04 noviembre, 2019
ELOTRO
– 03/11/2019
Fragmento
de: Terry Eagleton
/ “Por qué Marx tenía razón”.
1
El marxismo está acabado.
Tal vez tuviera cierta relevancia en un mundo de fábricas y de revueltas por
hambre, de mineros del carbón y de deshollinadores, de miseria generalizada y
de concentración de las masas obreras. Pero no tiene sentido alguno en las
actuales sociedades occidentales posindustriales, caracterizadas por una
diferenciación por clases cada vez menor y por una creciente movilidad social.
No es más que el credo de quienes son demasiado obstinados, temerosos o ilusos
como para aceptar que el mundo ha cambiado para siempre y para mejor.
El final definitivo del
marxismo sería una noticia que resonaría como música celestial en oídos de los
marxistas de todo el mundo. Estos podrían por fin dejar de manifestarse y de
organizar piquetes, regresar al calor de sus sufridas familias y disfrutar de
una velada hogareña en vez de asistir a otra tediosa reunión de comité. Los
marxistas no quieren más que dejar de ser marxistas. En este sentido, ser
marxista no se parece en nada a ser budista o ser multimillonario. Es más bien
como ser médico. Los médicos son unas perversas criaturas con tendencia a la
autoanulación, pues eliminan la fuente misma de su trabajo y su sustento
curando a pacientes que, una vez sanos, ya no los necesitan. La tarea de los
radicales políticos es similar, pues consiste en llegar a ese punto en el que
dejarían al fin de ser necesarios porque se habrían cumplido sus objetivos.
Llegado ese momento,
serían libres de retirarse, quemar sus pósteres del Che Guevara, retomar aquel
violonchelo que llevaban tanto tiempo sin tocar y conversar sobre temas más
fascinantes que el modo asiático de producción. Si dentro de veinte años quedan
aún marxistas o feministas, será una verdadera pena. En la esencia misma del
marxismo está el que sea una empresa estrictamente provisional; de ahí que
quien invierta en ella toda su identidad esté cometiendo un claro error de
concepto. Que siga habiendo vida después del marxismo es precisamente lo que
justifica la existencia del marxismo.
Esta (por lo demás)
seductora imagen presenta únicamente un problema. El marxismo es una crítica
del capitalismo: concretamente, la más perspicaz, rigurosa y exhaustiva crítica
de su clase jamás formulada y emprendida. Es también la única crítica de ese
estilo que ha transformado grandes zonas del planeta. De ello se desprende,
pues, que mientras el capitalismo continúe activo, el marxismo también deberá
seguir en pie.
Solo jubilando a su
oponente podrá pedir su propia jubilación. Y la última vez que lo vi, el
capitalismo parecía estar tan batallador como siempre. La mayoría de quienes
critican actualmente el marxismo no discuten ese punto. Lo que afirman, más
bien, es que el sistema se ha transformado hasta extremos casi irreconocibles
desde los tiempos de Marx y que, por eso mismo, las ideas de este han dejado de
ser relevantes. Antes de que examinemos esta afirmación más a fondo, vale la
pena señalar que el propio Marx era perfectamente consciente de la naturaleza
siempre cambiante del sistema que él se dedicó a cuestionar. Es precisamente al
marxismo al que debemos el concepto de las diferentes formas históricas del
capital: mercantil, agrario, industrial, monopólico, financiero, imperial, etc.
Así pues, ¿por qué un hecho como el de que el capitalismo haya cambiado de
forma en décadas recientes iba a desacreditar una teoría que concibe el cambio
como esencia misma de ese sistema? Además, el propio Marx predijo el declive
numérico de la clase obrera y el aumento pronunciado del trabajo intelectual.
Esto es algo que examinaremos un poco más adelante.
