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lunes, 14 de julio de 2025

EL ALMA Y LA TRINCHERA: MITO, CRISIS Y REVOLUCIÓN EN EL PENSAMIENTO VIVO DE MARIÁTEGUI

 


NAHUEL

 

Comentario al libro 'El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy' del revolucionario pensador marxista peruano José Carlos Mariátegui

 

Presentación

José Carlos Mariátegui no es un autor del pasado. Es un revolucionario del porvenir. En El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, el pensador peruano escapa a la clausura de los manuales y de biografías comunistas (excesivamente elogiosas) para hablarnos, con una claridad intempestiva, desde los escombros de la civilización burguesa. En un tiempo donde la democracia liberal se pudre entre tecnocracias vacías, fascismos en ascenso y una izquierda domesticada al cálculo electoral, volver a José Carlos Mariátegui no es un ejercicio de memoria: es un acto de insubordinación intelectual. Este comentario propone una lectura radical y actualizada de El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy, no como documento histórico, sino como arsenal teórico para los combates del presente.

Aquí se examinan las intuiciones del pensador peruano sobre la farsa del parlamentarismo burgués, el fascismo como forma orgánica de contrarrevolución, el mito como fuerza motriz de la política revolucionaria y el internacionalismo como única salida frente a la barbarie del capital global. Lejos de la museificación académica, se plantea a un Mariátegui como un pensador vivo, urgente, dispuesto a incendiar nuestras certezas con una sola pregunta: ¿estamos dispuestos a crear, como él exigía, un "socialismo" con alma?

Este texto está dirigido a militantes, estudiantes, teóricxs y soñadorxs que no se resignan a administrar el desastre, y que aún creen --como Mariátegui-- que la revolución no es una fórmula, sino una creación heroica.

1. La democracia burguesa como mascarada del capital

Mariátegui parte de una intuición decisiva: el liberalismo político no representa la culminación del ideal democrático, sino su distorsión grotesca, su fosilización en formas huecas. La democracia, en su acepción burguesa, ha sido despojada de su contenido popular y convertida en una escenografía ritual donde se encubren las verdaderas relaciones de poder. No es la plaza pública, el foro (ágora) donde el pueblo delibera su destino, sino el teatro donde se consagra, una y otra vez, la soberanía del capital.

En esta crítica, el régimen parlamentario no aparece como un campo de juego abierto ni como un espacio neutral de deliberación ciudadana. Muy por el contrario, Mariátegui nos muestra que el parlamentarismo burgués es una superestructura funcional al dominio de clase, una máquina institucional diseñada para garantizar la reproducción del orden económico capitalista bajo el disfraz de representación. En este sentido, la «democracia-forma», como él la denomina, es la farsa que sustituye a la "democracia-idea": una pantomima regulada por el dinero, donde la libertad es propiedad, la igualdad es mercancía y la participación se reduce al voto cada cuatro años bajo tutela mediática y coerción estructural.

«La democracia de los demócratas contemporáneos es la democracia capitalista. Es la democracia-forma y no la democracia-idea».

Este desdoblamiento entre forma e idea, entre apariencia e impulso histórico, es el núcleo del análisis mariateguiano. Mientras la democracia como idea se nutre de una voluntad colectiva de autogobierno, de justicia social y de dignidad humana, la democracia capitalista no busca otra cosa que asegurar la continuidad del dominio plutocrático bajo el barniz de la legalidad constitucional. No es, pues, un modelo agotado por el uso, sino una forma deliberada de simulación política: la máscara tras la cual se esconde la dictadura del dinero.

Pero esta ficción no es eterna. Mariátegui, lector dialéctico de las contradicciones sociales, entiende que cuando la lucha de clases se intensifica, cuando las masas ya no consienten en su subordinación y los aparatos de hegemonía comienzan a hacer agua, la burguesía abandona incluso esta fachada democrática. El Estado burgués, que había intentado legitimarse mediante el consentimiento, muestra entonces su rostro descarnado y recurre al terror organizado como forma de restauración del orden.

En este tránsito, el fascismo no surge como un accidente ni como un error del sistema. No es el "otro" de la democracia, sino su reverso funcional en tiempos de crisis. Es la continuidad del dominio burgués por otros medios. La forma liberal y la forma autoritaria del Estado capitalista son, para Mariátegui, parte de una misma arquitectura de poder, articuladas por la necesidad de asegurar la reproducción del capital ante cualquier amenaza de emancipación.

El gesto es revelador: allí donde el orden económico se tambalea, donde la conciencia proletaria se organiza, la clase dominante no vacila en destruir su propio aparato representativo, en suprimir libertades públicas y en movilizar a las fuerzas del odio y del nacionalismo para defender sus privilegios. Lo que parecía civilización se revela entonces como barbarie latente, lista para ser convocada por la desesperación del capital. El parlamento se convierte en cuartel; el voto, en bayoneta; y la ciudadanía, en sospecha.

Mariátegui anticipa, con precisión casi profética, lo que Antonio Gramsci denominará más tarde "cesarismo reaccionario": el momento en que la hegemonía burguesa, en crisis, ya no puede sostenerse en el consenso y debe recurrir abiertamente a la coerción. Pero el peruano va más allá. No se limita a señalar una estrategia de dominación; advierte que esta deriva autoritaria no es una anomalía del liberalismo, sino su resultado lógico en la medida en que el capital ya no puede gobernar democráticamente sin poner en riesgo su existencia.

La conclusión es tan radical como ineludible: la democracia burguesa no es el terreno desde el cual profundizar la emancipación social, sino el cerrojo institucional que la impide. Su crisis no es el colapso de un ideal común, sino la apertura de una posibilidad histórica: la de reinventar la política desde abajo, desde los explotados, desde una nueva forma de soberanía que no se subordine a la lógica del capital.

Mariátegui, desde esta trinchera teórica, nos entrega una enseñanza vital para el presente: si la izquierda se limita a disputar espacios dentro de la maquinaria liberal sin cuestionar su fundamento económico-social, no hace más que prolongar la agonía de un mundo moribundo. La verdadera tarea revolucionaria no es restaurar la democracia burguesa, sino superarla; no es reparar el edificio en ruinas, sino encender la llama que lo consuma.

2. Fascismo: modernidad reaccionaria y gestión del miedo

Para José Carlos Mariátegui, el fascismo no es una aberración del curso histórico ni un desvío accidental de la racionalidad política. Tampoco es, como pretende el liberalismo, una simple patología de la democracia. Muy por el contrario: es la respuesta lógica, coherente y brutal del capital cuando la estabilidad de su dominio se ve amenazada. El fascismo no nace de la nada, ni de la locura colectiva, ni de la mala voluntad de algunos caudillos exaltados. Nace del miedo de la burguesía. Nace de su pánico de clase ante la irrupción de los explotados en la escena de la historia.

