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miércoles, 20 de enero de 2021

FELIPE QUISPE. EL ÚLTIMO MALLKU

Fuente de la imagen: Viejo Topo

Desde el altiplano boliviano, a orillas del lago Titicaca, Felipe Quispe se convirtió en uno de los referentes del movimiento indígena. Y también en uno de los posibles catalizadores de una sociedad convulsionada, de unos movimientos sociales que habían tumbado a tres presidentes en tres años. El otro candidato era Evo Morales.

Por Martín Cúneo

Felipe Quispe, con su chaqueta de cuero y sombrero negro, explica el desenlace de esta disputa mientras toma una sopa de fideos de menú en un bar de La Paz. Sitúa en la mesa dos vasos de agua. “Había dos vasos, agua tibia y agua caliente. El agua tibia era Evo. Yo la caliente”.

“Podría haber sido Felipe Quispe, pero no lo fue y ahí se perdieron muchísimos intereses históricos”, dice el sociólogo aymara Pablo Mamani. “Evo era la salida intermedia más afín a formas de admitir lo indígena, lo popular en espacios públicos de poder. Felipe Quispe representaba la posibilidad de un cambio estructural del Estado. La salida intermedia, que es Evo en este caso, fue muy estratégica para sectores de la clase media, moderada, ilustrada, liberal, que tuvieron el miedo de que la indiada se les fuera por encima, que es lo que Quispe estaba más o menos planteando”.

Aunque la figura de Felipe Quispe fue perdiendo notoriedad pública tras la llegada al poder de Evo Morales en 2006, se le sigue conociendo con el cargo de “Mallku”, cóndor en aymara, la autoridad más respetada dentro de una comunidad. Sin su figura es imposible entender la historia reciente de Bolivia. La reorganización del mayor sindicato campesino, la CSUTCB, a fines de los ‘90, la revuelta indígena del altiplano en los años 2000 y 2001 y el cerco a La Paz en 2003 –tres acontecimientos que tuvieron a Felipe Quispe como protagonista– marcaron una época de luchas sociales junto con las movilizaciones por el agua en Cochabamba y los bloqueos de los cocaleros en el Chapare.

Los orígenes

“Tendríamos que remontarnos más allá, cuando se levanta Tupaj Katari, cuando los indios cercan La Paz y matan a los españoles”, dice Felipe Quispe. “Es el único hombre que hizo temblar a la corona española de esa época. Y murió descuartizado por cuatro caballos. Pero dejó una herencia, una herencia inmortal. Nosotros nos consideramos como seguidores y continuadores de Tupaj Katari, por eso enarbolamos su bandera, como también su pensamiento medular, el indianismo, que también nos han transmitido nuestros mayores, nuestros abuelos”. Tupaj Katari, al frente de 50.000 indígenas, cercó La Paz durante seis meses. “Volveré y seré millones”, fue lo que dijo antes de morir, según la memoria aymara. Se había adelantado treinta años a los primeros gritos de independencia latinoamericana.

Felipe Quispe nació en una familia campesina aymara en la provincia de Omasuyos, cerca de La Paz. No aprendió a hablar español hasta los veinte años. El inicio de su militancia se remonta a los tiempos del Pacto Militar Campesino. Con la bandera de la revolución del ‘52 y una política asistencialista, los militares se hicieron poco a poco con el poder y la adhesión del movimiento campesino. Las milicias agrarias creadas con la revolución del MNR terminaron sirviendo como grupos de choque contra las reivindicaciones sindicales de los mineros, reprimidos a bala y sangre. Detrás del discurso nacionalista del general René Barrientos se hallaba una política de sumisión a los intereses estadounidenses en el contexto de la guerra fría.

“En los años ‘60 yo estaba prestando el servicio militar. En esa época había una línea política muy fuerte anticomunista. A pesar de que nosotros habíamos nacido en una comunidad no sabíamos qué era el comunismo”, cuenta el Mallku. “Había un oficial, de nombre Aurelio Torres, que repartía unos folletos que decían que iban a matar a nuestros abuelos y que nos iban a quitar nuestras tierras, que todo iba a ser en común, que no iba a haber iniciativa privada… Bueno, yo también estoy en contra de la iniciativa privada, porque vengo de una comunidad, pero eso de que iban a matar a mi abuelo, que me iban a quitar mi tierra, mis animales… eso no me convencía. Pero una vez que salí del cuartel en el ‘64 busqué el Manifiesto Comunista. Y después busqué otros libros de Carlos Marx y otros autores, pero nunca encontraba eso de que me iban a quitar mi tierra, nunca encontraba que iban a matar a mis mayores”.

Conociendo a Tupaj Katari

En esos años Felipe Quispe comenzó a formarse políticamente con personajes como Fausto Reinaga, entre otros muchos pensadores indios, y otras personalidades de la izquierda más clásica. Por su oposición a la dictadura de Hugo Bánzer tuvo que refugiarse en Santa Cruz, donde trabajó como obrero hasta 1977. En esos años realizó su primer acercamiento a la lucha armada. Pero no duró mucho. “Por razones de seguridad, entre nosotros no nos conocíamos. Cuando murió nuestro contacto nos quedamos desprendidos, se había roto el hilo y ya no se podía coordinar con nadie”.

De forma paralela, empezaba a trabajar en la organización desde las comunidades. “Poco a poco hemos ido avanzando, nos introdujimos más y más, aglutinando a la gente. Entonces conocimos a Tupaj Katari, quién era, cómo era, qué buscaba, sus debilidades, también dónde tenía su fuerza”.

Comenzaba así la creación de un ideario a medida de las comunidades

Comenzaba así la creación de un ideario a medida de las comunidades. “Nosotros salimos de la escuela marxista. Estaban hablando de Marx, de Lenin, de la lucha armada, de la lucha de clases, y nuestra gente no entendía nada, entendía cero, ni jota, las orejas totalmente metidas. Pero pronto nosotros hemos cambiado de discurso, hemos empezado a hablar de nuestros incas, de nuestros antepasados, de Tupaj Amaru, de Tupaj Katari, del ayllu comunitario, y la gente comenzaba a levantar la cabeza y se ponían como las llamas, con las orejas para arriba”, recuerda Quipe.

A mediados de los ‘70, este lento resurgir indígena se traduce en dos posiciones: el indianismo de Fausto Reinaga y el katarismo de Jenaro Flores o Víctor Hugo Cárdenas, más inclinado a la creación de alianzas con otros partidos políticos, incluso con partidos conservadores como es el caso de Cárdenas, que llegó a la vicepresidencia con el neoliberal Gonzalo Sánchez de Lozada en 1993.

Inspirado en las ideas de Reinaga, en 1978 el Mallku participó en la creación del Movimiento Indio Tupak Katari, una agrupación que sufrió en los años siguientes numerosas escisiones y conflictos internos. Quispe fue el secretario permanente de este grupo hasta 1980, cuando el golpe de Estado de Luis García Meza lo expulsó al exilio. De Perú pasó a México y de ahí a Guatemala y El Salvador. Una experiencia que le serviría años después, cuando tomó las armas en un intento de terminar con la histórica de explotación de los indios por parte de la “otra Bolivia”.

