Ignacio Ramonet
ALAI AMLATINA, 26/11/2016.- Fidel ha muerto, pero es inmortal. Pocos hombres conocieron la gloria de
entrar vivos en la leyenda y en la historia. Fidel es uno de ellos. Perteneció
a esa generación de insurgentes míticos – Nelson Mandela, Patrice Lumumba,
Amilcar Cabral, Che Guevara, Camilo Torres, Turcios Lima, Ahmed Ben Barka –
que, persiguiendo un ideal de justicia, se lanzaron, en los años 1950, a la
acción política con la ambición y la esperanza de cambiar un mundo de
desigualdades y de discriminaciones, marcado por el comienzo de la guerra fría
entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
En aquella época, en más de la
mitad del planeta, en Vietnam, en Argelia, en Guinea-Bissau, los pueblos
oprimidos se sublevaban. La humanidad aún estaba entonces, en gran parte,
sometida a la infamia de la colonización. Casi toda África y buena porción de
Asia se encontraban todavía dominadas, avasalladas por los viejos imperios
occidentales. Mientras las naciones de América Latina, independientes en teoría
desde hacía siglo y medio, seguían explotadas por privilegiadas minorías,
sometidas a la discriminación social y étnica, y a menudo marcadas por
dictaduras cruentas, amparadas por Washington.
Fidel soportó la embestida de
nada menos que diez presidentes estadounidenses (Eisenhower, Kennedy, Johnson,
Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton y Bush hijo). Tuvo relaciones
con los principales líderes que marcaron el mundo después de la Segunda Guerra
mundial (Nehru, Nasser, Tito, Jrushov, Olaf Palme, Ben Bella, Boumedienne,
Arafat, Indira Gandhi, Salvador Allende, Brezhnev, Gorbachov, François
Mitterrand, Juan Pablo II, el rey Juan Carlos, etc.). Y conoció a algunos de los
principales intelectuales y artistas de su tiempo (Jean-Paul Sartre, Simone de
Beauvoir, Arthur Miller, Pablo Neruda, Jorge Amado, Rafael Alberti, Guayasamín,
Cartier-Bresson, José Saramago, Gabriel García Márquez, Eduardo Galeano, Noam
Chomsky, etc.).
Bajo su dirección, su pequeño
país (100 000 km2, 11 millones de habitantes) pudo conducir una política de
gran potencia a escala mundial, echando hasta un pulso con Estados Unidos cuyos
dirigentes no consiguieron derribarlo, ni eliminarlo, ni siquiera modificar el
rumbo de la Revolución cubana. Y finalmente, en diciembre de 2014, tuvieron que
admitir el fracaso de sus políticas anticubanas, su derrota diplomática e
iniciar un proceso de normalización que implicaba el respeto del sistema
político cubano.
En octubre de 1962, la Tercera
Guerra Mundial estuvo a punto de estallar a causa de la actitud del gobierno de
Estados Unidos que protestaba contra la instalación de misiles nucleares
soviéticos en Cuba. Cuya función era, sobre todo, impedir otro desembarco
militar como el de Playa Girón (bahía de Cochinos) u otro directamente
realizado por las fuerzas armadas estadounidenses para derrocar a la revolución
cubana.
Desde hace más de 50 años,
Washington (a pesar del restablecimiento de relaciones diplomáticas) le impone
a Cuba un devastador embargo comercial -reforzado en los años 1990 por las
leyes Helms-Burton y Torricelli- que obstaculiza su desarrollo económico
normal. Con consecuencias trágicas para sus habitantes. Washington sigue
conduciendo además una guerra ideológica y mediática permanente contra La
Habana a través de las potentes Radio “Martí” y TV “Martí”, instaladas en La
Florida para inundar a Cuba de propaganda como en los peores tiempos de la
guerra fría.
