LUCHAR Y ORGANIZAR ES LA
TAREA DEL PRESENTE
Marxismo sin guiones es un enjundioso estudio de Manuel Muñoz Navarrete que no deja
hueso sano a los doctrinarios de todas las latitudes.
A las
nuestras, criaturas
perfectas del capitalismo, los verdaderos defensores, los auténticos paladines,
los abanderados de la defensa de la ortodoxia
marxista-leninista-maoista-mariateguista, ¿les quedará lengua para mascullar el
odio visceral que destila su mediocridad de hombres incompletos? Ahora queremos
ver si estos gallos cantan en corral ajeno.
Pero,
veamos que opina la piñata favorita de «Los
Cruzados del Anti Revisionismo»:
«El
debate “actual” está anclado en el pasado, y no se da en otras realidades. Y el
problema, en todo caso, no es el m-l, tema ya resuelto pues ¿acaso JCM se opuso a Lenin?, y
¿habrá ahora algún marxista que se oponga a Lenin, o que lo ignore, o que lo
refute? Si se sigue con los guiones, ¿termina en m-l o habrá
que agregarle m-l-m, y más ismos según pase el tiempo? El
debate actual debería ser, en todo caso, acerca de la
propia teoría del proletariado y su denominación, tema que requiere
urgente replanteamiento y dilucidación, a nivel nacional y a nivel
internacional. Y la clave es ¿seguirá la teoría del proletariado con nombre
personal, como las religiones? Y es que hay ismos personales (religiosos, p.e,)
y hay ismos conceptuales (materialismo, idealismo, p.e.). Marx y Engels
definieron el comunismo como movimiento, pero en sus inicios, en 1847. Y con el
aporte de Marx a la teoría, Engels tiempo después señaló que “desde que el
socialismo se hizo ciencia, exige que se le trate como tal, es decir, que se le
estudie”. Entonces, el comunismo (socialismo) ¿se quedó en movimiento o se
elevó a CIENCIA? Y como ciencia, ¿qué nombre requiere?»
Y
que nos dice Manuel Muñoz Navarrete, en su Marxismo
sin guiones:
“…añadir nuevos
guiones no soluciona nada,
y además supone una
radical incomprensión de lo que es la dialéctica. Lenin y Mao no
rechazaron (ni aceptaron) las aportaciones
teóricas previas en
bloque (ni tampoco Marx,
cuya teoría laboral
del valor se
basaba en autores como Adam Smith). Lo que hicieron fue, como
diría Hegel, «superar
conservando» (aufhebung). Pero
superar al fin
y al cabo (y
también desechar). Lo
que hicieron con el
marxismo anterior no
fue matarlo, sino,
como diría Carlo Frabetti, tragárselo vivo. El marxismo se va
enriqueciendo y puliendo progresivamente, pues no realiza meras «adaptaciones»
a diferentes circunstancias, sino
auténticos desarrollos nuevos en
función de la cambiante realidad de un mundo «ancho y ajeno».”
Pero, los doctores del
presente pluscuamperfecto creen (en verdad, ¡alucinan!) construir
partido con BABAS y PAPEL. Estos intelectuales de cafetín, piensan un mundo en base a
conceptos abstractos y no en base a realidades. Si la naturaleza no fue prodiga
con ellos que culpa tenemos nosotros. Sólo cerebros obtusos, enfermos de
resentimiento, son incapaces de entender que sólo un desquiciado o despistado
podría pensar que JCM se opuso a Lenin. Después de la
primera experiencia socialista es imposible ignorar la obra ciclópea de Vladimir
Ilich Lenin. La concepción individualista pone el acento en el sujeto en la
historia. Para las “lumbreras” de esa corriente del pensamiento, la teoría de
la clase obrera es producto del ingenio de los dirigentes. Olvidan éstos que somos
criaturas de nuestro tiempo. Olvidan éstos que la partícula aislada es
insignificante y que sólo toma sentido cuando se une a sus iguales. Olvidan
éstos que la teoría es un producto histórico – social; es decir, producto de la
acción de miles de hombres y mujeres. El
rasero individualista de los “doctores del marxismo” se revela con nitidez en
el tema de los ismos, la denominación y la teoría del proletariado.
Actualmente, hay demasiados bienes
persiguiendo pocos compradores; demasiado dinero a la busca de pocas
inversiones lucrativas; demasiados obreros tras la búsqueda de pocos puestos de
trabajo; demasiados bancos persiguiendo a los pocos ahorristas y depositantes
empobrecidos; demasiados famélicos en busca de un nicho que les permita
sobrevivir; en fin, demasiadas mercancías para millones de potenciales compradores.
Un nuevo negocio aparece y al toque se multiplican los replicadores. Sobran los
repetidores. Abundan los copistas. Fusilar es un oficio sencillo; pero, daña en
su abundancia. En política no es distinto, abundan los plagiarios, los discos
rayados, los “originales” ciento por ciento, esto es, más falsos que políticos
besuqueando niños. Fácil es hacer política discutiendo el
pasado porque no nos compromete en la lucha de intereses y los riesgos del
presente. Fácil es hacer política, engordando y embotándose en la comodidad de
su casa. Los hombres completos se hacen en la práctica, en la lucha de clases:
organizando la resistencia al capitalismo. No en la esterilidad de
interminables debates por un guión o una coma. En el mundo sobran Sanchos cuando se necesita Quijotes.
Hacen falta más molinos de viento. Hace falta imaginación mucha imaginación,
para salir de la ciénaga del capitalismo. Todavía estamos descubriendo las
genialidades del autor de los 7 Ensayos. Al Perú actual le hacen falta hombres PRÁCTICOS
como Mariátegui, Caro Ríos, le hacen falta muchos Quijotes armados del método
marxista.
