14/11/2016
Si ha habido sorpresa en la victoria electoral del
multimillonario Donald J. Trump en las recientes elecciones presidenciales de
Estados Unidos, tanto o más la hay con las multitudinarias manifestaciones
callejeras contra el magnate presuntamente por quienes votaron en su contra.
Las protestas, que han sacudido a las grandes
ciudades de costa a costa bajo el slogan “Trump no es mi presidente”,
difícilmente encuentren alguna analogía en las 44 ocasiones anteriores en las
que fueron proclamados los ganadores de esas contiendas, y eso llama
poderosamente la atención.
Si esas manifestaciones son representativas de los
59 millones de personas que votaron en contra de Trump, y nadie duda que no sea
así, están diciendo a voz en cuello que hay una peligrosísima polarización
política en el corazón del sistema capitalista mundial, no en un país
cualquiera, y sus consecuencias nunca serán buenas.
La polarización política en estos casos es mucho
más que la simple separación matemática de un conglomerado en dos o más partes
con suficientes potencialidades de poder, que en el caso de Hillary Clinton y
Donald J. Trump es más o menos 50-50 en lo que a votos obtenidos se refiere.
Pero la situación es más compleja de lo que a
simple vista puede parecer, pues atañe más que a una ideología partidista, a la
propia estructura del sistema que les sirve de soporte a demócratas y
republicanos e incluso a sus derivaciones independientes en las que algunos analistas
sitúan a Bernard Sanders y a Trump aunque en latitudes opuestas.
En esta línea de pensamiento hay bastante
coincidencia en que la campaña electoral, calificada casi unánimemente como la
más vergonzosa de todas, incluida la de los Bush que es mucho decir, expuso al
aire los huesos deformados de un sistema político roído por una artrosis
ideológica requerida de una intervención quirúrgica profunda para la cual no
estaba preparada Hillary Clinton por el simple expediente de que ella sería más
de lo mismo o, peor aún, porque el viejo establishment enfrentado a Trump
borraría las tenues diferencias partidistas para fortalecer la cúpula de poder
que tanto engordó con la globalización neoliberal a la cual aún ni siquiera
pretende renunciar.
Esa élite demócrata y republicana no tomó en cuenta
que los más de treinta años de crisis económica actuaron como una piedra de
esmeril en la mayor parte de los sectores de una sociedad con ingresos muy
desequilibrados e insuficientes para cubrir las necesidades básicas actuales,
ni que estaba requerida de cambios conceptuales frente a una globalización
neoliberal que los marginaba mientras hacía multimillonarios a los millonarios.
Mucho menos repararon en el desgaste de sus instituciones
financieras, administrativas y comerciales como los tratados de libre comercio,
bases del neoliberalismo y la globalización, que cedieron espacio a un sistema
de poder hecho para multiplicar de manera incesante e imparable la
concentración del capital, fueran sus beneficiarios demócratas o republicanos.
A fortalecer esos criterios contribuyeron en
extraordinaria medida los medios de comunicación, cuya mayoría aplastante dio
la espalda a Trump en concierto con los demás poderes a fin de garantizar el
estatus quo en el que se movían ambos partidos.
Pocos, o nadie de ellos, aceptan que la campaña
electoral transcurrió en medio de un deterioro progresivo de la democracia
nacional agudizada desde el año 2000 con el denominado golpe de Estado de George
W. Bush, cuando la Corte Suprema suspendió el conteo de votos en Florida y le
dio la victoria.
Esa situación se convirtió en crisis del espíritu
con la presunta lucha contra el terrorismo usada por Bush para sus guerras por
el petróleo y habilitar la tortura, crear el campo de concentración en la base
naval de Guantánamo en Cuba, autorizar el asesinato selectivo, el uso de
drones, las intervenciones militares en Afganistán, Irak, Libia y Siria y en
los propios Estados Unidos restringir los derechos civiles mediante la falacia
de una Ley Patriótica y el espionaje.
