I
La guerra mundial no
ha modificado ni fracturado únicamente la economía y la política de Occidente.
Ha modificado o fracturado, también, su mentalidad y su espíritu. Las
consecuencias económicas, definidas y precisadas por John Maynard Keynes, no
son más evidentes ni sensibles que las consecuencias espirituales y
psicológicas. Los políticos, los estadistas, hallarán, tal vez, a través de una
serie de experimentos, una fórmula y un método para resolver las primeras; pero
no hallarán, seguramente, una teoría y una práctica adecuada para anular las
segundas. Más probable me parece que deban acomodar sus programas a la presión
de la atmósfera espiritual, a cuya influencia su trabajo no puede sustraerse.
Lo que diferencia a los hombres de esta época no es tan sólo la doctrina, sino
sobre todo, el sentimiento. Dos opuestas concepciones de la vida, una
pre-bélica, otra post-bélica, impiden la inteligencia de hombres que,
aparentemente, sirven el mismo interés histórico, He aquí el conflicto central
de la crisis contemporánea.
La filosofía
evolucionista, historicista, racionalista, unía en los tiempos pre-bélicos, por
encima de las fronteras políticas y sociales, a las dos clases antagónicas. El
bienestar material, la potencia física de las urbes habían engendrado un
respeto supersticioso por la idea del progreso. La humanidad parecía haber
hallado una vía definitiva. Conservadores y revolucionarios aceptaban
prácticamente las consecuencias de la tesis evolucionista. Unos y otros
coincidían en la misma adhesión a la idea del progreso y en la misma aversión a
la violencia.
No faltaban hombres
a quienes esta chata y cómoda filosofía no lograba seducir ni captar. Jorge
Sorel, uno de los escritores más agudos de la Francia pre-bélica, denunciaba
por ejemplo, las ilusiones del progreso. Don Miguel de Unamuno predicaba
quijotismo. Pero la mayoría de los europeos había perdido el gusto de las
aventuras y de los mitos heroicos. La democracia conseguía el favor de las
masas socialistas y sindicales, complacidas de sus fáciles conquistas
graduales, orgullosas de sus cooperativas, de su organización, de sus
"casas del pueblo" y de su burocracia. Los capitanes y los oradores
de la lucha de clases gozaban de una popularidad, sin riesgos, que adormecía en
sus almas toda veleidad revolucionaria. La burguesía se dejaba conducir por
líderes inteligentes y progresistas que, persuadidos de la estolidez y la
imprudencia de una política de persecución de las ideas y los hombres del
proletariado, preferían una política dirigida a domesticarlos y ablandarlos con
sagaces transacciones.
Un humor decadente y
estetista se difundía, sutilmente, en los estratos superiores de la sociedad.
El crítico italiano Adriano Tilgher, en uno de sus remarcables ensayos, define
así la última generación de la burguesía parisiense: "Producto de una
civilización muchas veces secular, saturada de experiencia y de reflexión,
analítica e introspectiva, artificial y libresca, a esta generación crecida
antes de la guerra le tocó vivir en un mundo que parecía consolidado para
siempre y asegurado contra toda posibilidad de cambios. Y a este mundo se
adaptó sin esfuerzo. Generación todo nervios y cerebro gastados y cansados por
las grandes fatigas de sus genitores: no soportaba los esfuerzos tenaces, las
tensiones prolongadas, las sacudidas bruscas, los rumores fuertes, las luces
vivas, el aire libre y agitado; amaba la penumbra y los crepúsculos, las luces
dulces y discretas, los sonidos apagados y lejanos, los movimientos mesurados
y regulares". El ideal de esta generación era vivir dulcemente.
II
Cuando la atmósfera
de Europa, próxima la guerra, se cargó demasiado de electricidad, los nervios
de esta generación sensual, elegante u hiperestésica, sufrieron un raro
malestar y una extraña nostalgia. Un poco aburridos de vivre avec douceur,
se estremecieron con una apetencia morbosa, con un deseo enfermizo. Reclamaron,
casi con ansiedad, casi con impaciencia, la guerra. La guerra no aparecía como
una tragedia, como un cataclismo, sino más bien como un deporte, como un
alcaloide o como un espectáculo. ¡Oh!, la guerra, —como en una novela de Jean
Bernier, esta gente la presentía y la auguraba—, elle serait trés chic la
guerre.
Pero la guerra no
correspondió a esta previsión frívola y estúpida. La guerra no quiso ser tan
mediocre. París sintió, en su entraña, la garra del drama bélico. Europa,
conflagrada, lacerada, mudó de mentalidad y de psicología.
Todas las energías
románticas del hombre occidental, anestesiadas por largos lustros de paz
confortable y pingüe, renacieron tempestuosas y prepotentes. Resucitó el culto
de la violencia. La Revolución Rusa insufló en la doctrina socialista un ánima
guerrera y mística. Y al fenómeno bolchevique siguió el fenómeno fascista.
Bolcheviques y fascistas no se parecían a los revolucionarios y conservadores
pre-bélicos. Carecían de la antigua superstición del progreso. Eran testigos,
conscientes o inconscientes, de que la guerra había demostrado a la humanidad
que aún podían sobrevenir hechos superiores a la previsión de la Ciencia y
también hechos contrarios al interés de la Civilización.
La burguesía,
asustada por la violencia bolchevique, apeló a la violencia fascista. Confiaba
muy poco en que sus fuerzas legales bastasen para defenderla de los asaltos de
la revolución. Mas, poco a poco, ha aparecido, luego, en su ánimo, la nostalgia
de la crasa tranquilidad pre-bélica. Esta vida de alta tensión la disgusta y la
fatiga. La vieja burocracia socialista y sindical comparte esta nostalgia. ¿Por
qué no volver —se pregunta— al buen tiempo, pre-bélico? Un mismo sentimiento de
la vida vincula y acuerda espiritualmente a estos sectores de la burguesía y
del proletariado, que trabajan, en comandita, por descalificar, al mismo
tiempo, el método bolchevique y el método fascista. En Italia, este episodio de
la crisis contemporánea tiene los más nítidos y precisos contornos, Ahí, la
vieja guardia burguesa ha abandonado al fascismo y se ha concertado en el
terreno de la democracia, con la vieja guardia socialista. El programa de toda
esta gente se condensa en una sola palabra: normalización. La normalización
sería la vuelta a la vida tranquila, el desahucio o el sepelio de todo
romanticismo, de todo heroísmo, de todo quijotismo de derecha y de izquierda. Nada
de regresar, con los fascistas, al Medio Ego. Nada de avanzar: con los
bolcheviques, hacia la Utopia.
El fascismo habla un
lenguaje beligerante y violento que alarma a quienes no ambicionan sino la
normalización. Mussolini, en un discurso, dijo "No vale la pena de vivir
como hombres y como partido y sobre todo no valdría la pena llamarse fascistas,
si no se supiese que se está en medio de la tormenta. Cualquiera es capaz de
navegar en mar de bonanza, cuando los vientos inflan las velas, cuando no hay
olas ni ciclones, Lo bello, lo grande, y quisiera decir lo he romo, es navegar
cuando la tempestad arrecia Un filósofo Maman decía: vive peligrosamente Yo
quisiera que ésta fuese la palabra de orden del joven fascismo italiano: vivir
peligrosamente, Esto significas estar pronto a todo, a cualquier sacrificio, a
cualquier peligro, a cualquier acción, cuando se trata de defender la patria y
el fascismo". El fascismo no concibe la contrarevolución como una empresa
vulgar y policial sino como una empresa épica y heroica2. Tesis excesiva, tesis incandescente, tesis
exorbitante para la vieja burguesía, que no quiere absolutamente ir tan lejos.
Que se detenga y se frustre la revolución, claro, pero, si es posible con
buenas maneras. La cachiporra no debe ser empleada sino en caso extremo. Y no
hay que tocar, en ningún caso, la Constitución ni el Parlamento. Hay que dejar
las cosas como estaban. La vieja burguesía anhela vivir dulce y
parlamentariamente. "Libre y tranquilamente", escribía polemizando
con Mussolini Il Corriere dalla Sera de Milán. Pero uno y otros términos
designan el mismo anhelo.
Los revolucionarios,
como los fascistas, se proponen por su parte, vivir peligrosamente. En los
revolucionarios, como en los fascistas, se advierte análogo impulso romántico,
análogo humor quijotesco.
La nueva humanidad, en sus dos expresiones antitéticas, acusa una nueva
intuición de la vida. Esta intuición de la vida no asoma, exclusivamente, en la
prosa beligerante de los políticos. En unas divagaciones de Luis Bello
encuentro esta frase: "Conviene corregir a Descartes: combato, luego
existo". La corrección resulta, en verdad, oportuna. La fórmula filosófica
de una edad racionalista tenía que ser: "Pienso, luego existo". Pero
a esta edad romántica, revolucionaria y quijotesca, no le sirve ya la misma
fórmula. La vida, más que pensamiento, quiere ser hoy acción, esto es combate.
El hombre contemporáneo tiene necesidad de fe. Y la única fe, que puede ocupar
su yo profundo, es una fe combativa. No volverán, quién sabe hasta cuándo, los
tiempos de vivir con dulzura. La dulce vida pre-bélica no generó sino
escepticismo y nihilismo. Y de la crisis de este escepticismo y de este
nihilismo, nace la ruda, la fuerte, la perentoria necesidad de una fe y de un
mito que mueva a los hombres a vivir peligrosamente.
NOTAS:
1 Publicado en Mundial: Lima, 9 de Enero
de 1925, Trascrito en Amauta: Nº 31 (págs 4-7). Lima, Junio-Julio de
1930. E incluido en la antología de José Carlos Mariátegui, que la Universidad
Nacional de México editó, en 1937, como segundo volumen de su serie de
"Pensadores de América" (págs. 124-129).
2 Este
aserto atañe a los años ascensionales del movimiento fascista, porque entonces
procuró Mussolini conservar la apariencia constitucional de su régimen y aun
tolero una oposición que te ofreciera lucha. Pero después de la crisis sufrida
por el régimen durante los años 1925-1930, no cabe duda que José Carlos
Mariátegui habría alterado los términos de su aserto, pues habiendo definido su
carácter reaccionario, la "empresa épica y heroica" del fascismo se
trocó en mera declamación y su realidad permanente fue la acción policial.
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