La
Izquierda Diario
11-03-2016
Posiciones
antagónicas. Factores que revolucionan la vida vs. rendimiento del trabajo. El
sentido de una paradoja. Robots en todas partes salvo en las estadísticas.
El debate sobre el lugar de la robótica, la
inteligencia artificial, la genética y otras tecnologías de punta en el destino
de la economía capitalista, abrió paso a dos posiciones claramente antagónicas
en la teoría oficial.
Por un lado están quienes señalan que las nuevas
tecnologías se hallan a punto de dar paso a una gigante transformación en la
productividad generando una nueva revolución industrial, partera de un período
de auge económico. Los promotores de esta tesis, entre ellos los especialistas
Erik Brinjolfsson y Andrew MacAfee, autores de The Second Machine Age,
argumentan -como sintetiza
Michel Husson- que las nuevas tecnologías traen consigo “una buena y una
mala”. La buena es que beneficiará a los consumidores a través de una reducción
de precios, la mala es que en el transcurso de las décadas venideras se perderá
una parte considerable del empleo como consecuencia del reemplazo de trabajo
humano por robots. Según los autores y como cita Michael Roberts “nos estamos dirigiendo hacia un
mundo en el que habrá mucho más riqueza y mucho menos trabajo”. En concordancia
con esta tesis, estudios mencionados también por Roberts, auguran una
pérdida de 7,1 millones de empleos –no por crisis, sino por auge económico,
aclaremos- en las 15 principales economías durante los próximos cinco años al
tiempo que se crearán sólo dos millones de puestos nuevos.
Pero por otro lado están quienes podrían englobarse
bajo la denominación de “escépticos” de un futuro próspero resultante del
concurso entre tecnología y crecimiento económico. Autores como Robert Gordon
–un muy importante especialista norteamericano en productividad-, invierten la
causalidad. En The rise and fall of American Growth –un libro de reciente
publicación, centrado en la tendencia económica de Estados Unidos- Gordon
argumenta contra los “tecno-optimistas”. Aunque alberga cierto pesimismo con
respecto a la potencialidad de las actuales invenciones, su rechazo a la idea
de un futuro despegue espectacularmente rápido de la productividad se sustenta
en lo esencial en dos factores. La debilidad del crecimiento de la
productividad en la década previa por un lado y aquello que denomina los “vientos en contra” que afectan a la economía, por el otro.
La combinación de estas dos circunstancias es lo que lo lleva a presagiar, a la
inversa de los tecno-optimistas, un crecimiento económico futuro más débil que
en el pasado. Es de notar que lejos de la perspectiva de “fin del trabajo”,
Gordon identifica la escasez de mano de obra debida al bajo crecimiento
poblacional, como uno de los “vientos en contra” explicativos de la actual
fragilidad económica.
A los fines del análisis es necesario dividir el
problema de la productividad de aquel del trabajo aún cuando componen, sin
duda, un mismo asunto. Por razones de espacios comenzaremos con el primer
problema y abordaremos ambos en distintas entregas.
El sentido de la paradoja de Solow
Aunque es generalizada la idea del despliegue de un
avance tecnológico arrasador durante las últimas décadas, es preciso realizar
una distinción. Una cosa es el desarrollo indiscutible de factores que
revolucionaron gran parte de la vida en la tierra como la informática y la
telefonía celular u otros que prometen nuevas transformaciones como las
impresoras 3D, la robótica o la genética. Pero otra cosa muy distinta es en qué
medida dichos elementos tuvieron la capacidad de modificar el rendimiento de la
producción en su conjunto o, dicho de otro modo, la productividad del trabajo.
Aunque la productividad por supuesto se incrementó durante las últimas décadas,
su crecimiento se viene gestando a un ritmo decreciente desde los años ’70,
como lo confirman una multiplicidad de fuentes. De acuerdo con los datos que
aporta Gordon, mientras la tasa de incremento del producto por hora creció
en Estados Unidos a un ritmo del 2,82% anual en el período que se extiende
entre 1920 y 1970, lo hizo a un ritmo bastante más reducido del 1,62% en el
período comprendido entre los años 1970/2014. Si se toma en cuenta el concepto discutible pero muy en boga en la teoría económica
de Productividad Total de los Factores (PTF) que mide la velocidad a la que
crece la producción en relación con el incremento de trabajo e insumos de
capital incorporados, en Estados Unidos esta tasa se incrementó después de 1970
en apenas un tercio de lo que lo hizo entre 1920 y 1970. Por su parte Gabyn
Davies muestra que la productividad agregada de los países del G7
marca una tendencia declinante contrayendo su ritmo de crecimiento hasta 2,5%
durante la década del ’70 si se la compara con un valor cercano al 4% alcanzado
durante la década del 60’ y llegando posteriormente a rozar el 1% durante la
década del 2000.