También previó lo que
hoy llamamos globalización, cosa extraña para un hombre cuyas ideas son
supuestamente arcaicas. Aunque tal vez el carácter «arcaico» de Marx es lo que
hace que siga siendo relevante hoy en día. Quienes lo acusan de obsoleto son
los adalides de un capitalismo que está retrocediendo rápidamente hacia niveles
victorianos de desigualdad.
En 1976 eran muchas las
personas que en Occidente creían que el marxismo tenía un argumento razonable
que defender. En 1986, buena parte de ellas habían dejado ya de considerar que
fuera así. ¿Qué fue exactamente lo que sucedió entre tanto? ¿Habían tenido
hijos y el peso de la paternidad y la maternidad los había abrumado? ¿O acaso
algún nuevo estudio había conmocionado al mundo poniendo de manifiesto el
carácter falaz de la teoría marxista? ¿Tropezamos con un viejo manuscrito
perdido de Marx en el que este confesaba que todo había sido una broma? Desde
luego, no fue por la consternación que nos causó descubrir que Marx trabajó a
sueldo del capitalismo, porque eso era algo que ya habíamos sabido todo este
tiempo. Sin la factoría textil Ermen & Engels de Salford, propiedad del
padre de Friedrich Engels, industrial del ramo, es muy posible que un pobre
crónico como Marx no hubiera logrado siquiera sobrevivir para escribir sus
invectivas contra los empresarios del textil.
Algo había pasado, sin
duda, en el transcurso del periodo en cuestión. A partir de mediados de la
década de 1970, el sistema occidental experimentó ciertos cambios cruciales.
Hubo una transición desde la producción industrial tradicional a una cultura
«posindustrial» de consumismo, comunicaciones, tecnología de la información y
auge del sector servicios. Las empresas pequeñas, descentralizadas, versátiles
y no jerárquicas pasaron a estar a la orden del día. Los mercados se
desregularon y el movimiento obrero fue objeto de una salvaje ofensiva legal y
política. Las lealtades de clase tradicionales se debilitaron, al tiempo que
otras identidades (locales, de género y étnicas) cobraron mayor relevancia. La
política pasó a entrar cada vez más de lleno en el terreno de la gestión y la
manipulación.
Las nuevas tecnologías
de la información desempeñaron un papel clave en la creciente globalización del
sistema, impulsada cuando un puñado de empresas transnacionales optó por
distribuir la producción y la inversión por todo el planeta en busca de las
fuentes de rentabilidad más fácil. Buena parte de la producción fabril se
deslocalizó hacia países de salarios bajos del llamado mundo «subdesarrollado»,
lo que indujo a algunos occidentales de mentalidad localista a concluir que las
industrias pesadas habían desaparecido ya de la faz de la tierra en su
conjunto. A raíz de esta movilidad global se produjeron migraciones internacionales
de carácter masivo y, con ellas, el resurgimiento del racismo y del fascismo en
respuesta a la afluencia torrencial de inmigrantes pobres a las economías más
avanzadas.
Los países «periféricos»
se veían sometidos a un régimen de explotación de su mano de obra, a la
privatización de servicios públicos, a recortes en las prestaciones sociales y
a una relación real de intercambio comercial desigual hasta extremos
surrealistas, mientras que, por otro lado, los nuevos ejecutivos de las
naciones metropolitanas cambiaban de imagen con respecto a sus predecesores:
con barbas de varios días y cuellos de camisa desabrochados y sin corbata,
estos genios de los negocios modernos mostraban su lado sensible desviviéndose
por el bienestar espiritual de sus empleados y empleadas.
