15/11/2016
Opinión
En el preámbulo de las elecciones presidenciales
2016, las élites de los partidos demócrata y republicano no pensaban que el
asunto sería algo más que el negocio acostumbrado. El próximo presidente de la
nación exhibiría, inevitablemente, el apellido de una de las familias que han
gobernado antes, Bush o Clinton, y la vida en la superpotencia de América
seguiría siendo capitalista neoliberal, sin grandes cambios, como en las
últimas tres décadas.
Pero no resultó así. Quedó fehacientemente
demostrado que pese a que todos los demás factores del poder se mantenían
iguales, la población del país no quiere más de lo mismo. La gente quería algo
nuevo y diferente en la nación que presume de ser modelo de democracia para el
planeta.
Ya en la etapa previa del proceso se puso de
manifiesto que “el horno no estaba para galleticas” cuando en cada uno de los
partidos tradicionales se destacaron disidencias inesperadas que hicieron
evidente que el fenómeno no era cosa de ajustes cosméticos sino de cirugía
profunda. Donald Trump y Bernie Sanders, identificados respectivamente como “la
derecha de la derecha” y “la izquierda de la izquierda”, según los patrones de
calificación política estadounidenses, acapararon el apoyo de las mayorías
republicanas y demócratas.
La campaña de Bernie Sanders cayó víctima de la
maquinaria del partido demócrata que, insensible a la tendencia manifiesta
insistió en la figura de Hillary Clinton que más tarde cayó en una pelea en la
que ella representaba precisamente el sufrido pasado. La alternativa era el
multimillonario, populista y demagogo Donald Trump quien, sin un resuelto apoyo
del establishment republicano y con buena parte de las principales figuras de
esa formación política en su contra, resultó electo pese a su demostrada
condición de racista, sexista, abusador y blanco sistemático de burlas en los
medios.
Aunque en apariencias sobrevive el sistema
bipartidista de demócratas y republicanos, la victoria de Trump ha constituido
para éste una verdadera hecatombe. El estilo directo y populachero del ahora
Presidente electo, apelando a los bajos instintos de ciertos sectores de la
sociedad, muy distinto del tono habitual de los políticos estadounidenses, le
ha dado un carácter de autenticidad a los ojos del sector más decepcionado del
electorado de derecha.
El candidato republicano supo identificar la presencia
de lo que puede llamarse una “rebelión de las bases” y la ruptura cada vez
mayor entre las élites políticas, económicas, intelectuales y mediáticas, de
una parte, y la base del electorado conservador, de la otra. Su discurso contra
Washington y Wall Street cautivó a los electores blancos menos cultos y a los
sectores empobrecidos por los efectos de la globalización económica,
beneficiosa para las corporaciones.
Trump llegó a decir que él no estaba compitiendo
contra Hillary sino contra los deshonestos medios de prensa. Este
enfrentamiento al poder mediático le enajenó simpatías en el sector
periodístico pero le atrajo apoyo de votantes exhaustos de los desmanes de los
medios corporativos de comunicación.
Mejor que nadie, Trump percibió la fractura cada
vez más amplia entre las élites políticas, económicas, intelectuales y
mediáticas, respecto a la base del electorado conservador.
Trump no es un ultraderechista convencional. Él
mismo se define como un “conservador con sentido común”. No censura el modelo
político en sí, sino a los políticos que lo han estado orientando. Su discurso
es emocional y espontáneo. Apela a los instintos, no al cerebro ni a la razón.
Habla para esa parte del pueblo estadounidense en la que ha cundido el desánimo
y el descontento. Se dirige a la gente cansada de la política tradicional y
promete traer honestidad al sistema y renovar nombres y actitudes.
Los medios han dado mucha difusión a sus
declaraciones y propuestas más extremas, como la de que prohibiría la entrada
al país de musulmanes y expulsaría a los 11 millones de inmigrantes ilegales
latinos y construiría un muro fronterizo de más de tres mil kilómetros para
impedir la entrada de inmigrantes latinoamericanos cuyo costo de unos veinte
mil millones de dólares correría a cargo del gobierno de México.
Trump ha declarado que el matrimonio de un hombre y
una mujer es “la base de una sociedad libre” al criticar la decisión del
Tribunal Supremo que considera un derecho constitucional el matrimonio entre
personas del mismo sexo; ha apoyado las “leyes de libertad religiosa”
impulsadas en varios Estados para denegar servicios a las personas LGTB; ha
dicho que el cambio climático es un concepto “creado por y para los chinos,
para hacer que el sector manufacturero estadounidense pierda competitividad”.
En verdad, podría decirse que Trump no ganó sino
que quienes perdieron fueron Hillary Clinton y los demócratas.
Noviembre 14 de 2016.
Manuel E. Yepe
Publicado originalmente en el diario POR ESTO! de
Mérida, México.
Blog del autor: http://manuelyepe.wordpress.com/
http://www.alainet.org/es/articulo/181682
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