Pensemos en las
detenciones masivas a periodistas, estudiantes y defensoras de derechos humanos
La gran
mentira del Estado consiste en decir “Soy democrático” cuando se acoge más a lo
que dice la ley que al clamor creativo y potente de una comunidad que se mueve
y que se moviliza. Imaginemos una comunidad que comprende esta simple, radical
y cautivadora apuesta que llevan a cabo estos presos políticos y con ellos una
multiplicidad de voces que se unen a su defensa… como esta.
Christian Fajardo
Hubo un sueño por parte de los espíritus
liberales y progresistas. Creían que si ajustábamos nuestros ordenamientos
constitucionales haciendo prevalecer la libertad de la sociedad frente al
Estado, se iba a lograr aplazar al infinito la llegada de tiranías, autoritarismos
y totalitarismos. Otros creían que el Estado además de limitarse a los
asuntos meramente políticos podría incluso brindar los canales para que la
sociedad, si quisiera, pudiese participar de lo común. Lamentablemente los
sueños en muchas ocasiones son sueños, y más aún, cuando pretenden hacer
prevalecer marcos teóricos sobre una realidad compleja y cambiante.
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¿Por qué los sueños en este caso no son más que
sueños? ¿Necesitamos entonces abandonar las utopías para ajustarnos a una
cruel realidad y decirles a los soñadores que siempre estarán equivocados?
Para responder a esas preguntas quizás sea mejor decir que hay dos tipos de
utopías y por lo tanto de soñadores. Unos buscan implementar en la realidad
una “imaginería” ingenua que trata de hacer coincidir, por ejemplo, la
Democracia con el Estado. Creen que la expresión “Estado Democrático” es
completamente realizable si un pueblo es lo suficientemente maduro para
pensar y actuar “por sí mismo”, dejando a un lado sus deseos y “apetencias irracionales”.
La característica primordial de esta perspectiva consiste en pensar que la
historia, o la historicidad, no es más que un mero accidente ligado a las
apetencias circunstanciales, es decir, un conjunto de obstáculos que se deben
superar para lograr y realizar el ideal eterno de la libertad humana amparada
en el poder neutral de la soberanía estatal. Otros, en cambio,
construyen sus utopías tendiendo como eje fundamental ese accidente –y
catástrofe- de la historicidad. Su utopía no es imaginería porque
paradójicamente son más realistas cuando reconocen que en la sociedad hay una
historicidad ligada a unas apetencias, que más bien son razones,
primordiales que desajustan el final feliz de un “Estado Democrático”. Pero
¿Cómo este tipo de soñadores logran desajustar el final feliz del Estado
Democrático?
El argumento de estos soñadores es simple,
radical y cautivador: La historicidad o el fatídico accidente del conflicto
humano promovido por sus apetencias, que son más bien razones, no
es otra cosa que la Democracia misma, de ahí que sea un contrasentido pensar
que un Estado pueda llamarse “Democrático”. O en otras palabras, la
pretensión que busca poner fin a la historia de los conflictos humanos, a
través de un diseño legal, hiere de muerte a la democracia pues ésta, en
realidad, se opone a la ley y al gobierno. El argumento es simple porque nos
dice que la Democracia se opone al Estado y al gobierno. Radical porque
muestra el problema de la democracia de una forma concreta. Y es cautivador
porque nos invita a pensar la política y la democracia de una forma
diferente.
Comencemos por su simplicidad. La democracia es
una especie de fuerza instituyente que se crea en las relaciones entre seres
humanos. Nadie puede tener la democracia ni nada puede adquirir el adjetivo
de “democrático” porque no pertenece esencialmente a una persona o a una
entidad. La democracia entonces circula entre nosotros y nosotras, y por eso
existe sólo cuando ponemos en marcha una común apuesta por modificar nuestro
mundo, nuestro entorno o nuestros imaginarios. La democracia cobró existencia
cuando los trabajadores y las trabajadoras lograron adquirir derechos
laborales, y también cuando la división del trabajo al interior de nuestros
hogares se puso en discusión, mostrándonos que en nuestra vida cotidiana y
doméstica se tejen relaciones de opresión en la que los hombres sacan
provecho del trabajo y de la existencia de las mujeres. La fuerza instituyente
de la democracia es una corriente siempre viva de energía que irrumpe en la
permanencia en lo inmóvil y en lo petrificado, por eso la democracia se opone
al Estado. ¿Esto quiere decir que la Democracia busca la abolición del
Estado?
La anterior pregunta nos arroja a la radicalidad
de la utopía de los que creen en la democracia. La democracia no busca la
abolición del Estado en sí mismo, sino más bien, como lo enunciaba Marx en
18431, la abolición del Estado político. Esto significa que la
democracia no pretende negar al Estado ni mucho menos busca aniquilarlo. La
democracia simplemente denuncia el hecho de que la política y el poder
decisorio sobre los asuntos comunes tengan que tomarse en las instancias
estatales. Por eso, los actos democráticos se manifiestan para mostrar que la
política y el espíritu público habitan entre los seres humanos y no en las
leyes. De ahí que la lucha por la emancipación de estos utopistas sea por
denunciar la vil mentira de concebir al Estado como un “Estado Democrático”.
Finalmente, esta denuncia radical es cautivadora.
Nos invita a pensar que la política se instituye en la fuerza creadora de los
actos de seres humanos de carne y hueso. Sus actos efímeros habitan en
nuestra memoria y por eso circulan de generación en generación provocando que
nuevos seres humanos quieran emular las luchas de sus predecesores. Por su
parte, el mal llamado “Estado Democrático” busca dar a entender que la ley
fija los lineamientos para una vida en común armónica, de ahí que el impulso
vital de la democracia sea un riesgo para sus ansías de estabilidad y de
permanencia. Por eso arremete con todo el peso de su ley y de su soberanía
contra este impulso luchador.
En muchas ocasiones el Estado hizo desaparecer a
los verdaderos practicantes de la democracia, en otras simplemente los acusó
de ser criminales y terroristas, y en otras, intentó negociar para ver si
convence a estos presuntos inadaptados de lo justas que resultan las leyes
estatales.
El mal llamado Estado Democrático miente al
criminalizar la protesta. Miente al capturar a espíritus utópicos que en su
quehacer diario buscan contribuir a crear medios informativos diferentes, a
soñadoras que defienden los derechos de las mujeres, a jóvenes rebeldes que
buscan hacer realidad una educación de calidad y gratuita para todas las
personas. La gran mentira del Estado consiste en decir “Soy democrático”
cuando se acoge más a lo que dice la ley que al clamor creativo y potente de
una comunidad que se mueve y que se moviliza. Imaginemos una comunidad que
comprende esta simple, radical y cautivadora apuesta que llevan a cabo estos
presos políticos y con ellos una multiplicidad de voces que se unen a su
defensa… como esta.
***
1Sin duda
alguna quien interpreta esta afirmación de Marx de una forma radical e
interesante es Miguel Abensour en “La democracia contra el Estado”. Ver,
(Abensour, M (2006) La democracia contra el Estado. Buenos Aires:
Coluhue.
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