Víctor M. Toledo
Justo dentro de dos semanas la ciudad de México
será escenario de un acto estelar de enorme trascendencia. Durante tres días
cerca de 50 investigadores, expertos, representantes de organizaciones
internacionales y de oficinas públicas y organizaciones sociales del campo,
procedentes de 18 países debatirán acerca del dilema alimentario que hoy se ha
hecho evidente en todo el mundo. Se trata del Encuentro Internacional sobre
Economía Campesina y Agroecología que organiza la Asociación Nacional de
Empresas Comercializadoras de Productores del Campo (ANEC), junto con otras
instituciones, fundaciones y universidades, y que pondrá en el centro de la
discusión temas como el diálogo de saberes, las políticas públicas, los
movimientos sociales, el cambio climático y la agricultura urbana (ver: www.anec.org.mx). El encuentro resulta relevante
porque, a diferencia de otros congresos, en este caso el debate llevará como
marco y eje el dilema entre el modelo agroindustrial y el modelo agroecológico
de producción, circulación y consumo de alimentos. El primero es impulsado por
las políticas neoliberales y su motor explícito o implícito son los
agronegocios. El segundo surge desde hace unas tres décadas como una
alternativa científica y social de carácter emancipador y ha tenido una enorme
difusión e influencia en Latinoamérica, a tal punto que puede hablarse de una
revolución agroecológica en la región (https://goo.gl/BrKDyi
)
Esta plataforma para la discusión tiene como
antecedentes dos descubrimientos (y reconocimientos) cruciales de la FAO, que
ponen en tela de juicio tesis mantenidas durante décadas. A partir de
estadísticas globales y de los resultados de investigaciones científicas
pertinentes y críticas, la FAO vino a mostrar que son los pequeños productores
de carácter familiar, ensamblados o no en comunidades tradicionales, quienes
generan la mayor parte de los alimentos que hoy consume una población de 7 mil
millones. Ello llevó a esa organización a declarar 2014 Año de la Agricultura
Familiar. La creencia dominante era que los alimentos procedían
mayoritariamente de la agricultura industrializada y basada en máquinas,
agroquímicos, transgénicos, petróleo y un modelo de especialización productiva
que reduce o elimina la diversidad biológica y genética. Los datos reportados
contradicen esa creencia, confirmando la veracidad de estudios científicos que
revelaban la mayor eficacia ecológica y económica de la pequeña producción
familiar y/o campesina por sobre las grandes y gigantescas empresas agrícolas,
tal como lo mostraron los estudios de P. Rosset (1999), F. Ellis (1988) y de
quien esto escribe (2002).
A la posición de la FAO se vino a sumar un estudio
de la organización civil Grain que ajusta las cifras en función de la propiedad
de la tierra. El estudio de Grain (2009) es contundente: los pequeños
agricultores del mundo producen la mayor parte de los alimentos que se consumen
con sólo 25 por ciento de la tierra agrícola y en parcelas de 2.2 hectáreas en
promedio. Las otras tres terceras partes del recurso tierra están en manos de 8
por ciento de los productores: medianos, grandes y gigantescos propietarios
como hacendados, latifundistas, empresas, corporaciones, que por lo común son
los que adoptan el modelo agroindustrial. Esto hizo retornar a la mesa de las
discusiones internacionales un tema vetado por peligroso: el de la equidad o
justicia agraria, la inaplazable necesidad de reformas agrarias por todo el
mundo.
A las revelaciones de la FAO y Grain siguió algo
más. El Grupo ETC hizo visible la existencia de dos sistemas diferentes de
producción, circulación, transformación y consumo de alimentos en el mundo: el
agroindustrial, que conforma cadenas, y el premoderno, basado en las redes
tradicionales que han existido y se han actualizado de acuerdo con las
circunstancias de cada región y país. El modelo agroindustrial habla de una
cadena alimentaria, con Monsanto en un extremo y Walmart en el otro, una cadena
sucesiva de empresas agroindustriales, fabricantes de insumos (semillas, fertilizantes,
pesticidas, maquinaria) y tecnologías diversas como los organismos
genéticamente modificados (transgénicos), vinculadas con intermediarios,
procesadores de alimentos y comerciantes al menudeo. Sin embargo, la mayor
parte de los alimentos en el mundo no siguen el camino de la cadena; los
alimentos se mueven dentro de múltiples redes: 85 por ciento de los alimentos
que se producen es consumido dentro de la misma ecorregión o (al menos) dentro
de las fronteras nacionales. Y la mayor parte se cultiva fuera del alcance de
la cadena de las multinacionales (ETC, 2009). A diferencia del modelo
agroindustrial, la agroecología toma como punto de partida estas redes
tradicionales y la experiencia ganada durante casi 10 mil años de
experimentación agrícola y pecuaria por los actuales pequeños productores
campesinos, indígenas, horticultores, pequeños ganaderos y pescadores
artesanales.
La producción suficiente de alimentos sanos,
nutritivos, baratos y accesibles es uno de los eslabones claves en el equilibrio
entre la población humana y los recursos y servicios de la naturaleza, porque
de ello depende no sólo la salud, sino la supervivencia de la especie y la
salud o equilibrio del ecosistema planetario. El modelo agroindustrial pone en
entredicho todo el andamiaje de la civilización moderna y requiere repensar los
principales postulados y valores del mundo actual, y en el caso de la
generación de alimentos debe considerar un cambio radical tanto en los modelos
de producción como en la totalidad del sistema alimentario. No solamente se
debe saber coexistir con la naturaleza y sus procesos en todas las escalas,
como sugiere la agroecología; también debe partirse del rico bagaje y
experiencia de las culturas rurales, pues no se puede construir una modernidad duradera
más que a partir de la innovación y perfeccionamiento de lo que ya existe, no
de su supresión u olvido. Estamos entonces ante un cambio de paradigmas, ante
una metamorfosis civilizatoria, y como hemos visto, el debate alimentario no
escapa a ello.
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