Hemos traducido y publicado este texto, escrito por Christian Frings y subido
originalmente a la web alemana Analyse & Kritik (y traducido al inglés por Angry Workers of the
World), porque nos parece que pone sobre la mesa
una serie de análisis y debates en torno a la lucha de clases que pueden ser de
gran valor: ya sean las posibles intervenciones del Estado y los llamados
‘agentes sociales’ para parchear problemas económicos y sus consecuencias
sociales, así como la necesidad de romper con los compartimentos estancos en
los que nos dividen al proletariado y que evitan la conexión de las diversas
luchas y problemáticas.
Cuando
la tasa de inflación en Alemania se disparó a partir de marzo de 2022 y durante
un breve periodo de tiempo -de septiembre de 2022 a febrero de 2023- fue de
casi el nueve por ciento, los extremistas de derecha vieron nuevas
oportunidades para sus planes golpistas, e incluso el ministro de Asuntos
Exteriores advirtió de «levantamientos populares» en otoño. Esto sorprendió a
algunas fuerzas de izquierda, que descubrieron de repente la «cuestión social»,
no porque el debate sobre una «nueva
política de clase» que se había perdido durante la crisis
del coronavirus hubiera dado sus frutos, sino para adelantarse a las movilizaciones
de la derecha. A pesar de lo interesantes que fueron algunos de estos intentos,
la atención se desvaneció rápidamente cuando el gobierno rebajó la presión
social con tres paquetes de ayuda y
la inflación comenzó a caer nuevamente en la primavera de 2023.
A
partir de septiembre de 2022, el Banco Central Europeo comenzó a subir los
tipos de interés oficiales para frenar la inflación. Esta intervención recordó
a las llevadas a cabo durante la crisis financiera de 2007/2008, que en ese
momento dieron la impresión de control global y frustraron las esperanzas de
desarrollos revolucionarios en el norte global. Marx una vez llamó al sistema
bancario «el producto más artificial y desarrollado que el modo de producción
capitalista puede producir», es decir, el nivel más alto posible de conciencia
con el que la clase dominante puede intervenir en el ciclo económico. Con esto
Marx no quería decir de ninguna manera que el carácter fetichista del impulso
capitalista hubiera sido superado, de lo contrario, las burbujas no tendrían
por qué estallar. Pero en un sistema financiero mundial con la (todavía) única moneda
de reserva del dólar estadounidense, existe la posibilidad de correcciones de
la política monetaria, lo que también se demostró durante este corto invierno
de la inflación. Además, las tasas de inflación de casi el diez por ciento son
amenazantemente altas para los estándares locales, pero muy lejos de los
horrores de la inflación en países del sur global como Zimbabue (660%),
Venezuela (330%), Sudán (170%), Argentina (130%) o Turquía (más del 50%).
«Pobres
merecedores y pobres indignos»
Esta
yuxtaposición nos recuerda que, además de las intervenciones de política
monetaria, fue sobre todo el margen financiero de un país rico lo que permitió
evitar grandes disturbios a través de medidas de política social. Desde sus
inicios a finales del siglo XIX, la contención del conflicto de clases por
parte del Estado de bienestar en este país se ha basado en la explotación
colonial (ahora neocolonial) del sur global y tiene como objetivo dividir al
proletariado dentro de los países del norte. Esto permite «dorar» las cadenas
invisibles con las que estamos atados al capital, como lo denominó Marx, o
hacerlas soportables a través de un «modo de vida
imperial», algo que actualmente se pone de relieve de la
mano de la crisis ecológica.
Sin
embargo, incluso en este país las personas sin medios de producción disfrutan
de este modo de vida en grados muy diferentes. El Estado de bienestar, que se
puso en marcha en la Alemania de 1881 a raíz de la Comuna de París de 1871,
tuvo como objetivo desde el principio disciplinar y controlar al
proletariado, atomizarlo a través de la juridicatura y dividirlo
en diferentes categorías. Son precisamente estos mecanismos y divisiones los
que hacen que sea tan difícil, o incluso imposible, que hoy se produzcan
protestas o levantamientos de «gente pobre».
Una
de las divisiones más importantes es la tradicional distinción entre
«merecedores» y «no merecedores», es decir, la pobreza «auto infligida», que se
expresa hoy en la separación entre el seguro social (actualmente en forma de
prestaciones por desempleo, pensiones y por salud) y el socorro (hoy en día el
apoyo a los ingresos, llamado Hartz IV o
ahora Bürgergeld en Alemania), que, a diferencia de los
seguros, depende de una prueba de recursos. Al comienzo de la legislación
social, este contraste se ofrecía como una línea de compromiso con el primer
movimiento obrero, dominado por los hombres, que se había formado no sólo en
oposición al capital, sino también en distinción con los estratos inferiores
del proletariado, a menudo denunciados como el «lumpen-proletariado». La
construcción de beneficios sociales para las personas que no trabajan o que ya
no pueden trabajar y, por lo tanto, ganan «su» propio dinero como seguro, se
relaciona con lo que Marx criticó como el encubrimiento decisivo de la
explotación: el fetichismo de la forma salarial, que nos hace creer que el
salario es un intercambio justo de trabajo por dinero, mientras que en realidad
solo nos alimentamos de ello para reproducir nuestra capacidad de trabajar para
la explotación. Porque si recibo prestaciones de un «seguro», puedo imaginar
que estas provienen de las «contribuciones» que yo mismo he generado, es decir,
que no son «limosnas». Esto mantiene la ilusión de que yo, como persona
explotada, sigo siendo un propietario independiente de una mercancía (la
mercancía del trabajo) como todos los demás en la sociedad burguesa, incluso en
un estado de necesidad, y de ninguna manera recibo nada como un «regalo» del
Estado, como las personas que viven de la caridad.
¿Disturbios-huelgas-disturbios?
En
paralelo a la introducción de la seguridad social, el establecimiento y la
protección jurídica de los sindicatos los situaron como la representación
exclusiva de esta parte del proletariado, los «trabajadores asalariados», que
pueden señalar con orgullo que viven del «trabajo honrado de sus propias
manos». En los primeros días de los sindicatos de masas modernos, después de la
ola de huelgas en gran medida espontánea que recorrió Europa entre 1889 y 1891,
las mentes más críticas del movimiento obrero se referían a ellos como
«asociaciones de prevención de huelgas». Esto se debió a que el monopolio que
les había concedido el Estado y el capital sobre la forma de lucha de la huelga
en conjunción con los convenios colectivos de paz, tenía como objetivo poner
fin a los desenfrenados acontecimientos de paros laborales, ocupaciones de
fábricas, sabotajes y disturbios en las calles. Aunque se necesitaron dos
guerras mundiales, el fascismo y la Guerra Fría para que este modelo se
estableciera efectivamente en el norte global, todavía funciona bastante a día
de hoy con el uso muy moderado de las huelgas.
En
su libro Riot.Strike.Riot, Joshua Clover intentó clasificar las
dos formas de lucha, la huelga en el lugar de trabajo y los disturbios en las
calles, en una secuencia cronológica que corresponde a diferentes fases de la
acumulación capitalista, en las que la circulación (disturbios) o la producción
(huelga) están en el centro. En su crítica a este esquema, Amanda Armstrong,
basándose en su investigación sobre las huelgas en los ferrocarriles británicos
en los años entre los siglos XIX y XX, mostró que esta separación no se aplica
a la historia de las huelgas de masas antes de que fueran contenidas por el
Estado de bienestar. Las huelgas de esa época siempre iban acompañadas de
acciones de la gente de los barrios proletarios circundantes, que apoyaban a
los huelguistas con bloqueos de carreteras y ferrocarriles, saqueos de
almacenes y batallas con la policía, lo que también les permitía hacer valer
sus propias preocupaciones. A lo largo de la historia del capitalismo moderno,
las huelgas han abierto repetidamente espacios para otros «pobres» y les han
ofrecido oportunidades para luchar por sus intereses incluso sin su propia
fuerza productiva, para salir de la soledad de los tribunales y de las garras
de una administración paternalista de la pobreza.
Esta
es la razón por la que la regulación de los conflictos en el trabajo asalariado
bajo la ley de negociación colectiva es tan importante para la estabilidad
política en las metrópolis: solo con ellos se puede trazar una línea divisoria
clara entre los gestos amenazantes de colaboración social, que hoy se denominan
huelgas, y las convulsiones de la vida cotidiana que asustan a «los buenos
ciudadanos» como son los disturbios. Cualquiera que haya participado alguna vez
en una huelga sabe que incluso en las huelgas sindicales, por muy reguladas y
controladas que estén, hay momentos en los que se sale de la rueda de hámster,
se crean nuevas relaciones sociales y se siente la alegría de invertir el
equilibrio de poder en el lugar de trabajo. Precisamente por esta razón, las
huelgas no deben ocurrir con demasiada frecuencia, no deben durar demasiado
tiempo y nunca deben convertirse en una expresión del conflicto antagónico
inherente a la misma relación de clase que devenga en una escala
«desproporcionada» de la perturbación social.
El
encanto de los bonos de ayuda
En
este sentido, un componente de los paquetes de ayuda con los que el gobierno
alemán respondió a las preocupaciones por la inflación jugó un papel especial:
el bono de compensación por inflación, libre de impuestos, de un máximo de
3.000 euros, que los empleadores pueden pagar a sus empleados hasta finales de
2024. En el pasado, el hecho de que los salarios acordados colectivamente hayan
ido a la zaga de la inflación ha llevado a menudo a huelgas salvajes, como en
1969 o 1973, o a que los sindicatos se vean presionados para arriesgarse en
huelgas más extensas. La ayuda, que fue acogida con gratitud tanto por las
asociaciones de empleadores como por los sindicatos, tenía como objetivo evitar
estas posibles luchas laborales. A mediados de marzo de 2024, más de tres cuartas partes de los
empleados cubiertos por convenios colectivos habían
recibido la bonificación o la recibirían a finales de 2024. Está claro que se
trata de un regalo envenenado, ya que las empresas pueden utilizar este pago
único para evitar aumentos salariales a largo plazo que afecten a la escala
salarial y el bono no tiene ningún efecto en las pensiones. Pero el atractivo
de poder aliviar la presión de la negociación colectiva con unos pocos miles de
euros era simplemente demasiado grande.
Si,
por otro lado, se produjera «una intensificación de la lucha, con el objetivo
de hacer que todo se detenga» (Armstrong) con las huelgas masivas simultáneas e
indefinidas en trenes, autobuses y aeropuertos que parecían al alcance de la
mano en esta primavera, entonces se habrían abierto espacios para las protestas
para otras «personas pobres» y las habrían alentado a actuar. En su lugar,
ahora podemos esperar a las próximas restricciones a las ayudas a la renta (Bürgergeld), como ya han anunciado los partidos
Demócrata Cristiano y Liberal.
Fuente: https://www.todoporhacer.org/corto-invierno-inflacion/
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