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sábado, 17 de febrero de 2024

EL MÉTODO SIMONE WEIL: PENSAR EL PRESENTE DURANTE CIEN AÑOS


Fuentes: Ctxt

 

Por Amador Fernández-Savater | 12/02/2024 

 

Pensar y resistir, pensar en primera persona y resistir sin adoración del poder, resistencia del pensamiento a toda pasión de unanimidad y pensamiento de la resistencia capaz de percibirla en los detalles más mínimos de la realidad.

Leyendo los textos políticos de Simone Weil estos días, en los dos talleres organizados por CTXT, todos los asistentes quedamos impresionados por su actualidad. “¿Pero cuándo se ha escrito esto?”, preguntaba alguien. ¿Cómo es posible estar tan pegado a lo más vivo del presente, como ella lo estuvo siempre, y a la vez pensar para cien años (y contando)? ¿Cuál es, nos preguntábamos, el “método Weil”? 

Es desde luego una cuestión de contenidos, de enunciados, de argumentos, lo que ella escribió sobre el poder o la guerra se discutirá sin duda por décadas, pero hay asimismo una dimensión de mirada, de escucha, de apertura a la realidad. Una manera de estar en el mundo y entre las cosas marcada por una atención y una receptividad radicales.

Poner el cuerpo para pensar fue una constante en su vida. Ingresar en una fábrica para pensar la condición obrera. Vivir como miliciana para pensar la guerra. Militar como sindicalista para pensar la revolución. Sólo haciendo experiencia se nos entrega la verdad de un fragmento de mundo. “La verdad no es sólo una obra nacida del pensamiento puro (…) Una verdad es siempre la verdad de algo, el esplendor de la realidad (…) Desear la verdad es desear un contacto directo con la realidad”. 

El cuerpo de Simone Weil, de quien se dice que murió virgen, fue un cuerpo-esponja capaz de registrar los detalles más nimios y pensar desde ellos las tendencias ocultas de la época. La base material de su método. Un cuerpo poderoso es un cuerpo sensible, recogido en sí mismo y a la vez abierto, capaz de detectar como un sismógrafo los menores temblores de tierra. No necesariamente un cuerpo liberado o expansivo pero sin vulnerabilidad, sin fisura, sin herida que lo conecte al mundo.

Fuerza de la desesperación, fuerza de la guerra, fuerza de las palabras: rescato ahora de entre las conversaciones de estos días tres puntos de actualidad del pensamiento de Simone Weil.

La fuerza de la desesperación: Simone Weil en Alemania

En 1932, poco antes de la llegada de Hitler al poder, Simone Weil viaja a Alemania para ver y pensar lo que allí pasa por sí misma. Uno vive normalmente en un país y no se entera de casi nada de lo que ocurre. Simone Weil pasa un rato en otro y parece verlo y oírlo y saberlo todo. Su biógrafa, Simone Pétrement, nos cuenta que viajó sola, tuvo relativamente pocos encuentros, sobre todo con obreros, dio muchos paseos y se documentó ampliamente. Sus cartas y relatos son testimonio de esa capacidad de ver la época simplemente caminando por sus calles.

Weil piensa y describe dos cosas: la situación de fondo y las fuerzas en presencia. Situación y fuerzas como ejes de coordenadas del método Weil.

En primer lugar, la situación de grave crisis económica de la República de Weimar. Una situación potencialmente revolucionaria porque la vida de cada uno está unida inextricablemente al destino común. Lo personal no es siempre político, pero sí cuando ambos vibran juntos. Cuando lo que está en juego en la situación común y objetiva interpela a lo más íntimo y subjetivo de cada cual.

Las fuerzas en presencia son tres: el movimiento hitleriano, el Partido Socialdemócrata (SPD) y el Partido Comunista (KPD).

¿Cuál es la fuerza de los hitlerianos? Es la fuerza de la desesperación, responde Simone Weil, puesta al servicio de la clase dominante. La resonancia con el presente es obvia. La extrema derecha capta y captura el malestar social (que la izquierda no sabe representar) y lo pone al servicio de la reproducción del mismo sistema que lo provoca.

Los hitlerianos lo consiguen a través del nacionalismo, dice Weil. La trampa nacionalista es siempre la misma: sustituye la pregunta del “qué” por la pregunta del “quién”. El problema ya no es entonces el capitalismo en sí, sino el capitalismo “inglés” o “francés”. El culpable de la crisis económica es el Pacto de Versalles que ha impuesto condiciones humillantes para la claudicación alemana tras la Primera Guerra Mundial. Hitler vengará esa humillación y restaurará el orgullo herido.

A través del desplazamiento que opera el marco nacionalista, el malestar social queda atado a los representantes del capitalismo nacional. El “socialismo” que reivindican los hitlerianos es nacional-socialismo: un capitalismo de Estado. La gran burguesía alemana los utiliza contra los movimientos efectivamente revolucionarios, pero atizará de ese modo el incendio en el que ella misma acabará ardiendo.

