Guillermo Almeyra
Fidel Castro fue, con mucho, el mayor estadista del
reciente medio siglo. Fue el último de los grandes revolucionarios dirigentes
de las movilizaciones democráticas de liberación nacional que comenzaron en
1910 con las revoluciones china, persa y mexicana, y durante y después de la
Segunda Guerra Mundial llevaron a la independencia y unidad del subcontinente
indio y de Indonesia, Indochina, las colonias africanas, el Egipto nasseriano y
Argelia.
Cuba es un pequeño país de 11.5 millones de
habitantes. Durante mucho tiempo dependió económicamente de la exportación de
un monocultivo –el azúcar de caña-, de ron y tabaco y del turismo, y depende
ahora también de la provisión de servicios (turismo, envío de médicos y
enseñantes). Esta economía de postre (lujos prescindibles como el tabaco y la
bebida) y de servicios produce muy escasas ganancias y dependen de la
distribución de la plusvalía mundial que se produce en regiones más
industrializadas, o sea, de los excedentes económicos de que puedan disponer
los sectores medios que consumen esos bienes y servicios no indispensables. Es,
por lo tanto, un país frágil y dependiente.
Uno de los grandes méritos de Fidel Castro fue
haber hecho posible la elevación inmediata del nivel cultural de Cuba y el
desarrollo veloz y ejemplar de la investigación científica y de las ciencias
médicas de alta calidad. Hijo de un terrateniente azucarero y alumno de los
jesuitas, rompió la dependencia del azúcar y con una población pobre hasta
entonces creyente en los santos africanos y cuyas clases más ricas eran
católicas o protestantes: construyó una educación laica y científica.
Sobre el cadáver de Fidel Castro se van a volcar
toneladas de insultos con el objetivo de disminuir su obra y de preparar el
asalto final contra Cuba, para volver a colonizarla y reconstruir en ella
burdeles y casas de juego. Pero también lloverán las asquerosas descargas de
moralina conservadora y de lambisconería necrofílica de los oportunistas de
siempre o los elogios de sinceros simpatizantes de la Revolución Cubana, fieles
y fidelistas que no saben distinguir entre la revolución de un pueblo y las
virtudes y los límites de sus dirigentes. Ofendería a la ética y a la inteligencia
de los lectores y faltaría a mi deber de historiador, de periodista y de
socialista si me sumara acríticamente a ellos.
Fidel Castro fue, en efecto, un gran revolucionario
cubano, a la altura de Martí, y un gran estadista, defensor valiente y permanente
de la independencia de Cuba frente al imperialismo estadunidense y, a su modo,
de la transformación de una revolución democrática y antiimperialista en un
punto de partida para la construcción de las bases elementales del socialismo
–que sólo podrá construirse realmente a escala mundial– en esa pequeña isla
pobre y dependiente. Pero ni era socialista cuando militaba en el movimiento
estudiantil y en el partido de Guiteras como nacionalista antiimperialista
radical, en oposición al Partido Socialista Popular (comunista stalinista)
aliado entonces con el dictador Fulgencio Batista, ni cuando asaltó el cuartel
Moncada con otros demócratas como él, ni cuando desembarcó en Cuba en la
heroica expedición del Granma. El Departamento de Estado creyó por eso que
podría utilizarlo para sacarse de encima al impresentable Batista y envió a
Herbert Matthews, del New York Times, a entrevistarlo en Sierra Maestra.
Los partidos comunistas de todo el mundo lo
tacharon de aventurero pequeño burgués y lo combatieron hasta 1959, y aún
después, un pintoresco y funesto trotskista argentino (Nahuel Moreno) festejó
en 1958 el fracaso de la huelga general revolucionaria lanzada por el 26 de
julio, acusándola de gorila.
He defendido toda mi vida la Revolución Cubana sin
identificarla con Fidel Castro ni con sus dirigentes. Fui presidente del comité
argentino de solidaridad con la Revolución Cubana creado en 1957, dos años
antes del triunfo de la revolución y el gobierno progresista de Frondizi me
encarceló por eso. Puedo decir, por lo tanto, que fueron numerosos y enormes
los errores de Fidel derivados de su falta de formación socialista y de las
necesidades tácticas de la alianza con la burocracia mundialmente
contrarrevolucionaria que dirigía la Unión Soviética.
Durante la crisis de los cohetes, en 1962, que puso
al mundo al borde de la guerra nuclear, Fidel y el gobierno cubano enfrentaron
gran peligro y repudiaron la traición de Jruschiov, que retiró los cohetes
defensivos sin consultarlos. Pero después, para renovar todo el aparato
productivo, Cuba tuvo que apoyarse en el Kremlin y Fidel Castro, imitando a los
comunistas soviéticos, creó un Partido Único, que transformó en Partido
Comunista, y lo identificó con el Estado, en vez de mantenerlo separado y como
control crítico.
Mientras el imperialismo, con sus ataques militares
y políticos y su bloqueo criminal creaba escasez en Cuba, sembraba enfermedades
y obligaba a un país pobre a construir una fuerza militar desproporcionada, generando
así pobreza y burocracia, Fidel y sus compañeros creyeron que el desarrollo y
el socialismo se construye desde los aparatos y cerraron las vías para la
autogestión, el control obrero, la participación real de los trabajadores sobre
las decisiones del partido comunista y del gobierno. Eso eliminó la democracia
y reforzó la burocracia.
La censura, la represión cultural y homofóbica y el
apoyo a la invasión soviética de Checoeslovaquia en 1968 lesionaron el
prestigio mundial de Fidel. El fracaso de la zafra monstruo de 1970 desarticuló
la economía. Fidel calificó también al corrupto Brezhnev de gran marxista y
apoyó a la dictadura argentina durante la guerra de las Malvinas, creyendo que
era antiimperialista. Como estadista se guió por lo que creía útil para Cuba,
no por lo que ayuda a la liberación social, e identificó los Estados y
gobiernos con los pueblos (fue el primero en saludar el fraudulento triunfo de
Salinas en 1988). Esos errores tuvieron un costo enorme, pero Cuba no es ya la
de 1959. Fidel Castro será recordado siempre como revolucionario
antiimperialista.
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