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miércoles, 10 de noviembre de 2021

EL PARTIDO DE MARIÁTEGUI III: PRIMER GRAN PARTIDO DE MASAS Y DE IDEAS

 


I

PRIMER GRAN PARTIDO DE MASAS Y DE IDEAS

 

Hoy, retumba, como nunca en el oído de los militantes del socialismo peruano, la expresión del inmortal Johann Wolfgang von Goethe: ¡Más luz, más luz!, cuando se discute en torno a la facción orgánica y doctrinariamente homogénea del primer gran partido de masas y de ideas de toda nuestra historia republicana.

Daniel Bensaïd fue uno de los dirigentes estudiantiles de mayo del 68, militante en las filas de las Jeunesses Communistes Révolutionnaires, al lado de Alain Krivine. Animador de Mayo del 68 desde el Movimiento 22 de marzo permaneció fiel a su compromiso revolucionario hasta el final de su vida, contrariamente a tantos nombres ilustres de su generación convertidos en “rebeldes arrepentidos”.

Daniel es uno de esos raros ejemplares que jamás renunció a sus ideales. Trotskista de una nítida filiación marxista hasta su último aliento. Michael Lowy recuerda, en Daniel Bensaïd al comunista herético, “¿Cómo no amar y no admirar su extraordinaria creatividad y, sobre todo, su espíritu, anti y contra todo, de resistencia a la infamia del orden establecido?”. El creía que “el revolucionario es un hombre de duda opuesto al hombre de fe, un individuo que apuesta desde las incertidumbres del siglo, y que pone una energía absoluta al servicio de certezas relativas.”[1] Es decir, pensaba como afirmamos los socialistas peruanos que el revolucionario es un hombre de duda pero, al mismo tiempo, un hombre de fe. El comunismo del siglo XXI era, para Daniel Bensaïd dice Lowy, el heredero de la Comuna de París, de la Revolución de Octubre, de las ideas de Marx y Lenin, y de los grandes vencidos: Trotsky, Rosa Luxemburgo, el Che Guevara. Pero el comunismo también era algo nuevo, a la altura de lo que está en juego en el presente: un ecocomunismo (término que él inventó), integrando centralmente el combate ecológico contra el capital.

Vladimir Ilich Lenin sigue a Johann Gottlieb Fichte en un punto. Ambos tienen la misma actitud para enfrentar las dificultades. Cuando les hacían ver que sus ideas iban contra la realidad respondieron enfáticamente: “peor para la realidad”. Lenin era materiísta y Fichte ideísta y, sin embargo, coinciden en esa postura. La voluntad de los hombres trasciende los límites de las filosofías. La voluntad es conciencia de una necesidad. Conciencia es apropiación de la “sustancia” de la materia. El cerebro se apodera de la materia (cosa en si) y la domina transformándola (cosa para sí) en una realidad que se mueve al margen de nuestra conciencia. Los humanos adquirimos conciencia de los conflictos de clase en el terreno de la economía, pero los dirimimos en el ámbito de la política. Sin embargo, el hombre común sólo puede visualizar la salida al pantano, cuando vive la experiencia, en los puntos críticos de la historia social. La conciencia rutinaria sólo cambia en periodos muy especiales de derrumbamientos y reconstrucciones. Son éstos periodos los que Lenin buscaba con el olfato del mejor sabueso.

Michael Löwy, en el prefacio a La teoría de la revolución en el joven Marx[2], nos explica que la utopía estratégica es una utopía disruptiva, es decir, depende de la acción que se apropia de la eventualidad de una brecha y de las virtualidades del combate. Es el arte de los atajos que los cazadores de oportunidades transforman en innovaciones heréticas. En las grandes crisis (ni los de arriba ni los de abajo pueden seguir viviendo como antes) la necesidad de un cambio se complementa perfectamente con la oportunidad de realizarlo. El destino cabalga sobre las ancas de la diosa azar. Los resultados de gran parte de nuestras acciones dependen de “circunstancias que escapan a nuestro control”. En cada paso que damos el azar puede intervenir para bien o para mal. La lucha de clases nos brinda muchas oportunidades. En más de las veces son oportunidades perdidas porque no se tiene a punto la facción orgánica y doctrinariamente homogénea del primer gran partido de masas y de ideas. El afinamiento de la máquina de combate, en medio de la lucha de masas, para la lucha final es la tarea del presente. En estas líneas es suficiente decir que el partido proletario es un gran cazador de oportunidades.

Los temas de organización están a la orden del día en el Perú de la chicha de jora, el masato y el cebiche. En esta ocasión, en flagrante herejía, continuamos la publicación de algunos ensayos de reconocidos pensadores de filiación trotskista. La construcción de partido y las oportunidades en los procesos sociales es uno de los temas centrales en el debate en curso.

¡Adiós, tristes obispos bolcheviques![3] ¡Adiós doctrinarios, adiós sectarios, adiós fanáticos de la línea única, adiós fervorosos hinchas depositarios del monopolio de la ciencia! ¡Adiós pedantes profesores tudescos del marxismo! Hace unos meses publicamos dos trabajos de Hal Draper[4]. Hoy ponemos ante vuestros ojos un ensayo Daniel Bensaïd: Lenin: ¡Saltos! ¡Saltos! ¡Saltos![5]

Tacna, 27 noviembre 2010

Edgar Bolaños Marín

 

 

II

SOBRE EL PARTIDO DE MASAS Y DE IDEAS: ¡MÁS LUZ, MÁS LUZ!

Nuestro amigo y camarada, Gustavo Pérez, difundió hace algunos días un extracto del libro de Fernando Claudín, Marx, Engels y la Revolución de 1848, publicado en 1975 - Editorial siglo XXI. Este importante documento proporciona muchas luces a la discusión sobre el primer partido de masas y de ideas que José Carlos Mariátegui se propusiera construir en los años veintes del siglo pasado. 

Muchos de los estudiosos del marxismo se han preguntado ¿Existe una teoría de partido en el marxismo? La gran mayoría responde afirmativamente, derivando la respuesta a la cabeza de Lenin. Pero, Marx padre ideológico de Lenin, ¿elaboró en su tiempo tal teoría?

 En las obras de Marx y Engels no encontramos una teoría de partido, ordenada y sistemática; sin embargo, siendo el partido una de las herramientas sustantivas para la conquista del poder, necesariamente tuvieron que pensarla. Para Marx, por cierto, el partido apenas es un medio, un recurso más, en los esfuerzos por conquistar la mente de los trabajadores. Sin desencadenar una implacable batalla en los cerebros es prácticamente imposible pensar en la derrota de la burguesía. Marx, lo sabía perfectamente. Por eso, jamás consideró la organización partidaria como un fin último, una razón de vida. A ese respecto, en nuestro Perú de todas las sangres, Marx es negado mil veces por la práctica de los PCs-secta que se aferran a una etiqueta y un aparato como sí se les fuera la vida.

Fernando Claudín, sostiene que la organización partidaria no era una obsesión para Marx. Claudín, a más de apoyarse en testigos de la época, recuerda las palabras del mismo Marx: «Cuando estalló la revolución de febrero [1848] el Comité Central de Londres me encomendó la dirección de la Liga. Durante la revolución su actividad en Alemania se interrumpió por sí misma, porque aparecieron vías más efectivas para la realización de sus objetivos»[6]. Marx demuestra, con su propia experiencia, que la utilidad del partido de clase depende del momento y las vicisitudes de la lucha de clases.

Lenin, de 1895 a 1917, vive -casi sin interrupciones-, la necesidad de una organización clandestina. Sin organización partidaria (POSDR) y una facción de clase (orgánica y doctrinariamente homogénea), le era prácticamente imposible realizar la inmensa labor de propaganda y debate que prepara y encuentra el año decisivo (1917). Lenin recoge «la idea profundamente democrática y antidogmática que Marx y Engels tenían del funcionamiento interno del partido obrero, tanto en el plano organizacional como ideológico y político».

 “En una carta del 18 de diciembre de 1889 al socialista danés Trier, que había sido expulsado de la dirección del partido por sus posiciones de extrema izquierda, Engels expresa su disconformidad con ese género de medidas y con toda restricción de la discusión y la crítica dentro del partido: «A ninguno de los actuales partidos socialistas se le ocurriría proceder con una oposición surgida en sus filas según el modelo danés. La vida y el crecimiento de cada partido se acompaña habitualmente del desarrollo y la lucha mutua, en su seno, de una tendencia moderada y otra extrema, y aquel que sin más excluya a los de la tendencia extrema sólo consigue facilitar su crecimiento. El movimiento obrero está basado en la crítica aguda de la sociedad existente, la crítica es su elemento vital, ¿cómo puede él mismo esquivar la crítica, pretender prohibir la discusión? ¿Acaso nosotros exigimos a los otros libertad de palabra sólo para suprimirla de nuevo en nuestras propias filas?» (Sochinenie, t. 37, pp. 274-277).” [7]

A Marx, le toca vivir condiciones políticas diferentes. Cuando las circunstancias lo ameritan, ante la imposibilidad de actuar abiertamente, recurre a la organización partidaria (Liga Comunista). Cuando la legalidad lo permite, aparecen vías más efectivas, como la prensa (Nueva Gaceta Renana) y la organización democrática de la «extrema izquierda burguesa», entre otras. Tanto en Marx como en Lenin, los objetivos de las vías más efectivas estaban determinados por la necesidad de posicionar el punto de vista, el método y la posición de clase entre los trabajadores. Se trata de desplazar la hegemonía de la burguesía en el cerebro de los trabajadores. Marx y Engels sabían perfectamente que las guerras se ganan principalmente en las testas y, por tanto, la educación de la clase trabajadora es tarea fundamental.

La oposición entre partido de cuadros (sociedades conspirativas) y partido de masas (tradeuniones) deja de tener sentido en la lógica de Marx. Marx apuesta por el ENTERO no por la fracción. Marx se las juega por la clase obrera en su conjunto: «a medida que el proletariado de París pasó al primer plano como partido, esos conspiradores comenzaron a perder influencia como dirigentes». Claudín recuerda el manejo conceptual de Marx en el Manifiesto: «Esta organización del proletariado en clase y, por tanto, en partido político» “De modo explícito o implícito –continúa Claudín–, esta noción de clase-partido o partido-clase es una de las nociones operatorias fundamentales de Marx en sus grandes análisis de la revolución de 1848, generalmente bajo las expresiones de «partido del proletariado», «partido de la burguesía», «partido de la pequeña burguesía», etcétera. Expresiones que no significan para Marx, obvio es decirlo, que a cada clase corresponda un solo partido («partido» en el sentido más corriente del término), sino que la clase, el conjunto de sus organizaciones, partidos, individuos, actúa como «partido» frente a las otras clases. Cuando Marx dice en Las luchas de clases en Francia que al imponer la república al gobierno provisional de febrero «el proletariado apareció inmediatamente en primer plano como partido independiente», no se refiere a una u otra de las organizaciones obreras existentes o de sus actos, sino a la totalidad de formas de organización y de acción con que el proletariado se manifestó políticamente, como tal, en esa coyuntura. Para Marx no existía el partido del proletariado, sino el proletariado como partido.” Ese es el enfoque del Manifiesto Comunista que Mariátegui hace suyo y trae de Europa en 1923: “Mi actitud, desde mi incorporación en esta vanguardia, ha sido siempre la de un fautor convencido, la de un propagandista fervoroso del frente único.” La política de frente, dentro y fuera del proletariado como partido. Y el proletariado como partido, en el Perú de José Carlos Mariátegui, era entendido como los obreros y campesinos con carácter netamente clasista.

En consecuencia, va quedando claro que es la clase obrera, y no el partido, la fuerza liberadora ceñida de grilletes. Y que la utilidad de los partidos y sus denominaciones está directamente vinculada a las vicisitudes de la lucha de clases.

A todo esto, ¿cuál es el origen de la teoría de partido en Marx? Veamos. La idea es la historia del acto y, naturalmente, posterior a él. Primero se vive el acto y, luego, se lo cuenta, se lo narra, es decir, queda troquelado en una historia, en una teoría. Por tanto, si las ideas provienen de la práctica, debemos hacernos una pregunta muy simple: ¿cuáles fueron las experiencias que mediaron en las reflexiones de los autores del Manifiesto Comunista?

En primer lugar, la experiencia de las trade-uniones inglesas, la mayor organización de los trabajadores del mundo en esa época. Y, en segundo lugar, los movimientos conspirativos en Francia, en particular, de Louis August Blanqui.

Engels en 1879 en un informe que Bernstein le solicitó dice lo siguiente: “El movimiento obrero inglés da vueltas desde hace años, sin encontrar salida, en el estrecho dogal de las huelgas por el aumento del salario y la reducción de la jornada de trabajo, y no ciertamente como expediente y medio de propaganda y organización, sino como finalidad última. Las trade-unions hasta excluyen por principio y estatutariamente toda acción política y con ello la participación en toda actividad general de la clase obrera como clase.”[8] A modo de síntesis, se puede decir que las tradeuniones practicaban lucha económica sin lucha política. Si eso ocurre en Inglaterra, en Francia el panorama es diferente. La mayoría de las organizaciones estaban bajo la influencia del proudhonismo, en tanto otras seguían aferradas a las enseñanzas de Louis August Blanqui. Los prodhonistas rechazaban tanto la lucha por el poder político de la clase obrera como la lucha económica de los sindicatos, y soñaban con un mundo en el que todos los obreros serían pequeños productores de mercancías. Los seguidores de Blanqui, por lo contrario, educados en la escuela de la conspiración y unidos por la disciplina estricta que es inherente a ella, partían del punto de vista de que un número relativamente pequeño de hombres resueltos y bien organizados podía, en circunstancias favorables, no sólo apoderarse del timón del estado, sino también, mediante un despliegue de intensa y despiadada energía, mantenerse en el poder el tiempo necesario para lograr que las masas participaran en la revolución.

En oposición al movimiento obrero inglés y a la secta como organización en Francia, nace la noción del partido de masas y de ideas que Mariátegui descubre en el Manifiesto Comunista de Marx y Engels. Las guerras se ganan en el cerebro, pero se deciden en la práctica de los movimientos sociales. Marx, a los 26 años de edad, en su opúsculo En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, ya tenía clara esa relación: “Es cierto que el arma de la crítica no puede sustituir a la crítica de las armas, que el poder material tiene que derrocarse por medio del poder material, pero también la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de las masas.” Mariátegui como Marx, tenían la certeza que el desarrollo intelectual de la clase obrera, debía ser el resultado inevitable de la acción conjunta y de la discusión.[9] Marx y Mariátegui confían que las multitudes llegarán a ser conscientes de su propia potencia a través de sus propias experiencias de lucha. La experiencia del Movimiento Comunista Internacional confirma en sentido positivo o negativo la validez universal de uno de los postulados juveniles de Marx: «La emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma». Según Marx las formas de organización de la clase obrera las resuelve la clase obrera misma. Es que el socialismo es un asunto de la clase obrera no de una burocracia ni, mucho menos, de una élite. Marx ni Mariátegui creen en el sueño pequeño burgués de cabalgar sobre las espaldas de la clase obrera para resolver los problemas del mundo. La creación heroica (constitución del Partido Socialista) es obra de los propios trabajadores, apresurada por el aborto nacionalista de Haya de la Torre. La función de los intelectuales no es sustituir las formas políticas y organizativas que históricamente van tomando cuerpo a partir del desarrollo de la conciencia obrera: “No es reemplazar la iniciativa del proletariado, su creación e inventiva nacidas de las exigencias directas de la lucha de clases, por formas de acción y organización dictadas por «principios especiales».” Significa, dice Claudín, “que los comunistas no constituyen un partido que «dirige» al proletariado, sino un partido que le ayuda a autodirigirse.”[10]

El Perú de Mariátegui es un Perú de mayorías nativas (Quechua-Aymará-Amazónicas). Por tanto, el primer gran partido de masas y de ideas de toda nuestra historia republicana, debe primariamente oler a humanidad, derramar aroma a Ande y exhalar feromonas de autoridad.

25 diciembre 2010

Edgar Bolaños Marín

 


[1] Löwy, Michael, Daniel Bensaïd, comunista herético, Versión electrónica

[2] Michael Löwy, La teoría de la revolución en el joven Marx, versión electrónica.

[3] César Vallejo, Despedida recordando un adiós, 12 de octubre 1937, obra poética completa, versión electrónica.

[4] Véase: http://tacnacomunitaria.blogspot.com/search/label/Hal%20Draper

[5] Véase en http://tacnacomunitaria.blogspot.pe/2010/11/primer-gran-partido-de-masas-y-de-ideas.html

[6] Véase, Fernando Claudín, Sobre la concepción marxiana del partido, Extracto del libro Marx, Engels y la Revolución de 1848, editorial siglo XXI, 1975. Digitalización y notas adicionales por Roi Ferreiro, Versión electrónica.

[7] Fernando Claudín, Marx, Engels y la Revolución de 1848, publicado en 1975 - Editorial siglo XXI, en la nota 18 del extracto que glosamos, reproduce ese fragmento de la carta de Engels.

[8] Carta de F. Engels a Bernstein, 17 de junio de 1879

[9] F. Engels, Prefacio a la edición Alemana de 1890 del Manifiesto Comunista.

[10] Fernando Claudín, Sobre la concepción marxiana del partido, versión electrónica.

miércoles, 2 de mayo de 2018

EL CONCEPTO Y SU REALIZACIÓN




martes, 1 de mayo de 2018


En el trabajo de hoy expondré de modo reflexivo unas ideas de Hegel contenidas en las dos primeras páginas de la introducción de Principios de la Filosofía del Derecho. Los hago con el objetivo de que el lector se familiarice con el pensamiento de Hegel y compruebe su beneficiosa influencia en el pensamiento de Marx. En la evaluación del pensamiento de cualquier pensador hay que contemplar tres aspectos: contenido y grado de conocimiento sobre el objeto de estudio, método de pensamiento –si es metafísico o dialéctico–, y línea de pensamiento –si es empirista,  materialista o idealista–. Si expresara en términos porcentuales cómo participa cada aspecto en la evaluación total del pensador en cuestión, afirmaría que el contenido y grado de conocimiento representa el 70 por ciento, el método de pensamiento el 25 por ciento, y la línea de pensamiento el 5 por ciento. Es importante esta idea puesto que muchos marxistas dogmáticos siguen creyendo que la línea de pensamiento es el aspecto decisivo en la evaluación del pensamiento filosófico.

En Primer lugar traeré a colación dos ideas de Engels contenidas en su obra Ludwig Feuerbach y el fin de la Filosofía Clásica Alemana y que se refieren al tema que nos ocupa. Primera idea: “…los sistemas idealistas fueron llenándose más y más de contenido materialista y se esforzaron por conciliar panteísticamente –ver a Dios en todo –la antítesis entre el espíritu y la materia; hasta que, por último, el sistema de Hegel ya no representaba por su método y su contenido más que un materialismo que aparece invertido de manera idealista”. Lo puesto entre guiones es mío. De esta idea es fácil extraer una lección: Por el contenido y el método  Hegel es un pensador materialista. Lo único a tener en cuenta es que ese materialismo aparece invertido de modo idealista. Y ese materialismo aparece tanto en el contenido como en el método del conocimiento. Habrá que saber si los marxistas dogmáticos que tan a la ligera critican de idealista a Hegel son por el contenido y el método tan materialista como lo fue el genial pensador alemán. Yo puedo afirmar que no.

Segunda idea: “Y aquí vuelve a sorprendernos la pobreza asombrosa de Feuerbach, comparado con Hegel. …Aquí todo lo que tiene de idealista la forma, lo tiene de realista el contenido. (Engels se refiere aquí al pensamiento de Hegel). En Feuerbach, es al revés. Por la forma, Feuerbach es realista, arranca del hombre; pero como no nos dice ni una palabra acerca del mundo en que vive, este hombre sigue siendo el mismo hombre abstracto que llevaba la batuta en la filosofía de la religión”. De aquí también es fácil extraer una lección: formalmente Feuerbach es materialista, esto es, atendiendo a la línea de pensamiento, pero por el contenido Feuerbach es idealista, el ser humano sujeto de su reflexión teórica es un ser abstracto, muy pobre en determinaciones históricas, económicas y políticas. Por el contrario, Hegel por la forma es idealista, pero por el contenido es realista, el ser humano objeto de su reflexión teórica es rico en determinaciones históricas, económicas y políticas. Solo hay que estudiar Filosofía de la Historia y Principios de la Filosofía del Derecho, ambas obras teóricas de Hegel, para constatar la riqueza de contenido del ser humano que es objeto de la reflexión teórica de Hegel. Solo me resta decir en lo que se refiere a este tema, y de acuerdo con lo afirmado por Engels, que el carácter materialista o idealista de un pensador no solo debe referirse a la forma del pensamiento, lo que yo he denominado línea de pensamiento, sino también al contenido y al método de pensamiento.

Pasemos al objetivo central de este trabajo. Expondré las ideas de Hegel numeradas para favorecer una lectura cómoda. Recuerdo que estas ideas están contenidas en la introducción de Principios de la Filosofía del Derecho. Primera idea: “La ciencia filosófica del derecho tiene por objeto la Idea del Derecho, es decir, el concepto de derecho y su realización”. Aquí es importante destacar dos aspectos: el concepto y la realización del concepto. Y Hegel engloba ambos aspectos en lo que él denomina la idea. De este modo establece la unidad entre el concepto y su realización. Después hablaremos de la importancia del concepto de realización en el pensamiento de Marx. Hegel añade a continuación que la Filosofía trata con ideas, esto es, con el concepto más su realización, y no con meros conceptos; puesto que si en el estudio de los conceptos no incluimos su realización, a juicio de Hegel estaríamos incurriendo en el pensamiento unilateral y dichos conceptos estarían carentes de verdad.

Ahora Hegel afirma que el concepto es lo único que posee realidad, pues se la da a sí mismo. Esta afirmación nos parecerá en primera impresión que tiene un carácter idealista, pero veremos a continuación que no es así. Marx afirma en el análisis del proceso de trabajo que “lo que distingue al peor arquitecto de la mejor abeja es que ha construido la celdilla en su cerebro antes de construirla en la realidad. Al final del proceso de trabajo se obtiene un resultado que existía ya al comienzo del mismo en la imaginación del obrero en forma ideal”. Lo que Marx llama aquí existencia del objeto en la imaginación del obrero es lo que debemos entender por concepto, y lo que denomina resultado es lo que hemos denominado realización del concepto. La clave aquí es que el concepto es anterior al ser o a la realidad; es así como se presenta en el proceso de trabajo.  De manera que todos los valores de uso que pueblan nuestra vida y sean productos del trabajo han existido primero como conceptos y después como realidad. Hay valores de uso como los ríos o los árboles que no han existido previamente como conceptos. De ahí que Hegel afirme que los conceptos es lo único que posee realidad, puesto que se la da a sí mismo. Dicho en otras palabras: el ser de la realidad la ha recibido del concepto. Debemos advertir que si nos comportáramos como pensadores dogmáticos, esto es, pensadores atados a ideas fijas, afirmaríamos que en lo que atañe a la línea de pensamiento materialista primero existe el ser o la realidad y después el concepto o el pensamiento. De manera que en esta atadura a la línea de pensamiento materialista expresado como consigna rígida de que primero es la realidad y luego el concepto, tendríamos que catalogar las ideas de Marx formuladas en el proceso de trabajo de idealistas.

Más adelante Hegel hace esta gratificante afirmación: “La configuración que se da el concepto en su realización es, para el conocimiento del concepto mismo, el momento esencial de la idea, que difiere de su forma de ser solo como mero concepto”. La elaboración del concepto, la casa que hace el arquitecto primero en su cabeza, pertenece la etapa teórica del conocimiento, mientras que la construcción de la casa en la realidad, esto es, la configuración objetiva del concepto elaborada por el arquitecto en su cabeza, pertenece a la etapa práctica del conocimiento. Luego cuando Hegel afirma que para el conocimiento del concepto mismo la configuración que se da el concepto en su realización es el momento esencial, está afirmando que la etapa práctica del conocimiento es el momento esencial para comprender el concepto en su etapa teórica. Por lo tanto, en este caso Hegel está formulando un principio materialista de primer nivel.

Ilustraré con un ejemplo las ideas expuestas hasta aquí. La mesa en la que escribo puedo concebirla como un mero objeto exterior. Así proceden los empiristas: el objeto está fuera de mi conciencia y mi capacidad para conocerlo está salpicado de obstáculos insalvables. Pero si la mesa en la que escribo la concibo como la realización del concepto de mesa, esto es, la realización del concepto que previamente elaboró el carpintero en su cabeza, mantendré la unidad del concepto y de la realidad, puesto que la realidad se me presenta como la realización del concepto. La realización del concepto es un momento del concepto, al decir de Hegel, el momento esencial.

Solo me resta hablar del concepto de realización. Marx afirma en El Capital que el valor de uso se realiza en el consumo y el valor se realiza en el mercado. Y si el valor no se realiza en el mercado, esto es, la mercancía que contiene dicho valor no se vende, entonces el trabajo gastado en producir esa mercancía no es socialmente necesario. Y si el trabajo humano abstracto en producir esa mercancía no es socialmente necesario, entonces el trabajo concreto productor de ese valor de uso es inútil. Por lo tanto, el momento de la realización es el momento esencial para demostrar, por una parte, que el trabajo social empleado en producir una mercancía es socialmente necesario, y por la otra, que el valor de uso portador del valor es útil. Así que Marx heredó de Hegel, entre otras cosas, la idea de que la realización es el momento esencial del valor  y del valor de uso. Lo que Hegel afirmó del concepto, Marx lo trasladó al ser.





jueves, 24 de noviembre de 2016

DERECHOS SOCIALES O REVOLUCIÓN [1]





Por Jorge Rendón Vásquez[2]

Las propuestas de revolución socialista y derechos sociales han ocupado posiciones antagónicas a lo largo de unos ciento cincuenta años, interpoladas por ciertos momentos de conciliación.

¿Cuál ha sido la razón de ser de este enfrentamiento?

Noción de derechos sociales

La expresión derechos sociales indica el conjunto de pagos, bienes, servicios y facultades atribuidos a los trabajadores y sus familias como beneficios adicionales a la remuneración y limitaciones a la duración del trabajo. Con este significado han sido incorporados en las declaraciones internacionales de derechos humanos con un nivel semejante al de los derechos civiles y políticos —Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) y Convención Americana sobre Derechos Humanos (1969)— y están incluidos también con diversos alcances en las constituciones políticas de numerosos países.

Sus ámbitos legales son: a) la normativa laboral, rectora de las relaciones entre empleadores y trabajadores determinadas por la ejecución del trabajo; b) la normativa de seguridad social, destinada a la cobertura de los riesgos sociales de enfermedad, accidentes comunes, maternidad, vejez, cargas familiares, accidentes de trabajo y enfermedades profesionales; y c) la normativa social, en general, para la atención de las necesidades de vivienda, transporte, entretenimiento, vacaciones y otras.

El costo de los derechos sociales, pagado directamente al trabajador o entregado a las entidades de seguridad social o al Estado, es un gasto o inversión en fuerza de trabajo que se transfiere al precio de los bienes y servicios ofrecidos en el mercado, conjuntamente con los gastos en medios de producción y la plusvalía o ganancia. Por lo tanto, en principio, no afectan el monto de la plusvalía, salvo cuando existe el derecho a la participación en las utilidades.

Desde las primeras décadas el siglo XX, los derechos sociales comenzaron a alcanzar una significación relevante. Su expansión y configuración, tal como son ahora en la mayor parte de países con economía de mercado o capitalista, advinieron luego de la Segunda Guerra Mundial como un efecto social de ésta.

Ideas básicas de Carlos Marx sobre el capital, el trabajo, la plusvalía, y la revolución

Cuando Carlos Marx y Federico Engels formularon su ideología, en la segunda mitad del siglo XIX, no existían derechos sociales. La explotación de los obreros era ilimitada. La duración del trabajo y el monto de la remuneración se determinaban por la oferta y la demanda; y, como la oferta de fuerza de trabajo superaba la cantidad de puestos de trabajo, los capitalistas imponían sus condiciones. Los trabajadores las aceptaban por la necesidad de percibir un ingreso económico. Su ignorancia y rivalidad por acceder al empleo obstaculizaban la percepción de su enorme fuerza social si se unían.

La teorización de Marx (Crítica de la Economía Política, Trabajo asalariado y capital, El Capital) comenzó con la descripción de esta sociedad y su mecanismo estructural.

Marx constató que el trabajo es la fuente de cuanta realización humana existe, y sobre esta base enunció sus afirmaciones esenciales que pueden concretizarse en las siguientes:

1º.- Los bienes necesarios para la producción y el consumo son el resultado del trabajo humano.

2º.- Las herramientas, máquinas, construcciones, materias primas y otros bienes necesarios para la producción, que él denominó medios de producción, son cosas inanimadas, trabajo pasado acumulado, incapaces de funcionar y transformarse por sí mismas. El capital, como poder adquisitivo que permite adquirirlos, sigue la misma suerte: es inerte sin el trabajo.

3º.- El trabajo aplicado a los medios de producción transfiere a los bienes resultantes el valor de los medios de producción y de la propia fuerza de trabajo y crea, además, un nuevo valor o plusvalía. Estos bienes con un valor de uso o utilidad y un valor de cambio se denominan mercancías por estar destinados al mercado. Al venderlos, el productor o capitalista recupera su valor de cambio.

4º.- Los capitalistas se apoderan de la plusvalía, porque el orden jurídico —superestructura surgida para asegurar la estructura económica con el respaldo de la fuerza— los considera propietarios del capital empleado en la producción y, en consecuencia, los titulariza como organizadores de la producción y dueños de las mercancías resultantes. A los trabajadores sólo les pagan la remuneración que compensa apenas el desgaste de su fuerza de trabajo. La plusvalía acumulada es el capital.

El fin de la explotación de los trabajadores o del apoderamiento de la plusvalía por los capitalistas sólo podía advenir, para Carlos Marx, con una revolución que diese paso a la expropiación de los medios de producción a los capitalistas y el establecimiento de una sociedad socialista caracterizada por la propiedad social de los medios de producción, como primera etapa del tránsito hacia el comunismo. La revolución social sería el salto cualitativo hacia el cual marcha la estructura económica constituida por la clase capitalista y la clase obrera, como términos opuestos.

Las ideas de Marx fueron asumidas en Europa por muchos intelectuales y los dirigentes más ilustrados de los trabajadores. Su consecuencia inmediata fue la organización de la Primera Internacional en 1864, como un centro de difusión ideológica y de debate de las tareas que surgían para los dirigentes sindicales y políticos de la clase obrera.

Oposición entre revolución y derechos sociales

Uno de los temas que marcaría, imperceptiblemente aún en esos primeros momentos, el comienzo de una división entre los ideólogos y dirigentes marxistas fue el planteamiento de la lucha por la jornada de trabajo de ocho horas, que compartían con el anarquismo. Su conquista, mediante normas estatales, implicaba que la mejora de la condición obrera podía acaecer por una campaña de los trabajadores en la sociedad capitalista en la forma de manifestaciones, peticiones, huelgas y otras acciones antes de llegar a una revolución socialista.

La creación del Partido Obrero Socialista de Alemania por la unión del Partido Obrero Socialdemócrata, dirigido por August Bebel y Wilhelm Liebknecht, y de la Asociación General de Obreros Alemanes, cuyo líder era Ferdinand Lassalle, en la localidad de Gotha, en mayo de 1875, acentuó la brecha entre las ideas de Marx y una vía reformista, que suponía la participación de los socialistas en la dirección del Estado por elecciones. Marx lo hizo notar en su Crítica del Programa de Gotha, al que consideró una concesión a las propuestas reformistas de Lassalle.

El nuevo partido intervino en las elecciones de 1877, alcanzando 493,000 votos y nueve diputados. Un año después, los demás miembros del parlamento, representantes de los partidos burgueses, aprobaron una ley de represión de los socialistas y desaforaron a los representantes de éstos, acatando las disposiciones del canciller Bismarck.

Sin embargo, la mayor parte de teóricos del Partido Socialdemócrata Alemán, denominación adoptada por el Partido Obrero Socialista, y de otros grupos afiliados a la Segunda Internacional, insistieron en preconizar la vía electoral y las reformas sociales. Derogada la ley represiva en 1890, los socialistas obtuvieron 1’400,00 votos y treinta y cinco diputados en las elecciones de ese año. En los demás países europeos se organizaron también partidos socialistas, según el modelo alemán. El Partido Socialdemócrata Alemán obtuvo 110 diputados en las elecciones de 1912, la cuarta parte del total.

Desde fines del siglo XIX, los ingresos de los trabajadores aumentaron en Alemania y otros países de Europa occidental y, para una parte de ellos, comenzó a disiparse la desesperanza en la sociedad capitalista, al mismo tiempo que aumentaba su temor a los riesgos de la vía revolucionaria.

La vía revolucionaria

Las ideas de Carlos Marx, sobre la transición al socialismo por una revolución, fueron asumidas por Vladimir Ilich Lenin, quien impulsó la creación de un nuevo partido constituido principalmente por revolucionarios profesionales, al que llamó Bolchevique, apartándose del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia en el congreso celebrado por este en agosto de 1903, en Bruselas y Londres.

Ante sus militantes apareció, sin embargo, la necesidad de definir una conducta respecto de las reivindicaciones inmediatas de los trabajadores, que denominaron económicas. La concibieron como un medio de difusión de su ideología, y de organización y movilización de los trabajadores mediante las asociaciones sindicales, aunque sin perder de vista el objetivo central de ir a una revolución socialista. En el Congreso de Amiens (Francia), celebrado en 1906, las organizaciones políticas y sindicales socialdemócratas acordaron separar la acción sindical de la acción política de los trabajadores. Los sindicatos serían organizaciones unitarias destinadas a la defensa de los derechos e intereses laborales de los obreros. Se abstuvieron de someterse a este criterio los socialistas de Gran Bretaña, cuyas organizaciones sindicales (trade unions) eran bases orgánicas del Partido Laborista. El partido Bolchevique ruso no estuvo presente en este congreso, pero no pudo dejar de acatar la decisión que allí se adoptó. La realidad de los obreros rusos era, sin embargo, tan paupérrima y ajena a toda mejora que la vía revolucionaria se les proyectaba como la única salida posible para acabar con su explotación.

En julio de 1914 comenzó la Primera Guerra Mundial. Los partidos de la Socialdemocracia apoyaron a sus gobiernos en uno y otro lado, y sus representantes en los parlamentos votaron a favor de los créditos de guerra. En cambio, los bolcheviques y otros grupos afines a ellos se opusieron a la guerra. Dos años y medio después las matanzas de soldados y civiles entre los países beligerantes llegaban a más de diez millones y la miseria arrasaba a los países europeos. En febrero de 1917 estalló una revolución en Rusia que depuso al Zar y estableció un gobierno de la burguesía. Pero, contra la opinión de la mayor parte de la población, este gobierno no buscó la paz. Sin pérdida de tiempo, Lenin, con el pensamiento y la voluntad firmemente orientados hacia una revolución que arrojase a la burguesía del control de la economía y del Estado, condujo a su partido a movilizarse entre los obreros y soldados para detener la intervención de Rusia en la guerra, y con la participación de una parte creciente de ellos promovió la revolución socialista del 25 de octubre de 1917 que lo llevó al poder político. De inmediato, hizo estatizar las empresas y entregar la tierra a los campesinos.

Otra decisión del gobierno revolucionario fue el establecimiento de la jornada de ocho horas. Los seguros de enfermedad y vejez, según el modelo alemán de Bismarck, creados por el gobierno zarista, se extendían a muy pocos obreros. El gobierno los sustituyó al año siguiente por un sistema general de salud y otro de pensiones para toda la población, medidas que se aplicarían lentamente por la desorganización de la economía y la guerra civil.

La vía de la conciliación con el capitalismo

En Alemania, el Partido Socialdemócrata, asumiendo la protesta de la mayoría de la población y de los soldados contra la continuación de su país en la guerra, impulsó también la revolución popular que derrocó al Kaiser y estableció la república el 9 de noviembre de 1918. Tras hacerse cargo del gobierno, pidió a las potencias aliadas la terminación de la guerra, lo que llevó al armisticio del 11 de ese mes en Compiègne, Francia, que declaró concluida la guerra con la victoria de los aliados.

El partido Socialdemócrata Alemán hubiera podido instaurar alguna versión de socialismo con el apoyo de la mayor parte de la clase obrera y de los partidarios de la revolución. Pero se abstuvo de seguir esta vía, atendiendo a su posición ideológica reformista, y prefirió entenderse con la burguesía. Su primer paso en esta dirección fue el acuerdo celebrado el 15 de noviembre siguiente entre Carl Legien, en nombre de las organizaciones sindicales dirigidas por los socialdemócratas, y Hugo Stinnes y Carl Friedrich von Siemens, en representación de las organizaciones empresariales, por el cual los empresarios se comprometían a implantar la jornada de ocho horas y a conceder otras mejoras a los trabajadores, y los dirigentes sindicales a poner fin a las huelgas salvajes, garantizar una producción eficiente y mantener la propiedad privada de las empresas, y ambas partes a resolver sus diferencias por negociación colectiva. Con este acuerdo se quería además contrarrestar en los trabajadores alemanes las simpatías por la revolución rusa, cuya propagación el capitalismo quería evitar. Fue, en realidad, una contrarrevolución. Los espartaquistas, partidarios de la revolución, replicaron tomando las armas contra el gobierno socialdemócrata, pero fueron violentamente reprimidos por la policía y el alto mando del ejército por disposición del gobierno. Luego, este promovió la elección de una asamblea constituyente que se reunió en la ciudad de Weimar. En agosto de 1919, esta asamblea, por el voto conjunto de los socialdemócratas y los representantes de varios partidos de la burguesía, aprobó una constitución política por la cual se respetaba la propiedad privada y la libertad de contratación, se preveía la posibilidad de nacionalizar algunas empresas privadas indemnizando a sus propietarios, se reconocía la libertad sindical y la negociación colectiva, se creaban los consejos obreros de empresa y territoriales, se abría el camino hacia la obtención de determinados derechos sociales y se reafirmaba la organización del Estado como una democracia republicana y representativa, basada en la igualdad ante la ley. El Partido Socialdemócrata renunciaba así a la incautación de la plusvalía, la que permanecía como un derecho de los capitalistas. Confiaba en el acrecentamiento de los derechos sociales por vía de autoridad y por negociación colectiva. A los capitalistas no les preocupó mucho el mayor costo de estas mejoras. Esperaban recuperarlo con el mayor precio de los bienes y servicios, las innovaciones en los medios y procedimientos de producción y una capacitación mayor de los trabajadores.