La segunda fuerza en presencia es el Partido Socialdemócrata, arraigado sobre todo en la clase obrera alemana y las fábricas. Weil valora mucho esa implantación, porque siempre concedió gran importancia a la experiencia del trabajo como determinante de la subjetividad, de la manera de pensar, de sentir y de actuar.

Pero Weil detecta asimismo un problema: la fuerza del SPD y sus grandes sindicatos afines, que consiste en haber construido un mundo entero para los trabajadores, compuesto de oficinas, bibliotecas, escuelas y lugares de vacaciones, está cosida firmemente al régimen de Weimar, a su estabilidad y legalidad. ¿Y cómo desafiar aquello de lo que dependes? “Los sindicatos están encadenados al aparato de Estado por cadenas de oro”.

Pensar, para Simone Weil, requiere un gesto radical de renuncia: a las seguridades y certezas que nos constituyen, al propio Yo. Ella misma renunció durante su vida a muchas cosas para poder pensar libremente: a su condición burguesa, a su éxito intelectual, a su adscripción religiosa, incluso a su seguridad física.

El SPD piensa la situación de crisis desde el interés por conservar su infraestructura organizativa, pero así se vuelve sordo a la gravedad de lo que ocurre y queda subordinado al statu quo. Se entregará al nuevo régimen hitleriano atado de pies y manos. Un pensamiento conservador no es sólo una cuestión de ideología…

La última fuerza en presencia es el Partido Comunista (KPD), establecido sobre todo entre los parados alemanes. Eso ya representa un problema para Weil, porque para ella el trabajo produce subjetividad y la experiencia del no-trabajo subjetiva como incapacidad para plantear una alternativa de futuro.

El segundo problema del KPD es estar dirigido desde Moscú. Es decir, se piensa desde un lugar distinto a la situación en marcha. Los que viven las cosas no deciden sobre ellas, los que deciden sobre ellas no las viven. “Todos los fallos del KPD son influencia de Moscú”, concluye Weil, implacable.

A la URSS le preocupa menos una Alemania nazi que una Alemania anti-soviética (sea del signo que sea). Sus cálculos y decisiones se toman desde los intereses geopolíticos de la URSS, no desde la situación en marcha en Alemania o desde la preocupación por la vida de los militantes comunistas, sacrificados como peones en el tablero de ajedrez.

Weil discute la catastrófica decisión del KPD de copiar el marco nacionalista de pensamiento. La fascinación por su eficacia lleva a ceder las propias categorías (el internacionalismo) e imitar al adversario, entrando en una lógica simétrica y especular. Lo mismo que hoy en día se llama, en el lenguaje populista, “disputar los significantes nacionales (o de orden y certezas) a la derecha”. Pensar desde la cabeza del adversario.

El resultado final es que el SPD y el KPD se enfrentan ferozmente entre sí y no intervienen en la situación en crisis. El “frente único” se intenta una y mil veces en la calle, entre los propios obreros y desde la base, pero nunca cristaliza a nivel de las decisiones tácticas y estratégicas de partido. Incluso, en el caso de los comunistas, se prefieren alianzas puntuales con los hitlerianos contra los socialdemócratas, enemigos históricos.

Lo que precipita finalmente el desastre es un problema de representación, de delegación del pensamiento y la decisión en jefaturas independizadas de la situación. El proletariado resiste a la desesperación, los obreros no se vuelven ladrones o criminales, nacionalistas o hitlerianos. Pero sus direcciones piensan lo que ocurre desde un exterior: el exterior de los intereses geopolíticos o de las propiedades a conservar. “Los obreros alemanes tienen en su contra todo el poder constituido, lo instalado en su lugar”.

La fuerza de la guerra: Simone Weil en España 

A partir de su corta pero intensa experiencia en la contienda civil española, y a través del poema homérico de La Ilíada, Simone Weil desarrolla una poderosa meditación sobre la guerra, más concretamente sobre la fuerza que se activa en la guerra.

A diferencia del marxismo, que nos enseña a ver por debajo de las declaraciones y las retóricas humanistas la dura realidad de los intereses económicos, Simone Weil nos enseña a ver por debajo de los intereses económicos otra realidad más decisiva y más determinante: la materialidad de los afectos, la embriaguez de la guerra. ¡Lo económico disimula lo pulsional!

¿Qué es la embriaguez de la guerra? Es la pasión de absoluto que toma y ciega a los combatientes, impidiéndoles ver la realidad y sus límites. El que tiene fuerza cree, por el solo hecho de tenerla, que además tiene la razón y que el derrotado, por ser más débil, carece por completo de ella. Entre el adversario y yo, piensa el embriagado por la guerra, no hay nada en común, ninguna humanidad común. Querer la victoria absoluta es pretender el exterminio radical del otro.