Nada de esto sucedió
porque el sistema capitalista estuviera flotando en la despreocupación y el
optimismo, sino más bien por todo lo contrario. Su por entonces recién
estrenada belicosidad —como la mayoría de formas de agresividad— obedecía a la
profunda ansiedad que lo invadía. Si el sistema se volvió frenético, fue por la
depresión latente en que se hallaba sumido. Lo que impulsó aquella
reorganización fue, por encima de todo, el repentino apagón del boom de
posguerra. La intensificación de la competencia internacional estaba forzando a
la baja las tasas de rentabilidad, secando las fuentes de inversión y
ralentizando los índices de crecimiento. Hasta la socialdemocracia había pasado
a ser una opción política demasiado radical y cara. El escenario era, pues, el
propicio para el ascenso de Reagan y de Thatcher, quienes ayudaron a
desmantelar el tejido industrial tradicional, a coartar al movimiento obrero, a
dejar que el mercado se desatara, a fortalecer el brazo represor del Estado y a
capitanear una nueva filosofía social: la de la más descarada codicia. El
desplazamiento de las inversiones desde el sector de la industria al de los
servicios, las finanzas y las comunicaciones fue la reacción a una crisis
económica prolongada, y no el salto que nos sacó de un viejo panorama desolado
para impulsarnos hacia un nuevo mundo feliz.
Aun así, es dudoso que
la mayoría de los radicales que cambiaron de opinión sobre el sistema entre las
décadas de 1970 y 1980 lo hicieran simplemente porque se hubiera reducido el
número de fábricas textiles existentes. Eso no fue lo que los indujo a
abandonar el marxismo, a la vez que las patillas y las cintas del pelo, sino
más bien su convencimiento creciente de que el régimen al que se enfrentaban no
iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente. No fueron tanto las ilusiones
despertadas por el nuevo capitalismo como la desilusión ante las escasas
posibilidades de cambiarlo la que resultó decisiva en ese sentido. Hubo, justo
es reconocerlo, un número sobrado de antiguos socialistas que racionalizaron su
pesimismo proclamando que, si no se podía cambiar el sistema, tampoco había
necesidad alguna de transformarlo. Pero lo que resultó concluyente de verdad
fue la falta de fe en una alternativa. Porque el movimiento obrero había
quedado tan maltratado y ensangrentado, y el retroceso de la izquierda política
era tan contundente, que el futuro parecía haberse esfumado sin dejar rastro.
Entre algunos de los componentes de las filas de la izquierda, la caída del
bloque soviético a finales de la década de 1980 no hizo más que profundizar el
desencanto. Tampoco ayudó que la corriente radical más exitosa de la era
moderna, el nacionalismo revolucionario, estuviera prácticamente agotado por
entonces. El factor que más contribuyó a engendrar la cultura del
posmodernismo, con su rechazo de los llamados grandes relatos y su anuncio
triunfal del «fin de la historia», fue el convencimiento de que el futuro iba a
ser simplemente más de lo mismo que ya teníamos en el presente. O, en palabras
de un eufórico posmoderno: «el presente con más opciones».
Lo que contribuyó más
que ninguna otra cosa a desacreditar el marxismo, pues, fue la sensación de
impotencia política que se había ido apoderando de mucha gente. Resulta difícil
mantener la fe en el cambio cuando el cambio mismo parece estar fuera del orden
de prioridades, aunque sea en el momento que más se necesita esa fe (a fin de
cuentas, si uno no se resiste a lo aparentemente inevitable, jamás sabrá cuán
inevitable era en realidad). Si los débiles de ánimo hubieran logrado aferrarse
a sus antiguas tesis durante un par de décadas más, habrían sido testigos de
cómo ese capitalismo exultante e inexpugnable a duras penas lograba mantener
abiertos los cajeros automáticos de las sucursales de los grandes bancos en
2008. También habrían visto todo el continente situado al sur del canal de
Panamá desplazarse decididamente hacia la izquierda política. El «fin de la
historia» parece haber tocado a su propio fin. Además, y en cualquier caso, los
marxistas deberían estar más que habituados a la derrota. Ya habían conocido
catástrofes mayores que esta. El sistema en el poder tiene siempre las
probabilidades de cara, aunque solo sea porque cuenta con más tanques que
quienes se oponen a él. Pero el desplome de tan embriagadores ideales y
efervescentes ilusiones como los de finales de la década de 1960 resultó
especialmente difícil de asumir por parte de los supervivientes de aquella era.