Precisamente la contradicción entre la presencia
significativa de novedosos medios tecnológicos y su escaso impacto sobre la
productividad originó lo que hacia 1995 Robert Solow definió como la paradoja
que lleva su nombre. Decía Solow que “Podemos ver la era de las computadoras en
todos lados, menos en las estadísticas de productividad”. No obstante, es
cierto que poco tiempo más tarde las estadísticas comenzaban a reflejar la comunión
entre los ordenadores personales y las comunicaciones bajo la forma de
Internet, la navegación web y el correo electrónico. Como apunta Gordon entre
1996 y 2004 la productividad dobló la tasa de crecimiento promedio entre 1972 y
1996. Sin embargo, señala, el efecto se quebró en 2004 cuando el crecimiento de
la productividad retornó a las tasas promedio de 1972-96 a pesar de la
proliferación de las pantallas planas, las laptops y los smartphones en la
década posterior a 2004. Con lo que la paradoja de Solow retomó el centro de la
escena. Michel Husson sugiere que la llamada “nueva economía” que dio lugar al
reverdecer de la productividad por aquellos años, no fue más que un ciclo
“high-tech”. Robert Gordon resalta a modo de contraste que a diferencia de esos
pocos años, el estímulo que generó por ejemplo la electricidad en la eficiencia
industrial provocó un incremento de la productividad que se elevó con fuerza a
fines de los años ’30 y durante la década del ’40, dando origen a la notable
tasa media de crecimiento que se extendió en el prolongado período que se
desarrolla entre los años 1920 y 1970.
Por otra parte y volviendo a la actualidad, la tasa
de crecimiento de la productividad en Estados Unidos retornó luego de
aproximadamente 2005 a los débiles estándares del período, pero sufrió una
desaceleración significativamente más pronunciada en el curso de los años que
siguieron a la crisis de 2008. De acuerdo a datos
de Conference Board la productividad norteamericana declinó desde el 1,2% en
2013 hasta 0,7% en 2014 y la estimación para 2015 arrojaba un magro 0,6%. Mientras tanto
-y tal como señalamos desde esta misma columna- el crecimiento promedio de la productividad
laboral en las economías desarrolladas se desaceleró desde un 0,8% en 2013
hasta un 0,6% en 2014.
Finalmente el crecimiento acelerado de la
productividad en China y los llamados países “emergentes”, contribuyó durante
años a elevar significativamente el promedio mundial. En el gigante asiático la
tasa de crecimiento de la productividad alcanzó durante la década del 2000 un valor promedio del 10,7%. Sin embargo los límites del “modelo exportador” y la consecuente
disminución de su tasa de crecimiento, impusieron durante los años más
recientes una retracción en el incremento de la productividad. La tasa de
crecimiento de la productividad de las economías “emergentes” se desaceleró
desde el 3,4% en 2014 al 2,9% en 2015. Según Conference Board el principal
factor explicativo de este fenómeno hay que buscarlo en la ralentización
del crecimiento de la productividad china, aunque debe tenerse en cuenta
también el impacto del crecimiento negativo de la productividad en Rusia y
Brasil.