Esta embriaguez recuerda el mecanismo (a la vez racional y pasional) que el general Von Clausewitz llamó “escalada hacia los extremos” y que define como tendencia toda guerra. Un juego recíproco de ataques y represalias que, en una espiral enloquecida e incontrolable, amenaza con llevarse todo y a todos por delante. El vencedor reina finalmente sobre un territorio devastado, es siempre rey del desierto

Este es el fondo de la famosa carta que dirigió Weil al escritor George Bernanos tras volver del frente de Aragón. Bernanos, después de haber aplaudido primero el levantamiento franquista, se distancia luego horrorizado tras asistir a la represión franquista en la isla de Mallorca. Simone Weil se presenta en su carta como una horrorizada del otro bando, que ha visto a los compañeros anarquistas, tomados ellos también por la embriaguez de la guerra, ejecutar fría y brutalmente a sacerdotes o falangistas jóvenes.

Esta pasión de absoluto se opone punto por punto a la concepción del mundo de Weil: como un entramado de relaciones, una malla de vínculos, que nos exige sobre todo un arte de las mediaciones. Vivir es como navegar: hay que contar con lo que tenemos alrededor: los vientos, las corrientes, la tierra. La pasión guerrera de absoluto es por el contrario como un barco que pretendiera avanzar destruyendo el medio mismo donde se mueve.

Cuando Netanyahu promete traer la “victoria total” a Israel habla desde la embriaguez de la guerra. El genocidio, el desplazamiento de poblaciones, la destrucción de los hogares son la punta extrema de una cadena lógica que ningún poder occidental se atreve hoy a interrumpir. Pero no hay “victoria total”, enseña Weil leyendo La Ilíada, los “héroes” que creen manejar la fuerza son en realidad manejados por ella como patéticos títeres, y acaban siempre siendo arrastrados ellos mismos por el polvo.

La fuerza de las palabras: Simone Weil en el lenguaje

¿Por qué la guerra? El problema, dice Weil, es justamente que las guerras no tienen un objetivo preciso ni un origen claro, sino que toman un pretexto cualquiera para el despliegue de la voluntad de poder. Como por ejemplo el rapto de Helena en La Ilíada. A todos los personajes del poema homérico –excepto a Paris– les importa un rábano Helena, pero la “afrenta” que supone su rapto va a llevar al mundo conocido a la catástrofe y la destrucción total.

Pero, ¿y en los conflictos contemporáneos? Ni siquiera hallamos ya en su origen el cuerpo encantador de Helena, al menos algo material, sensible y palpable. “Son palabras adornadas de mayúsculas”, dice Weil, “las que desempeñan el papel de Helena (…) Atribúyanse mayúsculas a palabras vacías de significado y los hombres verterán raudales de sangre”.

Palabras mayúsculas, palabras mortíferas, por las que se mata y se muere. ¿Qué palabras son esas? Weil cita y analiza las siguientes: Nación, Seguridad, Capitalismo, Comunismo, Fascismo, Orden, Autoridad, Propiedad, Democracia. No muy diferentes, como puede verse, de las palabras dominantes actualmente en el lenguaje político.

Pero más que tales o cuales palabras, lo mortífero es un tipo de efecto, de operación, de uso. El carácter mortífero no es sólo una propiedad de la palabra en sí, sino un tipo de funcionamiento. Toda palabra puede cristalizar en fetiche y palabra mortífera.

La palabra mortífera es, en primer lugar, una palabra absoluta. Entidad autosuficiente, independiente de toda condición, de toda correspondencia con lo real, de toda medida o proporción, de toda posibilidad de verificación.

Pensemos en el uso que se hace hoy de la palabra “democracia” entre nuestros políticos. Como una cuestión absoluta, no relativa a algo: proceso, medida, condiciones. Designar una realidad como “democrática” significa que no se puede discutir, cuestionar, verificar. Es así, y punto.

La palabra absoluta es una palabra vacía que se refiere a todo y a nada, no remite a algo preciso, contrastable, observable y palpable. No admite réplica, contestación, dialéctica, diálogo. Son palabras-monólogo que expulsan al otro, lo destituyen como interlocutor crítico, zanjan toda discusión. La palabra absoluta tiene siempre la última palabra.

La palabra mortífera es, en segundo lugar, una palabra moralizante. Distribuye el Bien y el Mal. Me identifica con el Bien, te identifica con el Mal. Me da toda la razón, te la quita. El otro no tiene razón ni razones, nada que merezca la pena ser escuchado, discutido, ninguna legitimidad en su relato. Es puro Mal.

El uso que hace hoy la derecha global del término “terrorismo” es el ejemplo más evidente. Sirve para designar cualquier cosa porque no significa nada, pone al otro fuera de la discusión, invita a su eliminación. Pero también la izquierda tiene sus propias palabras mortíferas, su uso mortífero de ciertos términos, quizá la más llamativa hoy es “fascista”, “facha”. Una etiqueta que se usa como arma arrojadiza, que inhabilita toda escucha de lo que no es políticamente correcto, todo diálogo con lo diferente, todo atisbo de revisión de las propias ideas.

Hay palabras que habilitan la relación, tienen en cuenta al otro y lo otro, lo diferente y cambiante. Son palabras relativas, relativas a algo, relativas a alguien. Hay otras palabras, sin embargo, que impulsan el avance de ese barco que destruye todo a su paso. Son palabras mayúsculas, palabras mortíferas, palabras que contagian la guerra y su pasión de absoluto.

Combatir la guerra pasa por desactivar el carácter mortífero de las palabras. “Aclarar las ideas, desacreditar las palabras congénitamente vacías, definir el uso de las otras mediante análisis precisos, ése es, por extraño que pueda parecer, un trabajo que podría preservar existencias humanas”.

La relación de fuerzas: Simone Weil y la lucha de clases   

Hay, finalmente, un término que Weil defiende y rescata: lucha de clases. ¿Por qué, en qué sentido lo reivindica?

La crítica de Weil a las pasiones de absoluto, totalitarias, no es liberal sino de inspiración maquiaveliana. La sociedad, dice el famoso florentino, se presenta siempre dividida entre los que oprimen y los que no quieren ser oprimidos. Lo único que limita la voracidad infinita de los poderosos es la resistencia de los sin-poder. En efecto: sólo la lucha de los débiles (esclavos, mujeres, obreros) ha hecho progresar este mundo en términos de libertad, igualdad y justicia.

Weil parece descreer, al final de su vida, de la palabra “revolución”. ¿No tiene ella misma un carácter absoluto? Derribar todo, reiniciar todo, pero siempre todo. La resistencia, sin embargo, instaura una relación de fuerzas. Donde había una sola fuerza, potencialmente totalitaria, aparecen de pronto dos o más que se limitan y equilibran entre sí. La lucha es al mismo tiempo relación. Una relación en la división. Lo contrario de la guerra.

Combatir la guerra no pasa por instaurar la paz, garantizada por una arquitectura jurídica definitiva, sino por permitir la relación de fuerzas, heterogéneas y cambiantes, que se limitan y equilibran entre sí. La verdadera catástrofe es por tanto una sociedad sin división, intolerante al conflicto, incapaz de saber-hacer con las peleas que plantean los de abajo, los sin-poder, los débiles. Una sociedad exactamente como la nuestra.

Pensar y resistir, pensar en primera persona y resistir sin adoración del poder, resistencia del pensamiento a toda pasión de unanimidad y pensamiento de la resistencia capaz de percibirla en los detalles más mínimos de la realidad: ¿he aquí la clave del método Weil para pensar el presente durante cien años? 

Amador Fernández-Savater es investigador independiente, activista, editor, ‘filósofo pirata’. Ha publicado recientemente Habitar y gobernar; inspiraciones para una nueva concepción política (Ned ediciones, 2020) y La fuerza de los débiles; ensayo sobre la eficacia política (Akal, 2021). Sus diferentes actividades y publicaciones pueden seguirse en www.filosofiapirata.net.

Fuente: https://ctxt.es/es/20240201/Firmas/45559/Amador-Fernandez-Savater-Simone-Weil-lenguaje-Alemania-lucha-de-clases.htm

https://rebelion.org/el-metodo-simone-weil-pensar-el-presente-durante-cien-anos/

 

martes, 18 de septiembre de 2012

SIMONE WEIL UNA VIDA DEDICADA AL PROYECTO PROLETARIO



COMENTARIO BREVE

No conocía a Simone Weil. La busqué en Wikipedia (le adjunto la reseña) Me parece que es una vida valiosa, pero igualmente me parece que sólo conoció a Marx por terceras personas. González Prada, con su El Intelectual y el Obrero le puede enseñar la relación trabajo manual - trabajo intelectual (y sin mencionar a Engels con El Papel del Trabajo…) Y me parece que respecto al trabajo, poco a poco se captará la relación reciprocidad-iniciativa-cooperación.

15/08/2012
Ragarro


I

SIMONE WEIL

SimoneWeil (n. 3 de febrero de 1909, en París, Francia – 24 de agosto de 1943, en Ashford, Kent, Inglaterra) fue una filósofa francesa.

Biografía

SimoneWeil, nace en el seno de una familia hebrea intelectual y laica: su padre era un médico renombrado y su hermano mayor, André Weil, un matemático brillante.

Estudia filosofía y literatura clásica, es alumna de Alain (ÉmileChartier). A los 19 años ingresa, con la calificación más alta, seguida por Simone de Beauvoir, en la Escuela Normal Superior de París. Se gradúa a los 22 años y comienza su carrera docente en diversos liceos.

En uno de sus escritos autobiográficos, Simone de Beauvoir comenta sobre ella: “Me intrigaba por su gran reputación de mujer inteligente y audaz. Por ese tiempo, una terrible hambruna había devastado China y me contaron que cuando ella escuchó la noticia lloró. Estas lágrimas motivaron mi respeto, mucho más que sus dotes como filósofa. Envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero”.

Al comienzo de los años treinta parte por algunas semanas a Alemania y a su regreso escribe algunos artículos donde expresa con lucidez hacia dónde se dirige Alemania. A los 23 años es transferida del liceo donde trabajaba por encabezar una manifestación de obreros cesantes. Los problemas con los superiores de los liceos se suceden, por cuestiones políticas y de metodología docente, lo que significa que una y otra vez será transferida de liceo.

