03-08-2015
Retomo de Santiago Alba Rico1 el
término “hiperdemocracia”, que también usara en su momento, desde una opuesta
perspectiva de elitismo demofóbico, Ortega y Gasset2.
No obstante, en ambos casos remite a una especie de particular condición
paradójica de la democracia. Del mismo modo que en algunos fenómenos a veces
ocurre que “menos es más”, en el fenómeno democrático acontecería lo contrario:
que en determinados respectos o circunstancias la democracia puede suponer
paradójicos “excesos” en los que satisfacer la siempre deseable demanda de “más
democracia” implicaría obtener, sin embargo, menos democracia. En esas
condiciones, la demanda hiperdemocrática constituye una demanda falaz, y lo que
aquí se pretende es definir tres formas concretas que suele adoptar esta
falacia.
Estas líneas tienen su motivación inmediata en los
debates y polémicas surgidos en el entorno de Podemos a partir de la iniciativa
de Ahora en Común. Sin embargo, este tipo de debates han acompañado a Podemos
casi desde el inicio de su itinerario democrático, e igualmente acontecen fuera
de su entorno pues remiten al desarrollo y concreción de la propia democracia.
Con este doble enfoque se apunta aquí el sentido de estas tres falacias de la
hiperdemocracia: la falacia de la integración, la falacia del fin último y la
falacia de la participación.
La falacia de la integración
La falacia de la integración, del consenso o de la
confluencia está estrechamente emparentada con la falacia del término medio. Es
sabido que Aristóteles3
establece la virtud ética o de la acción como el término medio entre los
extremos del exceso y el defecto, pues es dicho término medio, en el ejercicio
de las facultades propias, el que permite el mejor desarrollo de las mismas
(comer, por ejemplo, resulta virtuoso o saludable hacerlo en cierto término
medio, sin exceso ni defecto). El propio filósofo, sin embargo, advierte sobre
la inadecuación de extrapolar este carácter virtuoso del término medio hacia
cualesquiera otras acciones, y en especial sobre aquellas que son buenas o
malas en sí mismas (el homicidio, por ejemplo, aparece como algo malo en sí
mismo, carente de término medio virtuoso). De hacerlo caeríamos en la falacia
del término medio, aplicando erróneamente el criterio de la virtud ética allí
donde no corresponde y, por tanto, donde lo mejor no resulta equidistante, sino
ubicado en un extremo.
De forma análoga, el consenso, la confluencia o la
integración de distintas posturas aparece, por lo general, como algo positivo y
deseable. Pero también ocurre que hay posturas irreconciliables, tesis
contradictorias y diferencias nucleares. No todo es integrable y no siempre la
supuesta integración es lo mejor y más deseable. Omitir este tipo de
circunstancias puede llevarnos a caer en la falacia de la integración, buscando
integrar lo contradictorio, insistiendo en obtener el consenso o la confluencia
allí donde quizá no es posible.
Ejemplo de falacia del término medio, por desgracia
demasiado habitual, es la reivindicación de imparcialidad o equidistancia en el
ámbito del periodismo ante situaciones de opresión e injusticia, pues semejante
neutralidad valorativa en la información, como ha denunciado Pascual Serrano4,
solo implica complicidad, asentimiento tácito y omisión encubridora en el
ejercicio de la desigualdad entre la víctima y el verdugo. No menos ilustrativa
resulta la pretendida superación de la oposición entre izquierda y derecha
políticas por un supuesto “centro” equilibrado e integrador, siendo esta una
falacia, por cierto, atribuida a Podemos con errónea insistencia, confundiendo
en dicha atribución el centro como categoría política regulativa con la
centralidad del sentido común propio de la dimensión social.
De igual manera, en la transformación democrática
de la sociedad a menudo se impone la elección entre estrategias políticas
distintas e incompatibles, cuya imposible articulación coherente exige apostar
por una u otra vía para eludir el agotamiento inoperativo propio de toda
ambigüedad contradictoria. Este es el caso de la estrategia de la centralidad o
verticalidad transversal, lanzada por Podemos y avalada democráticamente por la
ciudadanía, frente a la estrategia del bloque o frente de izquierdas. No es
objeto aquí discutir cuál de estas dos estrategias es mejor o correcta, pero sí
señalar que la pretensión de reivindicar la confluencia entre ambas en aras de
una “mayor” democracia yerra de pleno, pues allí donde la integración carece de
consistencia la única opción democrática es la votación y elección de una
desestimando la otra, tal como de hecho aconteció, y no la reivindicación de un
imposible consenso. Y claro está que, una vez legitimada así la decisión, la
hipotética pretensión de cambiarla sin previa votación revocatoria no
destacaría precisamente por su cariz democrático, y sí más bien por la
explícita ausencia del mismo.
La falacia del fin último
La democracia presenta una doble faz política de
fin y medio. Es un fin en sí mismo, un objetivo prioritario de constitución y
equiparación jurídico-política de la ciudadanía. Pero la democracia también es
un medio, el instrumento político mediante el cual postulamos alcanzar mayor
legitimidad y eficacia en la implantación de aquellas medidas de justicia e
igualdad que deben conformar el objetivo explícito de la transformación social.
Ambos aspectos -fin y medio- resultan relativamente independientes y, en
determinadas ocasiones, incluso contrapuestos, siendo entonces inevitable
priorizar uno frente al otro. En tales casos, además, no hay solución teórica a
priori, pues sólo a partir de las circunstancias concretas tendrá fundamento la
hipótesis, igualmente contingente, de cuál aspecto priorizar y cuál subordinar.
