27 enero,
2021 Howard Zinn
Hay
en Florida un hombre que me escribe desde hace años (diez páginas manuscritas),
aunque nunca nos hemos visto. Me cuenta los distintos trabajos que ha tenido guardia jurado de
seguridad, técnico de reparaciones, etc.. Los ha tenido de todos
tipos, de noche y de día, a duras penas logrando mantener a su familia. Sus cartas
están siempre rebosantes de rabia, despotrican contra nuestro sistema capitalista,
incapaz de garantizar a los trabajadores «la vida, la libertad y la búsqueda de
la felicidad». Precisamente hoy he recibido una de sus cartas. Afortunadamente,
no manuscrita; ahora usa el correo electrónico: «Bueno, hoy le escribo porque
en este país hay una situación calamitosa que me resulta intolerable, y tengo
que decir algo sobre eso. Estoy enfurecido de veras con esta crisis de las
hipotecas. Estoy cabreado con esto de que la mayoría de los norteamericanos
tengan que vivir su vida en condiciones de perpetuo endeudamiento, y de que
tantos se estén yendo a pique bajo tanto peso. Me cabrea, ¡maldita sea! Hoy he
trabajado como guardia jurado, y mi tarea consistía en vigilar una casa que ha
sido embargada e irá a subasta. Han abierto la casa a los visitadores, y yo
estaba allí para hacer guardia durante las visitas. En el mismo barrio había
otros tres guardias jurados que hacían lo mismo en otras casas. En los momentos
tranquilos estaba allí sentado y me preguntaba quiénes serían las personas
desahuciadas y dónde estarían ahora».
El
mismo día en que recibo la carta, el Boston Globe publica un
artículo intitulado «Miles de casas embargadas en Massachussets en 2007». El
subtítulo declara: «han sido requisadas 7.563 casas, casi el triple que en
2006». Unas pocas noches antes, la CBS había informado de que 750.000 personas
con discapacidad esperan desde hace años sus ingresos asistenciales porque el
sistema de previsión social está insuficientemente financiado y no hay personal
bastante para atender a todas las demandas, ni siquiera a las más graves.
Historias
como éstas pueden aparecer en los medios, pero desparecen en un abrir y cerrar
de ojos. Lo que no desaparece, lo que ocupa a la prensa día tras día, imposible
de ignorar, es el frenesí electoral.
Éste
apasiona al país cada cuatro años, porque todos hemos sido educados en la
creencia de que votar es fundamental para determinar nuestro destino, que el
acto más importante que un ciudadano puede realizar es acercarse a las urnas
cada cuatro años para elegir a una de las dos mediocridades que nos han sido ya
escogidas por otros. Es un test con preguntas de múltiples respuestas tan
limitado, tan tramposo, que ningún profesor que se respetara lo daría como
examen a sus alumnos.
Y
es triste decirlo, pero la contienda presidencial ha hipnotizado por igual a la
izquierda liberal y a los radicales. Todos somos vulnerables.
¿Acaso
es posible encontrarse estos días con amigos y evitar el tema de conversación
de las elecciones presidenciales?
Las
mismas personas que deberían andar más avisadas, las que no se han cansado de
criticar la presión de los medios de comunicación sobre la conciencia nacional,
se descubren paralizadas por la prensa, pegadas al televisor, mientras los
candidatos amiguean y sonríen proponiendo un mar de clichés con una solemnidad
digna de la poesía épica.
También
en los llamados periódicos de izquierda, hay que admitirlo, se presta una
atención desorbitada al examen minucioso de los principales candidatos.
Ocasionalmente, se echa una mirada a los candidatos menores, aunque todos saben
que nuestro maravilloso sistema político democrático no les dejará franquear la
puerta.
No;
no estoy adoptando una posición de ultraizquierda, según la cual las elecciones
serían totalmente irrelevantes, por lo que deberíamos negarnos a votar a fin de
preservar la pureza de nuestra moralidad. Desde luego que hay candidatos que
son un poco mejores que otros, y en ciertos momentos de crisis nacional (los
años 30, por ejemplo, u hoy), incluso una ligera diferencia entre los dos
partidos puede ser una cuestión de vida o muerte.
De
lo que estoy hablando es de un sentido de la proporción que se desvanece con la
locura electoral. ¿Sostendrás a un candidato contra otro? Si, por dos minutos;
el tiempo que basta para depositar la papeleta en la urna.
Pero
antes y después de esos dos minutos, nuestro tiempo, nuestra energía, tenemos
que emplearlos en instruir, movilizar, organizar a nuestros conciudadanos en el
puesto de trabajo, en nuestro barrios, en las escuelas. Nuestro objetivo debería
ser construir, fatigosa, paciente pero enérgicamente un movimiento que, llegado
a cierta masa crítica, pudiera incidir en quienquiera esté en la Casa Blanca o
en el Congreso, a fin de imponer un cambio en la política nacional en las
cuestiones de la guerra y de la justicia social.
Recuérdese
que, aun cuando hay un candidato claramente mejor (sí, mejor Roosevelt que
Hoover; mejor cualquiera que Bush), esa diferencia quedará en nada, a menos que
el poder del pueblo se afirme de tal modo, que a los ocupantes de la Casa
Blanca les resulte muy difícil ignorarlo.
Las
políticas sin precedentes del New Deal asistencia social, seguro
de desempleo, creación de puestos de trabajo, salario mínimo, subvenciones para
la vivienda no fueron simplemente el resultado del progresismo de
Roosevelt. La administración Roosevelt, cuando llegó al poder, se encontró con
una nación que bullía de agitación. El último año de la administración Hoover
había visto la rebelión del Bonus Army: millares de veteranos de la
primera guerra mundial marcharon sobre Washington para exigir ayudas al
Congreso porque sus familias pasaban hambre. Hubo manifestaciones de
desocupados en Detroit, Chicago, Boston, Nueva York y Seattle.
En
1934, al comienzo de la presidencia de Roosevelt, hubo huelgas en todo el país,
incluida una huelga general en Mineapolis, una huelga general en San Francisco,
centenares de miles de personas se cruzaron de brazos en las fábricas textiles
del Sur. Surgieron por todo el país consejos de obreros desocupados. Las personas,
desesperadas, se movilizaron autónomamente, imponiéndole a la policía que
volviera a meter los muebles en las casas de los inquilinos desahuciados y
creando organizaciones de autoayuda con centenares de miles de miembros.
Sin
una crisis nacional pauperización económica y rebelión, difícilmente habría
emprendido la administración Roosevelt aquellas valientes reformas.
Hoy
podemos estar seguros de que el Partido Demócrata, a menos de enfrentarse a una
sublevación popular, no se moverá del centro. Los dos principales candidatos a
la presidencia han dejado claro que, si resultan electos, ni pondrán fin a la
guerra de Irak inmediatamente, ni instituirán un sistema de asistencia
sanitaria gratuita para todos.
No
ofrecen un cambio radical respecto al statu quo.
No
proponen lo que la actual desesperación popular exige desesperadamente, a
saber: la garantía por parte del gobierno de un puesto de trabajo para todos
quienes lo necesitan, un ingreso mínimo para todas las familias, una ayuda para
quienes corren el riesgo del embargo y subasta de su vivienda.
No
sugieren recortes netos de los gastos militares o cambios radicales en el
sistema fiscal que liberarían miles de millones, acaso billones, destinables a
programas sociales para transformar nuestro modo de vida.
Nada
de eso debería asombrarnos. El Partido Demócrata sólo ha roto con su
conservadurismo histórico, con su querer complacer a los ricos, con su
predilección por la guerra, cuando se ha encontrado con una rebelión de los de
abajo, como en los años 30 y en los años 60. No deberíamos esperar que una
victoria en las urnas comience a sacar al país de sus dos enfermedades
fundamentales: la codicia del capitalismo y el militarismo.
