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martes, 28 de enero de 2020

¿CAMBIAR DE REGÍMENES POLÍTICOS?‎




«Hoy se ha instalado en nuestra sociedad –de manera sediciosa, mediante discursos políticos ‎extraordinariamente culpables– la idea de que ya no estamos en democracia, de que se ha instalado una forma de dictadura. Pero, ¡váyanse a una dictadura! Una dictadura es un ‎régimen donde una persona o un clan deciden las leyes. Una dictadura es un régimen donde ‎no se cambian los dirigentes, nunca. Si Francia es eso, ¡prueben la dictadura y verán!»‎
Emmanuel Macron, 24 de enero de 2020‎


por Thierry Meyssan
 
En 48 países a la vez, manifestaciones de gran envergadura están poniendo en tela ‎de juicio el régimen político de esos Estados. Aceptada casi universalmente a finales ‎del siglo XX, la supremacía del modelo democrático se ve hoy altamente cuestionada. ‎Thierry Meyssan estima que ningún sistema constitucional permitirá resolver los problemas actuales, que son ante todo consecuencia y fruto de ciertos valores y ‎comportamientos. ‎

Red Voltaire | Damasco (Siria)

En varios continentes, 48 pueblos se sublevan hoy contra sus gobiernos. Nunca antes se había ‎visto un movimiento planetario de esa envergadura. Después del periodo de globalización ‎financiera estamos viendo un cuestionamiento de los sistemas políticos e imaginamos el ‎surgimiento de nuevas formas de gobierno. ‎

La «supremacía» de la democracia

En los siglos XIX y XX se vieron a la vez el triunfo de la organización de elecciones y la ‎ampliación progresiva de las categorías de personas con derecho al voto (los hombres libres, ‎los pobres, las mujeres, las minorías étnicas, etc.). ‎

Gracias al desarrollo de las clases medias creció la cantidad de personas que tenían tiempo de ‎interesarse por la política, lo cual favoreció el debate y contribuyó a civilizar las costumbres ‎sociales. ‎

Los nacientes medios de comunicación dieron la posibilidad de participar en la vida pública a las ‎personas que querían hacerlo. Cuando elegimos presidentes no es como respuesta a luchas ‎políticas sino porque hoy tenemos la posibilidad de hacerlo. Antes predominaban las sucesiones ‎automáticas, generalmente –aunque no siempre– hereditarias, principalmente porque no todos ‎tenían la posibilidad de mantenerse informados sobre los problemas de la sociedad y de ‎transmitir rápidamente sus opiniones. ‎

Estúpidamente hemos atribuido la transformación sociológica de las sociedades y este progreso ‎técnico al hecho de haber optado por un régimen: la democracia. Pero la democracia no es una ‎ley sino un ideal: «el gobierno del Pueblo, por el Pueblo y para el Pueblo», según la frase de ‎Abraham Lincoln. ‎

Rápidamente hemos acabado comprobando que las instituciones democráticas no son superiores ‎a las demás. Amplían la cantidad de privilegiados, pero en definitiva permiten que la mayoría ‎imponga su voluntad a una minoría, llegando incluso a aplastarla y reprimirla. Por eso hemos ‎concebido todo tipo de leyes, tratando de mejorar ese sistema. Hemos asimilado la separación ‎de poderes a la protección de las minorías. ‎

A pesar de todo, el modelo democrático ya no funciona. Muchos ciudadanos se dan cuenta de ‎que sus opiniones ya no son tomadas en cuenta. Pero ese problema no viene de las ‎instituciones, que no han cambiado sustancialmente, sino de la manera de utilizarlas. ‎

Además, después de habernos convencido, con Winston Churchill, de que «La democracia es un ‎mal sistema, pero es el menos malo de todos los sistemas», nos damos cuenta de que cada ‎régimen político debe responder a las preocupaciones de grupos humanos cuyas preocupaciones ‎son diferentes, según su historia y su cultura; vemos que lo que es bueno aquí, no lo es allá, ni ‎tampoco en otra época. ‎

En política, hay que desconfiar del vocabulario. El significado de las palabras cambia con ‎el tiempo. Hay palabras que se insertan en el discurso político con bellas intenciones… y que ‎después son tergiversadas con las peores intenciones. Confundimos nuestras ideas con las ‎palabras que utilizamos para expresarlas, pero otros utilizan esas mismas palabras para traicionar ‎las mismas ideas. Por ello precisaré en este texto las que me parecen más importantes. ‎

