Traducción: Pedro Perucca
La historia de la Internacional
Comunista suele contarse a partir de las polémicas entre sus dirigentes. Pero
estudiar las biografías de militantes menos conocidos da una idea más real de
la vida interna del movimiento y de cómo era pertenecer a él.
El artículo que sigue es una reseña de Hotel
Lux: An Intimate History of Communism’s Forgotten Radicals, de Maurice J.
Casey (Footnote Press, 2024).
En uno de sus pasajes más citados, Karl Marx escribió que «los
hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo
circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con
que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el
pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una
pesadilla el cerebro de los vivos».
En
su alemán original, Marx dijo en realidad que el pasado pesa «wie
ein alp», como una montaña alpina; una valoración más brutal, pero
menos traducible. Setenta años después de que Marx dijera (o no dijera del
todo) esto, un primer capítulo del Ulises de James Joyce
mostraba un incómodo intercambio entre el señor Deasy, un antisemita director
de escuela británico, y Stephen Dedalus, doble de Joyce, en el curso del cual
Dedalus califica la historia de «pesadilla de la que intento despertar».
Es
más que un tópico señalar que la historia la escriben los vencedores. Para
Marx, sin embargo, las estructuras del capitalismo, heredadas del pasado, nos
constriñen a todos. Los vencedores escriben la historia, pero Marx no cree que
puedan superarla. Para Joyce, por el contrario, la verdadera marca de ser un
ganador es el lujo de ignorar la historia. Somos los demás los que estamos
atrapados en sus pesadillas.
Tanto
Marx como Joyce trataron de escapar de historias específicas; Marx fue el
primer judío no judío. Nieto de un rabino, sus obras estaban plagadas de
asideros antisemitas, como si quisiera distanciarse de ese judaísmo putativo.
Joyce vivió fuera de Irlanda la mayor parte de su vida, no se sentía cómodo con
las reivindicaciones esencialistas del nacionalismo irlandés (y, en cambio, a
través del protagonista de Ulises , Leopold
Bloom, abrazó las identidades abiertas de los judíos de la diáspora) y, sin
embargo, todas sus obras literarias volvían a ese pasado irlandés del que
parecía no poder escapar nunca.
Si
la historia es tan aplastantemente ineludible —tan estructuralmente
determinada, en el vocabulario de Marx—, ¿cuáles son entonces las historias aprovechables,
que podemos utilizar? ¿En qué pasados podemos fijarnos que nos ayuden a
imaginar futuros diferentes? El primer libro del historiador afincado en
Belfast Maurice Casey Hotel Lux: An Intimate History of
Communism’s Forgotten Radicals ofrece una «historia íntima» de
«radicales olvidados» en intersecciones similares de judaísmo, nacionalismo
irlandés y marxismo. Lo que Casey ha hecho aquí es encontrar individuos al
margen del movimiento comunista y rastrear las intimidades de sus vidas
políticas; es una historia de pequeñas figuras históricas y de las decisiones
contingentes que tomaron en medio de acontecimientos mucho mayores sobre los
que tenían poco o ningún control.
La
figura clave del libro es May O’Callaghan, una polímata de origen irlandés cuyo
primer contacto con la política de izquierdas se produjo cuando trabajó como
secretaria de Sylvia Pankhurst, la sufragista pionera y una de las primeras
simpatizantes inglesas de la Revolución Rusa. Aparentemente apolítica antes de
la década de 1910, O’Callaghan siguió los pasos de Pankhurst hacia el comunismo
y, a principios de la década de 1920, utilizó sus impresionantes conocimientos
lingüísticos para trabajar como traductora para la Internacional Comunista
mientras vivía en el Hotel Lux.
El
hotel, un antiguo y lujoso edificio de Moscú requisado por el gobierno
soviético para albergar a huéspedes internacionales, proporciona a Casey tanto
el título como el marco central del libro. La narración que traza se desplaza
en espiral para incluir a un elenco de otros residentes del hotel en la década
de 1920: Nellie y Rose Cohen, dos hijas de inmigrantes judíos recién llegados
al East End de Londres con las que O’Callaghan ya mantenía relaciones íntimas
antes de su traslado a Moscú; Joseph Freeman, también de origen askenazí, que
había llegado a Moscú desde Estados Unidos y que más tarde adquiriría renombre
como hombre de letras comunista; los hermanos Tom y Liam O’Flaherty —el
primero, un líder emergente del Partido Comunista de Estados Unidos y el
segundo un famoso novelista, ambos bebedores empedernidos, casi caricatura de
irlandés—; Emmy Leonhard, una comprometida antifascista alemana y Elise
Saborosky Ewert, una comunista trotamundos conocida por sus camaradas como
«Sabo».
En
las historias que Casey desentierra sobre ellos, queda claro que esta cohorte
de personas estaba profundamente impresionada por el entusiasmo revolucionario
del Moscú de los años veinte. Sin embargo, Casey también narra cómo llevaban
sus vidas habituales —fiestas, clubes de lectura, enredos románticos, viajes de
fin de semana a dachas— en medio de estos acontecimientos
políticos mucho más amplios. Sus vidas eran extrañamente normales y corrientes
en un contexto tan poco normal y ordinario.
Las
biografías de comunistas son abundantes. Solo por nombrar algunas, podríamos
mencionar aquí la trilogía de Isaac Deutscher sobre León Trotsky, los estudios
de Paul Le Blanc sobre Vladimir Lenin, el monumental volumen de Ronald Grigor
Suny sobre la juventud de Iósif Stalin, o la aparente minindustria de
biografías sobre Marx. Sin embargo, al principio de su propia obra, Casey
señala un problema obvio con este tipo de libros: pocos de nosotros —por no
decir casi ninguno— alcanzaremos las alturas de mando de una revolución, un
Estado-nación o un partido político.
Más
que en las historias de los «grandes hombres», existe un pasado de izquierdas
mucho más útil para nosotros en lo que Casey llama «vidas revolucionarias más
ordinarias», más cercanas a las nuestras. Los interlocutores que reúne en el
libro son en su mayoría mujeres, a veces no normativas en su vida sexual, si no
que abrazan plenamente lo que hoy se llamaría una identidad «queer», definidas
tanto por sus fragilidades, fracasos y ansiedades personales como por cualquier
heroicidad política o el ejercicio del poder. Y cuyas vidas reflejan momentos
de alegría y euforia que contradicen las historias de la izquierda global
convencionalmente entendidas en términos de represión estatal o fracaso
político.
Con
cierto aire novelesco en el proceso, Casey relata los aspectos más íntimos de
las vidas, a menudo turbulentas, de sus protagonistas. Al llevar a cabo una
investigación, ya sea sobre personajes famosos o totalmente desconocidos, puede
llegar un momento en el que «de repente, toda una vida perdida se hace realidad
en nuestra imaginación». El riesgo, por supuesto, es que en estos actos de la
imaginación, los historiadores están inventando de hecho una formulación
convenientemente pulcra de la persona que podría no coincidir del todo con el
desorden de los registros históricos. Puede que acabemos inventando
parcialmente recuerdos del pasado al servicio de la política del presente.
Por
el contrario, Casey parece saber cuándo alejarse de ese peligro. El arco
narrativo del libro se interrumpe periódicamente con relatos de las
tribulaciones del propio autor a la hora de identificar y acceder a materiales
de archivo en Irlanda, la costa oeste de Estados Unidos, los archivos estatales
de Moscú y, con menos glamour, varias cajas mohosas encontradas en desvanes y
almacenes de Gran Bretaña y España, donde se descubrieron algunas de sus ideas
más reveladoras.
En
estos pasajes Casey reflexiona sobre los límites de lo que nunca podremos saber
realmente sobre figuras como May O’Callaghan y el hecho ineludible de que gran
parte de lo que dijeron o hicieron se ha perdido. La narración del libro se
define casi tanto por los silencios como por las lagunas; comunistas que
acabaron en bandos opuestos tras la expulsión de León Trotsky y que eludieron
delicadamente entre sí ciertos temas políticos delicados; personas tan marcadas
por sus experiencias que evitaron enfrentarse a recuerdos dolorosos; activistas
que, incluso en aquella época, compartimentaron el auge del estalinismo y las
purgas, «olvidando» lo que estaba ocurriendo incluso mientras sucedía a su
alrededor; un sentido perdido de la esperanza en un futuro socialista más
brillante.
Cómo
y por qué se conserva y se recuerda un elemento es algo marcadamente político.
La policía secreta mantuvo extensos registros tanto de los líderes comunistas
como de las bases comunistas. Los documentos de Joseph Freeman se conservan en
la Institución Hoover de Stanford, producto de un antiguo deseo conservador
estadounidense de producir conocimientos políticamente utilizables sobre la
Unión Soviética. Casi dando vueltas sobre sí mismo, Casey relata viajes de
investigación a Moscú en los que vio conmemoraciones de los muertos en las
Purgas, pequeñas placas blancas arrancadas desde la invasión de Ucrania. La historia
se olvida y luego se recuerda, solo para ser desmembrada de nuevo.
La
memoria y el olvido, así como los intentos de ir más allá de los estrechos
confines de las historias centradas en lo nacional, se han convertido en temas
de moda en los últimos años en Irlanda, y, conscientemente o no, Casey escribe
bajo estas influencias. Sin embargo, su enfoque verdaderamente internacional es
poco habitual en un historiador irlandés.
Las
vidas posteriores de sus personajes pasaron de lo dramático y trágico a lo tranquilamente
apagado. Sabo fue detenida en Brasil a mediados de los años treinta, deportada
«a casa», a la Alemania nazi, y asesinada en el campo de concentración de
Ravensbrück en el verano de 1939. Emmy Leonhard saltó de un país a otro de
Europa, intentando ir un paso por delante de los nazis, antes de llegar a
México a principios de la Segunda Guerra Mundial con sus hijas pequeñas y su
marido enfermo. Rose Cohen fue detenida por el NKVD en agosto de 1937 y
fusilada tres meses después. Su hermana Nellie Cohen dio a luz a una hija,
Joyce, en febrero de 1929; el padre era Liam O’Flaherty. Para entonces,
O’Flaherty ya estaba casado y era ciudadano de un Estado irlandés cruelmente
hostil hacia las madres solteras y sus hijos «ilegítimos».
Joseph
Freeman se distanció del comunismo a finales de la década de 1930, a medida que
los excesos del estalinismo se hacían cada vez más imposibles de negar. Sin
embargo, en sus escritos privados, volvía una y otra vez a aquellos momentos en
el Hotel Lux a mediados de la década de 1920, reviviendo los acontecimientos en
su propia mente, reconociendo que sus experiencias allí habían sido
fundamentales para su propio desarrollo político y literario. May O’Callaghan
intentó en repetidas ocasiones regresar a Moscú, pero los rumores sobre sus
supuestas inclinaciones trotskistas la hicieron inoportuna. Vivió sus últimos
años en un discreto anonimato; ejerció de madre de alquiler para Joyce Cohen y
trabajó detrás del mostrador de una librería londinense.
En
una de las reseñas del libro, Roy Foster —un nombre conocido en el mundo
académico irlandés— señala los «delirios» de esta gente, pero eso es adoptar
una petulancia presentista, asumiendo una claridad en retrospectiva que nunca
fue tan evidente en su momento. El historiador Ciaran Brady ha señalado con
razón que la historiografía irlandesa dominante muestra a menudo ese tipo de
actitud irónica que se desliza fácilmente hacia «un deseo fácil de
escandalizar, divertir o ridiculizar». Y para ser justos, Casey tiene el mérito
de no caer en esa trampa, recordando claramente que en aquella época el
comunismo parecía una propuesta más factible (algo que unos cuantos querrían
olvidar hoy).
En
un momento, hacia el último tercio del libro, en que la narración está a punto
de decaer, y ciertamente hacer malabarismos con las vidas de tantas figuras
diversas no siempre es fácil. El nacimiento de Joyce Cohen reaviva las
historias que se cuentan, y Casey tiene un ojo agudo para los detalles humanos
y para las coincidencias inusuales que unen a todos estos personajes. Los
residentes del Hotel Lux no eran héroes en ningún sentido (May O’Callaghan
tenía una devoción desinteresada por la política revolucionaria, así como, en
muchas de sus cartas privadas, una afición por los comentarios innecesariamente
mordaces incluso sobre amigos íntimos). Pero, precisamente por ello, las
historias que este libro entrelaza se vuelven más contables que las que estamos
acostumbrados a oír
Fuente: https://jacobinlat.com/2024/10/la-historia-de-la-comintern-no-es-solo-la-de-sus-dirigentes/
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