«La burguesía, asustada por la violencia bolchevique, apeló a la violencia fascista».

Con esta frase demoledora, Mariátegui despoja al fascismo de sus ropajes nacionalistas, de su estética imperial, de sus símbolos arcaicos y su retórica teatral. Lo muestra tal cual es: una contrarrevolución organizada, financiada y legitimada por la clase dominante cuando ya no puede sostener su hegemonía mediante el pacto republicano. La violencia fascista no es una desviación de la democracia capitalista, sino su continuidad bajo otras formas. Es la dictadura abierta de la burguesía, su reacción instintiva cuando percibe que el terreno se inclina en favor de la revolución.

A diferencia de las explicaciones liberales, que interpretan el fascismo como una explosión irracional o como una regresión primitiva, Mariátegui nos invita a leerlo como un fenómeno modernísimo. No se trata de un retorno al pasado, sino de un proyecto político deliberado que busca reconfigurar el orden capitalista bajo nuevas coordenadas autoritarias. En este sentido, el fascismo no es un simple intento de restauración tradicionalista; es una modernidad reaccionaria, una racionalización totalitaria del poder económico, estatal y cultural, al servicio de la perpetuación del capital.

Esta modernidad autoritaria se expresa en su aparato simbólico, en su fetichismo por la técnica y la disciplina, en su exaltación de la producción industrial subordinada al Estado corporativo. Pero también --y fundamentalmente-- en su capacidad de absorber los elementos de crisis y canalizarlos hacia un proyecto de reorganización social basado en el miedo, la obediencia y el nacionalismo agresivo. El fascismo no inventa las frustraciones del pueblo: las manipula, las redirige, las subvierte. El odio de clase se desvía hacia el odio étnico; la miseria estructural se oculta tras el enemigo externo; la solidaridad se reemplaza por la lealtad vertical.

Mariátegui detecta con agudeza la dimensión cultural de este proyecto. El fascismo italiano no solo reprime a los sindicatos, encarcela a los comunistas y militariza a la juventud: también teje una alianza estratégica con la Iglesia y con el imaginario nacionalista. Restituye una mística imperial --romana y católica a la vez-- que busca dotar de sentido trascendente a una sociedad desgarrada por el desarraigo moderno:

«El fascismo se declara filo-católico. Mussolini mira en la Iglesia una fuerza de difusión de la italianidad en el mundo».

En esta simbiosis entre el Estado autoritario, la gran propiedad privada y la institución religiosa, Mariátegui reconoce el rostro más siniestro de la contrarrevolución: su vocación totalizante. El fascismo no busca únicamente suprimir derechos políticos; busca colonizar la subjetividad, imponer una cultura de la obediencia, aniquilar la imaginación emancipadora. Por eso apela a la tradición, al mito nacional, al cuerpo del líder, a la familia, a la tierra y a Dios. Porque necesita reconstruir el tejido simbólico que el capital ha roto, pero que ya no puede suturar mediante la democracia liberal.

En este punto, la crítica mariateguiana anticipa con claridad los mecanismos actuales de las nuevas derechas autoritarias. La invocación a la patria, la criminalización del disenso, la alianza con iglesias fundamentalistas, la glorificación del orden, el odio al feminismo, la xenofobia y la exaltación del trabajo como sacrificio... todo ello pertenece al mismo guion. El fascismo, en sus versiones del siglo XXI, ha mutado en formas más sofisticadas, pero conserva su función esencial: ser la barrera de contención ante el avance de las luchas sociales, la alternativa represiva al agotamiento del modelo neoliberal.

Frente a este escenario, Mariátegui no se limita a denunciar. Nos llama a comprender el carácter estructural de la amenaza. Si el fascismo es el recurso extremo del capital en crisis, entonces su derrota no será obra del republicanismo liberal ni de la nostalgia por las viejas instituciones. Será el resultado de una confrontación frontal entre dos proyectos históricos: el del capital autoritario y el de la revolución socialista. En esa disputa, la lucha no es solo por las formas del poder, sino por el sentido de la vida en común.

Porque, como él mismo intuye, el fascismo triunfa cuando la esperanza revolucionaria se disuelve en la gestión tecnocrática de la miseria. Y se derrota, no con discursos morales, sino con organización popular, con mito combativo, con imaginación política y con fuerza colectiva. El fascismo es la reacción del sistema cuando la revolución asoma. La única respuesta es que esa revolución llegue y venza.

3. El mito revolucionario como fuerza material

Hay en Mariátegui una herejía luminosa que escandaliza a los dogmáticos de su tiempo y desconcierta a los marxistas de manual: su reivindicación del mito revolucionario. En un siglo atravesado por la fe ciega en la razón, por el cientificismo como religión del capital y por la burocratización de las esperanzas populares, Mariátegui se atreve a decir que la revolución no será obra de estadísticas ni de economías planificadas, sino de pasiones colectivas, de símbolos ardientes, de creencias insurgentes que hagan temblar los cimientos del orden burgués.

«La emoción revolucionaria es una emoción religiosa. Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra».

Esta afirmación, lejos de ser un desliz espiritualista, es una intuición materialista profunda: los pueblos no se movilizan por fórmulas abstractas, sino por horizontes encarnados en imágenes, relatos y convicciones. Cuando Mariátegui habla de mito no se refiere a la fábula irracional, sino al impulso vital que anima la acción transformadora; al relato común que permite a los oprimidos reconocerse como protagonistas de la historia. Frente al racionalismo cínico de la burguesía decadente, que todo lo mide y todo lo relativiza, el mito revolucionario aparece como la afirmación de un sentido radical: la certeza de que otro mundo no solo es necesario, sino posible.

El mito no es el opio de los pueblos, sino su lenguaje insurreccional. En el pensamiento mariateguiano, herencia de Sorel (1) y eco del romanticismo revolucionario, el mito no reemplaza a la teoría, sino que la alimenta. No niega la lucha de clases, la organización ni el análisis, pero sabe que sin un horizonte simbólico común, sin una épica de liberación, la revolución se vuelve cálculo frío o mera administración. Mariátegui denuncia así el vacío espiritual de la civilización burguesa, su escepticismo impotente, su lógica del desencanto. Lo dice con lucidez premonitoria:

«El racionalismo no ha servido sino para desacreditar a la razón».

No se trata de volver a la superstición, sino de restituir a la política su dimensión poética. El socialismo no puede construirse solo con estructuras técnicas; necesita de un alma, de una mística, de una emoción que lo arranque de la inercia. Porque la clase trabajadora no es únicamente fuerza productiva: es también deseo, imaginación, afecto colectivo. El mito revolucionario es ese fuego que transforma la frustración en coraje, la derrota en esperanza, el presente miserable en futuro palpable. No es una consigna, sino una forma de vivir y morir por algo que aún no existe.

Por eso Mariátegui no quiere un socialismo "calco y copia", sino creación heroica. La revolución no será una traslación mecánica de modelos extranjeros, sino una expresión particular, histórica y cultural de los pueblos en lucha. Y en ese proceso, el mito cumple un papel esencial: tejer un relato común que ancle la lucha en lo más profundo de la memoria y de la proyección, que una el pasado indígena, el presente obrero y el porvenir comunista en una misma narrativa de redención. La huelga, el pan, la tierra, la dignidad: todo eso necesita inscribirse en un relato fundacional que le devuelva al pueblo no solo sus derechos, sino su historia y su destino.

Frente a la crisis espiritual del orden burgués --esa mezcla de cinismo, individualismo y vacío existencial-- el mito revolucionario se erige como afirmación de sentido colectivo. En una época donde la razón instrumental ha conducido a la humanidad al borde del colapso ecológico y moral, Mariátegui nos recuerda que sin creencias combativas, sin una estética de la insurrección, sin una ética del sacrificio y del amor, no habrá revolución posible. El comunismo no será un algoritmo: será una pasión compartida.

Así entendido, el mito no es antítesis de la ciencia, sino su complemento histórico. La teoría puede iluminar, pero solo el mito puede incendiar. Y solo un pueblo incendiado de sentido puede romper las cadenas de un mundo que lo condena a la repetición infinita de la miseria.

4. Internacionalismo o barbarie: contra las patrias del capital

En Mariátegui, el internacionalismo no es una consigna exterior al pensamiento revolucionario: es su eje vertebral. En un continente fragmentado por fronteras impuestas, por repúblicas oligárquicas nacidas del pacto entre la espada criolla y el capital extranjero, el marxista peruano se atreve a pensar América Latina como totalidad histórica y política. Pero no como un bloque geográfico, ni como un folclore continental, sino como una unidad en la lucha contra el imperialismo, la explotación y la miseria estructural. Su internacionalismo no es una utopía abstracta, sino una estrategia concreta de liberación.

En un contexto de ascenso del fascismo europeo y de consolidación del capitalismo transnacional, Mariátegui desenmascara el nacionalismo burgués como una máscara más de la reacción. A diferencia del nacionalismo insurgente de los pueblos colonizados, el nacionalismo burgués opera como ideología de la defensa del capital en crisis, como culto a una soberanía ficticia que sirve para preservar las relaciones sociales de dominación. No defiende la patria como espacio de vida popular, sino como propiedad de clase:

«La reacción se llama, sucesiva o simultáneamente, chovinismo, fascismo, imperialismo».

Estos tres aspectos mencionados en la cita, aparentemente contradictorios, condensan la forma en que el capital se protege cuando se siente amenazado: se envuelve en la bandera, en la cruz y en la "luma". El nacionalismo, en su forma burguesa, no emancipa; encadena. No construye pueblo; fabrica enemigos. No combate al imperialismo; lo administra desde el sur. Y lo hace apelando a un discurso de unidad nacional que silencia la lucha de clases y convierte a los trabajadores en carne de cañón de proyectos autoritarios.

Mariátegui lo vio con claridad al analizar el fascismo italiano, pero su intuición atraviesa los Andes y se asienta en nuestra historia continental. ¿Acaso no es el mismo nacionalismo conservador el que moviliza a las Fuerzas Armadas contra los pueblos mapuche en Chile? ¿No es el que encarcela líderes campesinos en el Perú, criminaliza piqueteros en Argentina, militariza favelas en Brasil y levanta muros en la frontera con Centroamérica? Este nacionalismo no es el grito de los oprimidos: es la retórica del patrón.

Por eso Mariátegui no plantea un internacionalismo de cumbres diplomáticas, sino un internacionalismo obrero, indígena y anticolonial. Un internacionalismo que se construye desde abajo, en la solidaridad entre explotados, en la conciencia de que la patria verdadera está en la clase, en los cuerpos que producen, en las comunidades que resisten, en los pueblos que luchan. Un internacionalismo insurgente que no diluye las identidades históricas, sino que las pone en común como fuerzas vivas de transformación.

Este internacionalismo no excluye lo particular; lo potencia. Frente al cosmopolitismo burgués --donde la circulación del capital ignora toda frontera mientras las personas son cercadas por muros y tratados--, Mariátegui propone una unidad de los pueblos que no se subordine al mercado global ni al imperialismo cultural. Una unidad desde la lucha, no desde la sumisión. Una América Latina forjada no en los despachos de Washington ni en los ministerios de Exteriores, sino en las huelgas, en las comunas, en los territorios recuperados, en las universidades en toma, en los sindicatos insurgentes.

Esta visión prefigura las discusiones contemporáneas sobre el carácter internacional del capitalismo financiero, sobre el extractivismo como neocolonialismo del siglo XXI, y sobre la necesidad de una articulación global de las luchas. Mientras la burguesía globaliza la miseria, los pueblos deben globalizar la rebeldía. Y esa es la apuesta de Mariátegui: construir un socialismo que no sea nacionalismo de Estado, ni comunismo de salón, sino un internacionalismo encarnado en la solidaridad activa, en la praxis común, en el combate compartido contra la barbarie.

Porque si algo enseña la historia del siglo XX --y también del XXI-- es que el capital, cuando ya no puede gobernar con legitimidad, convoca al fascismo. Y que la única muralla contra esa ofensiva no vendrá desde las instituciones capturadas, ni desde las izquierdas domesticadas, sino desde la convergencia radical de las luchas en todas partes. Esa es la alternativa que Mariátegui nos deja escrita con fuego:

Socialismo o barbarie. Internacionalismo o muerte lenta. Rebelión o domesticación.

Conclusión: Mariátegui, o la herejía necesaria

En tiempos de derrota, de gestión progresista de la catástrofe, de socialismos de mercado y de izquierdas sedadas por el parlamentarismo, la voz de José Carlos Mariátegui resuena como una herejía necesaria. No porque esté anclado en el pasado, sino porque señala un futuro que todavía no ha comenzado. Su pensamiento, como pocas veces en la historia del marxismo latinoamericano, no es un dogma sino un incendio: no cierra preguntas, las abre; no entrega fórmulas, ofrece herramientas; no llama a administrar lo posible, sino a conquistar lo imposible.

El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy no es un libro más. Es una cartografía de la crisis del orden burgués escrita desde las ruinas de la razón liberal y con la tinta roja de una esperanza insurrecta. En sus páginas se despliega una crítica orgánica al Estado capitalista, no desde la nostalgia por el contrato social perdido, sino desde la convicción de que su estructura es, desde el origen, una máquina de dominación. Frente al agotamiento histórico del liberalismo, Mariátegui no clama por su reforma: proclama su entierro.

Su lectura del fascismo, en tanto respuesta coherente del capital en crisis, desenmascara las formas contemporáneas de autoritarismo que se expanden hoy con nuevos rostros: el del fundamentalismo financiero, el del nacionalismo extractivista, el de las derechas piadosas que predican con la cruz y gobiernan con metralla. Contra ellas, el llamado mariateguiano no es a resistir pasivamente, sino a encender el mito revolucionario, esa chispa de sentido colectivo que puede convertir la desesperación en organización, el sufrimiento en horizonte, la clase en sujeto histórico.

Mariátegui no fue un espectador de su tiempo. Fue un combatiente, un creador de pensamiento desde el sur del sur, que comprendió que el socialismo no podía ser importado como mercancía teórica, sino fundado como creación heroica. Que no bastaba con aprender de Europa: había que superarla. Que no bastaba con citar a Marx: había que pensar desde las venas abiertas de América Latina, desde sus pueblos originarios, sus trabajadores explotados, sus mujeres sublevadas, sus juventudes rebeldes.

En un presente donde la crisis ya no es coyuntura, sino condición estructural del capitalismo, el desafío no es preservar la democracia liberal, sino destruir el mundo que produce su decadencia: un mundo de cuerpos descartables, de naturaleza saqueada, de vidas endeudadas y de futuros privatizados. Mariátegui lo supo entonces. Hoy, nos toca a nosotros levantar esa bandera sin nostalgia ni folclorismo, sino con la conciencia de que no hay futuro posible sin ruptura radical.

Su pensamiento nos invita a ser intransigentes con la miseria, irreconciliables con la injusticia, impacientes con la resignación. Nos exige abandonar el cinismo y recuperar la fe --no en el sentido religioso tradicional, sino en la creencia activa y militante en que otro mundo es posible y necesario. No como esperanza pasiva, sino como tarea urgente.

Porque en esta encrucijada civilizatoria, donde los heraldos del orden nos prometen paz a cambio de obediencia, futuro a cambio de olvido, y seguridad a cambio de cadenas, Mariátegui nos recuerda que la historia no está escrita. Que su curso puede romperse. Y que la revolución no es una metáfora, sino una realidad latente.

Hoy más que nunca, frente al retorno de las viejas pesadillas con nuevos disfraces, el alma matinal que Mariátegui anunciaba no es un fenómeno literario, sino una necesidad política. Una nueva aurora que solo nacerá del choque, de la creación, de la lucha. Y en esa aurora por venir, su palabra será semilla, será trinchera, será relámpago.

José Carlos Mariátegui no es pasado. Es urgencia. Es porvenir. Es combate.

 

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Nota: (1) George Sorel: influyente teórico social y político francés del siglo XX, conocido por sus ideas sobre el sindicalismo revolucionario y la violencia como motor del cambio social. Creía en el poder movilizador del mito y la violencia en la transformación social.

 

www.escuelapopularpermanente.cl

 

Fuente: https://www.lahaine.org/mundo.php/el-alma-y-la-trinchera

jueves, 13 de junio de 2024

AREQUIPA ES EL OMBLIGO DE LA CELEBRACIÓN: 130 AÑOS DE JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI

 


Este 14 de junio Arequipa se convierte en el ombligo del mundo: celebra el 130 aniversario del natalicio del maestro José Carlos Mariátegui.

Los mejores guerreros no son agresivos,

los mejores estrategas no son impulsivos,
los mejores vencedores no son belicosos,
los mejores líderes no son arrogantes

Lao Tse  Tao Te King, 68


MARIÁTEGUI: LA FRAGUA DE LIDERES Y LA UNIDAD

 

I

Hace algunos años, utilizamos la analogía de la relación parásito - huésped para imaginar la formación del militante y su conversión en maestros. El militante es el parásito que vive alojado en la casa del huésped: el maestro.

 El paso de simpatizante a militante y de militante a conductor o leader es un asunto de crecimiento intelectual. El militante durante buen tiempo de su militancia es un parásito de los maestros del marxismo. Es un parásito porque vive y alimenta, absorbe los conocimientos acumulados de sus maestros. Durante un largo período de crecimiento intelectual, cuál crisálida, se va transformando en huésped; pero, el potencial huésped, hasta el fin de sus días, seguirá sirviéndose de las fuentes (como punto de apoyo), a las cuales debe su inspiración[1], ante las exigencias de la práctica revolucionaria.

 En ese proceso el desarrollo del pensamiento se enfrenta a dos problemas. Por una parte, tiene una necesidad estricta de rumbo y objeto[2]. La doctrina suministra al combatiente una dirección coherente, le proporciona una meta, un destino, una fe. Asimismo, como lo doctrinario, conduce necesariamente a la ortodoxia como actitud personal o mental. Todo hombre de fe encuentra el respaldo necesario para su actividad en la doctrina. El militante se entrega en cuerpo y alma a la empresa que da razón a su terrenal existencia, es la agonía de combatiente. De otra parte, pese a los límites de la materia como punto de arranque y límite del pensar: ¡la imaginación no reconoce barreras! Algunas veces, en la historia humana, contrariando los límites establecidos por las generaciones anteriores, aparecen genios que rompen las reglas superándolas al crear nuevas realidades. No obstante, la imaginación, sin un método y una doctrina, navega sin rumbo ni objetivo en medio de las agitadas aguas de la heterodoxia. Y, como la heterodoxia es el habitad natural de la imaginación, ésta voltejea a una velocidad loca pero inútil en torno a todo y a la vez nada. 

En su magistral Defensa del marxismo, el fundador del Partido Socialista del Perú, señala: “el intelectual necesita apoyarse, en su especulación, en una creencia, en un principio que haga de él un factor de la historia y del progreso”.[3] He allí el detalle. Necesita apoyarse en una creencia. Pues sí. El desarrollo del pensamiento, en última instancia, se reduce a un problema de fe. Sólo quien se apoya en el pasado, en la obra de quienes nos preceden, en eso de hacer camino al andar, puede avanzar. Los productores de conocimientos, y también los políticos, tienen que creer en los viejos cánones científicos para poder superarlos. La ciencia para avanzar necesita dominar la “ciencia” que le precede. Verbigracia: Einstein para romper las reglas tuvo que dominar las viejas reglas de la física. Esto es, para descubrir las falencias o insuficiencias de la teoría gravitacional de Newton tuvo que aceptarla íntegramente. Así y sólo así, pudo reelaborarla como la teoría de la relatividad general. La ciencia para avanzar necesitaba apoyarse en los logros de la física clásica (Isaac Newton) del siglo XVII. Hasta que, en el siglo XX, la física clásica fue arrojada a los anaqueles de la historia por dos revoluciones: la primera impulsada por la teoría de la relatividad general de Einstein y la segunda por la cuántica. Origen de nuevas realidades en el mundo de los humanos.

El hombre tiene una necesidad infinita de creer. Por eso, los nihilistas jamás podrán superar teoría alguna. ¡Quien no cree jamás podrá elevar teoría alguna a nuevas alturas! Está claro, entonces, porque José Carlos recuerda las palabras de Bernard Shaw: “Karl Marx hizo de mí un hombre; el socialismo hizo de mí un hombre”.

 El político revolucionario cuando polemiza se aleja de la rutina de enlazar tendencias en la economía o la sociedad. En ese instante tiene que apelar a la imaginación, la emoción y la razón: al verbo que impresiona y/o quiebra la resistencia del auditorio. No se trata de derrotar al adversario. Se trata de posicionarse en la mente del auditorio, cautivo de rivales o adversarios, ese es el verdadero objetivo de la polémica. En la polémica es el momento de la ortodoxia, del dogma como brújula en el intercambio de ideas, en la controversia. El intelectual abandona la especulación y búsqueda de respuestas. Abandona la doctrina como objeto de estudio —“puntos de partida para la ulterior investigación”[4]— y pasa a su defensa en bloque en todo el ardor de la polémica. El marxismo de método de estudio se transforma en herramienta de lucha cuando se pasa a su defensa – ataque. Del mismo modo que cuando un trabajador combate por sus derechos pasa de la reflexión a la acción. Para el trabajador es el momento de la conversión de la fuerza de la palabra a la fuerza de los hechos, de la indignación a la acción, al ímpetu avasallador de la acción colectiva, al entendimiento dogmático de la herejía.

 Marx gustaba señalar que el método dialéctico impone el deber de considerar la sociedad como un organismo vivo en su funcionamiento y desarrollo. Y agregaba que la dialéctica es ciega si no obedece a los intereses de la clase obrera[5]. El analista político o el investigador social al estudiar los conflictos de clase, jamás podrá colocarse por encima de la contienda. Consciente o inconsciente el intelectual tiene una posición de clase. El intelectual imparcial es una quimera que la burguesía se encarga de propagar para traficar sus embustes. El interés de clase somete, domina, condiciona o libera la objetividad del intelectual de origen burgués, pequeño burgués o de las clases subalternas.

 Pero, intereses hay y sí que los hay. El maestro Mariátegui distingue el interés económico (parcial o temporal) del interés político (general o permanente). La singularidad de la actuación obrero - sindical es gobernada por una moral de esclavos (sancho pancismo); y, la universalidad de la actuación proletaria produce una moral de productores. La conciencia política de clase brota “en el instante en que descubre su misión de edificar con los elementos, allegados por el esfuerzo humano, moral o amoral, justo o injusto, un orden social superior”[6]; esto es, la lucha por la administración del poder para la extinción del poder y explotación de clase. Y como los intereses humanos pertenecen o forman parte de la esfera de lo ideal, de las ideologías, de lo doctrinario, no es antojadizo relacionar el marxismo a la teoría del dogma, en tanto doctrina más no como método. Por eso, Mariátegui señala que el marxismo es un método y una doctrina. El marxismo es el método de la doctrina de la última clase social, el proletariado internacional. El marxismo es un sistema de ideas abierto a toda contribución humana venga de donde venga. El marxismo, en ese delicado “equilibrio” entre ser abierto y cerrado[7], se desarrolla combatiendo por la edificación de un nuevo orden mundial.

 Si la diversidad es la regla en la naturaleza como en la sociedad. La identidad sólo constituye la excepción, ave raris, en la variabilidad al interior de cada especie. Es, entonces, realmente imposible encontrar seres absolutamente idénticos en lo biológico, como en lo espiritual tropezar con la unanimidad en el sentir - pensar. Y, sin embargo, en la experiencia socio-política, la voluntad colectiva o la identidad de objetivos, ha trastocado desde sus raíces las viejas estructuras de poder. ¿Cómo explicar esa unanimidad en el combate?

 Veamos. Los hombres actúan impulsados por pasiones y las pasiones expresan intereses de clase, reales, tangibles, individuales, que se manifiestan como “perturbaciones” en el estado emocional: explosiones de ira, cólera, etc. Individualmente la reacción es espontánea; pero, colectivamente el desborde de sentimientos se canaliza –ya no resulta tan espontánea– en una u otra dirección a través de la violencia de masas: desenfrenada o metódica. Así la ira contenida, la indignación extrema[8], desfoga en los estallidos populares que desbordan el orden establecido. “Una revolución radical sólo puede ser una revolución de necesidades radicales”[9], decía Marx, y no le falta razón. Una revolución es un acto consciente, premeditado y contra toda creencia del sentido común a la vez espontánea. Toda revolución, en particular la proletaria, precisa de emoción y cerebro, exige circunstancias excepcionales que la hacen posible. A esas circunstancias excepcionales se refieren los maestros del proletariado cuando anudan condiciones objetivas (naturales o espontáneas) y condiciones subjetivas (mando o dirección). De allí que Fidel Castro en 1962 dijera: “Las condiciones subjetivas de cada país, es decir, el factor conciencia, organización, dirección, pueden acelerar o retrasar la revolución según su mayor o menor grado de desarrollo; pero tarde o temprano en cada época histórica, cuando las condiciones objetivas maduran, la conciencia se adquiere, la organización se logra, la dirección surge y la revolución se produce”.[10]

 En la dinámica del movimiento de masas, la relación pensar – actuar está íntimamente ligada a las relaciones dogma – ortodoxia, herejía – acción. Ese es el problema de la teoría vinculada a la práctica social, del hombre en su medio social, del combatiente en la arena política. Por eso es que el dogma, y sólo el dogma, hace posible la identidad (ortodoxia) dentro de una diversidad de pareceres (heterodoxia). El dogma se transforma en la base de unidad que posibilita la unanimidad en el combate pese a la inevitable variedad de matices de opinión entre los actores. En la existencia social, en lo real no en la abstracción, una doctrina y su método coexisten una en la otra. En el desarrollo del pensamiento, señala José Carlos Mariátegui que “nada garantiza como el dogma la libertad creadora, la función germinal del pensamiento”; asimismo, sirve de cimiento para asimilar (unir) la variabilidad creativa de la especie humana. Del mismo modo, en la lucha de masas, en el movimiento político-social, sólo el dogma proporciona fe en la victoria, la fuerza avasalladora al hombre masa. De allí que Mariátegui relacionara dogma y mito, que adquieren una connotación revolucionaria con él.

 Dogma equivale a doctrina, y doctrina conduce a la ortodoxia en el verbo y la acción, al mito revolucionario: la revolución social. Pero, como la ortodoxia[11] sólo tiene vitalidad en tanto es parte (o actúa unida) de la heterodoxia, la homogeneidad sólo logra concreción histórica dentro de la heterogeneidad. De allí que la fórmula o definición Mariáteguista de Partido como facción “orgánica y doctrinariamente homogénea” no sea sinónimo de unanimidad, ni mucho menos cofradía de clones o autómatas. La unanimidad es un “imposible” que, como todo, tiene sus “excepciones”. Ejemplo, Fuente Ovejuna: todos a una. Los grupos llegan a formar un “cerebro colectivo” capaz de tomar decisiones y moverse como si de un único organismo se tratara. Una pequeña minoría informada (¿inteligencia colectiva?) es capaz de guiar a otros individuos hacia un objetivo a partir del entendimiento dogmático de la herejía. No otra cosa ocurrió en octubre de 1917 cuando Lenin lanzó su famosa consigna: ¡Todo el poder a los Soviets!

 En el marxismo de Mariátegui, dogma equivale a doctrina. Y toda doctrina inevitable e imperceptiblemente conduce a la ortodoxia en el verbo y la acción, esto es, al mito. “El proletariado tiene un mito: la revolución social. Hacia ese mito se mueve con una fe vehemente y activa.”[12] Pero, ¿qué es un mito social? Un mito social es una emoción, un sentimiento, que brota del inconsciente colectivo e ilumina el camino a la redención del hombre social con una voluntad que excede el impulso individual. José Carlos Mariátegui dice que “la muchedumbre, más aún que el filósofo escéptico, más aún que el filósofo relativista, no puede prescindir de un mito, no puede prescindir de una fe. No le es posible distinguir sutilmente su verdad de la verdad pretérita o futura. Para ella no existe sino la verdad. Verdad absoluta, única, eterna. Y, conforme a esta verdad, su lucha es, realmente, una lucha final.”[13] La verdad relativa en la cabeza individual se convierte en verdad absoluta en la multitud. Las muchedumbres transforman una verdad relativa en dogma. Y, este dogma es el que hace posible la identidad de voluntades (ortodoxia) dentro de una diversidad de pareceres (heterodoxia). Es por eso que, en la lucha social, la fuerza avasalladora de las masas, la potencia realizadora del hombre masa, brota del dogma revolucionario.

 La teoría de la clase obrera es una concepción dinámica y revolucionaria que se apoya o sostiene íntegramente en el movimiento real. Movimiento real que es diseccionado por el método de Marx que se afirma íntegramente en la materia dialéctica. El gran sueño de Marx –y con él de toda su descendencia política– es el hombre nuevo: humanamente natural y naturalmente humano. Por eso, la teoría y praxis del marxismo, “no se alimenta de ilusiones”, se edifica en la experiencia y de la experiencia de la clase trabajadora. Va construyéndose ladrillo a ladrillo hasta la dilución del Estado y la extinción de la lucha de clases.

13 junio 2024

Edgar Bolaños Marín



[1] En el verano de 1976 la salud de Mao Zedong se fue deteriorando progresivamente. Los últimos meses de vida los pasó en cama y rodeado de libros de marxismo en los cuales buscaba respuestas para los problemas del socialismo en China. El caso de Mao es un magnífico ejemplo del tránsito de parásito a huésped. En sus años mozos fue un parásito de Marx – Lenin hasta convertirse en huésped que alimentaba los cerebros de las nuevas generaciones de militantes.

[2] JCM, Defensa del Marxismo, Tomo V, Pág. 105

[3] JCM, Defensa del Marxismo, Obras Completas.

[4]  De F. Engels a Sombart, carta del 11 de marzo de 1895

[5] Pavel Ortega, Dogma o Guía, 13.01.2008

[6] José Carlos Mariátegui, Defensa del Marxismo.

[7] “El universo parece hallarse delicadamente equilibrado en la línea divisoria entre ser cerrado, como un agujero negro, y abierto, a fin de poder expandirse para siempre.” Stephen Hawking, La historia del tiempo, Pág 191

[8] En la mayoría de los casos, de estallidos espontáneos, no resultan tan espontáneos, porque existe en medio de la muchedumbre iracunda sujetos o agitadores, que siempre tienen bajo la manga de la siniestra un “fósforo cautivo” para cuando se presenten las ocasiones. Sujetos como esos poseen la “virtud o el olfato” de estar presentes, donde el pasto o heno está a punto de incendiarse, muchas veces “subsidiados” por el Estado.

[9] Marx, En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, pp. 9-11

[10] Fidel castro, Segunda Declaración de la Habana, La Habana - Cuba, 1962.

[11] El dogmatismo, entendido como el no salirse de los cánones de una doctrina, sólo tiene vitalidad, fuerza como factor de avance, cuando no se separa de la heterodoxia, entendida como libertad de la camisa de fuerza doctrinal. En cambio, cuando actúa el dogmatismo como corpus cerrado se convierte en rémora o factor de contención.

[12] Véase, El hombre y el mito, JCM, Alma Matinal, versión electrónica.

[13] JCM, La lucha final, Alma matinal… Versión electrónica.


miércoles, 5 de mayo de 2021

MARX: 202 AÑOS DE RELIGIOSIDAD PROMETEICA

 



Alonso Castillo Flores

 

El Marx de la lucha por el pan, el Marx de los pobres, el materialista, el enemigo del oscurantismo, el penetrante cerebro alemán a quien conmemoramos el 202 año de natalicio es, ante todo, un hombre de vocación espiritual, un “religioso” secular en el que romanticismo y realismo se hallan solidariamente ensamblados. Mariátegui (1978: 120) dijo que Marx –“alma agónica”, “espíritu polémico”– estaba más cerca de Jesucristo que Tomás de Aquino, en Vallejo (1959: 124) encontramos lo mismo, el modelo del bolchevique era un hombre nuevo comparable solo a Marx, a Buda, a Jesucristo. Nadie que conozca de la búsqueda de los valores comunistas del cristiano primitivo en Engels y Kautsky o que haya escuchado de la nietzschena “búsqueda de Dios” de Lunacharski y Gorki se aturde ya con estas comparaciones. Marx ha cautivado, tal Zoroastro y Lao Tse, a sus discípulos novecentistas con tanto fervor que en su teoría ciencia histórica y evangelio socialista se confunden. Condenar la bien conocida alienación espiritual y al clero parasitario sin a la vez reconocer la propia religiosidad no es obra de seguidores de Marx sino de grandes pensadores como González Prada y Bertrand Russell.

 Toda izquierda radical lucha por el pan, porque sin las condiciones materiales de vida no puede haber ninguna realización del espíritu. Por eso Engels dice que Marx descubrió “la ley de desarrollo de la sociedad”, según la cual, los hombres antes de hacer ciencia, filosofía, religión, deben producir, alimentarse, afirmar la vida. El Subcomandante Marcos resume este sentir las demandas del EZLN: Techo, tierra, trabajo. Pan, salud, educación. Independencia, justicia, libertad, notorio eco post-leninista del programa bolchevique: Pan, paz y tierra. Pero para los marxistas, ninguna lucha puede reducirse a esas condiciones prioritarias. Piotor Kropotkin, “comunista libertario”, en su famoso libro La conquista del pan discute sobre la tecnología, las riquezas, el bienestar material. Queremos más que esto; es cierto, Todo es de todos (Kropotkin), Para todos todo (Sub. Marcos), pero el oprimido consciente –si esto no es obvio aun– persigue la conquista del espíritu, para todos el espíritu.