Entonces,
¡Buen provecho, tristes obispos bolcheviques! ¡Buen provecho doctrinarios, buen
provecho sectarios, buen provecho fanáticos de la línea única, buen provecho
fervorosos hinchas, buen provecho depositarios del monopolio de la ciencia
social! ¡Buen provecho pedantes profesores tudescos del marxismo!
Tacna,
21 de Octubre 2012
Edgar
Bolaños Marín
***************************************************************
MARXISMO SIN
GUIONES
Manuel
Muñoz Navarrete
No perdamos el
tiempo en estériles letanías o en mimetismos nauseabundos. Dejemos a esa Europa
que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo
asesina dondequiera que lo encuentra,
en todas las
esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del
mundo.
Los condenados de
la tierra
I.
Introducción
El movimiento
comunista está en
crisis. Decir esto no
es decir nada
nuevo. Pero el aspecto teórico de esta crisis reviste sus
propias características. En determinados
círculos, el marxismo como
campo teórico se
ve reducido a una
repetición necia de
tópicos mal asimilados
y peor expuestos.
Jóvenes voluntariosos (y, a
juzgar por las
fotos, bastante folklóricos) se han reunido en la I Escuela
Unitaria Juvenil Comunista. Al parecer, hay entre ellos quien se cree
inmunizado contra la inoperancia política por el mero hecho de incrementar
el número de hoces
y martillos bordados
en sus puristas banderas.
Mientras tanto,
el movimiento real
de los explotados y víctimas de
la crisis capitalista se articula y se
desarrolla en las calles, con escasa influencia del marxismo como movimiento
organizado. Tras el
15M, un nuevo
contexto político, tal vez
complejo pero que
ofrece sin duda mayores espacios
para la intervención política anticapitalista, se abre frente a estos librescos
y endogámicos jóvenes, sin despertar entre ellos el menor interés. ¿Tal vez
esperaban que el estallido social se
articulara de manera directa en soviets y las masas se convirtieran automáticamente al marxismo-leninismo? Lo que está claro es que, mientras el mundo
gira, nosotros seguimos parados. Movámonos.
Esa etiqueta,
la del marxismo-leninismo, es
aquella bajo la que he desarrollado hasta ahora mi actividad política y,
probablemente, es también aquella con la que encuentro una mayor
convergencia. ¿Por qué?
No se trata
de una cuestión identitaria.
Simplemente, mi ideario y mi manera de entender los procesos históricos y las
luchas de clases me convierten en marxista y en leninista.
Sin embargo,
una serie de
reflexiones me surgen al leer
el libro Tesis sobre la crisis
del comunismo, del
preso político del Estado español Manuel
Pérez Martínez «Arenas». Este libro forma parte de una serie de debates (es
destacable el referido a la cuestión de «lo universal y lo
particular») en los que se han
producido aportaciones teóricas que pueden suscitar reflexiones de gran
importancia. Algunos de los participantes negaron terminantemente que puedan
existir varios desarrollos marxistas diferentes y aplicables a las distintas
épocas o nacionalidades. La influencia
de esta postura «universalista» tiene,
en realidad, un alcance más
hondo y menos anecdótico de lo
que se piensa.
Trataré
de exponer por qué, a mi entender, existe
un problema en el guión
intermedio de la fórmula «marxismo-leninismo» y en sus
implicaciones teóricas (al menos tal y como es concebido por los
autodenominados representantes políticos
de esta doctrina ideológica, en particular la
Conferencia Internacional de Partidos
y Organizaciones
Marxistas-Leninistas). Desde un punto de vista teórico, y teniendo en
cuenta dicha traducción política por parte de los m-l, una fracción importante
de los marxistas y leninistas han decidido que no pueden hacer otra cosa sino
combatir eso que han optado por denominar «guionismo».
A ellos
me sumo. Porque
el guionismo, en su
primera fase, conlleva
una rusificación del marxismo, al presentar la fórmula
«marxismo-leninismo» como una unidad orgánica en la cual ninguno de los dos
términos puede comprenderse sin el otro,
elevando uno de los desarrollos «laterales» del marxismo (el leninismo) a
centro, a canon; y,
en su segunda
fase
(«marxismo-leninismo-maoísmo»),
supone una chinización del marxismo
análoga; pero, tanto
en un caso como en el otro (por no hablar de otros
–ismos agregados posteriormente), dificulta la introducción de desarrollos más
realistas en pos de un culto a «lo universal» que no atiende al despliegue que
de lo particular se da frente a nuestros ojos.
Trataremos
de argumentar todo esto.
II.
Guionismo como
cierre epistemológico
Desde un
punto de vista
provocador, un compañero de
luchas enunció la tesis con las siguientes palabras: «Soy marxista y soy
leninista, pero no soy marxista-leninista». Incluso podría matizarse así: «soy
marxista; por ello, leninista; y más leninista aún por no caer en el m-l».
Ya hemos
adelantado la idea
de que el marxismo-leninismo, tal
y como es
traducido políticamente por la mayoría de sus partidarios, no es más que
un dogma cerrado,
fosilizado y sin la menor
posibilidad de avance. Esto se debe a
que el guión intermedio es empleado como un elemento subordinante o
actualizador cuya función es cerrar epistemológicamente la teoría a fin de
preservar su «pureza». Naturalmente, el problema no es el guión como elemento
formal en sí mismo.
No es una
cuestión nominalista, sino
teórica e interpretativa.
Hemos
adelantado que la teoría m-l se niega a admitir nuevos desarrollos teóricos; a
lo sumo, se presta a ser simplemente
«aplicada» a las distintas
realidades (que en realidad
son una sola: la de la época del
imperialismo). Pero esa «pureza», esa cerrazón hermética, tan alabada por
ciertos m-l, es en realidad la perfecta garantía de su inoperancia política y de
su incomprensión de
la dialéctica. El propio marxismo
(el mismo Lenin lo admite) es un híbrido
impuro de diversas fuentes,
como la filosofía
alemana, el socialismo francés
y la economía
política inglesa.
Dadas la
riqueza cultural y la diversidad socioeconómica del
mundo, para que
la teoría marxista sirva
a los objetivos
revolucionarios es estrictamente necesario que permanezca «abierta», que
articule desarrollos creativos y que no
se limite a reproducir «nuevas
aplicaciones» de lo mismo. Ya lo dijo Machado: «caminante, no hay
camino, se hace camino al andar». El marxismo ha de estar abierto por el sencillo
motivo de que la historia también está abierta, es contingente, no cuenta con ningún
tranquilizador final escrito en
ningún libro revelado y, en
consecuencia, tampoco constituye ninguna sucesión de etapas preconcebidas y
obligatorias.
Esto lo comprendió el
propio Marx mucho mejor que sus continuadores. En
contraste con la rígida sucesión teleológica de modos de producción con
la que nos han deleitado tantos «marxistas» (al feudalismo sigue
necesariamente el capitalismo,
y a este el socialismo),
en el Prefacio a la segunda edición rusa del Manifiesto Comunista leemos:
En Rusia, al lado
del florecimiento febril del fraude capitalista y de la propiedad territorial
burguesa en vías de formación, más de la mitad de la tierra es posesión comunal
de los campesinos. Cabe, entonces, la pregunta: ¿podría la comunidad rural
rusa —forma por
cierto ya muy desnaturalizada de
la primitiva propiedad común de la tierra— pasar directamente a la forma
superior de la propiedad colectiva, a la forma
comunista, o, por
el contrario, deberá pasar primero por el mismo proceso de
disolución que constituye el desarrollo histórico de Occidente? La única
respuesta que se puede dar hoy a esta cuestión es la siguiente: si la
revolución rusa da la señal para una revolución proletaria en Occidente, de
modo que ambas se completen, la
actual propiedad común
de la tierra en
Rusia podrá servir
de punto de partida para el desarrollo comunista.
III. La
reconciliación entre Trotsky y Stalin
En su
artículo «Bolchevismo y estalinismo», Trotsky decía que «para
nuestra época, el bolchevismo es la única forma del marxismo». Stalin, por su parte, aseveraba en los Fundamentos
del leninismo que
«el marxismo-leninismo es el
marxismo de la época del imperialismo y de la revolución proletaria».
Así,
los dos enemigos se reconciliaban en este aspecto, al convertir el modelo
bolchevique en un esquema táctico y organizativo de aplicación universal válido
para la época del imperialismo, así,
vista en su
globalidad. Tanto Stalin
como Trotsky subestimaban la
amplitud (espacial y temporal) de eso que llamaban «época del
imperialismo», así como
(lo hemos adelantado) la diversidad de las estructuras, niveles
de desarrollo socioeconómico y
pautas culturales existentes en
el mundo. La teoría del desarrollo desigual y combinado o la táctica
«diferenciada» para los países subdesarrollados por parte de la Komintern no
modifican demasiado esta rigidez operativa, como veremos más adelante.
Por
otro lado, sus epígonos (mejor dicho: los epígonos de sus figuras idealizadas
que jamás existieron) no
hacen más que
copiar acríticamente el modelo bolchevique, generando importantes
deformaciones. En La izquierda en
el umbral del
siglo XXI, Marta Harnecker
enumera algunas de ellas: vanguardismo, verticalismo, copia de modelo foráneos,
teoricismo, subjetivismo, concepción de la revolución como mero asalto al
poder, insuficiente valoración de la democracia, percepción de los movimientos
sociales como meras correas de transmisión, desconocimiento del factor
étnico-cultural…
Ahora bien,
detectar estos problemas
es fácil: lo difícil
será determinar si
efectivamente contamos con
una solución teórico-práctica para los mismos.
IV. Lo universal y
lo particular
Che
Guevara trató de demostrar en el Congo y
Bolivia que las
«condiciones de excepción» que hicieron
posible la revolución
cubana no tenían tanto de excepcionales.
Tal vez se equivocara, pero una cosa está clara: cada coyuntura requiere su
propia táctica, ya que el imperialismo no ha generado una realidad tan
homogénea a nivel internacional como pensaba el marxismo soviético, o como
auguraban ya los propios Marx y Engels, quienes, en el Manifiesto Comunista,
analizaban cómo el
capitalismo y el
carácter mercantil de la
producción estaban corroyendo,
aceleradamente pensaban ellos,
las formas de vida tradicionales
de las diferentes naciones.
Todas
las condiciones son, pues, condiciones de excepción. En su
discurso Sobre diez grandes
relaciones (1956), Mao
declarará que «Nuestra
teoría es la integración
de la verdad
universal del
marxismo-leninismo con la
práctica concreta de la
revolución china». ¿Era eso cierto? ¿En qué sentido? ¿En
el sentido táctico
u organizativo? ¿Y la
revolución cubana? ¿También
esa revolución se basó en el
leninismo? ¿En qué fase? ¿Era acaso el Movimiento 26 de Julio una estructura similar
a la del partido leninista expuesta en el Qué
hacer?
Realmente,
hace falta una importante dosis de fe
ciega para pensar eso. Tanto en sus tácticas como en su sujeto, así como en
otros decisivos aspectos del proceso, la revolución rusa es muy diferente de
las revoluciones china y cubana. En realidad,
no podía ser
de otro modo:
como analiza Mao, lo
particular está ligado
a lo universal; pero
lo particular no
es un mero resumen o reflejo de lo universal; y
menos aún en la conciencia subjetiva de los hombres, pues, como bien
sabía Marx, hasta
el más esforzado intento de
visión general tiene
sus límites históricos.
V. Lenin dentro de
sus límites
Lenin
comprendió bastante mejor que muchos «marxistas-leninistas» o trotskistas la necesidad
de un tratamiento
específico de lo particular,
aun sin olvidar
su relación con lo universal.
Así, en los
documentos del III
Congreso de la Internacional Comunista (1921), Lenin declara que
no puede haber una
forma de organización inmutable y absolutamente
conveniente para todos los partidos
comunistas. (…) Las particularidades
históricas de cada país determinan, a su vez, formas especiales de
organización para los diferentes partidos» (Tesis
sobre la estructura, los
métodos y la
acción de los partidos comunistas).
Esto
contrasta dramáticamente con la obcecación de gran parte de los actuales
trotskistas y m-l por reproducir, sin mayores consideraciones, unas estructuras
organizativas calcadas del modelo
bolchevique. Con todo,
aunque gran parte de la obra de
Lenin fuera perecedera, no estamos
negando el carácter
universal e imperecedero
de otra importante
fracción de los estudios
teóricos del autor. La aportación de Lenin al conocimiento
y estudio del imperialismo (o del
Estado) es sencillamente
imprescindible; su audacia
política (precisamente audaz por enfrentarse a sus problemas, y no a
«la vida de los otros»), impresionante; pero de ahí a que Lenin pudiera
ser futurólogo hay un trecho; y de ahí a pensar que, aun conociendo el
futuro, habría podido idear fórmulas
válidas para cualquier contexto de un mundo tan complejo como este, otro.
Recurramos a
Gramsci, quien, en Notas sobre la política y el Estado moderno,
afirmará:
El concepto de
hegemonía es aquel donde se anudan
las exigencias de
carácter nacional y se
comprende por qué
determinadas tendencias no hablan
de dicho concepto o apenas lo rozan. Una clase de carácter internacional, en la
medida en que guía a capas sociales estrictamente nacionales
(intelectuales) y, con
frecuencia, más que
nacionales, particularistas
y municipalistas (los
campesinos), debe en cierto
sentido «nacionalizarse». (…)
Que los conceptos no-nacionales
(es decir, no referibles a ningún
país en particular) son erróneos, se
demuestra reduciéndolos al
absurdo. Ellos condujeron a la
pasividad y a la inercia en dos fases
muy diferentes: 1)
en la primera
fase, ninguno creía que
debiera comenzar, o sea,
consideraba que comenzando
se habría encontrado aislado; y en la espera de que
todos se moviesen en conjunto, nadie lo hacía ni organizaba el movimiento; 2)
la segunda fase es quizás peor, ya que se espera una forma de «napoleonismo»
anacrónico y antinatural (puesto que no todas las fases históricas se repiten
en la misma forma).
Las debilidades teóricas
de esta forma moderna del
viejo mecanicismo están enmascaradas por la teoría general de la
revolución permanente que no es más que una previsión genérica presentada como
dogma y que se destruye a sí misma al no manifestarse en los hechos.
VI. El
guionismo como falsa solución
Así pues,
el maoísmo, el
castrismo, el guevarismo o el mariateguismo son distintos
desarrollos del marxismo acaecidos en la época del imperialismo, y son tan
fértiles como el propio leninismo
(véanse si no experiencias como
las revoluciones china, cubana, vietnamita o nicaragüense). Ahora bien,
¿son desarrollos legítimos? Teniendo en cuenta (y no debería ser necesario
aclararlo) que, desde una perspectiva emancipadora, no existe
mayor criterio de legitimidad que el de la fertilidad revolucionaria,
indudablemente sí.
Ahora
bien, ¿debemos añadir para cada coyuntura un nuevo guión
(marxista-leninista-maoísta; o
marxista-leninista-mariateguista- guevarista,
etc.)? ¿O tal
vez debamos suprimir el estrato ‘leninista’ para hablar directamente
de marxismo-maoísmo, marxismo-guevarismo, etc.?
No veo la
necesidad de ninguna
de las dos cosas, como no sea para añadir nuevas etiquetas divisoras del
movimiento comunista. Este
movimiento siempre contará
con fracciones o
tendencias internas, pero,
frente a una lógica que busca definiciones cada vez
más herméticas e identitarias
(y casi siempre
a causa de visiones
demasiado sesgadas de
polémicas que ni siquiera incumben al siglo XXI, sino con suerte al
XX), muchos partimos
una lanza en pos de que volvamos a llamarnos,
sencillamente, comunistas. No se trata de hacer tábula rasa o evitar la autocrítica: al contrario. Sencillamente,
podemos (es más: debemos) basarnos a la vez en Guevara y Mao, y también en
Lenin, Ho Chi Minh y otros
revolucionarios que emplearon las más diversas tácticas para lo
que realmente importa: vencer, hacer la revolución y alcanzar el socialismo
en diferentes países.
Eso (¿qué si no?) es ser comunistas.
El leninismo
no es más
que un desarrollo del marxismo
de acuerdo a
las condiciones de la Rusia de los años previos y posteriores
a 1917, de igual modo que el maoísmo lo es a las condiciones de la China de los
años previos y posteriores a 1949. No ha de existir una única vía al
socialismo, sino que puede haber multitud de vías nacionales.
VII. Las vías
nacionales al socialismo
Así,
en sus brillantes Cuadernos de la cárcel, escritos desde
las mazmorras de
Mussolini, Gramsci escribió:
Está por
ver si la
famosa teoría de
Trotsky sobre el carácter
permanente del movimiento no es el reflejo político de las
condiciones económicas, culturales y sociales generales en un país en el que
las estructuras de la vida nacional son embrionarias y laxas, e incapaces de
convertirse en «trincheras» o «fortalezas». En este caso se puede decir que
Trotsky, aparentemente «occidental», fue de hecho un cosmopolita –esto es,
superficialmente occidental o europeo.
Lenin, por su parte,
fue profundamente nacional
y profundamente europeo. Me parece que Lenin comprendió que era
necesario un cambio de la guerra de maniobra, aplicada victoriosamente en
Oriente en 1917, a la guerra de posición, que era la única forma posible en
Occidente donde, como observó Krasnov,
los ejércitos podían acumular rápidamente cantidades
infinitas de municiones, y donde
las estructuras sociales eran todavía capaces por sí
mismas de transformarse
en fortificaciones con
armamento pesado. (...) La tarea fundamental era nacional; es decir,
exigía un reconocimiento del terreno y la identificación de los elementos de
trinchera y fortaleza representados por los elementos de la sociedad civil,
etc. En Oriente, el Estado lo era todo, la sociedad civil era primitiva y
gelatinosa; en Occidente existía una relación apropiada entre Estado y sociedad
civil, y cuando el Estado temblaba, la robusta estructura de la sociedad civil
se manifestaba en el acto. El Estado sólo era una trinchera avanzada, tras de
la cual había un poderoso sistema de fortalezas y casamatas; más o menos
numerosas de un Estado al otro, no hace falta decirlo –pero precisamente esto
exigía un reconocimiento exacto de cada país individual.
Así
pues, para Gramsci el verdadero internacionalismo no sería la simplificadora imposición de una sola táctica y un solo
modelo organizativo únicos e independientes de las circunstancias concretas. Durante
el proceso revolucionario chino, por ejemplo, la forma
en que han de relacionarse las clases en los países atrasados y semi-coloniales
es una cuestión que tiene menos de universal de
lo que pensaban
la Internacional Comunista por un lado, y Trotsky por el otro
(ya que, aunque pensaran exactamente lo contrario, ambos coincidían en defender
la existencia de una única táctica posible
o adecuada para
todas aquellas naciones que se encontraran en tal
situación).
Mariátegui,
en cambio, no tratará de imponer al resto del planeta su interpretación sobre
la realidad peruana e indo-americana. En «Punto de vista antiimperialista» (1929), escribirá:
La
colaboración con la burguesía, y aun con muchos elementos feudales, en la lucha
anti-imperialista china se explica por razones de raza, de civilización
nacional que entre nosotros no existen. El chino noble o burgués se siente entrañablemente
chino. Al desprecio del blanco por
su cultura estratificada y
decrépita, corresponde con el desprecio
y el orgullo de su tradición milenaria. El anti-imperialismo en la China puede,
por tanto, descansar en el sentimiento y en el factor nacionalista. En
Indo-América las circunstancias no son las mismas. La aristocracia y la
burguesía criollas no se
sienten solidarizadas con el pueblo por el lazo de una historia y de una
cultura comunes. En el Perú, el aristócrata y el burgués blancos desprecian lo
popular, lo nacional. Se sienten, ante todo,
blancos. El pequeño
burgués mestizo imita este ejemplo.
VIII. La
determinación del sujeto revolucionario
La determinación
del sujeto revolucionario (que a su vez condiciona
sensiblemente la intervención política) es otro claro ejemplo de todo esto. Mao
escribe en «Sobre la nueva democracia»
(1939):
cualquier escolar
sabe que el 80 por ciento de la población de China es campesina. Por eso, el
problema campesino es el problema básico de la revolución china, y la fuerza de
los campesinos constituye la fuerza principal de ésta.
Más
tarde, además, en «La situación actual y
nuestras tareas» (1947) describirá su táctica revolucionaria en los
siguientes términos:
tomar primero
las ciudades pequeñas
y medianas y las vastas zonas rurales, y luego las grandes ciudades.
Esta alegría
creadora resultaba desconcertante para
el marxismo anterior,
mucho más anquilosado, que
consideraba al proletariado industrial como
el único sujeto revolucionario
posible y despreciaba al campesinado en su globalidad. Trotsky, en el Congreso
de Londres de 1907, declaró que
sería indigno de un
marxista pensar que el partido de los campesinos es capaz de ponerse a la
cabeza de la revolución.
añadiendo
que
es la ciudad la que
posee la hegemonía en la sociedad moderna, y sólo la ciudad es capaz de desempeñar
un papel importante. (El partido del
proletariado y los partidos burgueses en la revolución)
En
La revolución permanente (1930),
Trotsky universalizaría su vulgata haciéndola extensible a cualquier nación del
mundo:
[la experiencia
histórica] «ha demostrado, y en
condiciones que excluyen
toda torcida interpretación, que, por grande que sea el papel
revolucionario de los
campesinos, el campesinado no puede ser nunca autónomo ni,
con mayor motivo, dirigente. El campesino sigue al obrero o al burgués.
Naturalmente, tan
extravagante tesis no puede
ser defendida por
nadie mínimamente serio en la
actualidad, pues «la experiencia histórica»
ha demostrado (y «en
condiciones que excluyen toda torcida interpretación») que Trotsky se equivocaba. Por suerte, el
marxismo posterior superó estas
limitaciones. Che Guevara, siempre
partidario de «los guajiros» contra «el llano», escribirá
acerca de «el ejemplo que nuestra revolución ha significado para la América
Latina y las enseñanzas que implican
haber destruido todas
las teorías de salón», añadiendo, muy en la línea de Mao,
que una de esas
enseñanzas que debían
extraerse del proceso cubano era «que hay que hacer revoluciones agrarias,
luchar en los
campos, en las montañas y de aquí
llevar la revolución a las ciudades» («Proyecciones
sociales del ejército rebelde», 1959). En otro texto
del mismo año, («¿Qué es
un guerrillero?»), el
Che escribirá literalmente: «el
guerrillero es, fundamentalmente y
antes que nada,
un revolucionario agrario».
Más allá
de las valoraciones
del Che, la historia misma del siglo XX ha dejado
meridianamente clara una idea: que el sujeto revolucionario está
constituido, sencillamente, por
los explotados en sus
múltiples formas (incluidos los campesinos pobres). ¿Habrá que
recordarle a alguien cuál es el significado de que en nuestro símbolo la
hoz aparezca junto
al martillo? La revolución
rusa fue comandada
por obreros industriales, en alianza
con el campesinado pobre. La
revolución cubana (o
la china, o la
vietnamita, o la nicaragüense), por el campesinado guerrillero,
en alianza con
los trabajadores de las ciudades.
Una revolución actual en el Estado
español podría ser encabezada
por una alianza de los
trabajadores del llamado «sector terciario», los obreros industriales y los
parados, por ejemplo (algo
que, al parecer,
no produciría sino
espanto al «monoazulismo
vulgaris»). Es decir, por la clase asalariada capitalista (que,
recordemos, puede producir objetos o servicios) realmente existente en el
Estado español actual, por los proletarios,
por los que,
al no poseer medios
de producción, sólo
pueden vender su fuerza de trabajo (y, en demasiadas
ocasiones, ni eso consiguen).
Pese a
ello, una parte
sustancial del pensamiento
comunista se niega
a subsanar este problema de un modo constructivo. Más
bien se limita a generar
una nueva escolástica.
Si, por ejemplo, el
marxismo tradicional subestimaba el rol del campesinado en
determinadas formaciones sociales, esto
se subsanaba creando
la teoría del marxismo-leninismo-maoísmo.
Como algunos
de los participantes
en el debate sobre
«lo universal y
lo particular» señalaron, a cada
nueva etapa, nuevo problema teórico o nuevo conjunto de problemas teóricos se
añade, guión mediante, una nueva etiqueta a la fórmula (o se funda una nueva
«Internacional», en el
caso del trotskismo)
y el problema se considera
solucionado. Sin embargo,
la teoría marxista, al
no constituir un
listado de consignas, sino
un método o
programa de estudio, lleva
implícitos sus propios
desarrollos sin necesidad de añadir subordinaciones o «pensamientos
principales». El conocimiento es infinito,
no sólo porque
sea acumulativo, sino porque su objeto de estudio (la realidad
física y social) es infinito y cambiante.
Si al
enfrentarme a mi
proceso particular, argumentó
un camarada, niego
los principios desarrollados
históricamente (dejando de aprender
de ellos y
sustituyéndolos por otros), puedo
cometer revisionismo; pero
si ante un problema
nuevo que todavía
no se conoce demasiado (o
cuyo conocimiento es
general e impreciso) no me
esfuerzo por extraer enseñanzas nuevas, tengo el riesgo de incurrir en el más
burdo y paralizador dogmatismo, y entonces el pensamiento marxista se estanca y
no sirve para absolutamente nada.
IX. Aufhebung: la
clave del marxismo hereje
Por supuesto,
el marxismo vulgar
se olvida de algo:
Lenin fue un
hereje de Marx,
y Mao un hereje de Lenin. Es más:
si pudieron ser revolucionarios fue precisamente
porque fueron herejes. Pero,
en realidad, sólo
fueron herejes en un sentido
superficial o sintomático, ya que, en un sentido profundo o analítico, no se
trata tanto de que Lenin fuera «hereje» de Marx como de que lo comprendió mejor
que nadie. Mao fue también un gran «comprendedor» de Marx. En sentido estricto,
con lo que Lenin fue hereje es con las interpretaciones limitadas y reformistas
de Marx y del marxismo divulgadas en su época (véanse por ejemplo a Plejanov o
Kautsky).
Sin embargo,
añadir nuevos guiones
no soluciona nada, y
además supone una
radical incomprensión de lo que es la dialéctica. Lenin y Mao no
rechazaron (ni aceptaron) las aportaciones
teóricas previas en
bloque (ni tampoco Marx,
cuya teoría laboral
del valor se
basaba en autores como Adam Smith). Lo que hicieron fue, como
diría Hegel, «superar
conservando» (aufhebung). Pero
superar al fin
y al cabo (y
también desechar). Lo
que hicieron con el
marxismo anterior no
fue matarlo, sino,
como diría Carlo Frabetti, tragárselo vivo. El marxismo se va
enriqueciendo y puliendo progresivamente, pues no realiza meras «adaptaciones»
a diferentes circunstancias, sino
auténticos desarrollos nuevos en
función de la cambiante realidad de un mundo «ancho y ajeno».
En Historia y
conciencia de clase,
Lukács afirmó que «marxismo
ortodoxo no significa reconocimiento acrítico de los
resultados de la investigación marxiana, ni fe en tal o cual tesis, ni
interpretación de una escritura sagrada. En cuestiones de marxismo la ortodoxia
se refiere exclusivamente al método». Imre Lakatos, por su
parte, afirmaba con
toda razón que el
marxismo es un
programa de investigación cuyo núcleo duro es irrefutable
y cuyas teorías laterales (el cinturón
protector) pueden ser alteradas
sin que dicho
núcleo duro se vea
afectado. Tenemos una «verdad universal capitalista», que es la fórmula D-M-D’
(donde D’>D). El capitalista vuelca
una cantidad de
dinero a la esfera mercantil,
valorizándolo y recuperando una cantidad
mayor: el dinero
inicial más la plusvalía.
Los mecanismos de
explotación y extracción de la plusvalía
pueden ser más complejos y diversos que en tiempos de
Marx; en algunos países puede predominar el sector terciario o la explotación
capitalista del campo (muy
distinta, naturalmente, al feudalismo); pero, en toda sociedad
capitalista, la plusvalía sigue apareciendo como ganancia empresarial,
comercial (y bancaria), a interés o como renta del suelo o la tierra.
Lo que
el guionismo ha
hecho es elevar algunos de esos desarrollos teóricos
laterales de los que hablábamos (por ejemplo el leninismo) a nuevo núcleo duro
o centro principal.
X. La
esterilidad del marxismo analógico
Sin
embargo, fuera de ese centro irrefutable que hemos señalado,
el marxismo está
abierto a nuevas aportaciones.
