miércoles, 23 de octubre de 2024

LA HISTORIA DE LA COMINTERN NO ES SOLO LA DE SUS DIRIGENTES

 

Aidan Beatty

Traducción: Pedro Perucca

La historia de la Internacional Comunista suele contarse a partir de las polémicas entre sus dirigentes. Pero estudiar las biografías de militantes menos conocidos da una idea más real de la vida interna del movimiento y de cómo era pertenecer a él.

 

El artículo que sigue es una reseña de Hotel Lux: An Intimate History of Communism’s Forgotten Radicals, de Maurice J. Casey (Footnote Press, 2024).

 

En uno de sus pasajes más citados, Karl Marx escribió que «los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos».

En su alemán original, Marx dijo en realidad que el pasado pesa «wie ein alp», como una montaña alpina; una valoración más brutal, pero menos traducible. Setenta años después de que Marx dijera (o no dijera del todo) esto, un primer capítulo del Ulises de James Joyce mostraba un incómodo intercambio entre el señor Deasy, un antisemita director de escuela británico, y Stephen Dedalus, doble de Joyce, en el curso del cual Dedalus califica la historia de «pesadilla de la que intento despertar».

Es más que un tópico señalar que la historia la escriben los vencedores. Para Marx, sin embargo, las estructuras del capitalismo, heredadas del pasado, nos constriñen a todos. Los vencedores escriben la historia, pero Marx no cree que puedan superarla. Para Joyce, por el contrario, la verdadera marca de ser un ganador es el lujo de ignorar la historia. Somos los demás los que estamos atrapados en sus pesadillas.

Tanto Marx como Joyce trataron de escapar de historias específicas; Marx fue el primer judío no judío. Nieto de un rabino, sus obras estaban plagadas de asideros antisemitas, como si quisiera distanciarse de ese judaísmo putativo. Joyce vivió fuera de Irlanda la mayor parte de su vida, no se sentía cómodo con las reivindicaciones esencialistas del nacionalismo irlandés (y, en cambio, a través del protagonista de Ulises , Leopold Bloom, abrazó las identidades abiertas de los judíos de la diáspora) y, sin embargo, todas sus obras literarias volvían a ese pasado irlandés del que parecía no poder escapar nunca.

Si la historia es tan aplastantemente ineludible —tan estructuralmente determinada, en el vocabulario de Marx—, ¿cuáles son entonces las historias aprovechables, que podemos utilizar? ¿En qué pasados podemos fijarnos que nos ayuden a imaginar futuros diferentes? El primer libro del historiador afincado en Belfast Maurice Casey Hotel Lux: An Intimate History of Communism’s Forgotten Radicals ofrece una «historia íntima» de «radicales olvidados» en intersecciones similares de judaísmo, nacionalismo irlandés y marxismo. Lo que Casey ha hecho aquí es encontrar individuos al margen del movimiento comunista y rastrear las intimidades de sus vidas políticas; es una historia de pequeñas figuras históricas y de las decisiones contingentes que tomaron en medio de acontecimientos mucho mayores sobre los que tenían poco o ningún control.

La figura clave del libro es May O’Callaghan, una polímata de origen irlandés cuyo primer contacto con la política de izquierdas se produjo cuando trabajó como secretaria de Sylvia Pankhurst, la sufragista pionera y una de las primeras simpatizantes inglesas de la Revolución Rusa. Aparentemente apolítica antes de la década de 1910, O’Callaghan siguió los pasos de Pankhurst hacia el comunismo y, a principios de la década de 1920, utilizó sus impresionantes conocimientos lingüísticos para trabajar como traductora para la Internacional Comunista mientras vivía en el Hotel Lux.

El hotel, un antiguo y lujoso edificio de Moscú requisado por el gobierno soviético para albergar a huéspedes internacionales, proporciona a Casey tanto el título como el marco central del libro. La narración que traza se desplaza en espiral para incluir a un elenco de otros residentes del hotel en la década de 1920: Nellie y Rose Cohen, dos hijas de inmigrantes judíos recién llegados al East End de Londres con las que O’Callaghan ya mantenía relaciones íntimas antes de su traslado a Moscú; Joseph Freeman, también de origen askenazí, que había llegado a Moscú desde Estados Unidos y que más tarde adquiriría renombre como hombre de letras comunista; los hermanos Tom y Liam O’Flaherty —el primero, un líder emergente del Partido Comunista de Estados Unidos y el segundo un famoso novelista, ambos bebedores empedernidos, casi caricatura de irlandés—; Emmy Leonhard, una comprometida antifascista alemana y Elise Saborosky Ewert, una comunista trotamundos conocida por sus camaradas como «Sabo».

En las historias que Casey desentierra sobre ellos, queda claro que esta cohorte de personas estaba profundamente impresionada por el entusiasmo revolucionario del Moscú de los años veinte. Sin embargo, Casey también narra cómo llevaban sus vidas habituales —fiestas, clubes de lectura, enredos románticos, viajes de fin de semana a dachas— en medio de estos acontecimientos políticos mucho más amplios. Sus vidas eran extrañamente normales y corrientes en un contexto tan poco normal y ordinario.

Las biografías de comunistas son abundantes. Solo por nombrar algunas, podríamos mencionar aquí la trilogía de Isaac Deutscher sobre León Trotsky, los estudios de Paul Le Blanc sobre Vladimir Lenin, el monumental volumen de Ronald Grigor Suny sobre la juventud de Iósif Stalin, o la aparente minindustria de biografías sobre Marx. Sin embargo, al principio de su propia obra, Casey señala un problema obvio con este tipo de libros: pocos de nosotros —por no decir casi ninguno— alcanzaremos las alturas de mando de una revolución, un Estado-nación o un partido político.

Más que en las historias de los «grandes hombres», existe un pasado de izquierdas mucho más útil para nosotros en lo que Casey llama «vidas revolucionarias más ordinarias», más cercanas a las nuestras. Los interlocutores que reúne en el libro son en su mayoría mujeres, a veces no normativas en su vida sexual, si no que abrazan plenamente lo que hoy se llamaría una identidad «queer», definidas tanto por sus fragilidades, fracasos y ansiedades personales como por cualquier heroicidad política o el ejercicio del poder. Y cuyas vidas reflejan momentos de alegría y euforia que contradicen las historias de la izquierda global convencionalmente entendidas en términos de represión estatal o fracaso político.

Con cierto aire novelesco en el proceso, Casey relata los aspectos más íntimos de las vidas, a menudo turbulentas, de sus protagonistas. Al llevar a cabo una investigación, ya sea sobre personajes famosos o totalmente desconocidos, puede llegar un momento en el que «de repente, toda una vida perdida se hace realidad en nuestra imaginación». El riesgo, por supuesto, es que en estos actos de la imaginación, los historiadores están inventando de hecho una formulación convenientemente pulcra de la persona que podría no coincidir del todo con el desorden de los registros históricos. Puede que acabemos inventando parcialmente recuerdos del pasado al servicio de la política del presente.

Por el contrario, Casey parece saber cuándo alejarse de ese peligro. El arco narrativo del libro se interrumpe periódicamente con relatos de las tribulaciones del propio autor a la hora de identificar y acceder a materiales de archivo en Irlanda, la costa oeste de Estados Unidos, los archivos estatales de Moscú y, con menos glamour, varias cajas mohosas encontradas en desvanes y almacenes de Gran Bretaña y España, donde se descubrieron algunas de sus ideas más reveladoras.

En estos pasajes Casey reflexiona sobre los límites de lo que nunca podremos saber realmente sobre figuras como May O’Callaghan y el hecho ineludible de que gran parte de lo que dijeron o hicieron se ha perdido. La narración del libro se define casi tanto por los silencios como por las lagunas; comunistas que acabaron en bandos opuestos tras la expulsión de León Trotsky y que eludieron delicadamente entre sí ciertos temas políticos delicados; personas tan marcadas por sus experiencias que evitaron enfrentarse a recuerdos dolorosos; activistas que, incluso en aquella época, compartimentaron el auge del estalinismo y las purgas, «olvidando» lo que estaba ocurriendo incluso mientras sucedía a su alrededor; un sentido perdido de la esperanza en un futuro socialista más brillante.

Cómo y por qué se conserva y se recuerda un elemento es algo marcadamente político. La policía secreta mantuvo extensos registros tanto de los líderes comunistas como de las bases comunistas. Los documentos de Joseph Freeman se conservan en la Institución Hoover de Stanford, producto de un antiguo deseo conservador estadounidense de producir conocimientos políticamente utilizables sobre la Unión Soviética. Casi dando vueltas sobre sí mismo, Casey relata viajes de investigación a Moscú en los que vio conmemoraciones de los muertos en las Purgas, pequeñas placas blancas arrancadas desde la invasión de Ucrania. La historia se olvida y luego se recuerda, solo para ser desmembrada de nuevo.

La memoria y el olvido, así como los intentos de ir más allá de los estrechos confines de las historias centradas en lo nacional, se han convertido en temas de moda en los últimos años en Irlanda, y, conscientemente o no, Casey escribe bajo estas influencias. Sin embargo, su enfoque verdaderamente internacional es poco habitual en un historiador irlandés.

Las vidas posteriores de sus personajes pasaron de lo dramático y trágico a lo tranquilamente apagado. Sabo fue detenida en Brasil a mediados de los años treinta, deportada «a casa», a la Alemania nazi, y asesinada en el campo de concentración de Ravensbrück en el verano de 1939. Emmy Leonhard saltó de un país a otro de Europa, intentando ir un paso por delante de los nazis, antes de llegar a México a principios de la Segunda Guerra Mundial con sus hijas pequeñas y su marido enfermo. Rose Cohen fue detenida por el NKVD en agosto de 1937 y fusilada tres meses después. Su hermana Nellie Cohen dio a luz a una hija, Joyce, en febrero de 1929; el padre era Liam O’Flaherty. Para entonces, O’Flaherty ya estaba casado y era ciudadano de un Estado irlandés cruelmente hostil hacia las madres solteras y sus hijos «ilegítimos».

Joseph Freeman se distanció del comunismo a finales de la década de 1930, a medida que los excesos del estalinismo se hacían cada vez más imposibles de negar. Sin embargo, en sus escritos privados, volvía una y otra vez a aquellos momentos en el Hotel Lux a mediados de la década de 1920, reviviendo los acontecimientos en su propia mente, reconociendo que sus experiencias allí habían sido fundamentales para su propio desarrollo político y literario. May O’Callaghan intentó en repetidas ocasiones regresar a Moscú, pero los rumores sobre sus supuestas inclinaciones trotskistas la hicieron inoportuna. Vivió sus últimos años en un discreto anonimato; ejerció de madre de alquiler para Joyce Cohen y trabajó detrás del mostrador de una librería londinense.

En una de las reseñas del libro, Roy Foster —un nombre conocido en el mundo académico irlandés— señala los «delirios» de esta gente, pero eso es adoptar una petulancia presentista, asumiendo una claridad en retrospectiva que nunca fue tan evidente en su momento. El historiador Ciaran Brady ha señalado con razón que la historiografía irlandesa dominante muestra a menudo ese tipo de actitud irónica que se desliza fácilmente hacia «un deseo fácil de escandalizar, divertir o ridiculizar». Y para ser justos, Casey tiene el mérito de no caer en esa trampa, recordando claramente que en aquella época el comunismo parecía una propuesta más factible (algo que unos cuantos querrían olvidar hoy).

En un momento, hacia el último tercio del libro, en que la narración está a punto de decaer, y ciertamente hacer malabarismos con las vidas de tantas figuras diversas no siempre es fácil. El nacimiento de Joyce Cohen reaviva las historias que se cuentan, y Casey tiene un ojo agudo para los detalles humanos y para las coincidencias inusuales que unen a todos estos personajes. Los residentes del Hotel Lux no eran héroes en ningún sentido (May O’Callaghan tenía una devoción desinteresada por la política revolucionaria, así como, en muchas de sus cartas privadas, una afición por los comentarios innecesariamente mordaces incluso sobre amigos íntimos). Pero, precisamente por ello, las historias que este libro entrelaza se vuelven más contables que las que estamos acostumbrados a oír

Fuente: https://jacobinlat.com/2024/10/la-historia-de-la-comintern-no-es-solo-la-de-sus-dirigentes/

 

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