Así pues, lo que restó
plausibilidad al marxismo no fue un supuesto cambio de pelaje del capitalismo.
De hecho, la realidad fue justamente la contraria: en lo que al sistema
respecta, las cosas siguieron como siempre, pero más aún que antes. Lo irónico
de la situación, por lo tanto, es que los mismos factores que contribuyeron a
que el marxismo fuese objeto de rechazo otorgaban renovada credibilidad a sus
reivindicaciones. Se vio abocado a la marginalidad porque el orden social al
que se enfrentaba, lejos de tornarse más moderado y benigno, se volvió más
despiadado y extremo que antes. Y esto hizo que la crítica marxista de ese
orden resultara aún más pertinente. A escala global, el capital estaba más
concentrado y se comportaba de forma más predatoria que nunca, mientras que el
tamaño de la clase trabajadora no hacía más que aumentar en realidad. Empezaba
a vislumbrarse la posibilidad de un futuro en el que los megarricos vivieran
refugiados y parapetados en sus vecindarios exclusivos de acceso restringido y
protegidos por vigilancia armada de los mil millones aproximados de habitantes
de los asentamientos urbanos marginales, hacinados en sus fétidas casuchas y
rodeados por torres de vigilancia y alambradas. En semejantes circunstancias,
afirmar que el marxismo estaba acabado era como decir que los bomberos estaban
pasados de moda porque los pirómanos se habían vuelto más hábiles e inventivos
que nunca.
Como ya predijera Marx,
en nuestra propia época las desigualdades de riqueza se han profundizado hasta
niveles extraordinarios. La renta actual de un solo multimillonario mexicano
equivale a los ingresos de sus 17 millones de compatriotas más pobres. El
capitalismo ha creado más prosperidad de la que nunca antes había contemplado
la historia, pero el coste (por ejemplo, en términos de la indigencia casi
absoluta de miles de millones de personas) ha sido astronómico. Según el Banco
Mundial, en 2001, 2740 millones de personas vivían con menos de dos dólares al
día. Nos enfrentamos a un futuro probable de Estados nuclearizados en guerra
por el control de unos recursos escasos, escasez que es consecuencia en buena
medida del propio capitalismo. Por vez primera en la historia, nuestro modo de
vida preponderante tiene el poder no solo de engendrar racismo y propagar el
cretinismo cultural, de impulsarnos a la guerra o de conducirnos como ganado a
campos de trabajos forzados, sino también de erradicarnos del planeta. El
capitalismo actuará antisocialmente si le resulta rentable hacerlo, y hoy en
día eso podría significar una devastación humana de una escala inimaginable. Lo
que solía ser fantasía apocalíptica no es hoy más que sobrio realismo. El
tradicional eslogan izquierdista, «socialismo o barbarie», ya ha dejado de ser
una mera floritura retórica: nunca antes fue tan tristemente pertinente. En tan
funestas condiciones, como bien ha escrito Fredric Jameson, «es necesario que
el marxismo vuelva a hacerse realidad».
Las espectaculares
desigualdades de riqueza y poder, las guerras imperiales, la intensificación de
la explotación, el creciente carácter represor del Estado: si todas estas son
características del mundo actual, no lo fueron menos de la realidad sobre la
que el marxismo ha reflexionado tradicionalmente y contra la que lleva actuando
desde hace casi dos siglos. Es de esperar, pues, que tenga algunas lecciones
que enseñar al presente. De hecho, el propio Marx quedó especialmente
conmocionado por el proceso de extraordinaria violencia mediante el que, en su
propio país de adopción, Inglaterra, se fue forjando una clase obrera urbana a
partir de un campesinado desarraigado de su anterior entorno, y ese es un
proceso que Brasil, China, Rusia y la India están viviendo en la actualidad.