El marxismo vulgar y
dogmático, que funciona simplemente por analogía, no es
funcional a los intereses transformadores,
ya que en
demasiadas ocasiones termina por
llevar a la inoperancia.
No se
analiza debidamente algo
que la lingüística
pragmática actual conoce
a la perfección:
que el contexto
en el cual
se produce un mensaje
forma parte del
mensaje mismo, transmitiendo
tanta información como el propio contenido lingüísticamente codificado.
Ignorando esto, se
razona de la
siguiente manera: aquello mismo
que Lenin hizo,
de ser repetido, ha
de dar idénticos
resultados en cualquier momento
o lugar del
mundo o de la
historia. Dicha asunción vergonzante del «mito del eterno
retorno» tiene más de circularidad metafísica que
de espiral dialéctica;
de pensamiento mágico que de
pensamiento racional; de repetición idealista de los hechos históricos que de
«repetición como farsa».
Desgraciadamente, los errores teóricos tienen sus
consecuencias en el
nivel de la práctica política, y esta analógica y
antimarxista ignorancia del contexto conduce a posiciones sencillamente surrealistas. Véase
por ejemplo la posición
de aquellos «comunistas»
que, por analogía, siguen
obcecados en constituirse
en la excepción dentro
de CC OO,
a pesar de la
innegable constancia de
que dicho «sindicato» sólo sirve a los intereses de la
burguesía y es cada vez más odiado por el conjunto de la clase trabajadora
(obcecación para ellos justificada merced a la burda repetición de una cita
descontextualizada en la que Lenin llamaba a «participar en los sindicatos
reaccionarios»).
Qué decir
del modelo de
partido del Qué hacer
(adaptado a las durísimas condiciones de clandestinidad bajo
la autocracia zarista,
pero repetido en coyunturas muy diferentes, llegando incluso al
ridículo); o de
la boba creencia
de que las opresiones
nacional o de
género no requieren un
tratamiento específico (pues, según cierto cafre economicismo, serán
subsanadas de manera automática por la implementación de una economía de corte
socialista); o del eterno mito que ya hemos comentado según el cual el
campesinado explotado no puede ser revolucionario (refutado
hasta la extenuación por la
«insignificante» realidad histórica
de todo el siglo
XX); o del
burdo productivismo (que ignora
los límites ecológicos
del planeta por el sencillo
motivo de que Marx, que vivió en el siglo XIX, no pudo conocerlos); o del
inmovilismo purista (que
se niega a
participar en los movimientos sociales debido al carácter impuro de los
mismos desde un punto de vista clasista, obviando las drásticas
transformaciones sufridas en la estructura de la clase obrera desde los
tiempos, ya superados, en los que el fordismo dominaba Europa); o del empeño en
seguir empleando jerga teórica incomprensible para las masas (como aquello de
la «dictadura del proletariado», como
si lo que
hubiera que preservar no fuera
dicho concepto político, sino su expresión terminológica, aunque resulte
anacrónica); o incluso del mito mesiánico según el cual el Estado, al ser
definido –en análisis claramente insuficientes– como mero «instrumento clasista», se
«disolverá» progresivamente bajo el
socialismo (mito defendido
por puro nominalismo
o para ser
más coherente con
Lenin que con la
realidad misma, pero
que, en el fondo, nadie se toma demasiado en serio,
dada la obvia necesidad, en sociedades complejas, de leyes y mecanismos
coercitivos que las hagan cumplir).
XI. La fertilidad
del marxismo real
Como fondo
oculto de estas
concepciones «analógicas» encontramos
una aplicación rígida y abusiva
del esquema base/superestructura,
tras la estela
de unos breves
párrafos del célebre Prefacio a la Contribución a la crítica de
la economía política de Marx (1859):
El conjunto
de estas relaciones
de producción forma
la estructura económica
de la sociedad, la
base real sobre
la que se
levanta la superestructura jurídica y política y a la que
corresponden determinadas formas
de conciencia social.
Si
toda superestructura, obra de arte, institución política o ideología no es más
que el reflejo fijo y unívoco de determinadas relaciones de producción o de
propiedad, entonces es lógico que a toda intervención política igual
correspondan resultados iguales y
análogos también. El
determinismo unidireccional, aislante,
que corta artificialmente el
flujo dialéctico y recíproco de influencias entre estas esferas, lleva en no
pocas ocasiones al culto de las estructuras formales en sí mismas.
Así, se
razona de la
siguiente manera: si el
KKE griego ha
sido capaz de
generar el tejido social que ha generado (y, de hecho,
si la propia revolución rusa fue
posible), esto es
debido a la implementación de
una estructura política férreamente leninista.
Pero decir esto
es decir sólo una parte de la
verdad, o, en otras palabras, media mentira. Efectivamente, el KKE ha generado
un gran tejido social. Pero también lo ha
hecho el MLNV
(con una estructura
organizativa completamente diferente).
También lo hizo la
revolución cubana (con
otra estructura diferente,
a su vez,
de las dos
anteriores). Y etcétera.
Si la
implementación de «estructuras
de PC» tuviera efectos tan milagrosos, multitud de hechos históricos
pasarían a ser
imposibles de comprender: véase
el apoyo a Violeta Chamorro por
parte del PC
de Nicaragua, para
expulsar del gobierno a los sandinistas. O la bochornosa actitud de
Mario Monje, fundador y secretario general del PC de Bolivia, frente al foco
guerrillero organizado por
el Che Guevara
en dicho país. ¿No ha sido, de
hecho, el PC chino quien ha reinstaurado el capitalismo en su nación?
Con
todo, por más que un regimiento de tertulianos,
«todólogos» y profesores
universitarios anticomunistas se empeñen en lo contrario, el marxismo
purista y dogmático
no es más que una rama, y además minoritaria,
dentro de la teoría marxista.
Además, puede decirse
que la práctica política
de las organizaciones comunistas
ha ido siempre
muy por delante
de su teoría, y
el comunismo, como movimiento
político, ha sido mucho más antidogmático de lo
que muchos querrían
reconocer. Porque los «marxistas
reales», en su
praxis, han sido capaces
de articular las
tácticas políticas más dispares (y fructíferas) en función de
los diferentes medios a los que se han enfrentado: desde los soviets obreros
rusos, hasta las guerrillas campesinas cubanas, pasando por el Frente Popular
antifascista o el empleo táctico de las instituciones parlamentarias en Chile o
Venezuela, entre otras innumerables eventualidades.
Lo
mismo cabría decir al nivel de la «superestructura»: los artistas marxistas han
comprendido mejor que muchos «teóricos» (o estadistas) que no hay una única
tendencia artística válida o
revolucionaria, cultivando las
más diversas formas estéticas:
desde el realismo socialista de Máximo
Gorki, hasta el
surrealismo vanguardista de
César Vallejo, pasando
por el teatro épico de Bertolt Brecht o Alfonso
Sastre y mil ejemplos más.
XII. Conclusiones
Como
dijo Mariátegui en su «Aniversario y balance» de la revista Amauta
el socialismo,
aunque haya nacido en Europa como el capitalismo, no es tampoco específica ni
particularmente europeo. Es un movimiento mundial […] No queremos, ciertamente,
que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación
heroica. Tenemos que
dar vida, con nuestra propia
realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indo-americano».
Esa
es la cuestión: jamás el calco y la copia dieron los frutos que a muchos m-l
les gustaría. Insistamos en algo:
gracias a la
revolución cubana, que no la hizo un partido sino un movimiento, sabemos
que dar culto a determinadas estructuras
organizativas no deja
de ser puro folklore, pues lo determinante, como
comprendió el citado MLNV, es el grado de inserción y tejido social que
logremos crear. Por lo demás, aunque
nos cojamos de
los brazos en
las manifestaciones como hace el
KKE griego, eso no nos convertirá en
el KKE griego
(pues lo que efectivamente es
referencial para los
revolucionarios de toda
Europa no es
«lo externo», la forma,
sino «lo interno»,
el contenido: por ejemplo,
su línea política
y sindical), de
igual modo que tampoco
el dejarnos barba
y adornarnos con un gorro de
estrella roja incrementará nuestras posibilidades hasta equipararlas a las que
tuvo el M-26.
El
folklore, la lógica identitaria o de ghetto y el culto
a estructuras inadaptadas
son algunas de las
manifestaciones prácticas del
fenómeno teórico guionista. Pero
las estructuras organizativas
no las escogemos
nosotros: las escoge el
enemigo. Y aunque
el enemigo sea la
clase dominante internacional, ésta
tiene siempre expresión a otro
nivel: en un marco de relaciones nacional (a su vez interrelacionado con el
resto de marcos nacionales existentes). Los distintos marcos jurídicos,
políticos o históricos
nacionales imponen muy
diferentes formas de
organización, que, en función de las circunstancias y avatares
de la lucha
de clases, pueden
tener igual contenido o eficacia revolucionaria: desde frentes amplios,
hasta clandestinidad, pasando por partidos, movimientos, organizaciones armadas, sindicatos…
Además, las culturas
de los pueblos oprimidos son mucho más ricas de lo que el culto a la
«forma universal de partido leninista» se presta a aceptar.
También
dijo Machado que «al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de
volver a pisar». Si hay
diferentes formas de
hacer valer los contenidos
revolucionarios, no se
trata de defender uno
u otro modelo,
sino uno y otro
modelo como referentes parciales en la búsqueda de nuestro
propio modelo, de
nuestra propia vía hacia la
emancipación. No en vano, aquello que un chino como Mao, un argentino-cubano
como el Che y un ruso como Lenin compartían y tenían en común no era un corpus
teórico inabarcablemente pormenorizado por
la lógica de los
guiones, ni tampoco
un modelo organizativo
válido para tan
dispares contextos, sino su intransigente deseo de destruir por
la vía revolucionaria y –valga
la redundancia– armada un
sistema imposible de
reformar como es el
capitalismo, edificando sobre
sus cenizas una sociedad socialista (objetivo que los
tres alcanzaron en diversas naciones y de las más diversas maneras). Ese era su
«universal».
El
guionismo es una falsa salida para la crisis del movimiento
comunista, una huida
hacia adelante que, como un bucle, no lleva sino a retroceder; un modelo
de comunismo acomplejado que intenta
huir de sus
defectos añadiendo guiones identitarios
en una sucesión
interminable; pero que, lejos de abrir las posibilidades del marxismo,
efectúa un cierre epistemológico que lo
esteriliza. Superar el
guionismo (no, por supuesto,
el guión como
elemento formal, sino la
lógica guionista que
hemos tratado de rebatir) se nos antoja un requisito
imprescindible para superar la crisis que sufre la producción teórica ligada a
las organizaciones marxistas (y, en consecuencia, la intervención política de
las mismas). Cada vez
son más los
marxistas que comienzan a
comprender esto. Sin
embargo, mientras la historia
sigue pasando por
delante de sus ojos, los guionistas se empeñan en seguir añadiendo
guiones (o, peor aún, tratan de fijar la
historia atrincherándose
frente a cualquier herejía).
Así, nos
encontramos con anécdotas
significativas, como esos
comunistas que, con orgullo, se declaran seguidores del
«marxismo-leninismo-maoísmo-pensamiento Gonzalo-principalmente Gonzalo».
Una cosa está
clara: como sigamos añadiendo guiones, dentro de un siglo necesitaremos
tres folios enteros nada más que para escribir el nombre de la ideología. Pero,
por desgracia, la
narración de nuestros
éxitos revolucionarios
seguirá requiriendo en
cambio bastantes menos líneas.
Fuente:
laberinto nº 36 / 2012 - Rebelión
No hay comentarios:
Publicar un comentario