Opinión
20/11/2019
La primera
mitad del siglo XX, llegando hasta la década de los 70, estuvo marcada por grandes
luchas populares contra el sistema capitalista. En ese marco de movilización
social, pudieron darse varios procesos revolucionarios: las ya clásicas
revoluciones obrero-campesinas de Rusia en 1917, China en 1949, Cuba en 1959,
Nicaragua en 1979, las que comenzaron a construir modelos sociales alternativos
al libre mercado; léase: socialismo, con logros espectaculares en todos los
casos.
Junto a
ello, a lo largo del siglo XX se registran otros alzamientos populares y
revolucionarios victoriosos, con características particulares, enmarcados en
largas guerras de liberación nacional, luchas antiimperialistas y populares
como Corea, Vietnam, Laos, Camboya, numerosos países africanos (Angola,
Mozambique, Libia, Etiopía, República Popular del Congo, Benín, Mali, Tanzania,
Ghana, Guinea). Todos ellos, también, se enfilaron hacia la construcción de
alternativas socialistas. Es decir: sociedades no regidas por la empresa
privada, la cual busca como fin último el lucro personal, no importando a qué
precio (destruyendo al ser humano y a la naturaleza).
Vale
introducir también para el análisis que aquí pretendemos al bloque de países de
Europa del Este, posteriormente signatarios de lo que se conoció como Pacto de
Varsovia (Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Alemania Oriental, Albania,
Rumania, Bulgaria), que desarrollaron un modelo de sociedad no capitalista, en
este caso bajo la égida de Moscú, que los transformó en sus satélites luego de
la Segunda Guerra Mundial. Aunque allí ese socialismo no surgió como producto
de una revolución popular obrero-campesina sino a partir del triunfo del
Ejército Rojo sobre los nazis, el paradigma reinante no era, hasta su caída
alrededor de los años 90 del pasado siglo, capitalista. A lo sumo, era un
capitalismo de Estado manejado por una burocracia que hablaba un lenguaje
“marxista”.
Incluso para
el análisis que aquí pretendemos, debería incluirse una serie de procesos
socializantes que, sin salirse en sentido estricto de los marcos del libre
mercado y la empresa privada, por la derecha fueron vistos como “socialistas”
y, por tanto, peligrosos para su lógica. Nos referimos a todos los progresismos
que se dieron para inicios del siglo XXI en Latinoamérica, impulsados en muy
buena medida por la Revolución Bolivariana de Venezuela y el carisma de su
conductor: Hugo Chávez, procesos siempre ligados de forma consustancial con sus
líderes: Brasil y el PT de Lula, Bolivia con Evo Morales a la cabeza, Ecuador y
la Revolución Ciudadana de Rafael Correa, Argentina y el matrimonio Kirchner-Fernández,
Uruguay y el carisma de Pepe Mujica.
En los
países socialistas, incluso con esta camada de progresismos de estos últimos
años a los que podría designarse como “socialdemócratas”, redistribucionistas
(“populismos” los llama la derecha), con marcadas diferencias entre sí incluso,
todos presentan elementos básicos que los distancian de planteos capitalistas
salvajes. En aquellos procesos históricos en que, alzamiento popular mediante,
claramente sí se construyó el socialismo, hay elementos comunes bastante
evidentes: las clases dominantes tradicionales (oligarquías terratenientes,
gran empresariado industrial y comercial) perdieron sus privilegios (teniendo
que marchar fuera del país en muchos casos) así como sus fuerzas armadas, las
que fueron transformadas en otra cosa, no al servicio de los tradicionales
propietarios sino a favor del nuevo Estado socialista.
En todos
estos procesos, con las grandes diferencias que pueden darse entre sí
inclusive, se comenzó a hablar un nuevo lenguaje popular, se intentó edificar,
en mayor o menor medida, una nueva ideología superadora de la anterior. Está
claro, y es imperioso marcarlo desde el inicio, que todos estos procesos
presentan marcadas diferencias. A veces, abismales. ¿Son todos socialistas?
Ello lleva a definir con claridad qué estamos entendiendo por “socialismo”.
Pero -y esto es lo que se quiere remarcar ahora- para la perspectiva
capitalista más amplia, cualquiera de estas iniciativas huele a peligro. Para
esta visión conservadora, la sola presencia de gente en la calle, la sola
mención de reforma agraria, de programas sociales, de pago proporcional de
impuestos (quien más tiene más paga) o de elevación del salario mínimo,
enciende las alarmas. Suena a “comunismo”, en otros términos. Y, por tanto: ¡peligro!
Es difícil
establecer con precisión cuál de todas estas experiencias es la más “pura” en
tanto socialismo. En realidad, no hay “pureza” posible; cada experiencia hace
lo que puede, siendo incomparable. El apego a los textos de Marx y Engels no es,
necesariamente, una garantía de nada. En los países de Europa del Este el
materialismo histórico era catecismo obligado, pero eso no constituyó una
verdadera revolución socialista. La prueba está que fue la misma población la
que pidió a gritos el regreso del capitalismo, viviendo esas burocracias pro
soviéticas como “dictaduras”. Libia, con la conducción de Muamar Gadafi y su
Revolución Verde, sin hablar un lenguaje estrictamente marxista, era el país
con el mayor ingreso per capita de toda África y con el menor porcentaje
de pobreza del continente. Otro tanto podría decirse de Bolivia, con el
gobierno del MAS y la presidencia de Evo Morales, la nación latinoamericana que
más creció (y más equitativamente repartió la renta) en los últimos años en
toda la región, nacionalizando los recursos naturales mineros. Era un
socialismo por vía democrática enarbolado por un indígena, que no tocó a la
oligarquía tradicional, visceralmente racista y despreciativa de los pueblos
originarios.
Por supuesto
no pueden compararse la Unión Soviética con Nicaragua, o la República Popular
China (hoy una economía monumental que está eclipsando a Estados Unidos) con,
por ejemplo, Etiopía, o Albania, o con el Ecuador de Rafael Correa, que nunca
se dijo abiertamente “socialista”. Son procesos distintos, con historias muy
diversas, con poblaciones totalmente disímiles. Si algo une a toda esa masa
difusa de sociedades es su declaración de “populares”, de preocupación por lo
social. El sistema capitalista, donde quiera que se dé, en una potencia como
Alemania o Japón, o en un país periférico como Pakistán o Perú, por ejemplo, no
tiene ninguna preocupación real por los oprimidos. Sucede que, en las potencias
capitalistas, esos oprimidos son su clase trabajadora, con un altísimo nivel de
consumo y de confort (con salarios mínimos mensuales de 1,500 o 2,000 dólares),
por lo que no se sienten, precisamente, golpeados por el sistema. Hacen parte,
en todo caso, del 10% de la población mundial que se beneficia del mercado
capitalista. En la gran mayoría del planeta, también capitalista, los
beneficios son para una escasísima clase dominante, que en muchos casos se
mantiene a fuerza de bayonetas. Para las grandes masas populares, la
subsistencia diaria es una aventura: no hay consumismo, y ni siquiera
satisfacciones mínimas.
Mucho cambió
en el mundo en estas últimas décadas. Lo que parecía un camino casi expedito
hacia una sociedad socialista cada vez más amplia, no está, no existe más. No
es objetivo del presente opúsculo analizar esos profundos cambios, pero no
podemos menos que ver que, en la actualidad, solo muy pocos países, apenas un
puñado, se reivindican como socialistas. China lo es, con un bastante raro,
llamativo y a veces incomprensible “socialismo de mercado”, manejado férreamente
por su Partido Comunista con planes a un siglo-plazo, pero que sin ningún lugar
a dudas le funciona en tanto unidad nacional, pues así construyó un modelo que
sacó de la pobreza a enormes cantidades de población y la elevó a la categoría
de superpotencia, con un crecimiento que no se detiene.
¿Qué pasó
con todos los progresismos latinoamericanos de inicios del milenio? No están, o
están en situación crítica. Venezuela, producto del ataque despiadado del
gobierno de Estados Unidos (pero habrá que anotar también: producto de
numerosos errores propios) resiste como puede, con un “socialismo del siglo
XXI” que cada vez hace más agua. Bolivia acaba de ser víctima de un golpe de
Estado visceralmente racista, que en pocos días está intentando revertir todos
los avances sociales obtenidos en una década y media (y, seguramente, volviendo
a poner los recursos mineros a disposición del capital transnacional). Los
demás países latinoamericanos, firmantes hace unos años de interesantes
tratados de unión y cooperación regional, como el ALBA, UNASUR o Petrocaribe,
son hoy gobernados por la derecha más recalcitrante, neoliberal y alineada con
Washington (Bolsonaro, Macri, Lenín Moreno).
México y
Nicaragua tienen un talante progresista. Pero, analizando fría y objetivamente
sus situaciones, en ninguno de ellos ni remotamente se está cerca del
socialismo: capitalismo neoliberal despiadado en el país azteca, con un
mandatario que, a lo sumo, llega a “buena gente”; y un capitalismo descarado
propiedad, en muy buena medida, de un ex comandante guerrillero en el país
pinolero, que no pasa de programas asistencialistas (con un discurso
antiimperialista en lo público, pero hipócrita en verdad). Fuera de los
espejismos que nos ofrecen estos ejemplos, la pregunta sigue en pie en relación
a los socialismos. El zapatismo, encerrado en la selva lacandona, no prospera
como proyecto alternativo para todo el país mexicano, por lo que su modelo
quizá no es el camino a seguir por las grandes masas empobrecidas.
El único
bastión que reivindica claramente el socialismo y se mantiene como país
socialista con innumerables logros a la vista es Cuba. De más está enumerarlos
aquí, porque no es ese el sentido del presente escrito. Solo a título de
ejemplo demostrativo: más allá de todas las insolentes críticas que la derecha
hace de continuo, la isla es la única nación de toda Latinoamérica libre de
desnutrición infantil y de analfabetismo, presentando índices de desarrollo
humano similares (o superiores) a muchas de las potencias capitalistas. “Hay
200 millones de niños de la calle en el mundo”, pudo decir orgulloso Fidel
Castro: “Ninguno de ellos vive en Cuba”.
¿Por qué,
mientras los progresismos de América Latina caen o languidecen, o se
transforman en experiencias impresentables, como Nicaragua, Cuba se mantiene
firme? Por dos motivos: 1) tiene una población realmente socialista, y 2) tiene
unas fuerzas armadas realmente alineadas con la revolución.
He ahí los
dos elementos vitales, básicos, indispensables para construir el socialismo. O,
si se quiere, para transformar efectivamente una sociedad capitalista. He ahí,
entonces, el mensaje que todas las fuerzas de izquierda deben visualizar y
valorar en profundidad. Si no se dan, no es posible mantener efectivamente un
proceso de transformación real, de beneficio efectivo y sostenible para la
población. Es, como dijera Rosa Luxemburgo analizando la revolución bolchevique
de 1917: “No se puede mantener el “justo medio” en ninguna revolución. La
ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo
vapor hasta la cima de la montaña de la historia, o cae arrastrada por su
propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos
que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino,
arrojándolos al abismo”.
En otros
términos: los procesos a medias, reformistas, que tocan lo superficial pero no
cambian la raíz del asunto, están condenados al fracaso. La experiencia lo
demuestra. ¿Qué es el socialismo? El producto de una transformación radical que
tiene como presupuesto a la gente, la población de a pie, el pobrerío en su
conjunto (trabajadores varios, obreros, campesinos, amas de casa, estudiantes,
desocupados, intelectuales y artistas comprometidos con el proceso de cambio)
“haciendo fuerza” en la calle. O, lo que podría decirse de otro modo: poder
popular, real y efectivo poder popular, emanado de la gente de carne y hueso, y
no de acuerdos cupulares, de “buenas intenciones” de autoridades con mayor o
menor dosis de mesianismo.
Ningún
proceso popular de cambio puede darse sin la población. Por eso, los
progresismos que aparecen como producto de una elección en los marcos de la
democracia fijada por el sistema capitalista no pueden ir más allá. Guatemala
en los años 1940/50 con un interesante proceso nacionalista modernizador, Chile
en la década de 1970 con importantes avances político-sociales hacia la
izquierda, cuando intentaron tensar/romper el marco capitalista en que se
movían, aún con grandes avances sociales para sus respectivas clases
trabajadoras, fueron detenidos sangrientamente (cruentos golpes de Estado al
viejo estilo, con tanques de guerra, muertos y mucha sangre). Otro tanto puede
decirse del MAS en Bolivia actualmente (con un golpe de Estado con técnicas más
sofisticadas, pero que no deja de apelar a la fuerza bruta cuando las clases
dominantes y el imperialismo lo necesitan). Si no se cuenta con la fuerza de
las armas, no es posible el cambio. “El poder nace del fusil”, expresó
acertadamente Mao Tse Tung. La experiencia lo evidencia.
Y si el
cambio se da, no se puede mantener si no es con ambas cosas mencionadas: con
unas fuerzas armadas realmente alineadas con la revolución, como pasa en
Venezuela y en Cuba, y con una población efectivamente preparada en la ética
socialista (como solo Cuba la tiene). Por eso, el único país que combina ambos
factores es Cuba; de ahí que puede seguir victorioso.
Prepararse
para el socialismo significa impulsar una fuerte, muy fuerte concientización
ideológico-cultural novedosa, que rompa los esquemas capitalistas (consumistas,
individualistas, no-solidarios, entronizadores de la banalidad). Es fomentar
nuevos valores, una nueva ética, una nueva manera de entender y construir el
mundo. Ningún progresismo de los que se han visto estos últimos años puso
especial énfasis en eso: sin tocar hondamente la efectiva propiedad de los
medios de producción, se siguió apelando al consumismo, no se atacó en
profundidad todo el legado histórico de una ideología individualista y
patriarcal (en Venezuela todavía se ponderan las Miss Universo, por ejemplo, o
se vanagloria la renta petrolera; o en Argentina el próximo mandatario Alberto
Fernández pide no salir a la calle a manifestar (¿el voto alcanza para la
protesta?), mientras Juan Domingo Perón, figura intocable del progresismo del
país, pedía en su momento ir “De la casa al trabajo y del trabajo a su casa”).
¿Por qué
Cuba, pese a décadas de agresiones infinitas y bloqueo inmisericorde, se
mantiene y su población realmente obtiene beneficios del socialismo? Porque se
cumplen ambas condiciones: defensa del proceso asegurada con las armas (fuerzas
armadas y población en su conjunto) y ética revolucionaria con población
siempre movilizada en todo sentido. Si no, la caída de las experiencias
reformadoras está asegurada.
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