Tristram Hunt señala que el libro de Mike Davis, Planet of Slums, que documenta
las «apestosas montañas de mierda» que son los extensos asentamientos urbanos
marginales que nos encontramos en ciudades como las actuales Lagos o Dhaka,
puede ser leído como una versión puesta al día de La condición de la clase
obrera, de Engels. En un momento en el que China se está convirtiendo en la
fábrica del mundo, según Hunt, «las “zonas económicas especiales” de Guangdong
y de Shanghai evocan inquietantes reminiscencias del Manchester y el Glasgow de
la década de 1840».
¿Y si lo anticuado no
fuera el marxismo, sino el capitalismo en sí?
Marx creía, ya en tiempos
de la Inglaterra victoriana, que el sistema había perdido todo su fuelle.
Aunque en su momento de máximo apogeo había favorecido el desarrollo social,
pasado este, se había convertido en una rémora, más que en un factor de
prosperidad. Para él, la sociedad capitalista derrochaba fantasía y fetichismo,
mito e idolatría, por mucho que alardeara de su modernidad. La propia
explicación que esta daba a su éxito (una petulante fe en la superioridad de su
propia racionalidad) no dejaba de ser una forma de superstición. Si, por una
parte, el capitalismo era capaz de progresos asombrosos, en otro sentido estaba
obligado a correr denodadamente solo para seguir donde estaba. El límite final
del capitalismo, según comentó Marx en una ocasión, es el capital mismo, pues
la reproducción constante de este es una frontera más allá de la cual no se
puede aventurar. Así pues, este régimen histórico —el más dinámico de todos—
exhibe un curioso carácter estático y repetitivo. Y el hecho de que su lógica
subyacente se mantenga bastante constante es uno de los motivos por los que la
crítica marxista sigue conservando la mayor parte de su validez. Esta crítica
solo perdería vigencia si el sistema fuese verdaderamente capaz de romper con
sus propios límites y trascenderlos inaugurando algo inimaginablemente nuevo.
Pero el capitalismo es incapaz de inventar un futuro que no reproduzca
ritualmente su presente (el mismo de siempre, aunque, eso sí, «con más
opciones»).
El capitalismo ha
propiciado grandes avances materiales. Pero por mucho que su modo de
organización ha tenido tiempo de sobra para demostrar esa supuesta capacidad
suya para satisfacer todas las necesidades y las reivindicaciones humanas, hoy
parece más alejado de conseguirlo que nunca. ¿Cuánto estamos dispuestos a esperar
hasta que se muestre a la altura de lo que de él se espera? ¿Por qué
continuamos consintiendo el mito que abona la vana esperanza de que la fabulosa
riqueza generada por el modo de producción capitalista acabará llegándonos a
todos y a todas tarde o temprano? ¿Acaso sería el mundo tan indulgente (tan
prudentemente dispuesto a esperar la evolución de los acontecimientos) con
parecidas promesas incumplidas si estas vinieran de las filas de la extrema
izquierda? Por lo menos, los derechistas que admiten que siempre habrá
injusticias colosales en ese sistema, pero que así son las cosas, pues las
alternativas son aún peores, son más honestos (a su descarado modo) que quienes
predican que todo terminará saliendo bien. Si en el mundo hubiera personas
ricas y personas pobres en el mismo sentido en el que las hay negras y blancas,
entonces las ventajas de los acaudalados podrían acabar extendiéndose con el
tiempo a los necesitados. Pero decir que algunas personas están en la miseria
mientras otras llevan vidas económicamente prósperas se parece más bien a
afirmar que el mundo está dividido entre policías y delincuentes. El caso es
que lo está, pero que si nos quedamos únicamente en ese hecho, estaremos
ocultándonos a nosotros mismos la verdad: que es que hay policías precisamente
porque hay delincuentes.” (…)
(Fragmento de: Terry
Eagleton. “Por qué Marx tenía razón”)
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