarse, etc. que han generado las sociedades capitalistas
industriales, el sufrimiento en un futuro cercano será mucho mayor y afectará
probablemente a toda la humanidad.
Nuestro gran problema sigue siendo que, de manera
profunda, casi nadie ha entendido que la pandemia del covid-19 no tiene nada de
evento aislado y excepcional, sino que es un simple momento
de un proceso mucho más amplio: el colapso
ecosocial.
Nos
cuesta ver que la supuesta normalidad que constituyen las sociedades
occidentales de la segunda mitad del siglo XX es la verdadera excepcionalidad
Aunque casi todo lo que ha sucedido en los últimos
años lo deja claro, nos cuesta ver que la supuesta normalidad (sociedades
opulentas, en crecimiento perpetuo y con un acceso garantizado a los
combustibles fósiles) que constituyen las sociedades occidentales de la segunda
mitad del siglo XX son la
verdadera excepcionalidad.
Han sido esas sociedades ricas e irreflexivas las
que han dilapidado nuestro patrimonio fósil para poner en marcha una Gran
Aceleración que por el camino ha devastado los ecosistemas, modificado el
clima, erosionado los suelos, contaminado el agua… Y los incendios masivos, los
fenómenos climáticos extremos, las sequías, las crisis económicas y muchas
otras cosas que inundan hoy nuestros periódicos no son más que los síntomas de
esa gran enfermedad terminal que es el colapso de nuestra civilización. Un
colapso que no debemos entender como un fenómeno puntual o unitario, sino como
un largo proceso de descomposición que afectará de manera desigual a diferentes
países y, dentro de éstos, se cebará mucho más con la población más
desprotegida.
Sin entender lo anterior es muy difícil que podamos
realmente hacer una política que ponga la vida, la libertad, la igualdad y la
estabilidad de Gaia por delante de todo lo demás. Al fin y al cabo, empeñarnos
en retornar a una normalidad que nunca lo fue es lo contrario a lo que
necesitamos hoy. La estabilidad no volverá, el crecimiento no continuará y
nuestro modo de vida está en sus estertores. Nos enfrentamos a límites y a daños
generados por nuestras dinámicas de extralimitación que hacen no solo
indeseable, sino imposible seguir adelante como si nada ocurriera. Y el nuestro
no es un problema técnico. Las y los expertos no serán capaces de dar con una
nueva tecnología que lo resuelva todo, ni la burocracia del estado encontrará
una política infalible que nos permita seguir adelante con nuestra vida como si
nada. El nuestro es un problema global y radicalmente político. Lo que está en
juego es nuestra manera de vivir (que necesariamente va a tener que cambiar
profundamente), y quienes protagonicemos ese cambio tenemos que ser las
personas organizadas de forma colectiva.
La
estabilidad no volverá, el crecimiento no continuará. Nos enfrentamos a límites
y a daños generados por nuestras dinámicas de extralimitación que hacen no solo
indeseable, sino imposible seguir adelante como si nada ocurriera
Pese a que todos los poderes fácticos se nieguen a
reconocerlo, en el futuro cercano nos esperan grandes discontinuidades sociales
y metabólicas. La pandemia del covid-19 ya nos ha servido para comprender a qué
se pueden parecer esas disrupciones, pero lo peor está aún por llegar. En los
próximos años, lustros tal vez, todo apunta a que viviremos escasez de energía
que se podrá transformar en desabastecimiento de alimentos, en problemas de
acceso a combustible, en paralizaciones industriales, etc. También tendremos
que vivir con un clima cada vez más inestable y que, hagamos lo que hagamos,
nunca volverá al estado de equilibrio del que todas las sociedades humanas
agrícolas habían disfrutado hasta el día de hoy. Olas de calor, sequías,
grandes tormentas y huracanes, falta de agua dulce, deshielos… Todo ello ha
llegado para quedarse, y para poner en jaque nuestro modelo urbano, nuestro
sistema agroalimentario industrial o nuestra gestión del agua.
Frente a todo ello, ¿qué haremos? ¿Seguir adelante
como si nada pasara? ¿Mantener vivo a toda a costa un capitalismo industrial
suicida? Nuestra obligación es articular una política que navegue entre el
límite y el deseo. Aunque parece que ya lo hayamos olvidado, la pasada
primavera nos ha enseñado algo: que es posible poner por delante del capital a
las personas. Y esa enseñanza es imprescindible si queremos tener alguna
oportunidad de colapsar mejor, de garantizar vidas dignas, libres e
igualitarias en el nuevo equilibrio al que hemos empujado a Gaia. Pero eso no
es suficiente, pues por delante de las personas tenemos que poner a la vida. La
vida no es únicamente humana, sino que abarca al resto de especies animales y
vegetales. Solo en ese todo, las vidas de cada una de las especies son
posibles. Es urgente que vayamos disolviendo nuestro arraigado antropocentrismo
para poner en el frontispicio a Gaia como un todo que, como dice Jorge
Riechmann, construyamos una poliética que sea capaz de mirar más allá de
los muros de la ciudad humana.
Nuestra
obligación es articular una política que navegue entre el límite y el deseo.
Aunque parece que ya lo hayamos olvidado, la pasada primavera nos ha enseñado
algo: que es posible poner por delante del capital a las personas
Empecemos por lo “fácil”: poner por delante a la
vida humana significa, en primer lugar, asumir e interiorizar los límites de
Gaia. Comprender que las ilusiones del crecimiento infinito, de la abundancia
ilimitada y de la naturaleza como algo inerte son malos marcos para entender lo
que nos está pasando: necesitamos una Nueva
Cultura de la Tierra.
Pero ese límite es también un límite a nuestro
propio hacer, tiene que convertirse en una autolimitación colectiva. Esta es la
receta mejor para evitar todo autoritarismo, incluido el que ha acompañado al
Estado de Alarma. ¿Somos capaces de hacer de la selección de aquello
imprescindible para la vida un ejercicio colectivo y asumido? La frugalidad, la
modestia, son valores que tienen que venir a sustituir a la competitividad y la
ambición. Vivir mejor con menos, decimos desde el ecologismo social. Al menos
con menos energía, con menos consumo, con menos desigualdad, con menos
injusticia, con menos destrucción socioecológica.
Poner límites también a quienes nos condenan con su
hybris desmedida. Debemos unirnos entre iguales para construir una
institucionalidad autónoma que, por un lado, nos libere de la expropiación que
las élites nos imponen a través del salario y la gestión. Pero que también
fuerce a un reparto de toda la riqueza injustamente acaparada por éstas. Por
tanto, desalarizar
y construir soberanía
alimentaria, energética, tecnológica,
política.
Cuanto más autonomía tengamos, más capaces seremos de garantizar las
necesidades sociales sin depredar y combatir, de autolimitarnos en el seno de
Gaia y, al mismo tiempo, mejor nos defenderemos de los inevitables ataques de
las élites y de los estados. Por tanto, expropiar, repartir el trabajo y la
riqueza, okupar o garantizar un mínimo vital para todas aquellas que lo
necesitan son políticas básicas. Alumbrar una fuerza que construya pero que
también defienda, poner en marcha un ejercicio de autolimitación colectiva que
sea una expresión de libertad y de autonomía social. En este
trabajo hemos esbozado una hoja de ruta de cómo se podría hacer esto para
la economía española durante la década 2020-2030.
Cuanto
más autonomía tengamos, más capaces seremos de garantizar las necesidades sin
depredar y combatir, de autolimitarnos en el seno de Gaia y, al mismo tiempo,
mejor nos defenderemos de los inevitables ataques de las élites y de los
estados
Pero este límite nunca llegará si se presenta como
alegato lógico, como conclusión política incuestionable. Nuestra acción tiene
que navegar entre el límite y el deseo, pues éste último es el único capaz de
activarnos, de movernos. Un deseo que, a su vez, se encontrará en la raíz del
conflicto que el escenario que detallamos inevitablemente comporta.
No podemos asumir que el poder, el neoliberalismo,
el capitalismo industrial, ha ganado definitivamente la batalla del deseo y ha
hecho de nosotras y nosotros seres únicamente capaces de desear aquello que el
Estado y el mercado nos ofrecen. No podemos porque una verdadera evaluación del
límite nos lo impide pero, sobre todo, porque el ser humano ha demostrado a lo
largo de su historia (y en el presente también) que puede vivir dignamente en
armonía con la naturaleza. Ese, por tanto, es un horizonte de deseo
antropológicamente posible y una realidad para muchas sociedades humanas, como
por ejemplo algunos pueblos originarios.
