Opinión
13/11/2019
William Kaliman, cabeza militar
del golpe de Estado
Estas
reflexiones respetuosas, en el más puro espíritu solidario, compartiendo el
sentimiento mayoritario de indignación que manifiestan las gentes honradas del
planeta frente a la brutal embestida fascista, las planteo para invocar la
conciencia que nos moviliza a derrotar este zarpazo y prevenir su repetición
contra otros pueblos hermanos. En ningún caso incurriría en la impertinente
pose de juzgar la actuación de los camaradas bolivianos ni en la arrogancia
intelectual de dictar cátedra en un debate que tiene por protagonista principal
al pueblo que hizo posible la creación del Estado Plurinacional de
Bolivia.
La salida
forzosa de Evo Morales de la presidencia es un duro golpe a la democracia
contemporánea, a lo mejor de la cultura ciudadana alcanzada por la humanidad, a
la convivencia intercultural y multiétnica como paradigmas de inclusión social
y respeto a la diversidad. El golpe de Estado en Bolivia es un retroceso
histórico a estadios autoritarios lacerantes que degradaron la vida en este
continente colonizado por Europa hace más de cinco siglos y recolonizado por el
imperialismo estadounidense desde la segunda mitad del siglo XIX.
Este asalto
fascista al gobierno boliviano, en el mero centro geográfico de Suramérica, es
una bola de polos lanzada con fuerza, cálculo y maña para tumbar todos los
pines de la pista. Es un ataque directo al corazón de nuestra tierra;
geopolíticamente es la conquista de la atalaya desde donde la fuerza enemiga
tendrá la visual preferente sobre el escenario de nuestros movimientos,
permitiéndole actuar con ventaja de altura y la cuesta a su favor.
El asunto
será saber por cuánto tiempo.
I
Bolivia en
el primer día sin Evo.
La historia
de luchas de los pueblos por su emancipación nos enseña que ningún proceso es
rectilíneo y ascendente; los altibajos y zigzagueos -incluso los retrocesos-
son escenarios propios de la dialéctica política. El momento coyuntural de
Nuestra América no escapa a las predeterminaciones coloniales que marcaron con
hierro candente el surgimiento de Estados débiles y dependientes en el sistema
de dominación internacional capitalista.
La
volatilidad del momento político latinoamericano (y mucho más allá), que no es
nuevo ni único en nuestra historia, sino más un fenómeno que emana de las
estructuras profundas de nuestra configuración socioeconómica, está siendo
azuzado por el fuelle de la crisis del sistema mundo dominante. Estas dos fuentes
de inestabilidad, la raíz colonial dependiente y –por ende- nuestra inserción
desventajosa en el aparato productivo mundial, forman una tenaza implacable que
exprime pueblos y quema proyectos políticos como hojas secas en la hoguera.
El tamaño de
las economías de los países antes colonias depredadas por el mercantilismo,
donde no se instalaron ni capitales industriales ni mucho menos se desarrolló
el capital humano en el aprovechamiento del conocimiento científico y las
tecnologías, condicionó la dependencia económica de éstos como rasgo
determinante en su condición de patrias explotadas por el mercado
transnacional. También la incapacidad estructural para absorber su población
económicamente activa, junto a las limitaciones financieras de los gobiernos
para atender necesidades crecientes de bienes y servicios, constituyen causas
permanentes de insatisfacción y malestar social.
De allí se
desprenden situaciones extremas como la migración masiva, los crónicos niveles
de desigualdad, los cinturones urbanos de miseria, la proliferación de
violencia criminal; más, estos fenómenos no ocurren mecánicamente, ni son
provocados por infestos maleficios, ellos son el resultado histórico de la
imposición de un modelo opresor a nivel internacional, que condena nuestros
pueblos a la condición de fuerza de trabajo sobreexplotada y consumidor de los
medios mínimos de sobrevivencia, y a nuestros países en despensa segura de esa
mano de obra barata, de recursos naturales como materia prima de negocios foráneos
y energías para mover la economía globalizada.
Para
continuar imponiendo ese sistema odioso, la acción sistemática de las fuerzas
hegemónicas imperialistas busca desenlaces en cada oportunidad, hasta en las
menos probables. Porque su mayor fortaleza no lo es exclusivamente el poder
bélico, también cuenta la inteligencia aplicada al estudio de nuestras
debilidades y la infiltración de agentes perturbadores. El rol desestabilizador
de los medios de información, de las redes tecnológicas, de las sectas
religiosas, ONGs, gremios conservadores y partidos políticos pro imperialistas,
corroe la unidad popular y gana adeptos a la causa enemiga. Esto sumado a la
captación de elementos importantes del aparato militar-policial, acechan como
hienas sobre toda posibilidad democrática de inspiración socialista.
Mención
aparte hay que hacer del estamento profesional devenido en elite oportunista,
empoderado en el engranaje burocrático, sin otro compromiso que no sean sus
aspiraciones pequeñoburguesas, muy prestos a servirle al capital en los
sofisticados patíbulos judiciales, usados para linchar y destruir la dirigencia
de izquierda.
Es pronto
para concluir teorías sobre el caso boliviano. Ni pretendemos asumir una tarea
que le es intrínseca al movimiento popular de Bolivia y sus vanguardias. La
confrontación clasista está en plena ebullición, y en este país hermano ésta va
asociada ancestralmente al componente étnico. Toca invocar la predicción de
Tupak Katari, tal como lo ha apuntado el célebre vicepresidente García Linera
al acompañar a Evo en su renuncia.
II
El alma de
la confrontación es la lucha interna entre conciencia colonizada e insurgencia
del espíritu revolucionario.
Necesitamos
analizar científicamente la relación del pensamiento colonizado, sus mitos
alienantes, su calado invisible en las conciencias colectivas, con la aptitud
política proimperialista de amplios segmentos de nuestras sociedades. La
ausencia de estudio de nuestra épica ancestral nos hace vulnerables al proyecto
de recolonización del imperialismo. La cultura de masas impuesta por la
lucrativa industria mediática transnacionalizada, exacerba el individualismo y
el consumismo como esquemas de éxito y bienestar. Mientras, los antivalores que
interesan al capital monopolista y a los centros hegemónicos neocoloniales, se
apoderan de la mente de nuestras juventudes, mediatizan parte significativa de
la clase trabajadora, poniéndolas al servicio de quienes son realmente sus
enemigos. Nos conminan a olvidar nuestra historia, nuestro pasado de luchas,
pero nos invaden la vida con sus leyendas supremacistas, eurocéntricas,
sectarias anglosajonas y mitologías judeocristianas para la sumisión.
Las
lecciones de estos días aciagos para la hueste bolivariana, indican que el
Estado como aparato opresor al servicio de las oligarquías, es capaz de llegar
mucho más allá del simple gobierno. La vocación represiva de las fuerzas
policiales y militares en el orden burgués, no desaparece con el advenimiento
de gobiernos populares, progresistas o de izquierda. En el caso latinoamericano
la experiencia nos enseña que esas instituciones no se subordinan al pueblo
trabajador, de donde seguro viene la mayoría de los uniformados; ellas portan
en su formación esencial, la paradójica función de ejercer la violencia estatal
contra los humildes en pro de mantener la sacra prevalencia del capital.
En el
esquema de dominación instaurado en Nuestra América por Estados Unidos en
complicidad con los cipayos criollos, las fuerzas represivas nacionales juegan
el rol de ejércitos de ocupación contra sus propios pueblos. Por eso es vital
al plan imperialista, desacreditar la herencia bolivariana, esa que es única
garantía de la unidad indisoluble del pueblo como fuerza armada al servicio de
la nación y la paz.
https://www.alainet.org/es/articulo/203232
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