A Gustavo Marín
En Maras, a 38 kilómetros al noroeste de la ciudad
del Cusco, en Los Andes peruanos, se encuentra el hoy sitio arqueológico de Moray.
Una impresionante obra de ingeniería que se extiende por 37 hectáreas de
terreno, con casi 2.500 metros de perímetro en su contorno circular.
La materialidad
Se trata de un sistema de colosales cavidades
circulares y semi circulares, que aprovechan los desniveles de las montañas
andinas para construir hundiéndose hacia abajo, escalonadamente, terrazas
artificiales de piedra y tierra para la siembra, llamadas andenes, que hacen
posible lo imposible, producir agricultura en escarpadas laderas con pendientes
cercanas a la caída libre.
A pesar de representar gigantescos hoyos en la
tierra, éstos no se inundan con las copiosas lluvias, debido al antiguo suelo
volcánico poroso y al uso de canales de desagüe subterráneos, parte de los
elaborados sistemas hidráulicos en los que estos pueblos fueron también
expertos (Farrington, 1988; Mitchel, 1981; Ravines y Solar, 1980). Y todo ello
en perfecto equilibrio ambiental.
Los andenes o plataformas están ordenados de manera
sucesiva y creciente, de los más estrechos abajo, hasta los más amplios arriba.
Desde el fondo hasta la parte más alta, a través de 12 pisos de andenes, esta
construcción alcanza los 100 metros de altura en su vertical.
Es esa diferencia de altura entre los andenes la
que permitía a este laboratorio reproducir artificialmente, de manera gradual y
controlada, hasta 20 diversos pisos ecológicos y microclimas de Los Andes, con
una diferencia de más de 15 grados de temperatura entre los pisos más abajo y
los más arriba.
Allí, los Amautas, científicos andinos, podían
adaptar, hibridar y potenciar las más diversas especies vegetales, lo que
actualmente todavía llaman en algunas zonas andinas, “criar” la chacra (Grillo,
Rengifo, Valladolid, 1993; Grillo, 1996).
Este conjunto de elementos: ingeniería de andenes e
hidráulica y aumento de la capacidad productiva vegetal, permitían a las
autoridades incas la multiplicación de la producción agrícola y la abundancia
para todo el Tahuantinsuyu, el Estado panandino administrado por la élite inca
que encontraron los españoles.
El inicio de su construcción es anterior al
Tahuantinsuyu inca, aunque fue éste el que lo desarrolló a su máximo esplendor.
Este Estado fue una federación multi étnica de pueblos que recogió y proyectó
el legado tecnológico anterior de más de seis mil años de civilización andina
(Milla Villena, 2008).
La Responsabilidad
Parte crucial de ese legado fueron también las
regulaciones políticas inviolables que enmarcaban y limitaban las
relaciones de poder, dominación, conflicto y violencia entre esos pueblos.
La comunidad, el ayllu, como base fundamental, y la
reciprocidad y la cooperación complementaria entre la naturaleza (sallqa), los
humanos (runa) y las espiritualidades (huacas), eran principios que determinaban
la irrenunciable responsabilidad de la élite meritocrática dominante para con
el bienestar creciente de todos los pueblos que conformaban el Tahuantinsuyo
(Grillo, 1996; Rostworowski, 1988).
Por eso, en el Tahuantinsuyu, a pesar de existir contradicciones
y de que a veces se resolvían por la violencia, no se conocía la miseria,
el hambre ni la explotación. El Estado y su élite dominante tenían la
obligación inviolable de sustentar su autoridad en el bienestar creciente de
las poblaciones bajo su administración.
Aunque las fuentes tempranas españolas y la
posterior historiografía colonial ha resaltado o se ha limitado a las pocas
guerras que hubieron (no más de 10 entre más de 300 pueblos integrados), se
sabe con certeza que la mayoría de pueblos se integró sin guerras al Estado
panandino inca, después de que éste demostraba que era portador de abundancia y
bienestar, trayendo el regalo de abundantes productos agrícolas, textiles, y
nuevas obras de ingeniería, etc. (Roel, 2001; Rostworowski, 1988).
Era obligación de los gobernantes que ningún pueblo
del Estado panandino sufriera penurias materiales por sequía u otras razones,
incluso en los pocos casos en que éste hubiera sido integrado mediante la
coerción de la guerra. Por ello, se han encontrado en todo el Tahuantinsuyu más
de dos mil bodegas (colcas) en que se almacenaban y conservaban toneladas de
los más variados productos, agrícolas, textiles, cerámicos, etc., destinados
para cumplir con esta responsabilidad (Lumbreras, 1972 y 1981; Morris,
1981).
Sólo en el marco de esas regulaciones políticas, se
puede comprender esta vocación andina ancestral por los saltos tecnológicos que
multiplicaban la productividad, sin que existiera el lucro. Esta abundancia
alimentaria creciente permitía liberar personas del trabajo agrícola, tanto
como mano de obra comunitaria para nuevas obras de ingeniería, como para formar
más amautas en diversos conocimientos, que traían a su vez más abundancia y
bienestar a todos.
Aspectos políticos y sociales que, a pesar de la
inevitable colonialidad prejuiciosa de los primeros cronistas europeos, no
dejaron de asombrar a los invasores que venían de un mundo organizado
completamente sobre el saqueo y la explotación de los otros, que además sufría
de cíclicas oleadas de hambre que mataban a millones de personas.
No por casualidad el humanista inglés Tomás Moro
escribe su ficción política socialista “La Utopía” inspirado en dos décadas de
relatos sobre el “Nuevo mundo”, y la ubica al sur de Latinoamérica como un
relato de un navegante portugués de Américo Vespucio (Borges, 1995). Una
especie de antecedente de la inspiración que hoy reverdece en el paradigma
emergente del “Buen Vivir” (Huanacuni, 2010; Marañon, 2014; Niel, 2011;
Vanhulst, 2015).
Por eso, el Moray, laboratorio andino para la
abundancia, aparece también como una hermosa metáfora de un mundo perfectamente
posible basado sobre la Responsabilidad. Puede que no sea una casualidad que en
la actual encrucijada humana converjan los caminos de la memoria ancestral y el
Buen vivir con los del paradigma occidental de la Responsabilidad como nuevo y
crucial pilar ético.
No se trata, por supuesto, de verdades
indiscutibles, ni que la memoria ancestral andina sea absolutamente trasladable
a la actualidad.
Pero parte de las respuestas ante la crisis
civilizatoria en marcha lo son también los rastros de la reciprocidad y el
equilibrio humano y ambiental en Los Andes ancestrales. Ellos nos hablan desde
su sólido silencio, actualizando en el presente el regalo amoroso de su verdad.
¿Sabremos escuchar?
Ricardo Jimenez A.
Alianza para Sociedades Responsables y Sustentables
(AR21)
Cusco, Perú, septiembre de 2015.
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Enviado por Ricardo Jimenez
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