Tenemos que replantear la cuestión de nuestra forma de gobierno. Pero no al estilo del ‎presidente francés Emmanuel Macron, quien opone «democracia» y «dictadura» para ‎cerrar la reflexión ante de que haya empezado. Esas dos palabras se aplican a realidades de ‎orden diferente. La «democracia» designa un régimen donde participa la mayor parte. Se opone ‎a la oligarquía, donde unos pocos ejercen el poder. La «dictadura», por el contrario, ya ‎no se refiere a la cantidad de personas implicadas en la toma de decisiones sino a la manera de ‎tomar las decisiones. La «dictadura» designa un régimen donde el jefe, un comandante militar, ‎puede tener que tomar sus decisiones sin poder debatir sobre ellas. La «dictadura» se opone al ‎parlamentarismo. ‎

La legitimidad de la República

Primero que todo, tenemos que plantear la cuestión de la legitimidad, o sea de las razones por ‎las cuales reconocemos un gobierno, y después el Estado, como tan útiles que aceptamos su ‎autoridad. ‎

Obedecemos a un gobierno del cual creemos que sirve nuestros intereses. Esa es la noción de ‎‎«república» como la entendían los romanos. Los reyes de Francia construyeron ‎pacientemente la idea del «interés general», idea a la cual se opusieron los anglosajones ‎a partir del siglo XVII y de la experiencia de Oliver Cromwell. Hoy en día, el Reino Unido y ‎Estados Unidos son los únicos países donde se afirma que el interés general no existe sino que ‎sólo hay una suma –lo más elevada posible– de intereses disimiles y contradictorios. ‎

Para los británicos, cualquier persona que hable del interés general es considerada a priori ‎sospechosa de querer reinstaurar el sanguinario régimen republicano de Oliver Cromwell. ‎Los estadounidenses son capaces de entender que cada Estado miembro de los Estados Unidos ‎sea republicano –o sea, que esté al servicio de los intereses particulares de su población local– ‎pero no aceptan que lo sea el Estado federal –del cual desconfían. Y no lo aceptan porque ‎piensan que el Estado federal no puede estar simultáneamente al servicio de los intereses de ‎todos y cada uno de los componentes de toda esa nación de inmigrantes. Es por eso que en ‎Estados Unidos un candidato no presenta un programa donde expone su visión de la sociedad –‎como se hace en el resto del mundo– sino una lista de grupos de intereses que lo apoyan. ‎

La forma de pensar de los anglosajones me parece extraña… pero es SU forma de pensar. ‎Proseguiré mi reflexión con los pueblos que aceptan la idea del interés general. Para esos ‎pueblos, todos los regímenes políticos son aceptables, a condición de que estén al servicio del ‎interés general, lo cual por desgracia generalmente ya no es el caso de nuestras democracias. ‎El problema es que ninguna constitución es capaz de garantizar que el régimen esté ‎obligatoriamente al servicio del interés general. Se trata de una práctica y nada más. 

La virtud republicana

Se plantea entonces la cuestión de las cualidades necesarias para el buen funcionamiento de un ‎régimen político –sea democrático o no. Ya en el siglo XVI, Maquiavelo respondía a esa cuestión ‎enunciando el principio de la «virtud». La «virtud» no es aquí ninguna forma de moral sino una ‎forma de renunciar al interés personal, una renuncia que permite ocuparse del interés general sin tratar de sacar ‎provecho personal, cualidad que hoy parece prácticamente inexistente en la casi totalidad del ‎personal político occidental. ‎

A menudo se cita a Maquiavelo como manipulador y como el pensador del engaño y de la ‎manipulación en materia de política. Claro, Maquiavelo no era un ingenuo sino un hombre que ‎enseñaba al príncipe como utilizar su poder para vencer a sus enemigos, pero que también ‎lo enseñaba a no abusar de su poder. ‎

No sabemos cómo desarrollar la virtud pero sabemos lo que ha llevado a que desaparezca: sólo ‎nos preocupamos de quienes tienen dinero, ya no respetamos a quienes se dedican al interés general. ‎Peor aún, cuando encontramos a alguien que se dedica al interés general, partimos del principio ‎que esa persona es rica. Sin embargo, si pasamos revista a las personalidades políticas virtuosas ‎veremos que sólo eran ricas las que habían heredado una fortuna o ganado dinero antes de ‎dedicarse a la política, pero por lo general no eran personas adineradas. ‎

Los trabajos de Gene Sharp y la experiencia de las llamadas «revoluciones de colores» ‎nos muestran que, sin importar el régimen político que nos gobierne, siempre tenemos ‎los dirigentes que merecemos. Ningun régimen puede perdurar sin el aval del pueblo. ‎