Por otra parte, varias
organizaciones terroristas – Alpha 66 y Omega 7 – hostiles al régimen cubano,
tienen su sede en La Florida donde poseen campos de entrenamiento, y desde
donde enviaron regularmente, con la complicidad pasiva de las autoridades
estadounidenses, comandos armados para cometer atentados. Cuba es uno de los
países que más víctimas ha tenido (unos 3 500 muertos) y que más ha sufrido del
terrorismo en los últimos 60 años.
Ante tanto y tan permanente
ataque, las autoridades cubanas han preconizado, en el ámbito interior, la
unión a ultranza. Y han aplicado a su manera el viejo lema de San Ignacio de
Loyola: “En una fortaleza asediada, toda disidencia es traición.” Pero
nunca hubo, hasta la muerte de Fidel, ningún culto de la personalidad. Ni
retrato oficial, ni estatua, ni sello, ni moneda, ni calle, ni edificio, ni
monumento con el nombre o la figura de Fidel, ni de ninguno de los líderes
vivos de la Revolución.
Cuba, pequeño país apegado a
su soberanía, obtuvo bajo la dirección de Fidel Castro, a pesar del
hostigamiento exterior permanente, resultados excepcionales en materia de
desarrollo humano: abolición del racismo, emancipación de la mujer,
erradicación del analfabetismo, reducción drástica de la mortalidad infantil,
elevación del nivel cultural general… En cuestión de educación, de salud, de
investigación médica y de deporte, Cuba ha obtenido niveles que la sitúan en el
grupo de naciones más eficientes.
Su diplomacia sigue siendo una
de las más activas del mundo. La Habana, en los años 1960 y 1970, apoyó el
combate de las guerrillas en muchos países de América Central (El Salvador,
Guatemala, Nicaragua) y del Sur (Colombia, Venezuela, Bolivia, Argentina). Las
fuerzas armadas cubanas han participado en campañas militares de gran
envergadura, en particular en las guerras de Etiopia y de Angola. Su
intervención en este último país se tradujo por la derrota de las divisiones de
élite de la Republica de África del Sur, lo cual aceleró de manera indiscutible
la caída del régimen racista del apartheid.
La Revolución cubana, de la
cual Fidel Castro era el inspirador, el teórico y el líder, sigue siendo hoy,
gracias a sus éxitos y a pesar de sus carencias, una referencia importante para
millones de desheredados del planeta. Aquí o allá, en América Latina y en otras
partes del mundo, mujeres y hombres protestan, luchan y a veces mueren para
intentar establecer regímenes inspirados por el modelo cubano.
La caída del muro de Berlín en
1989, la desaparición de la Unión Soviética en 1991 y el fracaso histórico del
socialismo de Estado no modificaron el sueño de Fidel Castro de instaurar en
Cuba una sociedad de nuevo tipo, más justa, más sana, mejor educada, sin
privatizaciones ni discriminaciones de ningún tipo, y con una cultura global
total.
Hasta la víspera de su
fallecimiento a los 90 años, seguía movilizado en defensa de la ecología y del
medio ambiente, y contra la globalización neoliberal, seguía en la trinchera,
en primera línea, conduciendo la batalla por las ideas en las que creía y a las
cuales nada ni nadie le hizo renunciar.
En el panteón mundial
consagrado a aquellos que con más empeño lucharon por la justicia social y que
más solidaridad derrocharon en favor de los oprimidos de la Tierra, Fidel
Castro - le guste o no a sus detractores - tiene un lugar reservado.
Lo conocí en 1975 y conversé
con él en múltiples ocasiones, pero, durante mucho tiempo, en circunstancias
siempre muy profesionales y muy precisas, con ocasión de reportajes en la isla
o la participación en algún congreso o algún evento. Cuando decidimos hacer el
libro “Fidel Castro. Biografía a dos voces” (o “Cien horas con Fidel”),
me invitó a acompañarlo durante días en diversos recorridos. Tanto por Cuba
(Santiago, Holguín, La Habana) como por el extranjero (Ecuador). En coche, en
avión, caminando, almorzando o cenando, conversamos largo. Sin grabadora. De
todos los temas posibles, de las noticias del día, de sus experiencias pasadas
y de sus preocupaciones presentes. Que yo reconstruía luego, de memoria, en mis
cuadernos. Luego, durante tres años, nos vimos muy frecuentemente, al menos
varios días, una vez por trimestre.