La falacia del fin último, sin embargo, presupone que la democracia es siempre
y solo un fin último político, nunca un medio, o bien que su dimensión política
instrumental se encuentra esencialmente subordinada a su naturaleza de objetivo
político, representándose así ésta de manera absoluta e incondicional.
Cabe señalar que esta condición política dual de
fin y medio trasciende la democracia y remite a dimensiones del propio estado
de derecho, que reconoce así la posibilidad del “estado de excepción”, donde la
división de poderes queda parcial o temporalmente suspendida ante la
insuperable urgencia de determinadas circunstancias medioambientales, bélicas o
económicas. Cualquier suspensión de la división de poderes, por precaria que
sea, constituye un riesgo en sí misma. Sin embargo, en situaciones concretas, entendemos
que el tiempo implicado en la gestión burocrática de decisiones a través suyo
implica un riesgo muy superior. Consideramos así la división de poderes también
desde una perspectiva instrumental y, cuando en las circunstancias señaladas
adopta un claro carácter obstaculizador, estimamos conveniente su anulación
transitoria.
Volviendo a nuestro tercio, resulta evidente hasta
qué punto Podemos se ha visto obligado a seguir un ritmo frenético constante
desde su mismo nacimiento, apurando al límite cada fecha electoral, para
configurar una alternativa sólida de poder institucional, y cómo en este
proceso a contrarreloj ha sido preciso equilibrar el compromiso democrático
interno con la premura de los plazos. De manera forzosa, este equilibrio ha
debido limitar los procesos democráticos más allá de lo deseable en un contexto
ideal. Pero las críticas por ello recibidas a menudo olvidan que quizá no había
mejor alternativa. Toda cesión en el proceso de configuración de una estructura
política emergente corre el riesgo de no poder revertirse. Pero toda demora
actual en ese mismo proceso arriesga nada menos que la opción de acceder al
poder institucional y transformar -democráticamente además- la propia sociedad.
Según intento argumentar aquí, apreciar lo primero y desestimar lo segundo
implica una suerte de fetichismo hiperdemocrático concretado en la falacia del
fin último, ignorando que la democracia también es un medio cuyo valor
instrumental debe ponderarse en función del contexto, y que “la prudencia consiste
en saber conocer la naturaleza de los inconvenientes y tomar por bueno el menos
malo”5.
La falacia de la participación
Aunque suele establecerse la división entre democracia
participativa y representativa, también puede afirmarse que toda democracia
tiene su fundamento último en la participación ciudadana, pues la propia
democracia representativa obtiene su legitimidad sólo a partir de la
participación popular en la elección de los representantes políticos, así como
también en su control y posible revocación. De esta manera, la participación de
la ciudadanía en la totalidad de asuntos que atañen al bien común constituye el
ideal regulativo de la democracia.
No obstante, en la realidad social concreta la
participación democrática evoluciona según la forma de campana o curva de
Gauss: cuantas más posibilidades hay de participación más aumenta la
participación efectiva, pero esta dinámica sólo permanece constante hasta cierto
punto a partir del cual se invierte la tendencia y acontece justo lo contrario,
que a mayor número de mecanismos participativos más aumenta el abandono
generalizado de los mismos. La mayoría de la gente sí quiere participar en los
asuntos que les atañen si se les brinda la oportunidad real de hacerlo. Pero la
mayoría de la gente no puede participar constantemente sobre asuntos cuyos
detalles ignoran y para cuyos debates no tienen tiempo, recursos y, a menudo,
tampoco ganas de participar. Muchas de estas limitaciones, desde luego, podrían
paliarse mediante mecanismos de muy diversa índole que permitan incrementar la
igualdad y libertad de todas en nuestra vida social y cotidiana. Pero este
complejo camino, que sin duda debemos transitar, presenta hoy por delante un
largo recorrido y, aun así, carecerá siempre de punto final, pues siempre
topará con limitaciones insoslayables, de naturaleza social y personal, por
mucho que logre desplazarse el horizonte de las mismas.
La falacia de la participación olvida todo este
fenómeno descrito, mistifica la participación democrática en detrimento de la
representación, identifica la posibilidad participativa con su materialización
efectiva y presupone un ilimitado campo de ampliación democrática basado en la
participación. Pero lo cierto es que, sin el desarrollo paralelo de sólidas
medidas coadyuvantes para las condiciones de vida actual, la ampliación de las
opciones participativas más allá de cierta cota, al exigir una disponibilidad y
motivación de las que carece la mayor parte de la ciudadanía, reduce el campo
de la participación democrática al limitado círculo del micromundo activista.
La falacia de la participación es un ejemplo paradigmático de aquellas
ocasiones en las que satisfacer una demanda ciega de “más democracia”, en este
caso participativa, supondría materializar, sin embargo, menos democracia real.
Notas:
1 Santiago Alba Rico, “El lío de Podemos y los tres
elitismos” (Cuarto Poder, 4 de octubre de 2014: http://www.cuartopoder.es/tribuna/2014/10/04/el-lio-de-podemos-y-los-tres-elitismos/6325
).
4 Pascual Serrano, Contra la neutralidad
(Barcelona: Península, 2011). Cabe objetar que Serrano identifica neutralidad e
imparcialidad también con objetividad, mientras que en las situaciones de
injusticia acontece una vulneración de valores y derechos objetiva y
descriptible como tal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario