Por
Jorge Rendón Vásquez[2]
Las
propuestas de revolución socialista y derechos sociales han ocupado posiciones
antagónicas a lo largo de unos ciento cincuenta años, interpoladas por ciertos
momentos de conciliación.
¿Cuál
ha sido la razón de ser de este enfrentamiento?
Noción de derechos sociales
La
expresión derechos sociales indica el conjunto de pagos, bienes, servicios y
facultades atribuidos a los trabajadores y sus familias como beneficios
adicionales a la remuneración y limitaciones a la duración del trabajo. Con
este significado han sido incorporados en las declaraciones internacionales de
derechos humanos con un nivel semejante al de los derechos civiles y políticos
—Declaración Universal de Derechos Humanos (1948), Pacto Internacional de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) y Convención Americana sobre
Derechos Humanos (1969)— y están incluidos también con diversos alcances en las
constituciones políticas de numerosos países.
Sus
ámbitos legales son: a) la normativa laboral, rectora de las relaciones entre
empleadores y trabajadores determinadas por la ejecución del trabajo; b) la
normativa de seguridad social, destinada a la cobertura de los riesgos sociales
de enfermedad, accidentes comunes, maternidad, vejez, cargas familiares,
accidentes de trabajo y enfermedades profesionales; y c) la normativa social,
en general, para la atención de las necesidades de vivienda, transporte,
entretenimiento, vacaciones y otras.
El
costo de los derechos sociales, pagado directamente al trabajador o entregado a
las entidades de seguridad social o al Estado, es un gasto o inversión en
fuerza de trabajo que se transfiere al precio de los bienes y servicios
ofrecidos en el mercado, conjuntamente con los gastos en medios de producción y
la plusvalía o ganancia. Por lo tanto, en principio, no afectan el monto de la
plusvalía, salvo cuando existe el derecho a la participación en las utilidades.
Desde
las primeras décadas el siglo XX, los derechos sociales comenzaron a alcanzar
una significación relevante. Su expansión y configuración, tal como son ahora
en la mayor parte de países con economía de mercado o capitalista, advinieron
luego de la Segunda Guerra Mundial como un efecto social de ésta.
Ideas básicas de Carlos Marx sobre el capital, el trabajo, la plusvalía,
y la revolución
Cuando
Carlos Marx y Federico Engels formularon su ideología, en la segunda mitad del
siglo XIX, no existían derechos sociales. La explotación de los obreros era
ilimitada. La duración del trabajo y el monto de la remuneración se
determinaban por la oferta y la demanda; y, como la oferta de fuerza de trabajo
superaba la cantidad de puestos de trabajo, los capitalistas imponían sus
condiciones. Los trabajadores las aceptaban por la necesidad de percibir un
ingreso económico. Su ignorancia y rivalidad por acceder al empleo
obstaculizaban la percepción de su enorme fuerza social si se unían.
La
teorización de Marx (Crítica de la Economía Política, Trabajo asalariado y
capital, El Capital) comenzó con la descripción de esta sociedad y su
mecanismo estructural.
Marx
constató que el trabajo es la fuente de cuanta realización humana existe, y
sobre esta base enunció sus afirmaciones esenciales que pueden concretizarse en
las siguientes:
1º.-
Los bienes necesarios para la producción y el consumo son el resultado del
trabajo humano.
2º.-
Las herramientas, máquinas, construcciones, materias primas y otros bienes
necesarios para la producción, que él denominó medios de producción, son cosas
inanimadas, trabajo pasado acumulado, incapaces de funcionar y transformarse
por sí mismas. El capital, como poder adquisitivo que permite adquirirlos,
sigue la misma suerte: es inerte sin el trabajo.
3º.- El
trabajo aplicado a los medios de producción transfiere a los bienes resultantes
el valor de los medios de producción y de la propia fuerza de trabajo y crea,
además, un nuevo valor o plusvalía. Estos bienes con un valor de uso o utilidad
y un valor de cambio se denominan mercancías por estar destinados al mercado. Al
venderlos, el productor o capitalista recupera su valor de cambio.