Conoce a León Trotsky en París, con quien discute sobre la situación rusa, Stalin, y la doctrina marxista.

A los 25 años, abandona provisionalmente su carrera docente, para huir de París y durante los años 1934 y 1935, trabaja como obrera en Renault: "Allí recibí la marca del esclavo", dirá. En 1941, ya en Marsella, trabaja como obrera agrícola. Piensa que el trabajo manual debe considerarse como el centro de la cultura y sostiene que la separación creciente a lo largo de la historia entre la actividad manual y la actividad intelectual ha sido la causa de la relación de dominio y poder que ejercen los que manejan la palabra sobre los que se ocupan de las cosas.

Pacifista radical, luego sindicalista revolucionaria, finalmente llegará a pensar que sólo es posible un reformismo revolucionario: los pobres están tan explotados que no tienen la fuerza de alzarse contra la opresión y, sin embargo, es absolutamente imprescindible que ellos mismos tomen la responsabilidad de su revolución. Por eso es necesario crear condiciones menos opresivas mediante avances reformistas para facilitar una revolución responsable, menos precipitada y violenta.

Sindicalista de la educación, se muestra a favor de la unificación sindical y escribe en la revista La escuela emancipada. Antiestalinista, participa desde 1932 en el Círculo comunista democrático de Boris Souvarine a quien ha conocido por intermedio de Nicolás Lazarévitch. Participa en la huelga general de 1936. Milita apasionadamente por un pacifismo intransigente pero, al mismo tiempo, se compromete en la columna anarquista Durruti en España que lucha contra Francisco Franco dentro del bando republicano español. Es periodista voluntaria en Barcelona y se incorpora al combate armado en Aragón. Allí aprende a usar el fusil pero nunca se atreve a dispararlo. De esta cruda experiencia, le queda el amargo sentimiento de la brutalidad y del sinsentido de la guerra.

La Segunda Guerra Mundial

Lúcida sobre lo que está sucediendo en Europa nunca tuvo demasiadas ilusiones de las amenazas que desde el comienzo de la guerra se cernían sobre ella y su familia. Su familia estaba en grave peligro de ser clasificada como no-aria, con las consecuencias del caso. Irónicamente, Weil no tuvo formación judía alguna. Sus escritos religiosos son netamente cristianos, si bien sumamente heterodoxos. Su posición frente al judaísmo y a la identidad comunitaria judía es de rechazo explícito y total, lo cual ha resultado en que haya sido acusada de "auto-odio" por estudiosos de perspectiva sionista.[cita requerida]

Cuando en 1940 es obligada a huir de París y refugiarse en Marsella, escribe permanentemente para exponer una filosofía que se quiere proyecto de reconciliación (siempre dolorosa) entre la modernidad y la tradición cristiana, tomando como brújula el humanismo griego.

En 1942, visita a sus padres y hermano en Estados Unidos, pero rechaza para ella ese estatuto que siente como demasiado confortable en tiempos tempestuosos. Parte hacia Inglaterra para incorporarse a la resistencia pero sólo consigue trabajar como redactora en los servicios de Francia Libre, liderada por el General Charles de Gaulle. En julio de 1943 deja de pertenecer a esta organización.

Es en este período final de su breve vida que encuentra el mensaje evangélico de Jesús de Nazareth. Es un descubrimiento como el de San Pablo en el camino de Damasco o el de Blas Pascal la noche del Memorial. Sin embargo, permanecerá a las puertas de la Iglesia, en la orilla. Es una cristiana que plantea preguntas embarazosas a los cristianos y será rechazada por los teóricos de la Iglesia que la acusan de no haber comprendido bien la historia de la misma.

Esta dimensión de rechazo de la fuerza que asimila con la violencia es una constante de su pensamiento. Y si tuvo al comienzo una percepción moderada sobre la no-violencia preconizada por Gandhi –que ella juzgaba más reformista que revolucionaria- se encontrará muchas veces con Lanza del Vasto.

Enferma de tuberculosis, se dice que se deja morir en el sanatorio de Ashford en 1943. Deseosa de compartir las condiciones de vida de la Francia ocupada por la Alemania nazi, es posible que no se haya alimentado lo suficiente, lo que podría haber agravado su enfermedad.
Todas sus obras aparecieron después de su muerte, editadas por sus amigos. Desde entonces, ha atraído la atención creciente de literatos, filósofos, teólogos, sociólogos y lectores corrientes por su ética de la autenticidad y la rara combinación de lucidez, honestidad intelectual y desnudez espiritual de su escritura.

Opiniones

Albert Camus, uno de sus editores y enamorado amigo admiró su obra como una de las más importantes del fin de la guerra.

T.S. Eliot dijo que la obra de Simone Weil pertenecía a ese género de “prolegómenos de la política, libros que los políticos rara vez leen, y que tampoco podrían comprender y aplicar”. Consideraba que debían ser leídos por los jóvenes antes de que las propagandas políticas anularan su capacidad de pensamiento.

Bibliografía

Primera edición de Escritos históricos y políticos.
Weil, Simone (2007). Escritos históricos y políticos. Prólogo de Francisco Fernández Buey. Colección Estructuras y Procesos. Ciencias Sociales. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-895-9.
– (2006). Poemas seguido de Venecia salvada. Traducción, Introducción y Notas de Adela Muñoz Fernández. Colección La Dicha de Enmudecer. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-855-3.
– (2006). Sobre la ciencia. Traducción de Silvio Mattoni. Buenos Aires: Editorial El cuenco de plata. ISBN 978-987-1228-24-9.
– (2005). La fuente griega. Colección Estructuras y Procesos. Religión. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-747-1.
– (2004). Intuiciones precristianas. Colección Estructuras y Procesos. Religión. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-684-9.
– (2003). El conocimiento sobrenatural. Colección Estructuras y Procesos. Religión. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-557-6.
– (2001). Cuadernos. Colección Estructuras y Procesos. Religión. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-455-5.
– (2000). Escritos de Londres y últimas cartas. Colección Estructuras y Procesos. Religión. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-314-5.
– (2000). Escritos esenciales. Santander: Editorial Sal Terrae. ISBN 978-84-293-1338-3.
– (1998). Carta a un religioso. Colección MinimaTrotta. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-265-0.
– (1996). Echar raíces. Texto escrito en 1943, a petición del gobierno francés en el exilio. Traducción J. C. González y J. R. Capella. Colección Estructuras y Procesos. Ciencias Sociales. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-123-3.
– (1996). A la espera de Dios. Contiene seis cartas dirigidas al padre Perrin y varios ensayos escritos en 1942. Colección Estructuras y Procesos. Religión. Quinta edición 2009. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-87699-60-3.
– (1995). Pensamientos desordenados. Colección Estructuras y Procesos. Religión. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-079-3.
– (1994). La gravedad y la gracia. Contiene lo esencial de los cuadernos redactados en Marsella. Traducción e introducción de Carlos Ortega. Colección Estructuras y Procesos. Religión. Cuarta edición 2007. Editorial Trotta: Madrid. ISBN 978-84-8164-223-0.
– (1995). Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social. Texto escrito por SimoneWeil en 1934. Traducción castellana de Carmen Revilla. Barcelona: Paidós Ibérica. ISBN 9788449301186.
– (1962). Ensayos sobre la condición obrera. Contiene varias cartas sobre el tema escritas entre 1934 y 1936, un diario sobre la vida en la fábrica en 1934 y reflexiones de la autora sobre la condición obrera redactadas entre 1936 y 1942. Traducción castellana de Antonio Jutglar. Barcelona: Editorial Nova Terra.

Sobre SimoneWeil
Alejos Morán, Asunción (2010). Del símbolo al amor puro: itinerario de la comunión interpersonal en SimoneWeil. Serie Diálogos. Valencia: Facultad de Teología San Vicente Ferrer. ISBN 978-84-95269-40-9.
Bea Pérez, Emilia (2010). SimoneWeil. La conciencia del dolor y la belleza. Colección Estructuras y Procesos. Filosofía. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-9879-123-5.
Bingemer, María Clara (2009). SimoneWeil: la fuerza y la debilidad del amor. Estella: Editorial Verbo Divino. ISBN 978-84-8169-920-3.
Fiori, Gabriella (2006). SimoneWeil. Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora. ISBN 987-1156-40-5.
Hourdin, Georges (1994). SimoneWeil. Barcelona: Luciérnaga. ISBN 9788487232541.
Ibarlucea, Carmen (2005). SimoneWeil. Madrid: Mounier. ISBN 9788495334925.
Petrement, Simone (1997). Vida de SimoneWeil. Colección Estructuras y Procesos. Religión. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-207-0.
Revilla, Carmen (2003). SimoneWeil: nombrar la experiencia. Colección Estructuras y Procesos. Filosofía. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-646-7.
– (1995). SimoneWeil: descifrar el silencio del mundo. Colección Estructuras y Procesos. Filosofía. Madrid: Editorial Trotta. ISBN 978-84-8164-066-3.
Saariaho, K., (música) y Maalouf, A. (libreto) (2006). La Pasión de Simone. Ópera sobre la muerte de SimoneWeil, Viena.
Wikipedia
14.09.12

II

LA JOVEN WEIL Y EL VIEJO MARX

Mailer Mattié
CEPRID
14-09-2012


Conmemoramos el 24 de agosto el sesenta y nueve aniversario de la muerte de Simone Weil a los 34 años de edad, en Ashford, Inglaterra. La actualidad de su pensamiento es incuestionable frente a los múltiples y decisivos acontecimientos globales contemporáneos. Hace más de medio siglo discutió sobre temas que apenas comienzan a tener relevancia en el análisis político y social: cuestiones de primer orden como los límites del crecimiento económico, la sacrosanta idea de progreso heredada del siglo XIX y la crítica al marxismo en relación con la construcción de la sociedad alternativa al capitalismo, entre otras. Su obra, pues, arriba con extraordinaria vigencia a nuestro propio tiempo.