Barack Obama, primer presidente negro del gran
imperio blanco, se desdobló rápidamente al ingresar en la Casa Blanca y
convirtió él mismo en papel mojado todo lo que había proclamado como candidato,
al punto de convertirse en el presidente que más guerras encabezó, que más
gente desplazó de sus hogares, que más emigrantes expulsó y quien más ha
deshonrado su inmerecido Premio Nobel de la Paz.
Todo eso, y mucho más, es lo que representaba
Hillary Clinton- tanto por su apoyo a Obama como por sí misma con su
intervención personal en los ataques a Libia y Siria- para la mayoría de los
votantes que sufragó por Trump quien, a sabiendas que ir en contra de ese
panorama era su garantía para el triunfo, lo aprovechó a sus anchas sin
importar si lo hacía de forma chabacana e inculta e incluso hasta grosera, al
extremo de quedar solo, sin el apoyo de su partido ni de la gran prensa y, por
supuesto, sorteando los cañones del establishment que no dejó ni un segundo de
descargarle toda su artillería. Al final, todo obró a su favor.
¿Significa eso que Donald J. Trump es el
antiestablishment por antonomasia? ¿Es el Satán del sistema en quiebra? Nada
más lejos que ello. El magnate inmobiliario interpretó su rol del “contra” como
hacía antaño frente a las cámaras de TV y fue fiel a un guión bien redactado
para meterse entre pecho y espalda de quienes pedían un cambio y no eran
escuchados.
Pero de ahí a ser la causa de la disfunción
sistémica de Estados Unidos, hay un gran trecho. Sí se puede decir, en cambio,
que su elección como presidente es una consecuencia de la degradación política,
ideológica, moral y ética de un imperio en decadencia.
Algunos analistas se aventuran a especular que las
marchas contra Trump se iniciaron estimuladas por sectores derrotados del viejo
establishment, algo muy difícil de probar y además peligroso por lo que
significa tantos miles de personas en la calle cuando hay un equilibrio tan
exacto entre quienes lo votaron o lo vetaron, pero más importante es mantener
las expectativas más allá del 20 de enero cuando sea proclamado el 45
presidente de la Unión, y empiece a develar su verdadero pensamiento, y que sus
discursos dejen de ser filigranas y actuaciones como hasta ahora.
No es ocioso recordar que el próximo año Trump va a
disponer de un presupuesto militar de 583 mil millones de dólares cuando la
militarización de Estados Unidos sigue marchando aceleradamente, y que las
acciones de los fabricantes de armas que negocian con el complejo militar
industrial subieron en lugar de bajar, cuando en la bolsa se conoció que Trump
había ganado.
Incluso las acciones del proveedor británico de
armas BAE Systems y la firma de electrónica de defensa Thales aumentaron en un
3%, según el Wall Street Journal a pesar de las inquietantes críticas de Trump
a la OTAN.
Tampoco se debe olvidar que Trump es un
multimillonario que figura en la lista de los privilegiados con un capital
personal declarado por él de 10 mil millones de dólares –algunos se lo reducen
a cuatro mil millones- y que hasta ahora su acción no es para demoler el
sistema por mucho que lo odie o lo rechace el viejo establishment, sino
perfeccionarlo y regresar a la época de oro después de la Segunda Guerra
Mundial cuando Washington estaba en alza y no en declive como ahora, ni
compartía el poder con sus aliados como en la actualidad hace con los países
del G-7.
Al menos ya Trump le saca una cabeza de ventaja a
las élites de los dos partidos: fue electo presidente de Estados Unidos
viniendo de la nada, y no solamente derrotó al partido Demócrata sino también
al Republicano al convertirse en el primer rebelde que la poderosa cúpula
partidista no ha podido derrotar ni antes, ni en las primarias, ni después de
éstas con lo cual reveló, para la historia, una seria grieta en la base de un
partido que lo despreció.
- Luis Manuel Arce Isaac, periodista cubano, es
editor de la Agencia Informativa Latinoamericana, Prensa Latina
http://www.alainet.org/es/articulo/181656
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