4º.-
Los capitalistas se apoderan de la plusvalía, porque el orden jurídico
—superestructura surgida para asegurar la estructura económica con el respaldo
de la fuerza— los considera propietarios del capital empleado en la producción
y, en consecuencia, los titulariza como organizadores de la producción y dueños
de las mercancías resultantes. A los trabajadores sólo les pagan la
remuneración que compensa apenas el desgaste de su fuerza de trabajo. La
plusvalía acumulada es el capital.
El fin
de la explotación de los trabajadores o del apoderamiento de la plusvalía por
los capitalistas sólo podía advenir, para Carlos Marx, con una revolución que
diese paso a la expropiación de los medios de producción a los capitalistas y
el establecimiento de una sociedad socialista caracterizada por la propiedad
social de los medios de producción, como primera etapa del tránsito hacia el
comunismo. La revolución social sería el salto cualitativo hacia el cual marcha
la estructura económica constituida por la clase capitalista y la clase obrera,
como términos opuestos.
Las
ideas de Marx fueron asumidas en Europa por muchos intelectuales y los
dirigentes más ilustrados de los trabajadores. Su consecuencia inmediata fue la
organización de la Primera Internacional en 1864, como un centro de difusión
ideológica y de debate de las tareas que surgían para los dirigentes sindicales
y políticos de la clase obrera.
Oposición entre revolución y derechos sociales
Uno de los
temas que marcaría, imperceptiblemente aún en esos primeros momentos, el
comienzo de una división entre los ideólogos y dirigentes marxistas fue el
planteamiento de la lucha por la jornada de trabajo de ocho horas, que
compartían con el anarquismo. Su conquista, mediante normas estatales,
implicaba que la mejora de la condición obrera podía acaecer por una campaña de
los trabajadores en la sociedad capitalista en la forma de manifestaciones,
peticiones, huelgas y otras acciones antes de llegar a una revolución
socialista.
La
creación del Partido Obrero Socialista de Alemania por la unión del Partido
Obrero Socialdemócrata, dirigido por August Bebel y Wilhelm Liebknecht, y de la
Asociación General de Obreros Alemanes, cuyo líder era Ferdinand Lassalle, en
la localidad de Gotha, en mayo de 1875, acentuó la brecha entre las ideas de
Marx y una vía reformista, que suponía la participación de los socialistas en
la dirección del Estado por elecciones. Marx lo hizo notar en su Crítica del
Programa de Gotha, al que consideró una concesión a las propuestas
reformistas de Lassalle.
El
nuevo partido intervino en las elecciones de 1877, alcanzando 493,000 votos y
nueve diputados. Un año después, los demás miembros del parlamento,
representantes de los partidos burgueses, aprobaron una ley de represión de los
socialistas y desaforaron a los representantes de éstos, acatando las
disposiciones del canciller Bismarck.
Sin
embargo, la mayor parte de teóricos del Partido Socialdemócrata Alemán,
denominación adoptada por el Partido Obrero Socialista, y de otros grupos
afiliados a la Segunda Internacional, insistieron en preconizar la vía
electoral y las reformas sociales. Derogada la ley represiva en 1890, los
socialistas obtuvieron 1’400,00 votos y treinta y cinco diputados en las
elecciones de ese año. En los demás países europeos se organizaron también
partidos socialistas, según el modelo alemán. El Partido Socialdemócrata Alemán
obtuvo 110 diputados en las elecciones de 1912, la cuarta parte del total.
Desde
fines del siglo XIX, los ingresos de los trabajadores aumentaron en Alemania y
otros países de Europa occidental y, para una parte de ellos, comenzó a
disiparse la desesperanza en la sociedad capitalista, al mismo tiempo que
aumentaba su temor a los riesgos de la vía revolucionaria.
La vía revolucionaria
Las
ideas de Carlos Marx, sobre la transición al socialismo por una revolución,
fueron asumidas por Vladimir Ilich Lenin, quien impulsó la creación de un nuevo
partido constituido principalmente por revolucionarios profesionales, al que
llamó Bolchevique, apartándose del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia en
el congreso celebrado por este en agosto de 1903, en Bruselas y Londres.
Ante
sus militantes apareció, sin embargo, la necesidad de definir una conducta
respecto de las reivindicaciones inmediatas de los trabajadores, que
denominaron económicas. La concibieron como un medio de difusión de su
ideología, y de organización y movilización de los trabajadores mediante las
asociaciones sindicales, aunque sin perder de vista el objetivo central de ir a
una revolución socialista. En el Congreso de Amiens (Francia), celebrado en
1906, las organizaciones políticas y sindicales socialdemócratas acordaron
separar la acción sindical de la acción política de los trabajadores. Los
sindicatos serían organizaciones unitarias destinadas a la defensa de los
derechos e intereses laborales de los obreros. Se abstuvieron de someterse a
este criterio los socialistas de Gran Bretaña, cuyas organizaciones sindicales
(trade unions) eran bases orgánicas del Partido Laborista. El partido
Bolchevique ruso no estuvo presente en este congreso, pero no pudo dejar de
acatar la decisión que allí se adoptó. La realidad de los obreros rusos era, sin
embargo, tan paupérrima y ajena a toda mejora que la vía revolucionaria se les
proyectaba como la única salida posible para acabar con su explotación.
En
julio de 1914 comenzó la Primera Guerra Mundial. Los partidos de la
Socialdemocracia apoyaron a sus gobiernos en uno y otro lado, y sus
representantes en los parlamentos votaron a favor de los créditos de guerra. En
cambio, los bolcheviques y otros grupos afines a ellos se opusieron a la
guerra. Dos años y medio después las matanzas de soldados y civiles entre los
países beligerantes llegaban a más de diez millones y la miseria arrasaba a los
países europeos. En febrero de 1917 estalló una revolución en Rusia que depuso
al Zar y estableció un gobierno de la burguesía. Pero, contra la opinión de la
mayor parte de la población, este gobierno no buscó la paz. Sin pérdida de
tiempo, Lenin, con el pensamiento y la voluntad firmemente orientados hacia una
revolución que arrojase a la burguesía del control de la economía y del Estado,
condujo a su partido a movilizarse entre los obreros y soldados para detener la
intervención de Rusia en la guerra, y con la participación de una parte
creciente de ellos promovió la revolución socialista del 25 de octubre de 1917
que lo llevó al poder político. De inmediato, hizo estatizar las empresas y
entregar la tierra a los campesinos.
Otra
decisión del gobierno revolucionario fue el establecimiento de la jornada de
ocho horas. Los seguros de enfermedad y vejez, según el modelo alemán de
Bismarck, creados por el gobierno zarista, se extendían a muy pocos obreros. El
gobierno los sustituyó al año siguiente por un sistema general de salud y otro
de pensiones para toda la población, medidas que se aplicarían lentamente por
la desorganización de la economía y la guerra civil.
La vía de la conciliación con el capitalismo
En
Alemania, el Partido Socialdemócrata, asumiendo la protesta de la mayoría de la
población y de los soldados contra la continuación de su país en la guerra,
impulsó también la revolución popular que derrocó al Kaiser y estableció la
república el 9 de noviembre de 1918. Tras hacerse cargo del gobierno, pidió a
las potencias aliadas la terminación de la guerra, lo que llevó al armisticio
del 11 de ese mes en Compiègne, Francia, que declaró concluida la guerra con la
victoria de los aliados.
El
partido Socialdemócrata Alemán hubiera podido instaurar alguna versión de
socialismo con el apoyo de la mayor parte de la clase obrera y de los
partidarios de la revolución. Pero se abstuvo de seguir esta vía, atendiendo a
su posición ideológica reformista, y prefirió entenderse con la burguesía. Su
primer paso en esta dirección fue el acuerdo celebrado el 15 de noviembre
siguiente entre Carl Legien, en nombre de las organizaciones sindicales
dirigidas por los socialdemócratas, y Hugo Stinnes y Carl Friedrich von
Siemens, en representación de las organizaciones empresariales, por el cual los
empresarios se comprometían a implantar la jornada de ocho horas y a conceder
otras mejoras a los trabajadores, y los dirigentes sindicales a poner fin a las
huelgas salvajes, garantizar una producción eficiente y mantener la propiedad
privada de las empresas, y ambas partes a resolver sus diferencias por
negociación colectiva. Con este acuerdo se quería además contrarrestar en los
trabajadores alemanes las simpatías por la revolución rusa, cuya propagación el
capitalismo quería evitar. Fue, en realidad, una contrarrevolución. Los
espartaquistas, partidarios de la revolución, replicaron tomando las armas
contra el gobierno socialdemócrata, pero fueron violentamente reprimidos por la
policía y el alto mando del ejército por disposición del gobierno. Luego, este
promovió la elección de una asamblea constituyente que se reunió en la ciudad
de Weimar. En agosto de 1919, esta asamblea, por el voto conjunto de los
socialdemócratas y los representantes de varios partidos de la burguesía,
aprobó una constitución política por la cual se respetaba la propiedad privada
y la libertad de contratación, se preveía la posibilidad de nacionalizar algunas
empresas privadas indemnizando a sus propietarios, se reconocía la libertad
sindical y la negociación colectiva, se creaban los consejos obreros de empresa
y territoriales, se abría el camino hacia la obtención de determinados derechos
sociales y se reafirmaba la organización del Estado como una democracia
republicana y representativa, basada en la igualdad ante la ley. El Partido
Socialdemócrata renunciaba así a la incautación de la plusvalía, la que
permanecía como un derecho de los capitalistas. Confiaba en el acrecentamiento
de los derechos sociales por vía de autoridad y por negociación colectiva. A
los capitalistas no les preocupó mucho el mayor costo de estas mejoras.
Esperaban recuperarlo con el mayor precio de los bienes y servicios, las innovaciones
en los medios y procedimientos de producción y una capacitación mayor de los
trabajadores.
Los
partidos socialdemócratas de los otros países europeos, ampliamente
mayoritarios frente a los partidarios de la revolución en sus filas, se
alinearon con la posición del Partido Socialdemócrata Alemán.
Una
repercusión inmediata del entendimiento entre la Socialdemocracia y los
dirigentes de los países capitalistas que habían intervenido en la guerra fue
la creación de la Organización Internacional del Trabajo por el Tratado de
Versalles, de junio de 1919. Se le organizó como un gran foro mundial integrado
por cuatro representantes de cada Estado: dos del gobierno, uno de los
empleadores y otro de los trabajadores. Se le encargó la función de adoptar
convenios sobre las relaciones laborales y otros aspectos sociales, que los
Estados podían incorporar a su legislación interna. El primer convenio aprobado
ese mismo año tuvo como tema la jornada de ocho horas.
Para el
Partido Socialdemócrata Alemán esta era una vía más dilatada de reformas,
justificada con el supuesto de que la sociedad capitalista no estaba aún
preparada para una transición inmediata al socialismo. A la larga, esta
posición se impuso en la confrontación con la vía revolucionaria en los países
con economía capitalista y modeló, con caracteres básicamente semejantes en
todas partes, la manera de ser de la sociedad capitalista en adelante. Las
demás corrientes ideológicas, algunas de las cuales propugnaban retoques al
capitalismo para impedir la eclosión revolucionaria de los trabajadores, se
plegaron a la posición del Partido Socialdemócrata Alemán y al modelo de
sociedad que este había logrado. La insurgencia del fascismo y del nazismo fue
promovida por los grupos empresariales que rechazaron la afectación de su
predominio por el “espíritu de Weimar”. Para encumbrarse, los dirigentes de
ambos movimientos, financiados a raudales por aquellos, ganaron la adhesión,
hasta el fanatismo, de la mayor parte de las clases obrera y media,
empobrecidas por las crisis y la inflación, y se hicieron del control absoluto
del Estado.
La expansión de la vía socialista luego de la Segunda Guerra Mundial
Al
concluir la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética propulsó al
establecimiento de regímenes socialistas semejantes al suyo en los países que
había ocupado militarmente. Poco después, en China el Partido Comunista impuso
también este régimen, tras derrotar al ejército nacionalista. En Indochina
sucedió otro tanto tras la derrota del ejército francés en Dien Bien Phu en
1954 que condujo al establecimiento de un régimen socialista en el norte de
Vietnam. Finalmente, en Cuba se erigió un régimen similar en 1960, luego de una
revolución y una guerra contra una dictadura.
En
estos países, el Estado, en posesión de los medios de producción, organizó la
producción y distribuyó la plusvalía entre gastos de reproducción, gastos de
consumo de la población, entre los que se incluían los de salud, educación,
formación profesional, distracción y otros, y privilegios de los miembros del
partido gobernante. Los derechos sociales pagados directamente a los
trabajadores tomaron, por lo general, la forma de incentivos por rendimiento.
La producción, la distribución y el consumo se regían por el plan económico y
social.
El nuevo pacto social en los países capitalistas europeos
En los
demás países europeos se continuó con el esquema de la Constitución de Weimar,
actualizado como un nuevo pacto social adoptado por los partidos políticos y
las organizaciones sociales más importantes, incluidos los partidos comunistas.
Este pacto fue formalizado como nuevas constituciones políticas.
En el
ámbito internacional, el estado de ánimo reivindicativo de las mayorías
sociales en la postguerra, llevó a los Estados reunidos en las Naciones Unidas
a aprobar la Declaración de Derechos Humanos, en París, en diciembre de 1948.
Estos derechos fueron clasificados como civiles, políticos, sociales y
culturales. Correlativamente, la Conferencia de la Organización Internacional
del Trabajo aprobó en junio de 1947 el convenio 81 sobre inspección del
trabajo, en junio de 1948 el convenio 87 sobre libertad sindical, y al año
siguiente, el Convenio 98, sobre las garantías de la libertad sindical y la
negociación colectiva. Fueron sus logros más importantes en materia laboral.
En
consecuencia, en los países capitalistas, la propiedad de los medios de
producción y la plusvalía permanecieron en poder de los capitalistas, si bien
el Estado recibió en mayor o menor grado la facultad de tomar una parte
creciente de esta, valiéndose del impuesto a la renta, y de limitar la libertad
de contratación y la propiedad privada. Se llegaba de este modo a un
capitalismo reformado o regulado que recibió la denominación de Economía Social
de Mercado o Estado de Bienestar.
La
situación de las clases trabajadoras mejoró progresivamente por la
generalización y eficiencia de los seguros sociales, la elevación de sus
ingresos, la mayor oferta de bienes y servicios de precio relativamente
reducido, la reducción de la duración del trabajo diario y semanal, el disfrute
de vacaciones anuales de una duración cada vez mayor y la propia garantía de la
vigencia del pacto social. En muchos aspectos, su condición fue mejor que la de
los trabajadores de los países socialistas. El progreso social en los países
con economía de mercado más desarrollados se reflejó en las cifras de
distribución del ingreso nacional. En la década del ochenta del siglo pasado,
la participación de las clases trabajadoras en la renta nacional se situó entre
el 70% y el 80% en Europa y América del Norte.
Sólo en
el Perú, se entregó una parte de la plusvalía directamente a los trabajadores
durante el gobierno del general Juan Velasco Alvarado surgido de una revolución
militar (1968 a 1975). Se les concedió una participación en las utilidades como
ingreso de libre disposición (del 5% al 10%), y para constituir un fondo a
invertirse en acciones de las empresas en las que trabajaban (del 8% al 15%),
en ambos casos según el sector económico de cada empresa. Les confirió,
asimismo, la estabilidad en el trabajo y otros derechos de gran importancia.
De
manera general en los países capitalistas, la idea de una revolución social
para instaurar el socialismo fue desechada o relegada a un futuro de
realización incierta por los trabajadores y los partidos comunistas y otros de
izquierda, excepto por algunos grupos con mínima raigambre popular empeñados en
un cambio radical de la sociedad, aunque sin exponer el tipo de sociedad que
deseaban instaurar.
La ofensiva neoliberal contra los derechos sociales
La
reacción contra este esquema de desarrollo provino de ciertos ideólogos del
capitalismo: el avance de los derechos sociales debía ser detenido —clamaron.
Friedrich von Hayek en Londres (The Road to Serfdom: Camino de
servidumbre, 1944) y Milton Friedman en Wisconsin (Capitalism and
Freedom: Capitalismo y Libertad, 1962) abogaron por el retorno al
liberalismo económico de Adam Smith y la desactivación de la participación
estatal en el otorgamiento y resguardo de los derechos sociales. Ambos fueron
galardonados con el Premio Nobel de Economía en 1974 y 1976, respectivamente.
A
comienzos de la década del setenta, algunos de los más grandes propietarios de
empresas de los países capitalistas y ciertos profesores universitarios y
políticos de derecha se reunieron en Monte Peregrino (Suiza) para delinear un
plan de acción. Poco después constituyeron la llamada Comisión Trilateral,
financiada por el Chase Manhatan Bank. Cuando su proyecto estuvo listo, lo
lanzaron como neoliberalismo. Sus primeros ejecutores en los países
capitalistas de mayor desarrollo fueron Ronald Reagan en Estados Unidos y
Margaret Thatcher en Gran Bretaña, en la década del ochenta. Ambos gobiernos
confiaron una parte de la ejecución de su política económica para los países
del Tercer Mundo al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial.
En el
campo social, el neoliberalismo, tomando la denominación de “flexibilidad”,
adujo que las relaciones laborales se habían tornado rígidas por los derechos
sociales y que, en consecuencia, se les debía flexibilizar, reduciéndolos.
Muchos profesores de Derecho del Trabajo, que habían defendido la función
protectora de los trabajadores de este derecho, se dejaron seducir y se
convirtieron en apóstoles desembozados o vergonzantes de la flexibilidad. En
América Latina esta corriente fue impuesta con las sangrientas dictaduras
establecidas en la década del setenta en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile,
Paraguay y Uruguay, y prosiguió en la década del noventa en casi todos los
países de América Latina con gobiernos civiles constituidos, por lo general,
por el voto mayoritario de los mismos trabajadores.
En el
Perú, en la década del noventa, el gobierno de Fujimori erosionó radicalmente
los derechos sociales reduciendo las remuneraciones, eliminando la
participación patrimonial de los trabajadores en las empresas, alargando la
duración del trabajo, dejando sin efecto la estabilidad en el empleo, limitando
o desconociendo la libertad sindical y la negociación colectiva, disminuyendo
la protección de la seguridad social y precarizando, en general, la condición
de los trabajadores.
Obviamente
las ganancias de los empresarios aumentaron.
Esa
escalada ha continuado en el Perú durante los períodos de Alejandro Toledo,
Alan García y Ollanta Humala. Los grupos capitalistas más fuertes siguieron
dictando las medidas económicas y sociales a través de ellos y sus partidos
políticos, y estimulando la corrupción. Sus leyes concernientes a los
trabajadores de la pequeña y la microempresa, y del campo redujeron a la mitad
las gratificaciones anuales, la compensación por tiempo de servicios, las
vacaciones y la indemnización por despido arbitrario y atacaron otros aspectos
de las relaciones laborales de la mayor parte de trabajadores dependientes.
Sólo pudo ser recuperada la estabilidad en el trabajo por una sentencia del
Tribunal Constitucional en 2003
En
Europa y otros países capitalistas altamente desarrollados, la ofensiva
neoliberal estuvo a cargo de los partidos conservadores y socialistas, llegados
al poder político contradictoriamente por el voto de una gran parte de
trabajadores. Para la derecha de los partidos socialistas se cerraba así su
ciclo reformista. Contrariamente, la acción de los partidos comunistas fue
absorbida casi totalmente por la defensa de los derechos e intereses de los
trabajadores dentro del sistema capitalista, muy lejos de la idea de
revolución. En 1991, el Partido Comunista Italiano, uno de los más fuertes e
influyentes en los países capitalistas, fue disuelto en un congreso. Había sido
creado en 1921 para hacer la revolución. Descartada esta, la mayoría de sus
dirigentes consideraron que su existencia era un contrasentido.
Pese a
haber sido la campaña neoliberal europea contra los derechos sociales menos
brutal por la resistencia de los trabajadores, tuvo como resultado una
disminución de la participación de los trabajadores en el ingreso nacional, que
se sitúa ahora entre el 50% y el 65%.
Una gran tarea ideológica
A pesar
de este retroceso, las mayorías sociales, y entre ellas la mayor parte de
trabajadores de los países con economía capitalista, no estiman que haya de
acudirse a una revolución social. Por lo menos, no todavía. Con la desaparición
de los gobiernos socialistas del Este europeo, a fines de la década del ochenta
y comienzos de la del noventa, ha perecido la predilección por ese modelo
económico y social en la mayoría de trabajadores e intelectuales que creían en
él.
Algunos
simpatizantes del marxismo se resisten, sin embargo, a abandonar su permanencia
conceptual en la sociedad rusa y sus conflictos como fueron hace cien años,
dominados por placenteros hábitos emocionales, su adoración de ideas que
germinaron para esa realidad o por pereza intelectual. La faz trágica de su
anclaje en el pasado es la inútil inmolación de los más obsesionados por tales
ideas, y de sus víctimas.
Con
revolución o sin ella, las sociedades no podrían prescindir ahora de los
derechos sociales y otros derechos humanos. Son elementos constitutivos de la
estructura económica aportados por la evolución económica, social y política.
Pero el
advenimiento de una sociedad socialista, compatible con el estado de desarrollo
material y cultural de nuestro tiempo, y ajena a las deficiencias y abusos de
las experiencias fallidas de los regímenes socialistas extinguidos, está aún
por definirse. La posibilidad de llegar a ella no se sustenta sólo en las
condiciones materiales, sino también en la acción de las clases trabajadoras
que, como parte de la estructura económica capitalista, conforman uno de los
términos en la contradicción dialéctica fundamental de esta sociedad. Esa
acción podría desencadenarse a partir de la percepción nítida por los
trabajadores de que los empresarios al infringir radicalmente el pacto social
con su política de desregulación y precarización de la situación económica,
social y cultural de aquellos, los desobligan de atenerse a él.
La
generalización de la necesidad de un cambio cualitativo de la sociedad en la
conciencia de los trabajadores y los intelectuales, que son también en su mayor
parte trabajadores, será una expresión de los cambios cuantitativos en la
sociedad. El cambio cualitativo podría sobrevenir luego por una vía u otra.
[1] Artículo ya publicado en la revista Reflexión, Lima, mayo 2015.
Le he hecho algunas correcciones para precisar ciertos hechos y conceptos.
[2] Doctor en Derecho, Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de
San Marcos de Lima.
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