Erik Brinjolfsson y Andrew MacAfee, cuestionan que
las estadísticas podrían no estar reflejando fehacientemente la realidad. En un
extenso artículo de Foreing Affairs mencionado por Michael
Roberts, Martin Wolf señala que los tecno-optimistas “responden que las
estadísticas del PBI omiten el enorme valor no medido proporcionado por el
entretenimiento gratuito y la información disponible en Internet. Destacan la
gran cantidad de servicios baratos o ‘gratuitos’ (Skype, Wikipedia), la escala
de (…) entretenimiento (Facebook), y la incapacidad de contabilizar plenamente
todos estos nuevos productos y servicios (...) Por otra parte dicen los
tecno-optimistas que (…) en los productos y servicios digitales, la diferencia
entre el precio y el valor para los consumidores, es enorme.” Wolf –apoyándose
en gran parte en las concepciones de Gordon- les responde que por un lado hay
que considerar que “el ritmo de la transformación económica y social no sólo no
se aceleró sino que disminuyó en las recientes décadas.” Y que por el otro, los
aspectos planteados por los tecno-optimistas “son correctos pero no tienen nada
de nuevo: todo esto ha sido cierto repetidamente desde el siglo XIX. De hecho
las innovaciones pasadas generaron mucho más valor no conmensurado que las
relativamente triviales innovaciones actuales.” Entre otros múltiples aspectos
señala que es preciso “imaginar el pasaje de un mundo sin teléfonos a uno
provisto de ellos, o de un mundo de lámparas de aceite a uno con luz eléctrica
(...) Durante los dos últimos siglos los avances históricos han sido
responsables de generar un enorme valor no conmensurado. Los vehículos de motor
eliminan grandes cantidades de estiércol de las calles urbanas. El refrigerador
previno la contaminación en la comida. La introducción del agua corriente
limpia y las vacunas permitieron disminuciones drásticas en las tasas de
mortalidad infantil. (...) La introducción del ferrocarril, el barco de vapor,
el automóvil o el avión aniquilaron las distancias.” Sin soslayar la
importancia de los avances actuales, Wolf remarca que por ahora y aunque se han
introducido muchos cambios, el impacto de las nuevas tecnologías en la
productividad ha sido modesto, “las tecnologías más recientes destinadas a
fines generales –la biotecnología y la nanotecnología, como las más notables-
generaron hasta ahora poco impacto tanto económicamente como en términos
generales.”
A decir verdad los tecno-optimistas no hacen más
que explicar una paradoja apelando a la misma paradoja. Como también señala Michel Husson
hay quienes como Lawrence Mishel están parafraseando a Solow: “los robots están
por todas partes en la prensa, aunque sus rastros no aparecen en los datos”.
El dilema de los tecno-optimistas
La explicación al problema de la disminución del
crecimiento de la productividad no es sencilla ni existen posiciones que puedan
considerarse concluyentes. Se trata de una aguda discusión en curso. Desde esta columna y en otros trabajos, sintetizamos algunos de los principales
debates vigentes en la teoría económica oficial y propusimos algunos elementos
interpretativos propios. Distintos autores marxistas como los ya mencionados Michael
Roberts o Michel
Husson, por su parte, sugieren diversos elementos para construir una
hipótesis explicativa del asunto.
La debilidad de la inversión tiende a operar como
factor argumentativo común frente al escaso crecimiento de la productividad.
Tal como expusimos en Estancamiento secular, fundamentos y dinámica de la crisis,
la cuestión de la inversión constituye una problemática de larga data que
accedió a resoluciones parciales durante los ’90 y ‘2000, pero adquirió
particular intensidad a partir del año 2008. Asunto que se profundiza con la
reciente desaceleración de China y de los llamados “emergentes”. Para no
abrumar con datos, remitimos al lector a aquel trabajo.
Michael Roberts muestra una correlación interesante entre inversión y
productividad. Advierte que la única fase en la que la eficiencia económica se
incrementó drásticamente en Estados Unidos durante los 34 años de la revolución
de Internet y las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), se
produjo luego de un salto sorprendente en la inversión de capital en el área.
La productividad comienza a tomar impulso a partir del año 1997, esto es tres
años después del inicio de un fuerte incremento de la inversión que comenzó en
1994 y que correspondió mayormente al sector TIC. A partir de ese momento se
verifica, como da cuenta Roberts, una relación en la que por cada punto de
aumento de la inversión en el PBI, la productividad se incrementará en 0,86
puntos y 0,89 puntos 4 años más tarde. La productividad por hora llega a
alcanzar una tasa de crecimiento del 3,6% en 2003 representando el valor más
alto en medio siglo. Justamente el descenso de la inversión –que se recupera
luego de un fuerte bajón en 2001-, comenzó en 2005. No casualmente el mismo
momento en el que, como señalamos más arriba, la productividad retornaba a los
bajos parámetros del período.