¿Por qué son tan persuasivos los cantos de sirena
de nuevas propuestas como el Green New Deal (GND)? Precisamente porque
pretenden poder aunar la necesidad de asumir el límite con el deseo
generalizado entre las “clases medias” occidentales de que casi nada en nuestro
modo de vida cambie. Una solución a todas luces falsa, ya que la realidad es
que nuestro deseo de no tener que cambiarnos nos lleva a minusvalorar la
profundidad del ejercicio de autolimitación que tenemos por delante, incluso del
ejercicio de autolimitación que supondría un GND mínimamente realista. Tal y
como exploramos en este
trabajo, un GND que se acerque a los recortes de emisiones recomendados por
el IPCC (que sabemos que son ecológicamente insuficientes), además de apostar
por las renovables tiene que volcarse hacia la agroecología, diezmar el coche
privado, restringir fuertemente la aviación internacional (el turismo)… Un
auténtico vuelco a la subjetividad neoliberal.
Parece por tanto poco probable que un GND
mínimamente realista, que implica profundas transformaciones en nuestro modo de
vida, pueda convertirse en una opción parlamentaria de mayorías a corto plazo
(ya veremos qué sucede a medio plazo en un escenario tremendamente cambiante
como el que estamos viviendo). Menos probable aún es que algún Estado tenga la
capacidad o el deseo de hacerlo realidad, pues no en vano dependen para su
funcionamiento de los impuestos y los mercados financieros que, a su vez, solo
pueden desviar fondos fruto de la reproducción del capital. Y, lo que es más
importante, las luchas ecologistas atravesadas por la suficiencia austera y la
redistribución parecen lejos de estar en disposición de marcar el ritmo de la
articulación social.
La
construcción de aterrizajes de emergencia en el colapso tendrá que navegar
entre las grietas y las zonas grises del sistema, en el disenso, y asumir que
el conflicto es inevitable
Por tanto, la construcción de aterrizajes de
emergencia en el colapso tendrá que navegar entre las grietas y las zonas
grises del sistema, en el disenso, y asumir que el conflicto es inevitable. En
ese camino, no hay solución buena ni única. Nadie tiene una solución infalible.
Para que llegue a buen puerto ese aterrizaje, no podemos asumir que la
transformación del deseo, y por tanto de los modos de vida, está más allá de la
acción política posible o realista. Nuestra obligación es, en cambio, politizar
el deseo y conectar con la antigua aspiración de la emancipación social. La
nuestra tiene que ser una transformación también antropológica, y por tanto no
podemos admitir que el triunfo en ese ámbito del neoliberalismo es
irreversible. O, si lo hacemos, tendremos que asumir que el ecocidio seguido de
genocidio que generarían los peores escenarios de colapso ecosocial es también
inevitable.
Solo si somos capaces de anhelar vivir de otro
modo, solo si ponemos al tejido de relaciones sociales densas, al tiempo, al aire,
a la naturaleza, al trabajo vivido con sentido, al contacto con la tierra por
delante del consumo, del dinero o de la mercancía podremos aterrizar de manera
lo menos traumática posible. Necesitamos trabajar por la reconstrucción de eso
que Mumford llamaba neolítico y que hoy podemos entender como una forma de vida
a la vez comunitaria, sostenible, justa y autónoma. Esa es una batalla clave en
el plano del deseo. En el informe que citábamos antes, el único escenario capaz
de respetar los límites ecológicos era en el que trabajábamos menos horas en
total. De ese tiempo de trabajo, dedicábamos más a labores de cuidados en el
hogar y menos al empleo remunerado, tanto si era en el sector público, como si
era en el privado. Además, era un escenario en el que surgía un nuevo tipo de
trabajo, hoy casi inexistente, que era un trabajo comunitario destinado a
satisfacer necesidades básicas. Un tipo de trabajo que, potencialmente, tiene
mucho más sentido vital que el asalariado. Desde nuestro punto de vista, un escenario
capaz de estimular el deseo de muchas personas.
Ahora mismo, los deseos todavía pivotan
mayoritariamente entre continuar como si nada en lo económico, pero siendo
conscientes de que los tiempos están cambiando, y una transición ecológica que
permita vivir más o menos como ahora, ejemplificada en el discurso público del
GND (que no en su hipotética materialización). Los Trump apuestan por la
economía fósil, que es sin duda la más productiva, al tiempo que refuerzan las
fronteras y los imaginarios de confrontación imprescindibles para mantener su
poder en un orden que se resquebraja. Están sabiendo leer nuestro tiempo, en
función de sus intereses, mejor de lo que parece. Quienes defienden el GND
parten de tener una conciencia, al menos parcial, de la crisis socioecológica,
pero hacen promesas imposibles de cumplir y que no están a la altura de los
retos ecológicos, que no son solo energéticos, sino mucho más complejos.
Despliegan un horizonte de deseo de muy corto recorrido y con una alta
potencialidad de generar desencanto.
La gran
batalla en el campo del deseo en los próximos años o lustros no va a ser la de
si se hace la transición hacia una economía sostenible. Eso va a suceder
inevitablemente. La disputa va a ser qué tipo de transición triunfa
La gran batalla en el campo del deseo en los
próximos años o lustros no va a ser la de si se hace la transición hacia una
economía sostenible. Eso va a suceder inevitablemente. La disputa va a ser qué
tipo de transición triunfa. Por un lado, la ecofascista o la ecoautoritaria:
mantener unos altos estándares de vida de las élites, para lo que abrazarán
relatos conservacionistas y de defensa de “lo nuestro”. Ya lo hizo el partido
nazi y lo empieza a hacer la ultraderecha europea. El
cuento de la criada sería un horizonte de deseo (de las élites) en un
territorio estéril fruto del Capitaloceno.
El otro gran horizonte de deseo es el que se
conforma con el reparto del trabajo y de la riqueza, la sencillez, la lentitud,
el placer derivado de tejidos sociales densos o el encuentro íntimo con la
naturaleza. Ese encuentro basado en el conocimiento, en el trabajo y en el amor
que de ambos se deriva, como nos enseñan ya los movimientos neorrurales. Es el
que permitiría materializar una transformación socioeconómica inspirada por el
decrecimiento, la relocalización, la integración en los ciclos naturales (es
decir, una economía agroecológica y no industrial), y la distribución de la riqueza
y el poder. Este es el horizonte de deseo que ahora mismo se encuentra más
escondido, menos articulado y más entrelazado con otros deseos contradictorios,
pero que probablemente exista más de lo que pensamos. Es el que impulsa a
quienes anhelan prejubilarse o a quienes emplean sus vacaciones en peregrinar.
Es el deseo que lleva a muchas a abandonar la ciudad y volver a poner los pies
en la tierra. Es el deseo, también, de aquellas que deciden trabajar en clave
cooperativa y escapar de las imposiciones absurdas del crecimiento. Éste será
el único deseo compatible con algo que podamos considerar vidas buenas cuando
las vidas que antes calificábamos de buenas (las del consumismo) ya no sean
factibles.
Ese horizonte de deseo es imprescindible hacerlo
crecer ahora. De no hacerlo, en su hueco crecerá el deseo ecofascista. Y nada
hace crecer más el deseo que ver a otras personas viviendo felices. Necesitamos
estimular que amplias capas sociales quieran imitar a quienes trabajan en una
cooperativa con condiciones laborales dignas y en trabajos socialmente
necesarios, viven en edificios ecológicos diseñados para maximizar las
amistades y los apoyos mutuos, o comen fruta sabrosa cogiéndola directamente
del árbol que cuidan.
Pero eso no es suficiente. Necesitamos estimular el
deseo recuperando nuestra capacidad de soñar con otras economías y sociedades,
algo que nos parece hoy casi imposible porque el capitalismo y el estado, al
cercenar nuestra autonomía económica y política, también han cortado las alas a
nuestra capacidad de imaginar otros mundos. Por eso, para poder soñar alto
tenemos que ir materializando a la vez los sueños. Es decir, construir vidas
autónomas que nos permitan fantasear con sociedades autónomas y, de paso,
posicionarnos mejor para defenderlas cuando llegue el momento de hacerlo.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/ecologia/entre-limite-deseo-lineas-estrategicas-colapso-civilizacion-industrial