08/04/2020 |
Manuel Garí y Brais Fernández
"La tierra está nerviosa y también los seres
humanos que la habitan" (Ernst Bloch)
La
crisis del coronavirus ha reabierto el debate sobre las ‘crisis’. ¿Segunda
parte de 2008? ¿Repetición en un nuevo contexto de la Gran Depresión? ¿Cuestión
de semanas y vuelta a la vieja normalidad? ¿Contingencia biopolítica por
fatalidad arbitraria e incontrolable? ¿Inaplicación del principio de
precaución? El desconcierto es enorme y la crisis poliédrica. Elaborar salidas
efectivas, y abrir caminos alternativos al abismo, requiere hacerse las
preguntas adecuadas, ser realista y no incurrir en el pensamiento mágico.
El
primer factor en la sorpresa es el sanitario. Hace décadas que los países
industrializados no sufrían una epidemia similar. La rauda expansión mundial de
la pandemia no es ajena al crecimiento exponencial de viajes en un mundo
interdependiente. Y no se da en un contexto de optimismo. A diferencia de otras
épocas, como la añorada post Segunda Guerra Mundial, existe una impresión de
crisis que impregna lo cotidiano y una sensación de fin de época, incertidumbre
y agotamiento civilizatorio que tensa los nervios de todas las clases sociales.
Más
allá de las formas subjetivas de vivir la decadencia sistémica, hay una serie
de lógicas que hacen inexorable la crisis. Existe una contradicción entre el
desarrollo material y financiero de la globalización capitalista, la
inseguridad social de la población mundial y la acelerada degradación de la
biosfera. Este quizás sea el factor más relevante del tiempo que viene: pese a
todas las advertencias y cumbres para reformar el capitalismo, la crisis aparece
como una marea que amenaza con devastarlo todo.
Las
causas son múltiples y atraviesan a todos los países. Muchos economistas, tanto
críticos como pro sistémicos, venían anunciado el síndrome de la recesión, pero
la virulencia de esta crisis ha sorprendido a todo el mundo. En 2008, el crackcomenzó
en la esfera financiera y contaminó la productiva, si bien había estado
precedida de un descenso de la tasa de beneficio. Ahora, al contrario, la
producción y el comercio han frenado bruscamente e impactado en las finanzas,
lo que agrava la recesión. El Covid-19 anidó en una economía ya enferma.
El
capitalismo sufre una crisis de rentabilidad crónica, en la que es incapaz de
recuperar estable y suficientemente la tasa de ganancia para poder impulsar un
ciclo largo de acumulación y una nueva ‘edad de oro’. A la destrucción del
tejido productivo, provocada por la crisis de 2008, no le ha sucedido una etapa
vigorosa. La productividad tiende al estancamiento y las tasas de crecimiento
de los principales países han sido bajas y basadas en el asalto a nichos
previamente no mercantilizados (bienes comunes y sectores públicos) y en una
desvalorización salarial sin precedentes desde los años veinte. Las recetas
aplicadas después de 2008, ante el apalancamiento público y privado, por el
FMI, el Banco Mundial, la FED y la UE han fracasado pues se basaban en la misma
lógica. Las deudas soberanas nuevamente se han disparado y las privadas son
elevadas. Las empresas en China, la UE y Estados Unidos están endeudadas
–especialmente el mar de pymes zombies–. Las maniobras de recompra de acciones
por las empresas, los ataques de los fondos buitre, la arriesgada especulación
de los inversores institucionales, el incontrolado reparto de dividendos y las
fugas de capitales han llevado al caos. ¿Cómo es posible que, pese al aumento
de la masa de beneficios y su mayor peso en la renta, la lógica de acumulación
capitalista esté en crisis? Quizás porque desde 2008 la política económica se
ha limitado a preservar el valor de los activos financieros mientras ve
decrecer la tasa de beneficios.
El
capital ha ido conquistando cada vez más espacios. El capitalismo ha sido el
sistema hegemónico durante los últimos siglos, pero durante las últimas décadas
su desarrollo se ha basado fundamentalmente en colonizar nuevos espacios que
previamente convivían dentro del sistema-mundo. La incorporación al mercado de
los territorios postsoviéticos, de China y de los países postcoloniales ha
homogeneizado el mundo de forma nunca vista. Sin nuevos lugares hacia los que
desplazar sus crisis, el capital devora los derechos de las clases trabajadoras
nacionales, pero también se devora a sí mismo en una suerte de ‘saturación
espacial’ que constituiría el primer factor crítico.
El
segundo tiene que ver con la relación entre capital y naturaleza. El
capitalismo fósil no es solo destructivo con el planeta y las personas, lo es
también consigo mismo. Pese a toda la retórica verde institucional, el sistema
productivo global, la energía y el transporte de mercancías y personas depende
del crudo y afines. El retorno energético decrece, sube el coste y baja la
calidad. El filósofo y ensayista Jorge Riechmann lo expresa parafraseando a
Bill Clinton: “¡Es la termodinámica, estúpido!”. Esta “ley de rendimientos
decrecientes” puede parecer irracional, pero opera trágicamente para mantener
el declinante sector de la automoción e intereses como los de Aramco, la
petrolera saudí.
Por
último y no menos importante, está el factor político. Nos referimos a los
mecanismos que usa el capital para autorregularse. Paradójicamente, junto al
control de las clases subalternas, una función esencial del Estado ha sido
controlar al capital, regular sus excesos, meter en cintura a los capitalistas
descontrolados, garantizar la estabilidad caótica necesaria mediante la
coerción. Pero, desde 1976, la lógica implacable de búsqueda del beneficio ha
provocado la debilidad del Estado-regulador –excepto quizás en la dictadura
china– y por supuesto del Estado-benefactor, lo que le deslegitima. Ello supone
un nuevo problema sistémico porque el mercado para funcionar necesita de mucho
Estado y controlar a este. Sin ‘estado mayor’ el capital carece de instrumentos
políticos para orientarse estratégicamente y dotarse de salidas a sus propias
crisis. Ello no quiere decir que se haga el harakiri, su entierro necesitará
enterrador.
Los
tres grandes factores –económico, ecológico y político– confluyen en esta marea
de crisis que viene. Las consecuencias geopolíticas pudieran ser que China y su
Leviatán neoliberal salgan fuertemente reforzados, mientras que EE.UU. continúa
su proceso decadente en medio de una catástrofe sanitaria que tensará todavía
más a una sociedad rota en mil pedazos. La UE, incapaz de ayudar a sus miembros
en la emergencia de salud pública y de dotarles de financiación a fondo
perdido, saldrá profundamente dividida entre delirios neonacionalistas, un sur
impotente y una Alemania incapaz de encabezar la salida de la crisis mientras
contempla su muerte como potencia.
Esta
crisis supone la pauperización de las clases medias y trabajadoras. Esto ya no
es una cuestión coyuntural o temporal. El futuro inmediato va a conocer unas
cadenas de valor mundiales desorganizadas, quiebras de empresas e intentos de
nuevos recortes a los derechos laborales y sindicales. El capitalismo solo
tiene como salida la destrucción total de las viejas formas de relaciones
sociales subalternas que los pueblos consideran propias y normales. El crítico
y teórico literario marxista Fredric Jameson indica que es más fácil imaginar
el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pero esa afirmación esconde el
interregno al que vamos: ¿cómo va a ser vivir en un mundo en donde la marea de
las crisis arrase todo lo que conocíamos, generando nuevas formas de vida
social hasta ahora ajenas a nuestra cotidianeidad? ¿Cómo viviremos mientras “todo lo sólido
se desvanece en el aire”?
A
corto plazo, la impotencia de los Estados es un reflejo del shock de
las sociedades. Es comprensible que ahora mismo todos los esfuerzos se
concentren en intentar controlar la pandemia, pero el pobre debate sobre el día
después revela una falta de ideas y de perspectivas. ¿Cómo es posible que ni
siquiera el gobierno español, teóricamente el más a la izquierda de Europa, se
haya planteado el asalto a los beneficios privados ni la integración de los
sistemas sanitarios bajo el mando público y sin compensación? Desde un punto de
vista histórico, esta ceguera resulta casi increíble: el gran triunfo
ordoliberal de 2008 fue la imposición hegemónica de la austeridad. Se habla de
aumentar temporalmente el techo de gasto y las prestaciones sociales, pero
nadie habla de tocar los beneficios de las grandes corporaciones y redistribuir
la riqueza generada socialmente. Puede parecer muy elemental lo que estamos
planteando, pero indica de forma clara el desplazamiento del debate: si el fin
del capitalismo parece inimaginable, también lo parece su domesticación.
La
urgencia social no debería cerrar en falso el debate del día después. Pelear
por cada mejora cotidiana es casi una exigencia para evitar el envilecimiento y
la pulverización de amplios sectores sociales, pero la economía política tiene
sus lógicas implacables. Marx, en el Manifiesto Comunista, decía
que el capital “se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias
infernales que ha desencadenado con sus conjuros”. En la nueva situación las
fuerzas del mal pueden aprovechar para imponer sus opciones ultraliberales,
autoritarias y ecofascistas. Estemos alerta. Durante los próximos años, nos
jugamos no solo el futuro de la izquierda –que es quizás lo menos importante–
si no el de nuestras sociedades.
El
mercado y el capital nos trajeron al borde del abismo, atrevámonos a tomar las
palas para enterrarlo. Necesitamos empresas públicas y sociales en los sectores
estratégicos de la economía, comenzando por la banca, la energía y las
industrias farmacéutica y biosanitaria, y un tejido productivo y reproductivo
ambientalmente sostenible, de cercanía, y que posibilite la autosuficiencia de
las comunidades y la cooperación internacional sin la rémora de la deuda. Solo
así podremos hacer frente a los retos del siglo XXI: el cambio climático y la
desigualdad social.
Ello
pone sobre la mesa la cuestión de la planificación democrática jamás
experimentada, entre otras cosas, para afrontar una reconstrucción económica
justa y feminista, en países que, el día después del confinamiento, se
encontrarán con millones de personas desempleadas. Sabemos que en última
instancia, la única solución es el surgimiento de algún tipo de (eco)
socialismo democrático; podríamos ir empezando por colocar en el centro de la
propuesta postcrisis el reparto de los trabajos, la socialización de los
beneficios privados y la garantía de renta y vivienda para todo el mundo.
El
revolucionario Víctor Serge advirtió de que las medianoches de la historia se
caracterizan por una gran parálisis social. Por ello, a corto plazo (y para
preparar el futuro) la mejor propuesta es asóciense, no sean espectadores
pasivos, tomen el presente y su futuro en sus manos. Dónde sea y con quién sea,
pero respondan al ciclo objetivo del capitalismo con un rabioso subjetivismo
que nos permita enfrentar con alguna posibilidad la medianoche de nuestro
siglo.
7/04/2020
Manuel
Garí y Brais Fernández forman parte del Consejo Asesor de Viento Sur
No hay comentarios:
Publicar un comentario