El intento guerrillero

“Ellos no eran nada”, dice el Mallku en referencia a los intelectuales de buena familia que se habían sumado a la lucha armada, como el actual vicepresidente Álvaro García Linera. “Habían leído los 70 tomos de Lenin, las obras escogidas de Mao, los tres tomos de El Capital, pero no sabían cómo organizar una emboscada, no sabían cómo entrar a un banco. Sin embargo, nosotros ya estábamos de vuelta, porque habíamos viajado a Centroamérica, estuvimos en el Frente Farabundo Martí y en el EGP de Guatemala… Todo eso nos sirvió para entrenar luego a la gente aquí, en la cordillera de los Andes”.

Pero todavía era pronto para tomar las armas. Después de volver a Bolivia en 1983 y pasar por la dirigencia de la Federación Sindical de Trabajadores Campesinos y la Central Obrera Departamental de La Paz, Felipe Quispe fundó el Movimiento de Ayllus Rojos. En 1988, en nombre de esta organización de comunidades indígenas y campesinas de base, el Mallku presentó al Congreso de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB) la tesis de la lucha armada como camino hacia la liberación del pueblo indio oprimido. La propuesta, rechazada por la CSUTCB, le valió siete meses de cárcel en el penal de San Pedro.

Fue recién en 1990 cuando Felipe Quispe, junto con los hermanos Álvaro y Raúl García Linera, se incorporó al recién creado Ejército Guerrillero Tupaj Katari (EGTK). La estrategia de este grupo pasaba por iniciar un levantamiento armado popular, al estilo de la revuelta de Tupaj Katari de 1781, armando a las comunidades indígenas. Por su inserción en las comunidades, el Gobierno temía que pudiera convertirse en una versión aymara del senderismo peruano.

Pero para alzarse “en armas contra el sistema imperante en Bolivia”, en palabras de Quispe, se necesitaba dinero. Y ahí Alvaro García Linera cumplió un papel fundamental. “Conocí a Alvaro García en 1984”, recuerda Quispe. “Era un estudiante recién llegado de México… Nosotros también le necesitábamos… porque en este país los oficiales son blancos, el indio es de base no más, de la tropa. Y necesitábamos dinero para hacer una organización clandestina, una organización revolucionaria. Estábamos obligados a recuperar los recursos económicos de la burguesía, de las empresas, de los capitalistas. Y con ese dinero organizar. Y para eso nos servía el tipo de estilo de uniforme… A él lo manejamos como un muñeco, porque de otra forma no nos iban a creer, a nosotros no nos iban a creer”.

¿Cómo crees que un tipo así va a ser el ideólogo de los indios?

El Mallku no desaprovecha ocasión para descalificar al actual vicepresidente. “Yo no lo dejaba hablar porque él no tenía nada que ver. Es como si a usted lo llevo a mi comunidad, no vas a entender nada de lo que hablamos. Si ahora nos ponemos a hablar en aymara no vas a entender”, dice Quispe y suelta una parrafada en aymara. “Ni jota, ¿no? Él era como un papagayo, de hermosos colores, pero la gente decía: ‘¿Para qué traes a ese inútil? No sabe nada’. ¿Cómo crees que un tipo así va a ser el ideólogo de los indios? Para ser nuestro ideólogo primero tiene que saber nuestro idioma, porque el idioma es ideología, el idioma es pensamiento. Nosotros pensamos diferente, venimos de otra cultura, no hemos nacido en el hospital, hemos nacido en una choza, ahí nos han cortado nuestro cordón umbilical”, recalca el Mallku.

Pero este intento guerrillero tampoco duró de masiado. En 1992, cuando todavía se encontraba “en proceso de organización y de propaganda”, el ejército katarista fue desbaratado por la Policía. “Por mala suerte cayó el hermano mayor del Álvaro, Raúl, y delata todo, las casas de seguridad, los nombres, todo. Éramos más de 500, pero los que hemos caído fuimos unos 30”. El 19 de agosto Felipe Quispe fue detenido y encerrado en la cárcel de máxima seguridad de Chonchocoro durante cinco años. “¿Por qué hacen esto?”, le preguntó entonces la periodista Amalia Pando. Felipe Quispe respondió mirándola a los ojos: “Para que mi hija no sea tu empleada doméstica”.

El proyecto de “enarbolar la bandera de Tupaj Katari encima del Illimani”, la gigantesca montaña a escasos kilómetros de La Paz, tenía que esperar. En cuanto a la whipala, la bandera de siete colores y 49 cuadrados de Tupaj Katari, “hasta esa fecha no la conocía nadie”, apunta Quispe. “La whipala es nuestra, nosotros la hemos impuesto, con las armas, por las buenas y por las malas”, dice. Ahora es el símbolo oficial del Gobierno boliviano al mismo nivel que la bandera boliviana. Hasta los policías la llevan en sus uniformes.

El altiplano en llamas

Felipe Quispe aprovechó los años de reclusión para terminar el bachillerato e iniciar la carrera de Historia. Las movilizaciones por su liberación consiguieron sacarlo de la cárcel en 1998. En ese mismo año fue elegido secretario ejecutivo de la CSUTCB. En esos años Felipe Quispe empezó a ser conocido como el Mallku por el espíritu combativo de su dirección. Entre 1998 y 2001, Quispe se transformó en una de las figuras prominentes de la oposición a la política económica del presidente Hugo Bánzer, a la cabeza de cortes de ruta y otras formas de protesta en el altiplano que terminaron contribuyendo a la dimisión del ex dictador en 2001.

“Nosotros solíamos llegar con las manos vacías, hambrientos como un perro vagabundo, así hemos andando, en las comunidades nos daban de comer. Ese trabajo viene de los años ‘70. No ha caído del cielo, no es milagro, tampoco los maestros dioses nos lo han dado… En esa época hemos caminado comunidad por comunidad hablando en aymara, en nuestro idioma. Eso tenía que desatarse en una guerra civil, en una lucha armada, pero como nos han capturado, la cosa se quedó ahí. Cuando he salido de la cárcel como dirigente teníamos que rearticularnos, reactivarnos”, recuerda el Mallku.

“Pero fue sencillo, ya estaba trabajado… Para organizamos en común nos copiamos de nuestros antepasados, del inca, de la mita [trabajo comunitario y rotativo]. Por ejemplo, tres comunidades entraban a bloquear el camino a las 7:00 de la mañana y se quedan todo el día y toda la noche. Y al día siguiente, a las 7:00 salen y otra comunidad llega y releva. Si están todos los días se cansan. En cambio, con tropa fresca no”.

En abril de 2000, mientras vecinos, regantes y cocaleros paralizaban Cochabamba hasta echar al consorcio de multinacionales Aguas del Tunari, se generalizaban los bloqueos en las provincias del altiplano paceño. Además de antiguas reivindicaciones educativas y económicas relacionadas con el desarrollo rural, la población indígena y campesina se movilizó contra una ley que abría las puertas a la privatización del agua, un recurso que hasta entonces era gratuito para los campesinos.

“Tuvimos que detener ese proyecto de ley que ya estaba entrando al Parlamento, aplazarlo, hasta hoy, porque nos querían cobrar el agua”, cuenta el Mallku. “Dice nuestra gente: ‘Estos españoles, estos q’aras, han venido acá a hacernos trabajar para ellos, a hacernos pagar impuestos, nosotros no vamos a pagar, que paguen ellos, que son los inquilinos’. Ésa es la idea, pero que Álvaro García y los otros no han captado porque no saben aymara”. Además de las demandas concretas, el alzamiento incorporaba la reivindicación de “la nación aymara”, la creación de un nuevo Estado indígena ante la incompatibilidad de las “dos Bolivias”.

Tal como documenta la socióloga Carmen Rosa Rea Campos, el levantamiento indígena, que duró once días, tuvo características sui generis: por primera vez se ejecutaba el “Plan Pulga”, como lo denominara Felipe Quispe, “consistente en el bloqueo de caminos de manera extensiva a lo largo y ancho de las carreteras donde las poblaciones rurales tuvieran acceso para el ‘sembrado de piedras’. A esta estrategia se incorporaron otras como la suspensión del envío de productos agrícolas a los centros urbanos”. Para esta socióloga, la postergación de la ley de agua y el compromiso del Gobierno de cumplir las demandas de desarrollo rural significaron “una victoria política, pues el ‘indio’ había doblegado la fuerza estatal y los había obligado a conocer la realidad campesina/india que desconocen”.

El epicentro de todas las batallas

A este “primer ensayo”, como lo denominó entonces Felipe Quispe, le siguió un nuevo levantamiento. “Para nosotros, los ministros de Estado, así se llamen de izquierda o derecha, son lo mismo. Ellos han estudiado en las universidades de privilegio de EE UU y Europa, se preparan para manejarnos, para matarnos”, dice el Mallku. “Ellos decían: ‘vamos a cumplir, vamos a traer tractores, ustedes van a tener una universidad, ustedes van a tener seguro social indígena originario, ustedes van a gozar de banco propio, van a tener caminos, etcétera’. Pero nosotros les dimos 90 días de término, un ultimátum. El Gobierno no cumplió y entonces estuvimos obligados a salir nuevamente a bloquear los caminos y las carreteras, y cercar la ciudad de La Paz, no dejar que entre ningún producto agropecuario”.

Para nosotros, los ministros de Estado, así se llamen de izquierda o derecha, son lo mismo

El nuevo levantamiento, iniciado en junio de 2000 y radicalizado en septiembre, se extendió a todo el país. Al “sembrado de piedras” en las rutas que llegan a La Paz se unieron los cocaleros de Evo Morales, que bloquearon las carreteras que unen Cochabamba con la capital y con Oruro. Evocando el cerco de Tupaj Katari de 1781, la capital quedó completamente incomunicada. Sólo los aviones Hércules de las Fuerzas Armadas podían entrar a La Paz con provisiones.

El “epicentro de todas las batallas” fue la localidad de Achacachi, a orillas del lago Titicaca. “En Achacachi hemos destruido todos los poderes estatales, ya no había juez, ya no había policía, no había tránsito, no había [sub]prefecto, ya no había nada. Todo indio. Y lo administraban los dirigentes del lugar”, rememora Quispe. “El levantamiento de Achacachi es la toma del poder total. Hay que ser dueño del poder, incluso de sí mismo y volver al Qollasuyo [denominación inca del occidente boliviano], no a Bolivia”, sentencia.

Desde la expulsión de las instituciones republicanas de Achacachi se instauraron las autoridades tradicionales comunitarias. “El policía trae ladrón; el Ejército, guerra y el subprefecto, corrupción”, dijo entonces el Mallku ante las acusaciones de la prensa de que Achacachi se había convertido en “una ciudad sin ley”. Los intentos del Ejército de ‘recuperar’ Achacachi y sus alrededores llevaron a la creación del Cuartel General de Qalachaka, situado a la entrada del pueblo. “Para impresionar a la prensa poníamos armas viejas de la segunda guerra mundial, armas que utilizaron los alemanes –ésas las tenemos todavía–, y sobre esas las armas automáticas y, más arriba, armas más pesadas, por eso el Ejército tenía miedo de entrar, porque nosotros teníamos gente preparada”, dice el Mallku.

En julio de 2001 los tanques del Ejército rodeaban Achacachi para poner fin al levantamiento. Pero no consiguieron entrar en la ciudad ni deponer el control comunal de la administración de la zona. “En 2001 en Huarina, mataron a nuestros hermanos, los bombardearon, han utilizado tanques, ametralladoras, aviones… Hubo muchos muertos, aunque nosotros también matamos”, dice el Mallku. Ninguno de los Gobiernos posteriores consiguió entrar en Achacachi. Hasta la llegada de Evo Morales. “Cuando el Evo llegó ha puesto todo, todo completo, ahora hay Ejército, hay Policía…”, se queja el Mallku.

El segundo cerco a La Paz

Tras el éxito del bloqueo, en noviembre de 2000 Quispe formó su propio partido político, el Movimiento Indígena Pachakuti (MIP). En las elecciones nacionales de 2002 obtuvo el 6% de los votos y seis diputados, él entre ellos. Sin embargo, los conflictos internos y las acusaciones cruzadas entre los diputados del MIP colocaron al partido en una situación de crisis. Años después Quispe dimitió de su cargo al no considerar al Parlamento una institución legítima.

El auge de la figura de Evo Morales y el MAS, que superó el 20% en las elecciones de 2002, con un discurso menos etnicista y radical, comenzó a quitarle protagonismo a Felipe Quispe. Sin embargo, el Mallku cumpliría todavía un papel importante en las masivas movilizaciones del año siguiente, en la ya histórica Guerra del Gas.

El estallido social estuvo precedido de una serie de movilizaciones, en un principio independientes entre sí. Ante la amenaza de un aumento de impuestos a la vivienda, los vecinos de El Alto hicieron retroceder al alcalde José Luis Paredes. El 8 de septiembre, Felipe Quispe, como líder de la CSUTCB, encabezó una marcha a La Paz para exigir la liberación del líder campesino Edwin Huampo, acusado de haber participado en un acto de justicia comunitaria que concluyó con la muerte de dos presuntos ladrones de ganado. El 10 de septiembre, el Mallku inició una huelga de hambre junto con centenares de campesinos en la radio San Gabriel de El Alto por la liberación del dirigente entre otras históricas demandas.

El asesinato por parte de la Policía de cuatro indígenas en un bloqueo cerca de la localidad paceña de Warisata el 20 de septiembre provocó la furia de la población aymara, tanto del altiplano como de El Alto y enardeció las protestas exigiendo el cumplimiento de los acuerdos firmados en 2002. El proyecto de exportar gas a Estados Unidos a través de Chile, sin industrializar y con unos beneficios mínimos para el país terminaron de crispar el ambiente. A una manifestación masiva convocada el 19 de septiembre, se le sumó la huelga general convocada por la COB. Los mineros de Huanuni con sus mujeres comenzaron la marcha hacia La Paz. El paro cívico decretado por todas las organizaciones sociales a partir del 8 de octubre estuvo acompañado por bloqueos de caminos de los cocaleros en Cochabamba y en los Yungas, y de los campesinos de la CSUTCB de Felipe Quispe en el resto de los accesos a la ciudad de La Paz.

A medida que se generalizaban los cortes de ruta y comenzaban a escasear los alimentos y el combustible en La Paz, las reivindicaciones se concentraron en la renuncia de Sánchez de Lozada, la convocatoria de una Asamblea Constituyente y un referéndum por la soberanía de los hidrocarburos. “Fue un salto cualitativo”, recuerda Quispe. En los días siguientes la represión del Ejército y la Policía hizo que se generalizaran los bloqueos y el levantamiento vecinal en El Alto.

Las organizaciones sociales quedaron sobrepasadas por la población, al igual que líderes como Felipe Quispe, a quien la prensa se empeñaba en señalar junto con Evo Morales como los únicos responsables de la revuelta. Tras marchas, batallas campales, bloqueos y 65 manifestantes muertos, el 17 de octubre Sánchez de Lozada presentó su renuncia. Esta vez, el cerco a La Paz había conseguido sus objetivos.

Tras un inicial apoyo al nuevo Gobierno de Carlos Mesa, que prometió dar solución a muchas de las demandas campesinas, Felipe Quispe no tardó en convertirse en un férreo opositor e incluso llegar a una efímera alianza con Evo Morales para acabar con su Gobierno. Sin embargo, las elecciones de diciembre de 2005 sellaron el fin de su carrera parlamentaria: el MIP apenas consiguió el 2,15% de los votos. Evo Morales se había convertido en el primer presidente indígena de la historia de Bolivia con el 54%.

El nuevo Gobierno asumió muchos de los símbolos y discursos del katarismo y el indianismo (...). Pero para el Mallku, esos símbolos han sido vaciados de contenido

El nuevo Gobierno asumió muchos de los símbolos y discursos del katarismo y el indianismo, entre ellos la apelación al pasado precolonial o términos como “socialismo comunitario” o “Estado plurinacional”. Pero para el Mallku, esos símbolos han sido vaciados de contenido. “Están hablando de un Estado plurinacional, pero es un Estado controlado nada más que por ellos. Nosotros queremos nuestro propio Estado, controlado por nosotros, no un Estado blanco, un Estado q’ara. Evo es bolivianista. Si Tupaj Katari viviera al Evo Morales le hubiera llevado a la horca o a la punta del cuchillo”, dice Felipe Quispe. “Era más fácil combatir al neoliberalismo, porque no está encapuchado”, reconoce.

Evo prácticamente ha anulado a los movimientos como en los tiempos del pacto militar campesino.

El Mallku compara los últimos años de Gobierno de Evo Morales con una época histórica que conoció bien: “Evo prácticamente ha anulado a los movimientos como en los tiempos del pacto militar campesino. Hay unos cuantos perros que ladran, pero no muerden”. Sin embargo, admite que tras el gasolinazo de diciembre de 2010 algo ha cambiado. “No es que hayan despertado. Siempre estaban mirando de un lado sólo, porque el otro ojo estaba cerrado a lo que estaban haciendo los masistas”, apunta. “Yo creo que viene un movimiento más fuerte, yo no soy el único que está hablado de eso. Es un movimiento de abajo, no de arriba. El temblor siempre viene de abajo, no de arriba”.

Yo creo que viene un movimiento más fuerte (...).  Es un movimiento de abajo, no de arriba. El temblor siempre viene de abajo, no de arriba”.

Pese a su distanciamiento de la alta política, el Mallku sigue siendo una figura polémica. Su discurso indianista y su denuncia de la persistencia del colonialismo sigue representando una amenaza para ciertos sectores de las clases altas y medias. Una encuesta de febrero de 2011 revelaba que Felipe Quispe era la tercera persona peor valorada en once barrios de La Paz, sólo superado por Evo Morales y García Linera.

“Hemos tumbado a tres gobiernos y para eso hay que seguir trabajando, seguir organizando, seguir preparando, porque nos toca a nosotros. Sólo el pueblo libera al pueblo”, dijo el Mallku en un reciente congreso del periódico katarista Pukara. “¿Quién va a trabajar para nosotros, sino nosotros mismos?, ¿quién va a reideologizar, reindianizar al pueblo?, ¿esos señores que están hoy en Gobierno?”.

El Mallku nos ofrece parte de su filete a la plancha. “Prácticamente desde el año 2000 hasta 2005 nosotros hemos aniquilado a los partidos políticos de derechas. Por eso es que están arrinconados en este momento. Pero sus cachorros están en el Gobierno”, dice Quispe mientras termina su gelatina.

Para Denise Y. Arnold, en su estudio sobre las identidades regionales en Bolivia, “el Mallku impulsó a los actores sociales de la región a replantearse su pasado sindicalista y recuperar la estructura de los ayllus como la forma identitaria política más apropiada para una nueva fase de lucha política en el periodo 2000-2005”.

Felix Patzi, ministro de Educación en los primeros años del Gobierno del MAS, comparaba en el mismo congreso katarista la aportación de las dos figuras más importantes del reciente ciclo de movilizaciones. “Creo que el Evo, igual que Felipe Quispe, ya cumplió su misión histórica. La misión histórica de Felipe Quispe, en los años 2000 al 2002, fue el haber levantado el orgullo indígena en el campo y en la ciudad. La generación nueva es tributaria de esa misión histórica exitosa. La misión histórica de Evo Morales fue la de haber derrotado a la derecha el año 2005 y en otras elecciones democráticas. Siempre vamos a recordar el éxito de esa misión, pero creo que ya no tiene capacidad para cumplir otra misión histórica, la de concluir las transformaciones profundas, estructurales, que el país necesita”.

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Fuente: Publicado en seiembre de 2011 en el número 284 de la revista Viejo Topo (ver PDF). Tomado del portal web: Crónicas del estallido: http://cronicasdelestallido.net/bolivia-felipe-quispe-el-ultimo-mallku/

 

https://www.servindi.org/actualidad-informe-especial/19/01/2021/felipe-quispe-el-ultimo-mallku

 


domingo, 11 de diciembre de 2016

EEUU: MARXISMO Y LUCHAS INDÍGENAS





11/12/2016 | Benjamin Balthaser 

Visto el reciente apoyo por parte de la confederación sindical AFL-CIO al oleoducto de Dakota (Dakota Access Pipeline, DAPL), parece lícito pensar que estamos asistiendo a un nuevo episodio de la confrontación entre los derechos indígenas por un lado y los activistas sindicales de izquierda por otro. La cuestión se remonta por lo menos a comienzos de la década de 1980, cuando Russell Means, cofundador y activista del Movimiento Indio Americano (American Indian Movement, AIM), pronunció un discurso ante una conferencia internacional de pueblos indígenas en los Black Hills de Dakota del Sur. Puede parecer extraño que una figura tan prominente de la lucha por la soberanía de los pueblos nativos de EE UU dedique un importante discurso al marxismo, pero Means apuntaba más lejos: al rechazo de toda la tradición intelectual europea, incluida la de su ala radical.

Según Means, el marxismo no ofrece a los nativos americanos nada mejor que el capitalismo: ambos consideran que los pueblos indígenas y sus tierras son un coste del desarrollo económico. El marxismo se limita a reorganizar las relaciones de poder de la sociedad colonial sobre la base de la eficiencia. Los pueblos indígenas viven en “zonas de sacrificio” y toda sociedad moderna e industrializada necesitará extraer combustible, plusvalía y materias primas de sus tierras. Pocos años después, Ward Churchill profundizó en la tesis de Means, declarando que los marxistas enrolarían a los pueblos indígenas en su ejército proletario con el fin de ganar su revolución socialista. De ahí, afirmó Churchill sin rodeos, “que el marxismo… suela ser rechazado de plano por la población india.”

En tiempos más recientes, el teórico Jodi Byrd vino a decir lo mismo con respecto, más en general, a la estrategia política marxista del siglo XX, afirmando que las teorías de Antonio Gramsci sobre las prácticas contrahegemónicas solamente tienen sentido si uno desea reforzar un “Estado colonial democrático multiétnico” y no asegurar una genuina independencia tribal. El antropólogo David Bedford reconoció que el marxismo podía proporcionar un análisis útil en algunas luchas anticoloniales, como por ejemplo la lucha contra la apartheid en Sudáfrica. En este caso, los africanos servían de ejército de reserva de mano de obra para las empresas de los blancos. Sin embargo, para las tribus que puedan relacionarse con el capitalismo al margen de un régimen de explotación del trabajo, el marxismo, señala, no tiene en cuenta las reivindicaciones de soberanía y autodeterminación propias de los pueblos indígenas.

El apoyo de la AFL-CIO al DAPL parece confirmar muchas de las teorías de Bedford, Byrd, Churchill y Means. Mientras que muchos sindicatos han emitido declaraciones de apoyo a la lucha de Standing Rock de los sioux en defensa de sus tierras y su tratado, el hecho de que la confederación sindical más importante de EE UU respalde la construcción del oleoducto indica que todavía existe una falla que separa las luchas de los pueblos indígenas y las de los trabajadores. El “desarrollo”, tal como se entiende comúnmente, convierte a las personas y la tierra en insumos abstractos; la “democracia universal”, implica la crítica, convierte a todo el mundo en ciudadanos abstractos, allanando los derechos de los grupos y la condición de nación independiente de las tribus.

Varios teóricos y activistas han intentado abordar en los últimos años la historia desigual de la izquierda y de la soberanía de los nativos de EE UU. El amplio apoyo de la izquierda al movimiento NoDAPL –incluido el socialista más conocido de EE UU, Bernie Sanders– representa tan solo el ejemplo más evidente. La historiadora y activista Roxanne Dunbar-Ortiz ha recuperado el largo legado del compromiso de la izquierda latinoamericana con las cuestiones indígenas a través de la obra del intelectual comunista José Carlos Mariátegui. Y David Harvey, al igual que el Midnight Notes Collective, señalan la manera en que la “acumulación primitiva” –el método del capitalismo para poner en marcha el crecimiento mediante el robo y la privatización de tierras y recursos– es un rasgo continuo y permanente del desarrollo económico.

No obstante, la mayoría dan por hecho que el marxismo y las luchas indígenas tienen poco que decirse mutuamente. El primero teoriza la modernidad capitalista y la transformación histórica, tomando como sujeto al obrero industrial. En esta tradición, las reivindicaciones basadas en tratados y derechos territoriales son, en el mejor de los casos, asuntos secundarios. Por consiguiente, la afirmación de Churchill de que los pueblos indígenas han sido históricamente hostiles a las ideas marxistas no suele cuestionarse, particularmente en Norteamérica.

Ahora bien, Churchill parece desconocer los escritos de nativos americanos marxistas y su dedicación a la larga historia del pensamiento materialista dialéctico. Esta laguna no es una cuestión secundaria: favorece supuestos culturales de que, en palabras de Philip Deloria, los nativos americanos han “perdido el tren de la modernidad”. Tales supuestos también vienen a decir que los pueblos indígenas y los socialistas tienen poca cosa en común, lo que refuerza la noción de que existe una divisoria peligrosa e insuperable entre la izquierda obrera y los derechos soberanos de los pueblos indígenas. Nada más lejos de la verdad.

Anticapitalista y anticolonial

Archie Phinney, un antropólogo nez percé/1 y cofundador del Congreso Nacional de Indios Americanos (NCAI) –la organización panindia más longeva de EE UU–, es uno de los intelectuales amerindios más importantes, aunque de los menos conocidos, de mediados del siglo XX. A pesar de sus escritos polifacéticos, o tal vez debido a ellos –que abarcan desde análisis de la política de la Unión Soviética con respecto a las tribus indígenas siberianas hasta artículos sobre la teoría del modo de producción, pasando por libros sobre tradiciones orales de los nez percés–, su obra se vio eclipsada por otros intelectuales nativos de la década de 1930, como por ejemplo D’Arcy McNickle y John Joseph Mathews, autores de las primeras novelas “modernistas” de nativos americanos en EE UU.

La obra de Phinney no se ha recopilado ni estudiado en su totalidad, debido al menos en parte a la larga sombra del macartismo en la universidad: la reseña más completa de su vida y obra –un número especial de la Journal of Northwest Anthropology de 2004– dedica mucho espacio al intento de distanciar a Phinney de su propio compromiso socialista. Si bien la militancia política concreta de Phinney sigue siendo desconocida –por ejemplo, si fue miembro o no del Partido Comunista–, está claro que, si no hubiera muerto prematuramente a finales de la década de 1940, habría sido convocado por la comisión de actividades antiamericanas del Congreso y seguramente destituido de su cargo en la Oficina de Asuntos Indios (Bureau of Indian Affairs, BIA).

Panindio, cosmopolita y autocalificado de moderno, Phinney representa otra corriente del pensamiento intelectual indígena que evita la estricta dualidad que articularon Means y Churchill. Phinney vinculaba la lucha por la soberanía de los indígenas americanos con otros combates por la justicia racial en EE UU. Argumentó que existen pueblos indígenas tanto dentro como fuera de las estructuras democráticas estadounidenses, abordando lo que es exclusivo de la política indígena y reconociendo asimismo que las poblaciones indígenas son modernas y deben dotarse de una voz política y buscar aliados políticos. Phinney surgió como intelectual en un periodo en que gran parte del mundo colonial veía en la Unión Soviética y el socialismo mundial un medio de liberación.

Como han sugerido historiadores como Mark Naison, Robin D.G. Kelley y Penny von Eschen, los movimientos culturales y políticos pluralistas de la década de 1930 se cruzaron con los movimientos anticoloniales y del nacionalismo negro. Compartieron espacio en las mismas publicaciones y a menudo dentro de las mismas organizaciones. Tal como explican Naison y Kelley, tras el declive del movimiento agrupado en torno a Marcus Garvey a finales de los años veinte, el Partido Comunista (CPUSA) no solo reclutó a antiguos garveyistas, sino que en cierto modo hizo suya la bandera del nacionalismo negro en EE UU y buena parte del mundo colonial.

A partir del 6º congreso de la Internacional Comunista (Comintern), celebrado en 1928, el Partido Comunista puso en práctica una serie de políticas que influirían enormemente en las corrientes intelectuales y políticas de EE UU durante la siguiente década. Abandonando la crítica de clase “pura”, el 6º congreso se basó en los escritos de Lenin y Stalin y declaró que la lucha anticolonial era una parte legítima de la revolución mundial. Anunció que la Comintern apoyaría las luchas de liberación tanto de las “minorías nacionales” en el interior de los Estados como de los súbditos de potencias coloniales. Por un lado, esta política se ajustaba, tal vez de forma simplista, a la política soviética de autodeterminación dentro del antiguo imperio ruso. Por otro lado, abrió la puerta al desarrollo, por parte de dirigentes del CPUSA, de la tesis de autodeterminación del cinturón negro de EE UU, declarando que los afroamericanos eran súbditos “colonizados internamente” y necesitaban su propio Estado.

Quizá por el hecho de que la izquierda profesa más intensamente el antirracismo, parece que hubo un pequeño número de miembros indígenas del partido que desempeñaron, al menos a escala regional, un papel relativamente destacado. El periódico de la costa oeste del CPUSA, el Western Worker (más tarde Peoples’ Daily World) publicó varios reportajes sobre el activista indígena Joe Manzanares en la década de 1930; también sacó un anuncio en que pedía que quienes estuvieran “interesados en asuntos indios” llamaran a un número de teléfono de la oficina del CPUSA en San Francisco. Además, varias cartas al director escritas por indígenas expresaron por qué ingresaban en el partido, combinando la demanda de autodeterminación con una retórica de clase comunista y el cuestionamiento anticolonial del binomio salvaje-civilizado.

Una carta, por ejemplo, afirmaba que “patronos blancos nos robaron todas las tierras a los indios” y que “nos llaman ‘nativos’ o ‘indios’ o ‘salvajes’… los indios no son salvajes… Los indios siempre son amables con los trabajadores que tienen que esclavizarse para ganarse el sustento”. El autor de esta carta sostiene que acceder a la modernidad –ser “no salvaje”– no equivale a asimilarse. El socialismo, concebido como “solidaridad con el proletariado”, se considera coincidente con la reivindicación sobre la tierra y la historia de desposesión.

Una carta de Vincent Spotted Eagle, publicada en 1934, analiza la vida de los indígenas de EE UU a través de la teoría del modo de producción: “Antes de que llegara el hombre blanco, nuestro modo de producción y distribución estaba basado en la cooperación y descartaba toda explotación. Esto era comunismo, que es el verdadero americanismo. Y esta es la razón de que yo me apuntara al Partido Comunista.” Spotted Eagle califica el capitalismo de “producto original de Europa” y afirma que “hemos sido explotados” desde que “Colón descubrió esta Gran Nación”. Jugando con el tropo de “americanismo”, Spotted Eagle reclama la condición de nación de su “Gran Nación” y derechos de ciudadanía en EE UU. Su respuesta al capitalismo europeo no consiste en volver a la vida precolombina, sino más bien en hallar una nueva síntesis con “los amantes de toda la humanidad, especialmente los negros” mediante un proyecto socialista internacional que él llama comunismo.

Al mismo tiempo, el Western Worker publicó cinco reportajes sobre miembros del CPUSA que organizaban campañas de ayuda y consejos de desempleo en reservas de California. En Montana, el partido presentó a un candidato al senado que era indígena, llamado Raymond Gray. Esto indica que, al menos en el oeste, los activistas del partido y los indígenas se organizaban en la misma estructura. Mientras que la envergadura y la modalidad de estas campañas no están claras, el hecho de que el Partido Comunista tuviera una presencia organizativa en las reservas pinta un cuadro muy distinto tanto del partido como del compromiso político de los grupos indígenas.

Además, el Western Worker sacó numerosos artículos sobre apropiaciones ilegales de terrenos, incumplimientos de tratados, expulsiones de indígenas a México y la política “genocida” de deportación de indígenas en California, lo que indica que el partido no veía a los indígenas tan solo a través de las lentes de clase, sino que comprendía la especificidad de las demandas de justicia de los indígenas. Las pruebas documentales desmienten las críticas de Churchill y Means sobre la relación entre la práctica marxista y la lucha indígena, de manera muy similar a cómo los escritos de Phinney sobre la política soviética de “minorías nacionales” le ayudaron a desarrollar sus propias teorías materialistas de la soberanía indígena. Al tiempo que carecía de una infraestructura partidaria formal que ayudara a expresar cuestiones importantes para los afroamericanos, dichas pruebas documentales revelan una participación e imbricación mucho mayores entre las comunidades indígenas y la izquierda marxista que lo que se suele pensar.

Asimilación y proletarización

En un discurso pronunciado en 1943, Phinney dijo que la Unión Soviética era “el primer intento del ser humano de orientar inteligentemente su propia historia”. Esto no quiere decir que suscribiera la política estalinista ni que fuera un militante de carnet del Partido Comunista; en efecto, tal como nos recuerda Michael Denning, aplicar como criterio principal la afiliación partidaria no es necesariamente la mejor manera de analizar los movimientos radicales de la década de 1930. Aun así, Phinney, quien estudió con Franz Boas en la Universidad de Columbia y viajó a Leningrado con una carta de presentación de la marxista-feminista Agnes Smedley, contemplaban sin duda la Unión Soviética y el marxismo del mismo modo que otros muchos intelectuales de color de la época: como un modo alternativo de desarrollo económico que no se basaba en las jerarquías raciales del Occidente europeo.

Mientras realizaba su doctorado en Leningrado entre 1932 y 1937, Phinney llevó a cabo un estudio comparativo de la política de EE UU hacia los indios con el trato dado por los soviéticos a sus minorías nacionales, en particular a los pueblos de cazadores y recolectores de Siberia. Esperaba hallar un modelo que pudiera emular EE UU. Aunque Phinney nunca publicó un libro sobre esta cuestión, una lectura atenta de sus escritos publicados y manuscritos no publicados indica que su estudio del marxismo y de la política soviética influyó mucho en su posterior implicación en la puesta en práctica de la Ley de Reorganización India (Indian Reorganization Act, IRA) de 1934 y en su carrera como teórico fundador del activismo indio de posguerra.

El ensayo más divulgado de Phinney después de su muerte, Nimi’ipuu Among the White Settlers (Nimi’ipuus entre los colonos blancos) fue escrito mientras intercambiaba misivas con Boas durante su estancia en Leningrado. Exponiendo las contradicciones a que se enfrentaban los nimi’ipuus (como se llamaban a sí mismos los nez percés) y otras tribus indias carentes de tierras, Phinney afirmó que el falso binomio entre asimilación y retorno al pasado no ayudaba a comprender a los nimi’ipuus tras su rendición en 1877. Se basó más bien en la teoría del modo de producción para evaluar la condición actual de la tribu. Desde el punto de vista de Phinney, la extinción potencial de los nimi’ipuus no podía atribuirse a una única causa, señalando que habían sobrevivido a su derrota a manos de los militares. La condición “moribunda” de la tribu se debía más bien a un proceso de 40 años en que “los indios, que fueron sacados, o desviados, de una cultura” para ser “introducidos después en otra”, en un modo de vida extraño que ellos no comprendían ni en el cual contaban con los recursos materiales necesarios para progresar.

Como materialista que era, es decir, como alguien que creía que la cultura está inserta y es fruto de las necesidades de la vida social y económica, Phinney se mostró escéptico ante los revivilistas culturales que no proponían al mismo tiempo un programa político de liberación económica. Entendía que el modo de producción colectiva de los nimi’ipuus era inseparable de su identidad cultural: “En la anterior economía comunal, toda la actividad era una experiencia comunal continua en la que el trabajo (búsqueda y producción de alimentos), el ritual y la diversión eran un único proceso. En la producción de subsistencia, los indios no concebían el trabajo como algo distinto de otras actividades culturales, y en su lengua ni siquiera existía una palabra equivalente a "trabajo". Con la abrupta transición de la participación colectiva general a una economía capitalista avanzada y al individualismo, se vieron confrontados con una distinción entre el trabajo sobre una base individualista y la actividad y recreación comunitarias.”

Esta contradicción, principalmente entre colectivismo e individualismo, quebraba ahora el orden tribal, pues se ofrecían ventajas materiales a los nimi’ipuus a título individual, sin el requisito de trabajar. Se favoreció el desarrollo del individualismo de los indios, pero no en el sentido de la iniciativa y el esfuerzo individuales; por otro lado, el espíritu comunitario sobrevivió y se manifiesta hoy en la forma de las actividades recreativas mencionadas. Phinney, que creía que los nimi’ipuus habían perdido el control sobre su base económica, pensaba que el “espíritu comunitario” por sí solo no permitiría recuperar la capacidad de la tribu para producir su propio sustento. “Los trajes vistosos y las coloridas actuaciones de los indios de hoy satisfacen tanto el gusto del hombre blanco por la pompa espectacular como el amor del actor por los focos”, escribió Phinney sobre las celebraciones culturales de los nimi’ipuus, pero no por eso “hay que asumir que se estén resucitando elementos de la cultura india. Al contrario, esto representa la última etapa de la degradación de la cultura nimi’ipuu.”

Phinney no era un purista cultural, pero entendía que la celebración cultural sin un programa político y económico no significaba una revitalización, sino más bien la asimilación de la tribu por la política racial del espectáculo consumista. No podía haber solución cultural sin solución económica. Phinney nunca afirmó que los nimi’ipuus debieran adaptar sus modos de vida y de trabajo a la economía colonial. Nunca propuso –como han hecho tantos otros– que recurrieran a la formación laboral, a las técnicas agrícolas o a las oportunidades educativas ofrecidas por el orden social blanco. En vez de ello, examinó qué tipo de orden social era el que los nimi’ipuus debían adoptar, señalando que participar en la economía capitalista como obreros no sería otra cosa que una “asimilación en el nivel más bajo de la existencia proletaria blanca”.

Abandonar la reserva y sumarse a la clase obrera sería asumir “una condición en la que [los nimi’ipuus] tendrán que enfrentarse a las adversidades de la explotación y del antagonismo de clase”, trocando la lucha comunitaria contra el colonialismo por la lucha individual por la mera supervivencia. Phinney pensaba que lo más probable era que con esto saldrían peor parados que lo que ya estaban con sus adjudicaciones y los racionamientos de comida. Equiparando la asimilación a la “proletarización”, Phinney subrayó que la soberanía no solo incluye el control de la tierra, sino también el del propio trabajo. Tal como explicó, para la mayoría de trabajadores la conscripción en el capitalismo comienza con la indigencia: “Hoy en día hay en EE UU más ciudadanos negros y blancos que indios que viven en condiciones de pobreza infrahumanas; estos no indios no son objeto de especial atención porque son proletarios en paro o campesinos empobrecidos, es decir, componentes activos de la sociedad capitalista que se supone que han de buscar su salvación individualmente, condenados a vivir o morir gracias a su propio esfuerzo…”

Phinney añadió, con su típica mordacidad, que “el gobierno de EE UU se siente obligado a rehabilitar [a los nimi’ipuus]” y situarlos “en el mismo nivel que el de la familia rural blanca media”. Claro que esa “familia rural blanca media” también necesita a su vez una buena dosis de “rehabilitación”. En este pasaje, Phinney desbarata el binomio entre “primitivo” y “moderno”, preguntando por qué un indígena iba a querer verse asimilado por un orden social que está dividido por líneas de raza y de clase. Los nimi’ipuus ya habían sentido el impulso hacia la modernidad, y la cuestión real es esta: ¿qué tipo de modernidad?

Antes que unirse a la clase obrera, Phinney llamó a los pueblos indígenas a combinar su tradición de propiedad comunitaria e identidad tribal con los principios de la economía marxista: “propiedad de los medios de producción”. Los nativos americanos, propuso, deberían “hacer que los grupos indios se autosustenten económicamente sobre la base de la organización cooperativa (tribal) y la propiedad corporativa (común) de los medios de producción”. De esta manera, Phinney adaptó a Marx a un contexto indígena, considerando que únicamente una base económica colectiva podía sustentar la cultura tribal. En vez de llamar al autosustento de las comunidades indígenas al margen de la sociedad industrializada, Phinney imaginó la consecución de la autosuficiencia económica colectiva tumbando las “barreras del aislamiento” y permitiendo a los nimi’ipuus alinearse con la masa de “familias rurales blancas medias” en la lucha por unas “condiciones de vida nuevas y mejores” como “comunidades modernas conscientes”.

La modernidad de Phinney radica en su idea de que la vida debe orientarse hacia la transformación social. Tratar de reavivar el pasado, señaló Phinney, sería vivir una existencia “en la reserva de especímenes de museo emplumados”, convertirse en el “indio evanescente” cuyas maneras atrasadas justifican retroactivamente el robo de las tierras de los nez percés. Sin embargo, también se percató de que el progreso y la modernidad tenían un precio existencial. Para los nativos americanos, afrontar el futuro significaba asimismo afrontar la profunda experiencia de la pérdida, incluso de la miseria, que se derivaba de siglos de enfermedad y expropiación seguidos del dominio colonial. La modernidad, tal como él la veía, era por tanto un proyecto inacabado, cuyo resultado dependería de la lucha social.

Una nueva intelectualidad india

Phinney solicitó una plaza en la Oficina de Asuntos Indios (BIA) cuando la agencia estaba embarcada en una profunda transición. La IRA de 1934 o el “New Deal indio” no solo descriminalizó la cultura indígena y puso fin a las desastrosas políticas de asimilación oficiales, sino que también creó el primer programa de discriminación positiva en la contratación federal, reclutando un gran número de indígenas con un alto nivel educativo para puestos administrativos. No obstante, Phinney tenía su propia visión del autoempoderamiento indio, que expresaba un gran escepticismo con respecto al Estado, en contraste con lo que parecía indicar su decisión subsiguiente de trabajar para ese mismo Estado. En una carta remitida al director de la BIA, John Collier, Phinney criticó con razón que la IRA “no rompe con el rígido control por parte del gobierno” y se quedaba peligrosamente corta con respecto a las formas de soberanía que él había esbozado en su ensayo sobre los “nimi’ipuus”.

En oposición al predominio de antropólogos y misioneros blancos en la Conferencia India Americana de 1939, Phinney formó un nuevo grupo “limitado a los líderes indios de buena fe” e independiente de la BIA de Collier. Este grupo se coinvirtió luego en el Congreso Nacional de Indios Americanos (National Congress of American Indians, NCAI). Una lectura de los escritos publicados y no publicados de Phinney muestra que pensaba que esta organización panindia sería capaz de empoderar a los indígenas estadounidenses para expresar una idea moderna de sí mismos y tener alguna influencia política en EE UU.

En un ensayo titulado A New Indian Intelligentsia, Phinney esbozó su visión del NCAI. Comenzó llamando a los indios americanos a transformar radicalmente la idea de su propia identidad: “Aparte de toda consideración propia del racismo o del nacionalismo, a los indios americanos no solo hay que otorgar la condición tribal, sino una condición racial. El concepto de "raza" india se deriva en gran medida de nuestra propensión moderna a clasificar grupos de personas en vez de individualizarlos. Antiguamente, los indios se identificaban como grupos locales, después como tribus y familias etnolingüísticas, hasta que ahora han adquirido una conciencia diferenciada de esta clasificación omnímoda: "indios"… Esta tendencia ya se puede observar entre las tribus indias y otras minorías en el mundo entero.”

Siempre dialéctico, Phinney teorizó que la identidad impuesta de raza, de modo similar a la identidad impuesta de trabajador en el capitalismo, podría servir de base de la fuerza colectiva. Preocupado de que la identidad tribal pudiera impedir a los pueblos indígenas tejer alianzas más amplias, Phinney insistió en que “la herencia racial india no es algo que dependa, para su supervivencia, de una atmósfera de reserva. Probablemente, estos indios ajenos a la reserva son el elemento más capaz y combativo de la población india en EE UU.” Este último argumento de Phinney parece revelador. En vez de imaginar, como hace Means, que los indígenas que viven en las ciudades probablemente sean menos conscientes políticamente que los que permanecen en las reservas, Phinney afirma que los pueblos nativos de la diáspora son de hecho los más activos políticamente.

Pensaba que el NCAI podría operar como la vanguardia de esta nueva comunidad panindia. Sería mucho más “combativo y militante” que las anteriores organizaciones indias precisamente por el hecho de reconocer la modernidad de la condición de los nativos americanos. La opción de Phinney por la afiliación racial no supuso un giro a favor de la asimilación. El NCAI limitó sus relaciones con organizaciones dirigidas por blancos, y sus afiliados debían ser exclusivamente indígenas. En efecto, el NCAI desconfiaba tanto de la autoridad blanca que prohibió que cualquier indio que trabajara en la BIA pudiera ocupar un cargo dirigente.

En el momento de su fundación, el NCAI situó la autodeterminación y la soberanía a la cabeza de su programa político. El grupo defendería los intereses indios a escala nacional, articulando una opinión nativa amplia, separada de las identidades tribales y territoriales, pero imbricada con asuntos locales. Los fundadores del NCAI entendían que sus intereses coincidían con los de otras gentes de color, aunque también veían la identidad india como una forma diferenciada de pertenencia, surgida de la historia, de los derechos adquiridos con los tratados y de las relaciones jurídicas con el Estado federal. En otras palabras, el NCAI, gracias al planteamiento visionario de Phinney, utilizaba formaciones raciales modernas para operar políticamente, aunque conservaba una identidad y una finalidad india soberana. Como revelaría la heroica lucha de NCAI para poner fin a la desastrosa “política de terminación”, una década después, la visión de Phinney de un Congreso panindio no llegó ni un minuto tarde.

“Todos los indios verdaderos han muerto

La vida y la obra de Phinney plantean una serie de cuestiones en torno a la identidad y la práctica que todavía perviven en el imaginario nacional sobre los nativos americanos. Tal como lo ha expresado recientemente Dunbar-Ortiz, el mito más persistente sobre los indígenas de EE UU es que han desaparecido, que son parte de un pasado premoderno que inevitablemente, aunque de forma trágica, ha venido y se ha ido. La noción de que “los indios han perdido el tren de la modernidad” ha justificado tanto su desaparición de la historia como la lógica de la conquista de sus tierras. La escasa atención prestada a Phinney no hace más que reforzar esta idea.

Los historiadores suelen presentarlo o bien como un activista indio que no se interesaba por el socialismo, o bien como un “indio de los blancos” que adoptó ideas europeas inadecuadas para la vida de los indígenas. No obstante, en realidad se pareció mucho más a otros intelectuales de color de su época: preocupado por el colonialismo, la identidad racial y la autodeterminación para su pueblo en un contexto global. Su idea de que la cuestión indígena debe interesar a la izquierda y de que el marxismo tiene un papel que desempeñar en la liberación indígena no convierte a Phinney en un iconoclasta solitario, sino que sitúa su obra en un contexto global que concibe la condición indígena, la tierra, el imperialismo y la modernidad, como parte de una coyuntura histórica coherente.

La obra de Phinney propone que es necesario teorizar conjuntamente la modernidad y la vida de los indígenas, y sus ideas sobre lo que puede significar la vida moderna para todos los grupos subalternos merece un estudio más profundo. Las preguntas que planteó a los nimi’ipuus son aplicables a numerosos grupos que se encuentran alienados, desposeídos y explotados por el capitalismo: ¿Cómo avanzar como “comunidades modernas conscientes”, capaces “de gobernar sus asuntos”? Asimismo, ¿cómo transformamos las categorías que nos impone el capitalismo en un modo de autoconciencia colectiva? Phinney comprendió que el capitalismo tiene una lógica global y totalizadora, pero también se percató de que esto no significa que la opresión (o liberación) se configure del mismo modo para todos.

Anticipó la confluencia pantribal hemisférica más amplia de muchas décadas en el campamento NoDAPL y la idea de que la lucha por salvar las tierras, el agua y los derechos de los sioux en Standing Rock forma parte de una lucha más amplia en torno a la extracción intensificada de recursos, la acumulación primitiva, el racismo tóxico y el Estado policiaco. Al autocalificarse de “defensores del agua”, los sioux de Standing Rock dramatizan la violación de sus derechos soberanos como nación sobre sus propios recursos y los conectan con una lucha mundial por liberar las necesidades básicas de la vida –el agua, el suelo y el aire– de la avidez del capital. En gran medida de modo similar a cómo Phinney escribió sobre la raza, este planteamiento destaca lo que es específico de la lucha indígena, mientras que al mismo tiempo conecta esta lucha con un llamamiento internacional a favor de la justicia ecológica. La lucha por la soberanía indígena no es contradictoria con el deseo de transformar la modernidad capitalista, sino que es un elemento central del mismo.

16/11/2016
Benjamin Balthaser es profesor adjunto de literatura estadounidense multiétnica de la Universidad de Indiana.
Notas:
1/ Nez percé (en francés, “nariz perforada”) es el nombre de una tribu india de EE UU.
Traducción: VIENTO SUR
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