Por
eso deberíamos liberarnos de la locura electoral en que se halla engolfada la
sociedad toda, incluida la izquierda.
Sí.
Dos minutos. Antes y después, tenemos que movilizarnos personalmente contra
todos los obstáculos que se atraviesan en el camino de la vida, de la libertad
y de la búsqueda de la felicidad.
Por
ejemplo, los embargos que están privando a millones de personas de sus casas
deberían recordarnos una situación muy parecida que se dio tras la guerra
revolucionaria [de Independencia], cuando los pequeños granjeros, muchos de
ellos veteranos de guerra (como hoy tantos sintecho) no podían permitirse pagar
los impuestos y fueron amenazados con la pérdida de sus tierras y de sus casas.
Se juntaron por millares ante las cortes de justicia e impidieron la ejecución
de las subastas.
Hoy
el desahucio de las personas que no consiguen pagar sus alquileres debería
traer a nuestra memoria lo que hicieron las gentes en los años 30, cuando se
movilizaron y, desafiando a las autoridades, reintegraron a sus pisos las
pertenencias de las familias desahuciadas.
Históricamente,
el gobierno, estuviese en manos de republicanos o de demócratas, de
conservadores derechistas o de liberales de izquierda, ha fracasado siempre en
punto a asumir las propias responsabilidades, hasta que se ha visto presionado
por la movilización directa: sentadas y giras de libertad por los derechos de
los negros, huelgas y boicots por los derechos de los trabajadores, rebeliones
y deserciones de los soldados para terminar con la guerra. Votar es un gesto
fácil y de utilidad marginal, pero es un pobre substituto de la democracia, que
exige la acción directa de ciudadanos comprometidos.
Fuente:
Progressive, marzo 2008. Traducción para Sin Permiso: Ramona Sedeño.
https://www.elviejotopo.com/topoexpress/locura-electoral-a-la-americana/
¿SALVAR AL SISTEMA DEMOCRÁTICO?
Antonio Pérez C.
[Nota previa de El Libertario: El siguiente texto fue escrito desde la
actual realidad ibérica y europea, pero entendemos que tambien tiene amplia
vigencia para circunstancias como la venezolana, e igual para otros lugares de
Latinoamérica- donde el creciente peso opresivo de la zarpa estatal lleva a
algunos a creer que, de momento, debemos olvidarnos de la Revolución Social y
batirnos esencialmente en defensa de esos ilusorios "beneficios y
libertades asociados con la democracia" de los cuales el auge autoritario
nos querría despojar.]
Como si se tratara de un remake de “Salvar al soldado Ryan”, la premiada
película de Steven Spielberg, recibimos en los últimos tiempos el imperativo
que nos llama a olvidar utopías y proyectos revolucionarios y a formar piña
para salvar el modelo democrático que nos gobierna a la gran mayoría de
habitantes del planeta. No hay otra opción, nos aseguran, salvo el abismo de la
extrema derecha que siempre está esperando su oportunidad para imponer un
régimen autoritario, que nos arrebataría todos nuestros derechos y libertades.
Planteadas así las cosas, es evidente que las personas con un mínimo de
conciencia crítica y solidaria preferirán cualquier cosa, aunque no les
convenza, antes que el fascismo. No es extraño, por tanto, que la derecha económica
y política agite tan a menudo la amenaza de la ultraderecha para
autoproclamarse como la garantía y salvación del sistema democrático, en el que
tan bien se desenvuelven los grandes bancos y las empresas transnacionales.
Un buen y
reciente ejemplo nos lo ha proporcionado lo sucedido en EE.UU. con la ocupación
del Capitolio por una horda de seguidores de Donald Trump; allí (como aquí
cuando el golpe de Tejero) se ha visto cómo, tras dejar hacer para
asustar un poco más a la población, el propio capitalismo y sus instituciones
han cerrado filas para arropar a la vieja democracia americana, y de paso al
sistema económico que permite tan excelentes resultados a las grandes fortunas.