La opresión: una constante histórica en la civilización moderna

Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social[1] –un meditado discurso sobre la civilización, la cultura y la dignidad humana- es tal vez el libro más complejo de Simone Weil, escrito en 1934 cuando apenas tenía 25 años y enriquecido probablemente por su experiencia como operaria en cadenas de montaje en varias fábricas de París, actividad que dejó honda huella en su corta vida. Su amplio y crítico conocimiento sobre economía política marxista la condujo a despejar allí el camino de dogmas, al revelar los profundos mecanismos sociales –y no sólo económicos- de la opresión en la sociedad moderna.

Constató que había sólo dos aspectos sólidos e indiscutibles en la obra de Marx. Uno es el método que permite el estudio científico de la sociedad y la definición de las relaciones de fuerza que actúan en ella; otro, el análisis de la sociedad capitalista tal como existía en el siglo XIX. El resto –afirmó-, es demasiado inconsistente y vacío para poder calificarlo incluso como erróneo. Así, argumentó que al ignorar los factores espirituales, por ejemplo, Marx no se había equivocado demasiado en la investigación de un mundo social que prescindía de ellos. En el fondo –escribió-, el materialismo de Marx expresaba en realidad la influencia de esta misma sociedad sobre él, convirtiéndose en el mejor ejemplo de sus tesis acerca de la subordinación del pensamiento a las condiciones económicas. Además, el filósofo alemán heredó del siglo XIX la arriesgada e insostenible idea de que el crecimiento industrial no tiene límites; la certidumbre de que la prosperidad de la humanidad depende del desarrollo ilimitado de la producción industrial. Es decir –sostuvo Weil-, mantuvo la tesis de los economistas, a quienes pretendió criticar, que justificó la explotación de generaciones de niños en Europa sin el menor remordimiento; la contradicción que permitió identificar progreso social, explotación de las personas y destrucción de la naturaleza en una misma, irrazonable e ilegítima ecuación. Marx –afirmó-, simplemente tomó esta idea y la trasladó al campo revolucionario.

Simone Weil argumentó además que, aunque había comprendido el fenómeno de la opresión en el mundo capitalista del siglo XIX como un instrumento al servicio del desarrollo de las fuerzas productivas –una función social-, Marx no demostró el modo de eliminarla en una futura organización alternativa de la sociedad. La razón es que el marxismo sólo toma en cuenta el aspecto económico de la opresión; es decir, la producción de plusvalía, la relación entre la explotación del trabajo y la propiedad privada. A su juicio, esto representaba una simplificación que ha llevado a creer que la eliminación de la propiedad capitalista conduciría automáticamente a la desaparición de la opresión de los trabajadores, dejando diversas e importantes cuestiones sin resolver. Para Weil, los marxistas no han resuelto ninguno de estos problemas, ni siquiera han creído que fuera su deber explicarlos. Como señaló Nikola Tesla, cuando el objetivo de la ciencia se aparta del bienestar humano, ésta se convierte en una perversión.

Al investigar el carácter de la opresión, en consecuencia, Simone Weil intentó comprender no sólo su origen, sino también las causas de su reproducción y la posibilidad real de eliminarla. Mientras el fin último de la sociedad sea el progreso –dadas las versiones conocidas de la sociedad industrial: la del extremo individualismo y la del extremo estatismo-, la opresión –sostuvo- será inherente a la vida de los trabajadores. Esto es así porque las razones de su explotación no se reducen a factores económicos, pues son además de naturaleza cultural y social, inherentes al régimen de producción de la gran industria y no sólo a las formas de propiedad. Su origen, pues, está en la cultura moderna que es principalmente una cultura de especialistas, asentada en la división entre trabajo manual y trabajo intelectual. Unos dirigen y otros ejecutan -tanto en el ámbito económico como en el político-, y quienes ejecutan permanecen subordinados a quienes coordinan. La opresión es, entonces, primordialmente una cuestión cultural que cumple una función social vinculada al progreso económico.

Subrayó entonces Simone Weil el hecho de que el mecanismo de la opresión capitalista se hubiera mantenido sorprendentemente intacto en el sistema de producción socialista, precisamente después de la revolución y el cambio del régimen de propiedad. Reflexión que la condujo además a incorporar a su análisis las implicaciones de la lucha por el poder -un problema que obvió Marx-, dado que la revolución no tiene lugar en todas partes y a un mismo tiempo. El surgimiento de la URSS, en su opinión, había revelado que la competencia por el poder en la civilización moderna estaba indisolublemente vinculado al crecimiento industrial y a la intensidad de la explotación del trabajo. Concluyó entonces que la opresión había permanecido como una constante histórica en la civilización contemporánea y, en consecuencia, las revoluciones habían fracasado en el objetivo de liberar a los trabajadores. La victoria de la revolución –afirmó- ha consistido sólo en transformar una forma de opresión en otra; los cambios jurídicos y políticos, por tanto, resultan del todo insuficientes para destruirla.

Mientras garantice el crecimiento de la economía, puesto siempre al servicio de la lucha por el poder, la opresión será invencible. Son las cosas –afirmó- y no los individuos las que otorgan límites al poder, dado que éste depende del desarrollo de la producción y requiere un considerable excedente de bienes. En la dinámica de una sociedad opresora todo poder, pues, mantiene y reproduce hasta el límite las relaciones sociales en las que se fundamenta; entre ellas, las relaciones económicas que se nutren de la opresión. Es imposible, entonces, construir una sociedad libre sin derribar el principio que fortalece la opresión: la relación entre la lucha por el poder y el desarrollo de las fuerzas productivas. La revolución subordinó así el fin de la emancipación de los seres humanos al objetivo del crecimiento de la producción, lo que se traduce en la subordinación del desarrollo de la democracia y de la libertad que permanece prisionera de la economía en el mundo contemporáneo.

La idea de que el crecimiento industrial no tiene límites constituía para Simone Weil precisamente la contradicción interna que todo régimen opresor lleva en sí como un “germen de muerte”. Contradicción que expresa la oposición entre el carácter limitado del crecimiento de la producción como base del poder y el carácter ilimitado de la lucha por el poder; circunstancia que se percibe siempre en cada proceso de transformación social. Juzgó, pues, como un rotundo fracaso la teoría del socialismo científico, sesenta y cinco años antes de la desaparición de la URSS. Marx, en efecto, nunca explicó por qué las fuerzas productivas tienden obligatoriamente a desarrollarse, como si poseyeran naturalmente esa virtud. Y es en esa “misteriosa” tendencia donde descansa precisamente la teoría marxista de la revolución. Una creencia que se trasladó al movimiento socialista –afirmó Weil-, poniendo a los seres humanos al servicio del progreso y no al revés. Advirtió, sin más, que esta posición coincidía por completo con la corriente general del pensamiento capitalista que hizo del desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas la “divinidad de la religión económica”. Concluyó, entonces, que dicha teoría era “ingenua” y “utópica” y calificó a Marx de “idólatra” de la sociedad futura, al estimar que esta surgiría de una transformación mecánica, de un sombrío dispositivo generador de justicia y de libertad permaneciendo intactas la técnica y la cultura de la organización del trabajo. La fe en el crecimiento económico, además, permitió a Marx concebir la ilusión de que en la nueva sociedad el trabajo podría llegar a ser superfluo; una utopía en cuyo nombre –afirmó Weil- “se ha derramado inútilmente la sangre de los revolucionarios y de los trabajadores”. La conclusión inevitable era, desde luego, preguntarse por los límites del progreso económico; la respuesta de Weil fue que el progreso se había transformado en regresión.

Qué hacer siguiendo el método de Marx

La sociedad libre significó para Simone Weil un ideal del cual sería posible alcanzar una aproximación real. Abolir la opresión, en efecto, transformando las condiciones materiales de la existencia humana: provocando un cambio en la concepción misma del trabajo que caracteriza a la civilización industrial. Construir un régimen social que se acercara a este ideal supondría, pues, modificaciones no sólo en el ámbito de la producción, sino también a nivel cultural, principalmente en lo que se refiere a la separación existente entre trabajo manual y trabajo intelectual. El movimiento revolucionario, de hecho, ignoró siempre la necesidad de este planteamiento, aun cuando –aseguró Weil- es justamente lo que habría que hacer si se siguiese el método de Marx. [2] Es decir, investigar primero la cuestión del trabajo en relación con la reorganización del sistema de producción, como un medio para garantizar el bienestar de la población. Se daría, de esta forma, verdadero sentido al ideal revolucionario, vinculándolo a la abolición de la opresión social.

Habría que construir, pues, una primera representación: un ideal de la nueva civilización alejada de la religión de la economía y de la producción. Para Simone Weil sería aquella donde el trabajo manual fuese el núcleo de la actividad económica, considerado un “valor supremo”. En consecuencia, sería evaluado no por su productividad, sino como actividad vital del individuo; no sólo objeto de honores y de recompensas, sino estimado como una necesidad del ser humano que da sentido a su existencia. La futura civilización, en fin, revaloraría el trabajo manual, posicionándolo en el centro mismo de la cultura. Otorgar al trabajo tal jerarquía sería, sin duda, un verdadero logro revolucionario; un punto de partida para construir el mundo social alternativo. Revisar la condición del trabajo y su relación con la libertad, la justicia y la democracia significaba para Simone Weil, en suma, “la única conquista espiritual del pensamiento humano desde la civilización griega”.

Notas
[1] Weil, Simone. Las causas de la libertad y de la opresión social. Paidós. Barcelona, 1995.
[2] “Ningún marxista, incluyendo al propio Marx, se ha servido realmente de él. La única idea verdaderamente valiosa de su obra es también la única que ha sido completamente desatendida. Por eso no es extraño que los movimientos sociales surgidos de Marx hayan fracasado”. Op. cit., p. 54.
Mailer Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid.
Fuente: http://www.nodo50.org/ceprid/spip.php?article1497