lunes, 4 de noviembre de 2019

LA FORTUNA DE SER PIER PAOLO PASOLINI



2 noviembre, 2019 Fernando Clemot
 
Alberto Moravia clamaba en el funeral de PPP(1) sobre la gran suerte que habían tenido los italianos de contar entre sus filas con alguien como Pasolini y posiblemente tenía toda la razón. La cultura italiana tuvo la fortuna de tener un intelectual de su talla, pero posiblemente Pasolini también tuvo suerte de vivir en el tiempo que el que le tocó vivir, tan agitado, tan violento, pero tan rico y lleno de propuestas y personalidades fascinantes de las que alimentarse.
Fueron los años cincuenta y sesenta en Italia un tiempo lleno de vitalidad, de esperanzas, de ingenio (allí se alude a menudo a esa época como una especie de Arcadia cultural) y Pasolini sólo vivió el tiempo de la desesperanza (personal y social) hacia el final de su vida, cuando todo lo hermoso por lo que siempre luchó parecía languidecer. Posiblemente el entierro de Pasolini no fue únicamente el de una figura brillantísima sino que representaba el final de muchas más cosas. El año 1975 fue el punto de inflexión de los anni di piombo(2), una década de violencia y frustraciones que aún se alargaría diez años más.

A Pasolini le gustaba definirse únicamente como “escritor”, a modo de buen resumen, pero fue muchas cosas más: poeta, ensayista, activista político, novelista, director de cine… No fue el mejor de su tiempo en muchas de estas actividades (con excepción de su trabajo en el cine) pero no está en la condición del intelectual ser el mejor en todos los campos, sino transmitir una idea, un impulso. Regenerar. Y Pasolini supo hacerlo. Su mensaje caló no sólo en su tiempo sino que posiblemente ha llegado con fuerza y renovada actualidad (la televisión, el fascismo, el individualismo, la pérdida de valores sociales) hasta nuestros días. El objetivo del intelectual no es tanto deslumbrar como que perviva su voz. Y la de él se mantiene intacta y florecida.

No es fácil crear un intelectual. No florecen tan a menudo como los buenos poetas o novelistas. Necesitan a su alrededor el abono de una cultura sólida y rica, el calor de buenas editoriales, de lectores interesados, de buenos compañeros de viaje con los que se pueda confluir en sus ideas, de un tiempo político y social que ayude (por su bonanza o como reacción a él), de algún tipo de sociedad emergente o sólida, reactiva, donde sus palabras tengan un eco y no caigan en el vacío. Tal vez por esa necesidad de tener un sustrato tan fértil, la erudición, la intelectualidad se ha desarrollado con más facilidad en culturas en las que este tipo de figuras tienen un reconocimiento, un premio. En Francia (un sustrato cultural que se adapta a lo señalado) tenemos una hermosa cantidad de nombres que se ajustan a ese patrón, como Sartre, Simone de Beauvoir (con ambos mantuvo siempre una buena relación Pasolini), Barthes, Foucault, Jean Genet, Georges Bataille, Albert Camus, etc. En Estados Unidos encontraríamos también figuras paradigmáticas como Susan Sontag, Allen Ginsberg o Noah Chomsky. Y quizá en España (aquí no tenemos un sustrato tan fértil) destacaríamos a Juan Goytisolo, que hizo acopio (y mucho) de todas las cualidades que hemos señalado. Un intelectual no sólo reflexiona y crea. A menudo actúa. Tiene una causa, es un militante. Hay un componente de acción, político, en cualquier acción transformadora. Un intelectual no es sólo una obra o un pensamiento: es una voz que necesita hacerse oír.

Tal vez por ese componente político estas figuras cobraron especial relevancia en los años cincuenta y sesenta. Europa había quedado destrozada y dividida tras dos largas carnicerías. Fueron tiempos de pobreza, pero también de resurgimientos. Nunca crecieron tanto las ciudades como entonces, ni las sociedades cambiaron de esa manera. Se enfrentaban también dos bloques, dos ideas de entender la sociedad en una guerra larga y taimada, de desgaste. Fueron años muy politizados: los escritores, cineastas, pintores, dramaturgos… solían tener ideologías férreas, un proyecto social. El artista buscaba cambiar la realidad que le rodeaba, no únicamente medrar o sobrevivir en un hábitat tan extremo como es el cultural. En un tiempo tan apático como el que nos ha tocado vivir estas figuras no hubieran tenido sentido ni desarrollo. Hubieran muerto de inanición.