“Al mismo tiempo que la conquista del poder, la Revolución acomete la conquista del pensamiento”, lo dijo Mariátegui (1959: 156). Y, tal como el poder no basta, el pan no basta tampoco. José Carlos lo postula así: “La política se ennoblece, se dignifica, se eleva cuando es revolucionaria. Y la verdad de nuestra época es la Revolución. La revolución que era para los pobres no sólo la conquista del pan, sino también la conquista de la belleza, del arte, del pensamiento y de todas las complacencias del espíritu”. (Mariátegui, 1959: 158)

Pues bien, si en el Amauta cuenta “no sólo la conquista del pan, sino también la conquista” de “todas las complacencias de espíritu”, podemos decir que se encuentra “exactamente” lo mismo en la biblia: “No solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Mariátegui está cerca del pensamiento cristiano, pero no lo está más que del cristianismo se encuentra el propio Marx: “El obrero tiene más necesidad de respeto que de pan”. Se trata de la gramsciana traductibilidad de los lenguajes del comunismo científico al comunitarismo religioso. Marx, incluso, en este llamado da más importancia a la cuestión espiritual, el respeto más que el pan. Por supuesto, Marx y Mariátegui con muy conscientes de la primacía, de la anterioridad del pan en tanto sustento básico primordial. No se piense, de hecho, que en el pensamiento cristiano el alimento por antonomasia no cuenta: “El pan nuestro de cada día dánoslo hoy”, “la multiplicación de los panes”. Y aun donde se nos puede antojar ver la conversión del agua en vino como una “complacencia del espíritu”, algo está muy claro: En la religión tradicional la presencia del espíritu se da como agente externo –por mucho que se conjugue con el interior del hombre–, en el marxismo, en cambio, la conquista del espíritu es la conquista de uno mismo, de la propia clase, cuando la clase se vuelve “de ser-en-sí, ser-para-sí”, cuando el hombre gira en torno a sí mismo.

El joven Marx quería que el hombre sea quien ocupe el lugar de dios, actitud que nos recuerda al ya milenario espíritu humanista del renacimiento. Pero el espíritu de Marx no deja de ser “religioso” en tanto quiere hacer del hombre su propio dios. Discutiendo el mito prometeico marxista, Hinkelammert (2015) nota que en Marx, “el hombre es la esencia suprema del hombre”. Marx (1965: 35) proclama “La profesión de fe de Prometeo”: “En una palabra, ¡yo odio a todos los dioses!”, y se refiere a “todas las deidades celestiales y terrestres que no reconocen a la autoconciencia humana como la divinidad suprema”. El hombre toma el lugar de dios. En un poema juvenil dice exaltado: “Semejante a los dioses yo caminaré”, “Y yo seré el igual del creador” (Cáceres, 2013: 89). El profeta alemán rinde culto a la autoconciencia humana, y hace de Prometeo no sólo un mártir, sino también un santo: “En el calendario filosófico Prometeo ocupa el lugar más distinguido entre los santos y los mártires.” Confesión de tipo mariateguiana, el socialismo es en el Amauta heroico y religioso, en Marx el mito es mártir y santo.

Prometeo es un hombre rebelde, pero no el Hombre rebelde de Camus, ya que está lejos de la pasividad y desgracia de Sísifo. Sísifo es como Atlas, no solo desdichado sino también deleznable, sumiso, conformista. Lo que Marx busca no es un Prometeo encadenado, como el de Esquilo, lo quiere heroico y orgulloso, sí, pero lo quiere desencadenado, como el Prometeo liberado de Percy Shelley, ajeno, antagónico en todo sentido al Prometeo de su amada, Mary Shelley, al Prometeo moderno, el doctor Frankenstein, cuyo proyecto termina en un fracaso total. Marx desea un proyecto emancipador, que donde fracase se levante y reanude la tarea. Percy Shelley, como Flora Tristán y Saint-Simon, es precursor del socialismo científico. Por ello, Engels (s/a: 231) sabía que “Shelley, el genial poeta, Shelley y Byron, con un fuego sensual y con su amarga sátira sobre la moderna sociedad, tiene el mayor número de lectores entre los obreros”. Para Marx, quienes lo valoran y aprecian, “lamentan que Shelley muriera a los veintinueve años, porque era un auténtico revolucionario y siempre hubiera estado en la vanguardia del socialismo” (Eleanor Marx, 1888). Mariátegui ve en Percy Shelley un desclasado, angélico y místico: “Shelley, nacido aristócrata vive y piensa como un declassé, su liberación intelectual, su creación artística le exigen el desprecio de sus privilegios y sentimientos de clase”. (Mariátegui, 1978: 63-66).

Cierto es, Marx, como Mary, se “martiriza”, son ambos seres “agónicos”, a Marx lo golpea la muerte paulatina de sus pequeños hijos, tal como en Mary (¿existirá dolor más grande en la vida?), pero en ella el trauma es más sensible y oscuro, un “fantasma” termina llevándose muy jóvenes uno a uno sus familiares y amigos, y al propio Percy. Mary representa la retirada de la revolución liberal, la Revolución Francesa, Marx preludia la nueva revolución comunista, la Comuna de París; ambos sufren su “pasión” y “martirologio”, ambos sufren su lucha agónica; ella decide vivir y escribir a vida, pero él decide crear y escribir la historia. Y para obrar tamaña empresa, para hacer que el hombre se haga su dios, se desencadene, se embarca en tareas concretas, materiales, objetivas, 1) el estudio económico, científico, histórico, de la sociedad de su tiempo y 2) la vuelta del proyecto emancipador en integral programa político insurgente. Prometeo hecho hombre, materializado en barro pensativo. Prometeo roba el fuego de los dioses y lo entrega a los hombres, Marx roba la filosofía a los eruditos y se la entrega al pueblo trabajador. Desde Platón a Aristóteles, Descartes a Hegel, la filosofía es profesión de señores, de patricios y amos. Marx insurge en la historia del pensamiento y revierte la pirámide. No encontramos distinta actitud en el Amauta, “Los motivos religiosos se han desplazado del cielo a la tierra. No son divinos; son humanos, son sociales.” (Mariátegui, 1959a: 22). Quienquiera puede postular que en tanto que el acento de Marx es más rencoroso, el Amauta se torna más cándido, la fraternidad de ambas visiones es, empero, demasiado evidente para negarla.

Gramsci (1971: 179) discute el mito prometeico de Goethe, “La rebelión de Prometeo es ‘constructiva’, Prometeo aparece no solo en su aspecto de Titán en revuelta, sino especialmente como homo faber, consciente de sí mismo y del significado de su obra”, para él, “los dioses de ninguna manera son infinitos, omnipotentes”. Así, el mito de Prometeo y de Goethe es lugar común en el marxismo revolucionario. El mito de Goethe debe ser juzgado, para Gramsci, según el aforismo: “En un principio era la acción”, la creación artística de Goethe. Justamente en su programa de la liga espartaquista, Rosa Luxemburgo hace la alusión goethiana “Al comienzo no era el verbo, sino la acción” (Lôwy: 2014), Prometeo humanizado en el Espartaco moderno, acción práctica de la clase obrera. Lenin (s/a: 13) hace eco del Mefistófeles del Fausto de Goethe: “la teoría es gris, amigo mío, pero el árbol de la vida es eternamente verde”. El verbo se hace carne y habitó entre los obreros, la letra de Marx se ha condensado en la fábrica y la usina soviética.

Mariátegui dice que la ciencia destruye al mito, y Marx nunca decide estudiar “sociológicamente” el mito prometeico, que seguramente pudo hacerlo –como Bujarin y Gramsci en polémica con él– pero decide traerlo como testimonio vivo de su mensaje emancipador, y en el mismo tono cantan Vladimir Ilich y Rosa: ¿en el contexto en que hacen el llamado goetheano, caía destruir el “mito” de la acción, del árbol verde la vida, con el mazo del crudo “análisis científico”? ¿La leyenda del viejo tonto que movió las montañas no es para Mao (1972) parábola revolucionaria? La fe mueve montañas, ¿es preciso explicarlo “científicamente” para “mover” a las masas o es imperativo lanzarse a hacerlo? ¿Es preciso refutar “objetivamente” la comparación que hace Ho Chi (2006: 4) de Lenin y la leyenda del Libro de la sabiduría para hacer del jefe bolchevique “el sol radiante que ilumina nuestra senda”? ¿Cabe molestarse con Mariátegui (1989: 187) que escribía, entusiasta, que “la figura de Lenin está nimbada de leyenda, de mito y de fábula” mientras Haya de la Torre (1936: 105-107) refunfuñaba en la Plaza Roja por la pomposidad del mausoleo del líder frente a la modesta roca sepulcral de Marx, achacando infundios a “las grandes masas campesinas y retrasadas, supersticiosas y mayoritariamente asiáticas de la gran Rusia”?

De ninguna forma. Aquí los mitos son los del hacedor, del homo faber, de hombre fáustico vital, no el hombre que se enajena en ideal celeste, sino que se proyecta, reconoce modelos, es sensible a los grandes cambios, ensaya los suyos propios, en esto consiste la filosofía de la praxis: ninguna impotencia ante los dioses omnipotentes, ante las montañas inamovibles, ante la gris teoría, sino praxis humana. Este es el paisaje espiritual europeo en el que Mariátegui conoce el marxismo, ese es el nuevo lenguaje emancipador que funda el propio Marx. Todo proyecto mesiánico que haya calado en la vida concreta tiene sus vicios y torpezas, su camino no es inmaculado currículo envuelto en halo de pureza, no es virginal política invicta, sino viril esfuerzo real por transformar el mundo con las herramientas terrenas y mundanas que nos da la vida.

La labor de Karl Marx consiste en buscar que el hombre se haga a sí mismo, pero no como ser individual, aislado, atomizado, sino en proyecto social, multitudinario. El mismo pensamiento de Marx es esfuerzo colectivo, coro historicista vislumbrado por Engels y Dietzgen, Herzen y Chernichevski, Labriola y Morgan. Nada más que el judío tudesco vio con mayor exactitud, con clarividencia ejemplar, repuntando entre sus pares. Las grandes obras humanas son, pues, esfuerzo colectivo o, por lo menos, simultáneo. La genética nace a la vez con de Vries, Correns y von Tschermak, independientes unos de otros, y ninguno cuestionó la anticipación, la exclusividad de Georg Mendel.

Pero el marxismo no es “ciencia pura”. El padre de la filosofía de la praxis llega a la ley de la acumulación de capital por sana genialidad analítica, pero se inclina al comunismo por fiel sentimiento libertario; pese a que él mismo no fuese muy propenso las interpretaciones voluntaristas, Marx era voluntad práctica. El maestro de los obreros desde su modesta roca sepulcral movió medio globo durante el siglo XX y sigue despertando pasiones e inspira modelos emancipatorios en el presente. Su trabajo científico de sesudo examen del capital no mengua su espiritualidad sino es testimonio concreto de su amor a la humanidad entera, y su tesón anti-sentimentalista no opaca en nada su amor a lo que creía las fuentes de vida: el trabajo y la tierra.

 

BIBLIOGRAFÍA

Cáceres Cuadros, Tito (2013). Filosofía, lingüística y literatura marxista. Arequipa: UNSA

Engels, Federico (s/a). La situación de la clase obrera en Inglaterra. Arequipa: Publiunsa

Gramsci, Antonio (1971). El materialismo histórico y la filosofía de Bendetto Croce. Buenos Aires: Nueva Visión

Haya de la Torre, V. R. (1936). Ex combatientes y desocupados (Notas sobre Europa). Santiago de Chile: Ercilla

Hinkelammert, Hans (2015). “El Prometeo del temprano joven Marx y el discernimiento de los dioses”, http://nangaramarx.blogspot.com/2015/11/el-prometeo-del-temprano-joven-marx-y.html

Ho Chi Mihn (2006). “El camino que me condujo al leninismo”, https://www.marxists.org/espanol/ho/1960/0001.htm

Löwy, Michael (2014). “La filosofía de la praxis de Rosa Luxemburg” https://kmarx.wordpress.com/2014/11/07/la-filosofia-de-la-praxis-en-el-pensamiento-de-rosa-luxemburg/

Mao, Tse-tung (1972). “El viejo tonto que movió las montañas”, Obras escogidas, tomo III, pp. 281-284

Mariátegui, José Carlos (1989). Invitación a la vida heroica. Lima: Instituto de Apoyo Agrario

Mariátegui, José Carlos (1978). Signos y obras. Lima: Amauta

Mariátegui, José Carlos (1959). La escena contemporánea. Lima: Amauta

Marx, Carlos (1965). Diferencia de la filosofía de la naturaleza en Demócrito y en Epicuro. Buenos Aires: Devenir

Marx, Elanor (1888). Shelley and socialism. https://www.marxists.org/archive/eleanor-marx/1888/04/shelley-socialism.htm

Vallejo, César (1959a). Rusia en 1931 (primera parte). Lima: Perú Nuevo

Fuente: MARX: 202 AÑOS DE RELIGIOSIDAD PROMETAICA / Alonso Castillo Flores Página web: barropensativocei.com Facebook: Disenso. Crítica y Reflexión Latinoamericana, Columna publicada el 12/05/2020