Olvidada quedó la vieja idea de coexistencia pacífica con el capital, a cambio
de la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora, que tras la II
Guerra Mundial permitió a las capas populares alcanzar un cierto nivel de
consumo y unos servicios sociales que cubrían prácticamente al conjunto de la
población. Fue lo que se llamó Estado de bienestar, pero en muchos países,
apenas llegamos a vislumbrarlo. Y es que los gestores del capitalismo, al ver
lo bien que partidos y sindicatos habían frenado las ilusiones revolucionarias
de los sectores populares decidieron acabar con sus gestos de buen rollo y
dejaron al descubierto sus colmillos neoliberales. Pensaron que los derechos de
los trabajadores también podían ser una porción adicional de sus beneficios y
comenzaron a recortarlos para, poco a poco, llegar a la supresión de gran parte
de las conquistas obreras.
La izquierda (lo que queda de ella) en lugar de dar alternativas que realmente
lo sean, se limita a proponer pequeños retoques al modelo triunfante que no
llegan tan siquiera a lo que en sus mejores tiempos defendía la
socialdemocracia. La izquierda sindical y política, lejos de responder con
contundencia, optó por salvar sus privilegios y negociar lo más honrosamente
posible su rendición. Privatizaciones de sectores y servicios públicos,
reformas laborales, recortes de salarios y pensiones, etc. han sido el
resultado de ese viraje al centro de las organizaciones que prometían llevar al
proletariado a las más altas cotas de bienestar y participación en las tareas
políticas.
Las clases populares quedaron desorientadas e indefensas, sin ninguna
referencia a la que agarrarse. Y sin una cultura de lucha, sin propuestas
revolucionarias creíbles, el espacio tradicional de la izquierda se lo vienen
disputando un populismo reaccionario y xenófobo (alimentado por partidos y medios
de comunicación de extrema derecha) y un conservadurismo (centro moderado y
centro izquierda) que insiste en la trasnochada fantasía de que el mercado la
regula todo.
No parece que la pandemia que el mundo sufre como consecuencia del rápido
avance del Covid-19 ni la crisis ya notoria provocada por el cambio climático
vayan a servir para que quienes nos gobiernan (desde los parlamentos o desde
Wall Street) reconozcan que el mundo necesita otro modelo de sociedad y otras
relaciones económicas, que no se basen en la explotación sin límites de los
recursos y en la acumulación de riqueza en cada vez menos manos.
A pesar de los claros síntomas de las catástrofes que se avecinan, no vemos
propuestas que puedan ilusionar de nuevo a la gente. Hasta en las democracias
más consolidadas se sigue dejando a amplios sectores atrás: aumentan el paro y
la pobreza, se legisla a favor de las grandes empresas y bancos, se cierran los
ojos ante tragedias como la de los refugiados e inmigrantes, se esquilma a los
pueblos del sur a mayor gloria del consumismo, etc.
Incluso en España, con un gobierno que se califica a sí mismo como el mejor de
los últimos tiempos, observamos que se sigue apostando por grandes
infraestructuras: trenes de alta velocidad, prolongación de la vida de las
centrales nucleares, corredor mediterráneo, grandes puertos y terminales de
contenedores, industria del turismo y otros proyectos que en nada van a
contribuir a detener la despoblación del interior, a frenar la contaminación y
el cambio climático, ni mucho menos a repartir el trabajo y la riqueza.
Si de verdad estamos contra el fascismo (nuevo o viejo) lo que habremos de
hacer es crear una conciencia solidaria, defender las conquistas sociales,
impulsar proyectos autogestionarios y recuperar la fraternidad
internacionalista que nos hermana con todas las luchas.
[Tomado de https://www.elsaltodiario.com/alkimia/salvar-al-sistema.]
Fuente: https://periodicoellibertario.blogspot.com/2021/01/salvar-al-sistema-democratico.html