Los partidos socialdemócratas de los otros países europeos, ampliamente mayoritarios frente a los partidarios de la revolución en sus filas, se alinearon con la posición del Partido Socialdemócrata Alemán.

Una repercusión inmediata del entendimiento entre la Socialdemocracia y los dirigentes de los países capitalistas que habían intervenido en la guerra fue la creación de la Organización Internacional del Trabajo por el Tratado de Versalles, de junio de 1919. Se le organizó como un gran foro mundial integrado por cuatro representantes de cada Estado: dos del gobierno, uno de los empleadores y otro de los trabajadores. Se le encargó la función de adoptar convenios sobre las relaciones laborales y otros aspectos sociales, que los Estados podían incorporar a su legislación interna. El primer convenio aprobado ese mismo año tuvo como tema la jornada de ocho horas.

Para el Partido Socialdemócrata Alemán esta era una vía más dilatada de reformas, justificada con el supuesto de que la sociedad capitalista no estaba aún preparada para una transición inmediata al socialismo. A la larga, esta posición se impuso en la confrontación con la vía revolucionaria en los países con economía capitalista y modeló, con caracteres básicamente semejantes en todas partes, la manera de ser de la sociedad capitalista en adelante. Las demás corrientes ideológicas, algunas de las cuales propugnaban retoques al capitalismo para impedir la eclosión revolucionaria de los trabajadores, se plegaron a la posición del Partido Socialdemócrata Alemán y al modelo de sociedad que este había logrado. La insurgencia del fascismo y del nazismo fue promovida por los grupos empresariales que rechazaron la afectación de su predominio por el “espíritu de Weimar”. Para encumbrarse, los dirigentes de ambos movimientos, financiados a raudales por aquellos, ganaron la adhesión, hasta el fanatismo, de la mayor parte de las clases obrera y media, empobrecidas por las crisis y la inflación, y se hicieron del control absoluto del Estado.

La expansión de la vía socialista luego de la Segunda Guerra Mundial

Al concluir la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética propulsó al establecimiento de regímenes socialistas semejantes al suyo en los países que había ocupado militarmente. Poco después, en China el Partido Comunista impuso también este régimen, tras derrotar al ejército nacionalista. En Indochina sucedió otro tanto tras la derrota del ejército francés en Dien Bien Phu en 1954 que condujo al establecimiento de un régimen socialista en el norte de Vietnam. Finalmente, en Cuba se erigió un régimen similar en 1960, luego de una revolución y una guerra contra una dictadura. 

En estos países, el Estado, en posesión de los medios de producción, organizó la producción y distribuyó la plusvalía entre gastos de reproducción, gastos de consumo de la población, entre los que se incluían los de salud, educación, formación profesional, distracción y otros, y privilegios de los miembros del partido gobernante. Los derechos sociales pagados directamente a los trabajadores tomaron, por lo general, la forma de incentivos por rendimiento. La producción, la distribución y el consumo se regían por el plan económico y social.

El nuevo pacto social en los países capitalistas europeos

En los demás países europeos se continuó con el esquema de la Constitución de Weimar, actualizado como un nuevo pacto social adoptado por los partidos políticos y las organizaciones sociales más importantes, incluidos los partidos comunistas. Este pacto fue formalizado como nuevas constituciones políticas.

En el ámbito internacional, el estado de ánimo reivindicativo de las mayorías sociales en la postguerra, llevó a los Estados reunidos en las Naciones Unidas a aprobar la Declaración de Derechos Humanos, en París, en diciembre de 1948. Estos derechos fueron clasificados como civiles, políticos, sociales y culturales. Correlativamente, la Conferencia de la Organización Internacional del Trabajo aprobó en junio de 1947 el convenio 81 sobre inspección del trabajo, en junio de 1948 el convenio 87 sobre libertad sindical, y al año siguiente, el Convenio 98, sobre las garantías de la libertad sindical y la negociación colectiva. Fueron sus logros más importantes en materia laboral.

En consecuencia, en los países capitalistas, la propiedad de los medios de producción y la plusvalía permanecieron en poder de los capitalistas, si bien el Estado recibió en mayor o menor grado la facultad de tomar una parte creciente de esta, valiéndose del impuesto a la renta, y de limitar la libertad de contratación y la propiedad privada. Se llegaba de este modo a un capitalismo reformado o regulado que recibió la denominación de Economía Social de Mercado o Estado de Bienestar.

La situación de las clases trabajadoras mejoró progresivamente por la generalización y eficiencia de los seguros sociales, la elevación de sus ingresos, la mayor oferta de bienes y servicios de precio relativamente reducido, la reducción de la duración del trabajo diario y semanal, el disfrute de vacaciones anuales de una duración cada vez mayor y la propia garantía de la vigencia del pacto social. En muchos aspectos, su condición fue mejor que la de los trabajadores de los países socialistas. El progreso social en los países con economía de mercado más desarrollados se reflejó en las cifras de distribución del ingreso nacional. En la década del ochenta del siglo pasado, la participación de las clases trabajadoras en la renta nacional se situó entre el 70% y el 80% en Europa y América del Norte.

Sólo en el Perú, se entregó una parte de la plusvalía directamente a los trabajadores durante el gobierno del general Juan Velasco Alvarado surgido de una revolución militar (1968 a 1975). Se les concedió una participación en las utilidades como ingreso de libre disposición (del 5% al 10%), y para constituir un fondo a invertirse en acciones de las empresas en las que trabajaban (del 8% al 15%), en ambos casos según el sector económico de cada empresa. Les confirió, asimismo, la estabilidad en el trabajo y otros derechos de gran importancia.

De manera general en los países capitalistas, la idea de una revolución social para instaurar el socialismo fue desechada o relegada a un futuro de realización incierta por los trabajadores y los partidos comunistas y otros de izquierda, excepto por algunos grupos con mínima raigambre popular empeñados en un cambio radical de la sociedad, aunque sin exponer el tipo de sociedad que deseaban instaurar.