Pasolini nació cuando nacía el fascismo, en 1922. Lo vivió durante su juventud. Sufrió muy directamente la crueldad de la guerra (su hermano fue asesinado por partisanos yugoslavos en febrero de 1945). También vivió con esperanza el nacimiento de “la República de los trabajadores” de 1946. Tuvo sus primeros reconocimientos en aquella Italia de la “fiebre de América”, la del realismo social bajo la vigilancia estricta de Einaudi y otros intelectuales, la de las traducciones y las novelas de Pavese, del Neorrealismo que suplía la falta de medios con una nueva forma de ver el cine, del erotismo de Moravia, de Elsa Morante, de Natalia Ginzburg o Carlos Emilio Gadda, hasta de figuras tan poliédricas como la de Curzio Malaparte. Vivió años de un intenso desarrollismo (que menciona una y otra vez en sus escritos), del silencioso control social de la Democracia Cristiana, de la emigración del sur al norte industrializado. En esos años convulsos siempre buscó con anhelo lo más sencillo, la pureza de lo popular, de aquella Italia humilde que funcionaba todavía como una comunidad y que todavía podía reconocer en algunos barrios de Roma. Tiempos convulsos, llenos de anhelos y también de desesperanzas. Hacia el final de su vida todo se tornó terrible y violento. PPP vivió un tiempo brutal, fiero, pero también digno y apasionante.

Es por ello que todos tuvimos suerte de tener a Pier Paolo Pasolini, pero posiblemente él también tuvo la fortuna de vivir una época en la que todo parecía posible.

PPP: Una vida violenta

En una de las entrevistas de este dossier, la editora de Gallo Nero, Donatella Iannuzzi, hizo una definición reveladora de lo que fueron las últimas obras de Pier Paolo Pasolini -en este caso relacionada con su cine-, sobre las diferencias entre Accatone (1961) y Salò o los ciento veinte días de Sodoma (1975), primera y última obra que dirigió: «Es el mismo camino que recorrió él. Un camino hacia la amargura. Sus últimas denuncias son muy violentas. Ya no era un mensaje de denuncia, se convirtió en un enfado violento. Evolucionó hacia algo más duro, sangriento».

La imposibilidad de cambio, la impotencia, condujo a un mensaje más radical, más desabrido, que impregna sus últimos años. Nada tienen que ver sus primeras poesías en lengua friulana, sus primeras novelas y películas neorrealistas con sus obras finales como Teorema (1968), Pocilga (1969) o la mencionada Los 120 días de Sodoma. Es un camino que va del idealismo y la búsqueda de la pureza (búsqueda en algún momento obsesiva) a la crudeza y la violencia final. Su propia obra parecía venir marcada en sus últimos años hacia un destino violento y terrible.

Años atrás, cuando ya era un autor maduro y reconocido (a finales de los cincuenta ya había obtenido el premio Viareggio por Las cenizas de Gramsci) pero no había empezado todavía su carrera como realizador, nos muestra todavía esa mirada esperanzada, deseosa de encontrar la pureza. Es entonces, en el verano de 1959, cuando emprende un viaje de ida y vuelta desde las primeras playas de Liguria, en la frontera francesa, hasta el municipio más meridional de Sicilia, regresando por la costa adriática hasta Trieste. El escritor (que plasmará este viaje al volante de su Fiat 1100 en una serie de artículos para la revista Successo, recopilados en La larga carretera de arena [3]) parece exultante, esperanzado. No es sólo una pequeña aventura solitaria, sino también un viaje hacia la pureza, hacia la sensualidad y la inmanencia de lo sencillo. El viaje está repleto de elementos que revelan el estado de ánimo del escritor: «El corazón me late de felicidad y de impaciencia», «Aquí todo es perfecto, como en las islas de Verne». Sobre Ravello, cerca de Nápoles, dice: «No soy capaz de separarme de este rincón de cielo: un lugar destinado al éxtasis».

Contrasta esta mirada ilusionada con la que estaba mostrando en alguna de sus primeras novelas, las de los años cincuenta, Muchachos de la calle (1955), Una vida violenta (1959), Nebulosa (1959) o Mujeres de Roma (1960). Por entonces había centrado su interés en los suburbios de las grandes ciudades italianas, alrededor de las cuales se había ido creando un cinturón de pobreza. Los escenarios son variados pero no tan semejantes como se podría pensar. En Roma se centra en los barrios del sur y oeste de la ciudad, como la Garbatella o el Gianicolense, y también los alrededores de la Estación Termini, siempre tan abigarrados y extraños. Allí deambulan una serie de personajes al límite de la delincuencia -algunos incluso habitan en cuevas debajo del monte Testaccio-, que malviven y se ganan la vida como pueden. La mirada de PPP no es una mirada censora, se siente cercano a la vida sencilla y todavía primitiva de estos arrabales romanos que, en el fondo, reproducen todavía una forma de vida tradicional, colectiva, muy semejante a la que podían tener en sus pueblos de origen en el Mezzogiorno.

Su mirada será más distante y dura cuando reproduzca la vida de los arrabales del norte de Milán (Sesto, Paderno) con el fondo del naciente skyline formado por la Torre Breda, el Pirellone. La juventud desarraigada que retrata allí sí que le produce escalofríos y su retrato no es tan benevolente. Esos jóvenes desarraigados no son los culpables, son el resultado, son los teddy boys, una mezcla de delincuencia e imitación del estilo de vida americano (ropa, música, en la jerga, cierto nihilismo vehemente). Ese tipo de adaptación forzada de la juventud a “lo americano” representa para PPP las pequeñas monstruosidades que está creando el desarrollismo acelerado de la sociedad italiana, la entrada del capitalismo, la imitación llevada al delirio que se empezó a crear en los años de la “fiebre de América” (4).

Quizá esta mirada en busca de lo esencial, lo sencillo y puro que representaba una sociedad más antigua, más cohesionada, es lo que hará que el autor (no olvidemos que era un hombre del norte de Italia) se sienta siempre mucho más representado por Roma que por Milán. En Roma podía encontrar señales de lo que buscaba.

Desde entonces para Pasolini el viaje al sur será siempre un viaje hacia lo esencial, hacia una forma de vida más equilibrada que anhela, pero que observa que está cada vez más alejada de su propia realidad. Buscará no sólo en el sur esta pureza antigua, sino que también tratará de encontrar su reproducción en los distritos más populares de Roma.

El discurso cinematográfico de sus primeras películas será también una búsqueda de esa pureza. Son las llamadas “películas en blanco y negro”, el eje formado por Accatone (1961), Mamma Roma (1962), El Evangelio según San Mateo (1964) y Pajaritos y pajarracos (1966). Las dos primeras están todavía rodadas en clave neorrealista (con toda seguridad marcan ya el cierre de este movimiento) y muestran un mundo de prostitución y pequeña delincuencia en los suburbios romanos, siempre teñidas de un trasfondo trágico. Tras acabar Mamma Roma se embarca en Ro.Go. Pa.G, una película dividida en cuatro episodios dirigidos por cuatro directores (Rossellini, Godard, Pasolini, Gregoretti). En su parte, La ricotta, (alterna ya escenas en color) hace en su escasa media hora un retrato crítico, crudo y desangelado de la crucifixión de Cristo (en forma de una trouppe de actores que están rodando una película) que le costará una condena en 1963 por «insulto a la religión». Pese al apoyo de buena parte de la intelectualidad italiana e internacional, la condena seguirá adelante y posiblemente este hecho marcará de forma decisiva la sensación de persecución e incomprensión que arraigará en PPP hasta el final de sus días. El Evangelio según San Mateo sólo se puede entender como una continuación y depuración de la simplicidad de algunas escenas de La ricotta y una forma de entender el cine como una representación de lo puro y esencial. Y posiblemente sea el clímax de esta esencialidad.

Desde finales de los años sesenta, la producción literaria y cinematográfica de Pasolini adopta una mirada más dura. Sus ensayos, apariciones televisivas y discursos se tornan más críticos, ácidos y resentidos. Podemos ver entonces cómo carga contra la televisión, contra el sistema político (se aleja del PCI en esos años) y contra una sociedad entera de la que se siente cada vez más alejado. Comienza a sentirse alienado, sin un papel social. Teorema (novela y película de 1968) aborda ya una temática más burguesa (con pinceladas todavía de su primera época) y en la Trilogía de la vida (El Decamerón, de 1971, Los cuentos de Canterbury, de 1972, y Las mil y una noches, de 1974) muestra a las claras una última deriva hacia temáticas y escenarios más complejos y extremos que se subliman en películas como Pocilga (1969) o Salò o los ciento veinte días de Sodoma (1975) en los que predominan escenarios de una sexualidad convulsa y desabrida, de una violencia latente, casi escatológica en algún momento, reflejo posiblemente de una realidad social mucho más extrema y violenta que empezaba a contaminar a la sociedad italiana en aquellos años, y espejo también de ese desencanto que él mismo parecía arrastrar.

Es difícil saber cómo se hubiera desarrollado la obra de Pier Paolo Pasolini de no haber sido asesinado aquella noche de noviembre de 1975. Parecía estar en un callejón sin salida. Con poco recorrido. Sin voz.

A los que amamos su obra nos gustar pensar que, tras esa deriva final, el autor podría haber vuelto a la esperanza, a algún tipo de seguridad, a nuevas ilusiones: a esa búsqueda de lo sencillo y lo antiguo que durante un tiempo anheló.

Es imposible saberlo, pero es preferible pensar que sí.

Que podría haber pasado.

Que le esperaba un final mejor.

Notas:

[1] En Roma, el cinco de noviembre de 1975
[2] Se alude a los años de plomo al periodo de violencia terrorista y de mafiosa en la sociedad italiana y que abarcaría desde 1969 (atentado de Piazza Fontana en Milán, obra de las Brigadas Rojas) al atentado del tren 904 (finales de 1984, a cargo de la Mafia siciliana). Esos quince años de violencia tendrían posiblemente su clímax en el atentado de la estación de Bolonia, en agosto de 1980, y el secuestro y ejecución de Aldo Moro (mayo de 1978).
[3] Publicada en Gallo Nero (Madrid, 2018)
[4] La fiebre de América es el nombre que recibe un movimiento masivo de emigración a los Estados Unidos (1898-1915) pero también un movimiento de imitación del modo de vida americano que se plasma en la sociedad italiana desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de los años cincuenta.
Artículo publicado originalmente en la revista Quimera nº 423, marzo de 2019.


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