Descubrí así un Fidel íntimo.
Casi tímido. Muy educado. Escuchando con atención a cada interlocutor. Siempre
atento a los demás, y en particular a sus colaboradores. Nunca le oí una
palabra más alta que la otra. Nunca una orden. Con modales y gestos de una
cortesía de antaño. Todo un caballero. Con un alto sentido del pundonor. Que
vive, por lo que pude apreciar, de manera espartana. Mobiliario austero, comida
sana y frugal. Modo de vida de monje-soldado.
Su jornada de trabajo se solía
terminar a las seis o las siete de la madrugada, cuando despuntaba el día. Más
de una vez interrumpió nuestra conversación a las dos o las tres de la
madrugada porque aún debía participar en unas “reuniones importantes”…Dormía
sólo cuatro horas, más, de vez en cuando, una o dos horas en cualquier momento
del día.
Pero era también un gran
madrugador. E incansable. Viajes, desplazamientos, reuniones se encadenaban sin
tregua. A un ritmo insólito. Sus asistentes – todos jóvenes y brillantes de
unos 30 años – estaban, al final del día, exhaustos. Se dormían de pie.
Agotados. Incapaces de seguir el ritmo de ese infatigable gigante.
Fidel reclamaba notas,
informes, cables, noticias, estadísticas, resúmenes de emisiones de televisión
o de radio, llamadas telefónicas... No paraba de pensar, de cavilar. Siempre
alerta, siempre en acción, siempre a la cabeza de un pequeño Estado mayor – el
que constituían sus asistentes y ayudantes – librando una batalla nueva.
Siempre con ideas. Pensando lo impensable. Imaginando lo inimaginable. Con un
atrevimiento mental espectacular.
Una vez definido un proyecto.
Ningún obstáculo lo detenía. Su realización iba de sí. “La intendencia
seguirá” decía Napoleón. Fidel igual. Su entusiasmo arrastraba la adhesión.
Levantaba las voluntades. Como un fenómeno casi de magia, se veían las ideas
materializarse, hacerse hechos palpables, cosas, acontecimientos.
Su capacidad retórica, tantas
veces descrita, era prodigiosa. Fenomenal. No hablo de sus discursos públicos,
bien conocidos. Sino de una simple conversación de sobremesa. Fidel era un
torrente de palabras. Una avalancha. Que acompañaba la prodigiosa gestualidad
de sus finas manos.
La gustaba la precisión, la
exactitud, la puntualidad. Con él, nada de aproximaciones. Una memoria
portentosa, de una precisión insólita. Apabullante. Tan rica que hasta parecía
a veces impedirle pensar de manera sintética. Su pensamiento era arborescente.
Todo se encadenaba. Todo tenía que ver con todo. Digresiones constantes.
Paréntesis permanentes. El desarrollo de un tema le conducía, por asociación,
por recuerdo de tal detalle, de tal situación o de tal personaje, a evocar un
tema paralelo, y otro, y otro, y otro. Alejándose así del tema central. A tal
punto que el interlocutor temía, un instante, que hubiese perdido el hilo. Pero
desandaba luego lo andado, y volvía a retomar, con sorprendente soltura, la
idea principal.
En ningún momento, a lo largo
de más de cien horas de conversaciones, Fidel puso un límite cualquiera a las
cuestiones a abordar. Como intelectual que era, y de un calibre considerable,
no le temía al debate. Al contrario, lo requería, lo estimulaba. Siempre
dispuesto a litigar con quien sea. Con mucho respeto hacia el otro. Con mucho
cuidado. Y era un discutidor y un polemista temible. Con argumentos a
espuertas. A quien solo repugnaban la mala fe y el odio.
- Ignacio Ramonet es Director de "Le Monde
diplomatique en español", autor de Fidel Castro: biografía a dos
voces.
URL de este artículo: http://www.alainet.org/es/articulo/181964
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