La ofensiva neoliberal contra los derechos sociales

La reacción contra este esquema de desarrollo provino de ciertos ideólogos del capitalismo: el avance de los derechos sociales debía ser detenido —clamaron. Friedrich von Hayek en Londres (The Road to Serfdom: Camino de servidumbre, 1944) y Milton Friedman en Wisconsin (Capitalism and Freedom: Capitalismo y Libertad, 1962) abogaron por el retorno al liberalismo económico de Adam Smith y la desactivación de la participación estatal en el otorgamiento y resguardo de los derechos sociales. Ambos fueron galardonados con el Premio Nobel de Economía en 1974 y 1976, respectivamente.

A comienzos de la década del setenta, algunos de los más grandes propietarios de empresas de los países capitalistas y ciertos profesores universitarios y políticos de derecha se reunieron en Monte Peregrino (Suiza) para delinear un plan de acción. Poco después constituyeron la llamada Comisión Trilateral, financiada por el Chase Manhatan Bank. Cuando su proyecto estuvo listo, lo lanzaron como neoliberalismo. Sus primeros ejecutores en los países capitalistas de mayor desarrollo fueron Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña, en la década del ochenta. Ambos gobiernos confiaron una parte de la ejecución de su política económica para los países del Tercer Mundo al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial.

En el campo social, el neoliberalismo, tomando la denominación de “flexibilidad”, adujo que las relaciones laborales se habían tornado rígidas por los derechos sociales y que, en consecuencia, se les debía flexibilizar, reduciéndolos. Muchos profesores de Derecho del Trabajo, que habían defendido la función protectora de los trabajadores de este derecho, se dejaron seducir y se convirtieron en apóstoles desembozados o vergonzantes de la flexibilidad. En América Latina esta corriente fue impuesta con las sangrientas dictaduras establecidas en la década del setenta en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay, y prosiguió en la década del noventa en casi todos los países de América Latina con gobiernos civiles constituidos, por lo general, por el voto mayoritario de los mismos trabajadores.

En el Perú, en la década del noventa, el gobierno de Fujimori erosionó radicalmente los derechos sociales reduciendo las remuneraciones, eliminando la participación patrimonial de los trabajadores en las empresas, alargando la duración del trabajo, dejando sin efecto la estabilidad en el empleo, limitando o desconociendo la libertad sindical y la negociación colectiva, disminuyendo la protección de la seguridad social y precarizando, en general, la condición de los trabajadores.

Obviamente las ganancias de los empresarios aumentaron.

Esa escalada ha continuado en el Perú durante los períodos de Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala. Los grupos capitalistas más fuertes siguieron dictando las medidas económicas y sociales a través de ellos y sus partidos políticos, y estimulando la corrupción. Sus leyes concernientes a los trabajadores de la pequeña y la microempresa, y del campo redujeron a la mitad las gratificaciones anuales, la compensación por tiempo de servicios, las vacaciones y la indemnización por despido arbitrario y atacaron otros aspectos de las relaciones laborales de la mayor parte de trabajadores dependientes. Sólo pudo ser recuperada la estabilidad en el trabajo por una sentencia del Tribunal Constitucional en 2003

En Europa y otros países capitalistas altamente desarrollados, la ofensiva neoliberal estuvo a cargo de los partidos conservadores y socialistas, llegados al poder político contradictoriamente por el voto de una gran parte de trabajadores. Para la derecha de los partidos socialistas se cerraba así su ciclo reformista. Contrariamente, la acción de los partidos comunistas fue absorbida casi totalmente por la defensa de los derechos e intereses de los trabajadores dentro del sistema capitalista, muy lejos de la idea de revolución. En 1991, el Partido Comunista Italiano, uno de los más fuertes e influyentes en los países capitalistas, fue disuelto en un congreso. Había sido creado en 1921 para hacer la revolución. Descartada esta, la mayoría de sus dirigentes consideraron que su existencia era un contrasentido.

Pese a haber sido la campaña neoliberal europea contra los derechos sociales menos brutal por la resistencia de los trabajadores, tuvo como resultado una disminución de la participación de los trabajadores en el ingreso nacional, que se sitúa ahora entre el 50% y el 65%.

Una gran tarea ideológica

A pesar de este retroceso, las mayorías sociales, y entre ellas la mayor parte de trabajadores de los países con economía capitalista, no estiman que haya de acudirse a una revolución social. Por lo menos, no todavía. Con la desaparición de los gobiernos socialistas del Este europeo, a fines de la década del ochenta y comienzos de la del noventa, ha perecido la predilección por ese modelo económico y social en la mayoría de trabajadores e intelectuales que creían en él.

Algunos simpatizantes del marxismo se resisten, sin embargo, a abandonar su permanencia conceptual en la sociedad rusa y sus conflictos como fueron hace cien años, dominados por placenteros hábitos emocionales, su adoración de ideas que germinaron para esa realidad o por pereza intelectual. La faz trágica de su anclaje en el pasado es la inútil inmolación de los más obsesionados por tales ideas, y de sus víctimas.

Con revolución o sin ella, las sociedades no podrían prescindir ahora de los derechos sociales y otros derechos humanos. Son elementos constitutivos de la estructura económica aportados por la evolución económica, social y política.

Pero el advenimiento de una sociedad socialista, compatible con el estado de desarrollo material y cultural de nuestro tiempo, y ajena a las deficiencias y abusos de las experiencias fallidas de los regímenes socialistas extinguidos, está aún por definirse. La posibilidad de llegar a ella no se sustenta sólo en las condiciones materiales, sino también en la acción de las clases trabajadoras que, como parte de la estructura económica capitalista, conforman uno de los términos en la contradicción dialéctica fundamental de esta sociedad. Esa acción podría desencadenarse a partir de la percepción nítida por los trabajadores de que los empresarios al infringir radicalmente el pacto social con su política de desregulación y precarización de la situación económica, social y cultural de aquellos, los desobligan de atenerse a él.

La generalización de la necesidad de un cambio cualitativo de la sociedad en la conciencia de los trabajadores y los intelectuales, que son también en su mayor parte trabajadores, será una expresión de los cambios cuantitativos en la sociedad. El cambio cualitativo podría sobrevenir luego por una vía u otra.


[1] Artículo ya publicado en la revista Reflexión, Lima, mayo 2015. Le he hecho algunas correcciones para precisar ciertos hechos y conceptos.
[2] Doctor en Derecho, Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima.