19. 11. 2019
Por: Joseph E. Stiglitz
Al final de
la Guerra Fría, el politólogo Francis Fukuyama escribió un famoso ensayo
titulado The End of History? [¿El fin de la historia?], donde sostuvo que el
derrumbe del comunismo eliminaría el último obstáculo que separaba al mundo de
su destino de democracia liberal y economía de mercado. Muchos estuvieron de
acuerdo.
Hoy, ante
una retirada del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y
demagogos al mando de países que albergan mucho más de la mitad de la población
mundial, la idea de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa idea aportó
sustento a la doctrina económica neoliberal que prevaleció los últimos cuarenta
años.
Hoy la
credibilidad de la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como
forma más segura de alcanzar la prosperidad compartida está en terapia
intensiva, y por buenos motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo
y en la democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo
lleva cuarenta años debilitando la democracia.
La forma de
globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades
enteras incapacitados de controlar una parte importante de su propio destino,
como Dani Rodrik (de Harvard) explicó con mucha claridad, y como yo sostengo en
mis libros recientes Globalization and Its Discontents Revisited y People,
Power, and Profits. Los efectos de la liberalización de los mercados de
capitales fueron particularmente odiosos: bastaba que el candidato con ventaja
en una elección presidencial de un país emergente no fuera del agrado de Wall
Street para que los bancos sacaran el dinero del país. Los votantes tenían entonces
que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar una dura crisis financiera.
Parecía que Wall Street tenía más poder político que la ciudadanía.
Incluso en
los países ricos, se decía a los ciudadanos: “no es posible aplicar las
políticas que ustedes quieren” (llámense protección social adecuada, salarios
dignos, tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado) “porque
el país perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y ustedes
sufrirán”.
En todos los
países (ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales
llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de
modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta
que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos,
y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas
estatales.
Las élites
aseguraron que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en
la “investigación basada en la evidencia”. Pues bien, cuarenta años después,
las cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron
a parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios
estancados y bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba,
en vez de derramarse hacia abajo.
¿A quién se
le ocurre que la contención salarial (para conseguir o mantener competitividad)
y la reducción de programas públicos pueden contribuir a una mejora de los
niveles de vida? Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho
a sentirse estafados.
Estamos
experimentando las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza
en las élites, en la “ciencia” económica en la que se basó el neoliberalismo y
en el sistema político corrompido por el dinero que hizo todo esto posible.
La realidad
es que pese a su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal.
Impuso una ortodoxia intelectual con guardianes totalmente intolerantes del
disenso. A los economistas de ideas heterodoxas se los trató como a herejes
dignos de ser evitados o, en el mejor de los casos, relegados a unas pocas
instituciones aisladas. El neoliberalismo se pareció muy poco a la “sociedad
abierta” que defendió Karl Popper. Como recalcó George Soros, Popper era consciente
de que la sociedad es un sistema complejo y cambiante en el que cuanto más
aprendemos, más influye nuestro conocimiento en la conducta del sistema.
La
intolerancia alcanzó su máxima expresión en macroeconomía, donde los modelos
predominantes descartaban toda posibilidad de una crisis como la que
experimentamos en 2008. Cuando lo imposible sucedió, se lo trató como a un rayo
en cielo despejado, un suceso totalmente improbable que ningún modelo podía
haber previsto. Incluso hoy, los defensores de estas teorías se niegan a
aceptar que su creencia en la autorregulación de los mercados y su
desestimación de las externalidades cual inexistentes o insignificantes
llevaron a la desregulación que fue un factor fundamental de la crisis. La
teoría sobrevive, con intentos tolemaicos de adecuarla a los hechos, lo cual
prueba cuán cierto es aquello de que cuando las malas ideas se arraigan, no
mueren fácilmente.
Si no bastó
la crisis financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los
mercados no funciona, debería bastarnos la crisis climática: el neoliberalismo
provocará literalmente el fin de la civilización. Pero también está claro que
los demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia
solo empeorarán las cosas.
La única salida,
el único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la
historia. Debemos revivir la Ilustración y volver a comprometernos con honrar
sus valores de libertad, respeto al conocimiento y democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario