Hubert Krivine
Miércoles 10 de febrero de 2016
[En este
artículo se polemiza con el relativismo científico y su aceptación en algunas
universidades, argumentando que “si
el éxito de una teoría científica sobre sus competidoras se debe a la
constitución de un buen ‘grupo de presión’ que le asegure la mejor
publicidad, léase la mejor propaganda, más vale desarrollar en las
universidades el presupuesto de “comunicación”, asegurar la mejor de las redes
y desarrollar la visibilidad, la competencia y la ‘excelencia’. Esta concepción
cínica de la investigación científica motivada por el afán de poder se nutre de
paso del deseo de enriquecimiento personal”. Redacción.]
Un reloj parado
indica sin duda la hora exacta, incluso dos veces al día, pero no sabemos en
qué momento. Del mismo modo, la duda sistemática permite precaverse de los
errores o engaños, pero ignora igualmente la verdad que pasa. Al margen de las
satisfacciones intelectuales y a menudo mundanas que puede procurar, la duda
sistemática es por tanto igual de útil que un reloj parado. Sin embargo, desde
el punto de vista histórico, la duda ha desempeñado una función saludable:
hablamos de la “duda científica”, que ha servido para poner en tela de
juicio las verdades reveladas. En su forma más moderna, equivale a la noción
popularizada por Popper de que toda verdad, para ser científica, ha de ser
refutable. Una verdad científica “indiscutible” es por consiguiente un
oxímoron.
Creer una
afirmación únicamente cuando se tienen buenas razones para considerarla
verdadera puede parecer una banalidad, un comportamiento que sigue todo el
mundo. No obstante, a menudo ese “únicamente” hace que dicho
comportamiento resulte difícil de mantener. Los ejemplos abundan. Creer en un
paraíso en el cielo, como lo anuncia la Biblia, o en la URSS, como proclamaba
la propaganda de Stalin, son creencias fundamentadas en el bien que se espera
de ellas/1. Tal vez la religión calme el miedo a la muerte y la
astrología responda a las angustias, pero esto no las hace verdaderas. Las
“buenas razones” basadas en la ventaja (o el inconveniente) son de hecho
razones muy malas.
Lo mismo ocurre
cuando se juzga una información únicamente en función de su fuente. Que una
información provenga de la CIA hace que sea cuestionable, pero no la
descalifica con seguridad; después de todo, esos señores, cuando les conviene,
también pueden estar interesados en decir cosas que resultan verdaderas: el gulag,
queramos o no, existió efectivamente. El sacerdote Georges Lemaitre, presidente
de la Academia Pontificia, elaboró una teoría del “huevo primitivo” que
fue aplaudida inicialmente por el Papa como demostración del “hágase la luz”
de la Biblia. Aún así, esta teoría, actualmente llamada del big bang,
acabó siendo reconocida universalmente.
Pero ¿qué hay de
las “buenas razones” si nos negamos a basarlas en su utilidad a corto plazo? La
refutabilidad, la reproducibilidad, la universalidad, el principio de parsimonia,
la capacidad de prever, la coherencia, etc., son los atributos habituales de
una proposición considerada “científica”. Hay que añadir otro que por lo menos
es igual de importante, pero que curiosamente se menciona menos a menudo: su
encaje en el conjunto de conocimientos. Este encaje le confiere en cierto modo
un peso efectivo superior a la fuerza de sus meros éxitos locales. En otras
palabras, el peso de un conocimiento integrado, incrementado por el peso de
todos los demás/2. Los periodistas pueden escribir sin reparos sobre la
memoria del agua o la velocidad de los neutrinos superior a la de la luz, pero
la comunidad científica, asustada por la cadena de consecuencias, se muestra
más reservada. ¿Conservadurismo de la ciencia? Es posible, pero también está la
exigencia de que toda afirmación excepcional requiere pruebas excepcionales. No
olvidemos que esa misma comunidad aceptó la mecánica cuántica con su cortejo de
resultados alucinantes (el gato de Schrödinger, vivo y muerto al mismo tiempo;
un electrón que pasa simultáneamente por dos orificios, etc.).
Esta versión de la
validez de los conocimientos científicos se ve cuestionada radicalmente por los
defensores (o los herederos) del “programa fuerte”/3, para
quienes “el contenido de cualquier ciencia es social de cabo a rabo”.
Salvo ciertas variaciones, Bruno Latour, en su libro titulado Ciencia en
acción (Labor, 1992) se convirtió en vocero de estas concepciones. No
estamos seguros de que Latour siga coqueteando hoy en día con esta corriente
relativista, pero su obra tuvo un fuerte eco nacional e internacional. Un
comentario de Jacques Bouveresse sobre el filósofo alemán Oswald Spengler
(1880-1936) parece escrito a propósito de él: “Spengler –de quien algunos de
nuestros filósofos de la ciencia ‘posmodernos’, que conocen actualmente un
éxito parecido al suyo, no parecen haberse dado cuenta todavía de hasta qué
punto él se les había adelantado– se contentó con saltar inmediatamente a la
conclusión de que la realidad no existe, de que la naturaleza es una simple
función de la forma cultural variable en la que se manifiesta, es decir, que la
naturaleza es fruto de la representación que nos construimos de ella y no, como
se podía creer y esperar hasta ahora, a la inversa. Y llegó a la conclusión de
que las cuestiones epistemológicas
no son, a fin de cuentas, más que cuestiones de estilo, ya que los sistemas
físicos se distinguen unos de otros y se oponen unos a otros como las
tragedias, las sinfonías y las pinturas, en términos de escuelas, de
tradiciones, de maneras y de convenciones (esto es más o menos textualmente lo
que se afirma en La decadencia de Occidente).”
De forma resumida,
esta corriente de pensamiento considera que es ingenuo acudir a la naturaleza
–es decir, a la experiencia– como árbitro en las controversias científicas; o
en términos más sutiles, la ven como un mero argumento retórico suplementario.
Según ella, la noción de “verdad” científica es una impostura. En última instancia,
son los científicos los que fabrican los objetos que creen “descubrir”. ¿Qué
determina entonces el resultado de una controversia? Pues la relación de
fuerzas entre las distintas redes de personas (y máquinas) que protagonizan el
debate. Los científicos, dice Latour, “no utilizan la naturaleza como un
juez ajeno y, puesto que no hay ninguna razón para pensar que somos más
inteligentes que ellos, nosotros tampoco debemos utilizarla”.
También es típica
la afirmación de Isabelle Stengers (Les concepts scientifiques,
Gallimard, 1991): “Un concepto no está dotado de poder en virtud de su
carácter racional, sino que se reconoce que articula un planteamiento racional
porque quienes lo proponen han logrado vencer el escepticismo de un número
suficiente de otros científicos, a su vez reconocidos como ‘competentes’
[…].” Como sucede a menudo, con estos relativistas se pasa de una banalidad
verdadera (“si el concepto está reconocido”, significa que hay “un
número suficiente de otros científicos” que lo hacen) a una banalidad falsa
(este reconocimiento no debe nada a “su carácter racional”). Latour, al
igual que Stengers, no corren ningún riesgo y cubren todo el espectro de lo
posible afirmando que es la mejor red la que gana, pero no han dicho nada. En
cambio, cuando explican que la naturaleza, es decir, la experiencia y el encaje
de que hemos hablado antes, no desempeñan más que un papel de apoyo retórico,
dicen algo y ese algo es falso. Galileo se atrevió a afirmar, en contra de
Aristóteles y la Santa Sede, que las montañas de la Luna y los satélites de
Júpiter no eran artefactos de sus anteojos. Acabó ganando porque las montañas y
los satélites están ahí, simplemente.
¿Simplemente?
Ocurre que los satélites de Júpiter y las montañas de la Luna están ahí desde
hace miles de millones de años y nadie las había visto. Para apreciarlas se
necesitaba audacia, cierta curiosidad y sobre todo el anteojo de los
holandeses. Audacia, curiosidad y anteojo no caen del cielo, son sin duda
productos de una sociedad en un momento dado, pero esto no convierte las
montañas de la Luna en una construcción social. La historia de la “hipótesis
atómica” es análoga, pese a que el “anteojo” que permitió “ver” los átomos
no es lo mismo que un tubo provisto de una lente convergente en un extremo y
otra divergente en el otro, por no hablar ya del “anteojo” que ha permitido
“ver” el bosón de Higgs. Asistimos a la construcción de esta “largavista”, no a
la de los átomos. ¡América existía antes que Cristóbal Colón, como los
microbios antes que Pasteur!
Las teorías
relativistas no son muy conocidas y en todo caso carecen de influencia entre
los profesionales de la ciencia, que en general –y equivocadamente– no se
interesan por la sociología de la ciencia/4. Les hemos dado importancia
en la medida en que la tienen para ciertos periodistas “sabios” y responsables
políticos, e incluso para ciertos profesores. El Instituto de Estudios
Políticos de París (popularmente conocido por el nombre de “Sciences Po”),
que se supone que está formando a nuestras “élites” futuras, eligió a un
sociólogo como director científico: Bruno Latour.
Estas teorías no
son directamente responsables de las políticas científicas actuales, pero sí
constituyen excelentes compañeras de viaje de las mismas. En efecto, si el
éxito de una teoría científica sobre sus competidoras se debe a la constitución
de un buen “grupo de presión” que le asegure la mejor publicidad, léase
la mejor propaganda, más vale desarrollar en las universidades el presupuesto
de “comunicación”, asegurar la mejor de las redes y desarrollar la visibilidad,
la competencia y la “excelencia”.
Esta concepción
cínica de la investigación científica motivada por el afán de poder se nutre de
paso del deseo de enriquecimiento personal: de ahí la función de la prima al
mérito y la tendencia a hacer del factor h/5 el criterio
del valor de un científico y de la clasificación de Shanghái el de una
universidad. En el actual periodo de austeridad, se trata de una opción más
económica que la de una formación masiva y de experimentos costosos cuyos
resultados no están jamás garantizados. No se trata de detener la
investigación, sino de atribuirle su justo valor: el de un argumento más en la
retórica de la competencia. Lo trágico sería que esta filosofía descaminada se
convirtiera en un fenómeno autorrealizado. Entonces ya no se formará a
investigadores científicos, sino a ganadores o “comunicadores” deseosos de
hacerse un sitio en el mercado de los conocimientos. Confundir el interés de la
ciencia con el provecho conducirá pronto o tarde a la esterilización de
aquella.
18/12/2013
Hubert Krivine
es físico. Ha sido investigador en el Laboratorio de Física Teórica y Modelos
Estadísticos de la Universidad de París Sur. Es autor del libro La
Tierra, de los mitos al saber (Biblioteca Buridán, 2012); una presentación
del mismo se puede encontrar en: http://vientosur.info/IMG/pdf/VS130_Varios_Libros_VIENTOSUR.pdf.
Traducción: VIENTO
SUR
Notas:
1/ No se trata de nada nuevo, pues ya lo conocían los
antiguos. En latín se denomina argumentum ad consequentiam, el argumento
por la consecuencia.
2/ La socióloga estadounidense Susan Haack da una imagen
muy elocuente de esta imbricación de los conocimientos: a veces podemos
cambiar, en un crucigrama, una palabra a cambio de pequeñas modificaciones
puntuales, pero en general hay que rehacer todo.
3/ Asociado a los nombres de David Bloor y Barry Barnes
en la década de 1970.
4/ Weinberg, quien sí muestra interés, ha formulado, sin
embargo, a propósito de la filosofía en general, esta amarga observación: “Las
intuiciones de los filósofos han resultado provechosas para los físicos, pero
en general de un modo negativo: protegiéndoles de las ideas preconcebidas de
otros filósofos.”
5/ Llamado h-index en inglés. Un científico con
un índice h ha publicado h artículos que han sido citado por lo
menos h veces. ¡Un único número, por tanto, caracteriza a un científico,
y la clasificación puede encomendarse a una máquina!
No hay comentarios:
Publicar un comentario