Por consiguiente, somos colectivamente responsables de la falta de virtud de nuestros dirigentes. ‎Más que tratar de cambiar nuestras instituciones, tendríamos entonces que tratar de cambiar ‎nosotros mismos y aprender a no considerar a los demás sólo en función del grueso de sus ‎billeteras sino, en primer lugar, según su grado de virtud. ‎

La fraternidad revolucionaria

La Revolución agregó la fraternidad a la virtud. Insisto en que, tampoco en este caso, se trataba ‎de una cuestión moral o religiosa, tampoco de algún tipo de ayuda social, sino de la fraternidad de ‎las armas entre los soldados del Año II. Eran voluntarios que habían tomado las armas para salvar ‎el país de la invasión prusiana, enfrentándose a un ejército profesional. No había entre ellos ‎las diferencias que existían entre la aristocracia y los miembros del Tercer Estado. y así lucharon ‎y vencieron. ‎

Su himno, La Marsellesa, se convirtió en el himno de la República Francesa y fue adoptado ‎también por la naciente Revolución soviética. Hoy en día, ya nadie entiende el significado de su ‎estribillo: 

¡A las armas, ciudadanos!‎
¡Formad vuestros batallones!‎
¡Marchemos, marchemos!‎
¡Que una sangre impura‎
alimente nuestros surcos!‎
 
Erróneamente, esos versos se interpretan hoy como si quisiéramos alimentar nuestra tierra con ‎la sangre de nuestros enemigos. Pero la sangre de los soldados del tirano sólo podría envenenar ‎nuestra tierra. En el imaginario de aquella época, la «sangre impura» del Pueblo se opone a la ‎‎«sangre azul» de los oficiales prusianos que pretendían invadir Francia. Los versos antes citados ‎en realidad exaltan el sacrificio supremo que forja la fraternidad de armas entre los ‎Revolucionarios. ‎

La Fraternidad de armas del Pueblo corresponde a la virtud de los dirigentes. Cada una de ellas ‎responde a la otra.‎

¿Qué pasa hoy en día?

Hoy vivimos un periodo que recuerda la época de la Revolución Francesa: estamos nuevamente ‎ante una sociedad divida en órdenes. De un lado están los dirigentes, escogidos desde su ‎nacimiento para ese papel. Están después los escribas que implantan el orden moral a través de ‎los medios de difusión. Finalmente tenemos un Tercer Estado, la multitud carente de privilegios, ‎los rechazados a golpe de granadas lacrimógenas y de disparos de LBD [1]. Pero hoy los franceses no mueren defendiendo su país de alguna ‎invasión extranjera. Tienen más posibilidades de morir luchando por los intereses representados ‎por el millar de magnates que se reúne anualmente en Davos. ‎

El hecho es que, a través del mundo, los pueblos buscan hoy nuevas formas de gobierno, más ‎acordes con sus historias y sus aspiraciones. ‎



[1] El dispositivo designado ‎en Francia como LBD (siglas en francés correspondientes a Lanzador de Pelotas de Defensa) es ‎un arma considerada no letal utilizada por las fuerzas antimotines francesas para la dispersión de ‎multitudes. Su uso intensivo en toda Francia, durante todo el año 2019, contra las ‎manifestaciones de los Chalecos Amarillos, se ha traducido en numerosos casos de lesiones graves ‎entre los manifestaciones, que han quedado seriamente desfigurados o han perdido la visión. ‎Nota de la Red Voltaire.


jueves, 28 de noviembre de 2019

DEMOCRACIA FRAUDULENTA



Escribe: Milcíades Ruiz

Los manejadores sociales logran comportamientos inducidos con fines religiosos, doctrinarios y comerciales. Pero también, con fines perversos de dominación política, cultural y económica. Se utilizan tecnologías digitales y psicológicas para lucrar mediante el fraude publicitario, pero este delito, es legal. En política se trafica fraudulentamente con las expectativas populares, cometiendo estafas diversas. Toda la campaña electoral es un fraude legitimado, pero lo permitimos porque así, nos han acondicionado.

El acondicionamiento manipulado ha hecho perder a la población su capacidad de reacción frente a los abusos gubernamentales. Sabe que no es justo, pero lo soporta porque se siente impotente ante una férrea estructura de poder con fuerzas armadas de represión. Es una cuestión de poder. Si el pueblo no cuenta con suficiente capacidad de imponer condiciones, la corrupción, el fraude y el abuso continuarán.

No puede haber democracia si el pueblo no tiene mandato sobre los administradores del estado. El fraude se ha enseñoreado por encima de la voluntad popular. Un sistema eleccionario fraudulento, necesariamente arroja gobernantes fraudulentos. Eso es lo que hemos tenido siempre durante gran parte de la historia de la república que, por lo mismo, es fraudulenta.

La investigación del caso Lava Jato, llevada a cabo por fiscales que están fuera de lo común, nos permite ver la corrupción de los presidentes y otros gobernantes en los últimos 30 años. Pero la república siempre ha funcionado así, en oculto. El fraude electoral no está solamente en el conteo de votos emitidos y en las actas. Está en el régimen eleccionario, en los organismos electorales y otros mecanismos de estafa.

Una forma muy clara de fraude electoral está en la interferencia de poderosas empresas que invierten millones de dólares en cada proceso electoral. Sabemos bien que las empresas invierten donde hay rentabilidad calculada y no, por ideales políticos. La empresa nunca invierte para perder dinero y por eso, todo aporte de dinero a la campaña electoral de un candidato es un pago a cuenta.

Pero estas inversiones disfrazadas como donaciones, aportes o colaboraciones, en la práctica son fraudes electorales. El propósito inmediato es estafar al electorado con un resultado fraudulento distorsionando el proceso. El dinero aportado se usa para el fraude publicitario en toda forma y medio, sufragar competencia desleal, sobornar autoridades electorales, bloquear rivales, etc.

En esta estafa electoral, están involucrados muchos cómplices incluyendo las empresas que financian el fraude, pero al parecer estas, están exoneradas de ser acusadas e intervenidas. Pero el fraude toma también caminos indirectos haciendo triangulación con instituciones como la CONFIEP y otras, que tienen diversos métodos de estafa electoral. 

Entonces, los procesos electorales son manejados por fuerzas empresariales muy poderosas que cometen fraude sin aparecer en el escenario político. Todos creen que se ganan las elecciones en mérito a la campaña electoral de las figuras políticas, pero no es así. Todos creen que gobiernan los políticos, pero estos son solo testaferros del poder económico.

“No hay lonche gratis” es la consigna del neoliberalismo y los millones de dólares gastados para el fraude y el soborno, solo forman parte de los costos de inversión. Es pago a cuenta y diferido para que finalmente sea el pueblo el que asuma ese costo. Así, ha procedido ODEBRECHT cargando los costos al presupuesto sobrevalorado de obras y concesiones de peajes por más de 30 años.

Con esta modalidad delictiva, la millonada entregada a Keiko por el grupo Romero, grupo Gloria, grupo Ferreyros, y otras grandes corporaciones, ya ha sido recuperada, cargándola al precio de los servicios financieros, productos lácteos y otras formas de recuperación. El dominio del mercado de estos grandes grupos de poder económico les permite trasladar al consumidor los costos de la corrupción en complicidad con los gobernantes sobornados.

En esta perspectiva, siendo el pueblo el que paga esos sobrecostos con impuestos, peajes y otros cargos, al final de la cadena resultamos siendo nosotros los que financiamos las campañas de Keiko y demás candidatos corruptos. Por eso estalla la gente, de pura rabia contenida por tanto abuso sin poder hacer nada. Eso explica la prolongada protesta chilena pues las esporádicas marchas de protesta son solo pataletas del momento.

Así se gobierna el Perú y como hemos podido verificar, muchos políticos llegan al poder por esta vía. Muchos congresistas son producto del fraude. Por consiguiente, los poderes del Estado son producto del fraude. Si no fuera por este fraude, muchos líderes políticos no hubiesen llegado a ser parlamentarios, ni autoridades judiciales ni electorales. 

Pero ahora, con el nuevo proceso electoral ¿Será diferente? ¿Las campañas electorales no serán fraudulentas? En las listas de candidatos aparece muchos traficantes ya conocidos, pero los desconocidos ¿tendrán un comportamiento diferente? ¿Cambiar a un ladrón conocido por otro desconocido evita la delincuencia?

No es cuestión de personas. Es el sistema electoral fraudulento el que arroja una democracia fraudulenta, con autoridades de falsa representatividad. El producto final siempre será el mismo si no se cambia el sistema electoral en su totalidad. Las reformas solo maquillan la apariencia. El cambio de régimen electoral debería ser por ahora nuestra bandera para lograr una democracia más auténtica. Salvo mejor parecer.

Noviembre 2019