Desde nuestro punto de vista el planteo de Roberts
resulta de gran interés para reflexionar sobre la pregunta del título. ¿Nos
encontraremos a las puertas de una revolución en la productividad? Traslademos
al presente la relación que unos años más tarde respondió -al menos
parcialmente- en la década del ’90 a la paradoja de Solow. Si estuviéramos
frente a un ciclo de fuerte inversión y bajo crecimiento de la productividad
como el de aquel entonces, tal vez se podría hacer un augurio semejante. Sin
embargo, si se considera que un gran dilema de los últimos años se concentra en
la inversión declinante que los promotores de la tesis del
estancamiento secular –y un amplio espectro que incluye hasta al FMI- definen
como un creciente “exceso de ahorro”, parece muy poco probable que nos
encontremos a las puertas de un boom de productividad. Esto dicho sin emitir
juicio de valor alguno respecto de la calidad de los nuevos adelantos técnicos.
La paradoja de Solow parece estar expresando un problema incluso más profundo
que aquel de los años ’90. De otro modo habría que preguntarles a los tecno-optimistas:
¿será que también están mal las estadísticas que reflejan la inversión de
capital?
Naturalmente
esta discusión remite una vez más a la compleja relación entre economía real y
burbujas que venimos abordando desde esta columna. Pero de esto hablaremos en una próxima
entrega.
LA ÍNTIMA HISTORIA ENTRE PRODUCTIVIDAD E INVERSIÓN
¿REVOLUCIÓN DE LA ROBÓTICA…? (II)
La
Izquierda Diario
25-03-2016
Pistas para
superar a optimistas y pesimistas tecnológicos. Multiplicidad de teorías para
el fenómeno del siglo. Ganancia vs. ganancia esperada.
|
Como
resaltamos en ¿Revolución de la robótica o estancamiento de la productividad?,
existe una correlación bastante intensa entre productividad e inversión de
capital. Recordemos que en términos fácticos y según constata Michael Roberts, en las décadas posteriores a los años ’70
el momento “top” de la productividad se produjo en Estados Unidos como
contracara del momento “top” de la inversión, entre mediados de la década del
‘90 y mediados de la década del ‘2000. Michel Husson
también expone esta correlación entre incremento de productividad e inversión
en capital fijo, material informático y software. Señala que inversión y
productividad en Estados Unidos se aceleraron conjuntamente durante el período
1995-2002, por comparación con su itinerario durante los años 1975-1995. Ambas
variables vuelven a disminuir subsiguientemente y toman una senda
particularmente descendente en los años posteriores al estallido de la crisis
2007/8. Un artículo de The New York Times mecionado por Rolando Astarita, especifica que la inversión productiva no
residencial neta promedio se hallaba por debajo del 2% del PBI en el año 2012.
Esto significa que luego de tres años de recuperación económica, la inversión
representaba menos de la mitad de su nivel promedio del 4% alcanzado en el
largo período que se extiende entre la Segunda Posguerra y el año 2000. Husson muestra que
esta situación permanecía sin cambios significativos al menos hasta 2014.
Concomitantemente el incremento de la productividad del trabajo –tal como
señalamos en la primera entrega de esta serie- se debilitó acompañando la
ralentización de la inversión y alcanzando una performance muy por debajo de la
ya apagada media de los años 1972-96.
Como digresión, permítasenos señalar que el
análisis de la evolución de la productividad en Estados Unidos resulta
altamente indicativo. El motivo es que a pesar del débil crecimiento y según Conference Board, su producción horaria permanece entre las
más altas del mundo. Además se ubica en alrededor de un 25% por encima del
promedio del resto de las economías desarrolladas que también exhiben durante
los últimos años un crecimiento declinante de la productividad del trabajo.
La correlación entre productividad e inversión
resulta, ya sea explícita o implícitamente, más o menos aceptada por corrientes
del pensamiento económico provenientes de diversos credos. No obstante esa
suerte de convergencia se detiene, como resulta bastante predecible, cuando se
trata de analizar las causas que explican la debilidad de la inversión.
¿Cómo explicar la escasez de la inversión?
No se trata de una pregunta con respuesta sencilla
y mucho menos acabada. Sin embargo una aproximación podría ayudarnos a
reflexionar alrededor del problema de las nuevas tecnologías y su devenir. O al
menos nos acercaría alguna pista que transite hacia un entendimiento un poco
más “dialéctico” que la dicotomía que separa “tecno-optimistas” de “pesimistas”. Aproximémonos entonces
un poco hacia aquellas discusiones.
Desde el campo del mainstream, Lawrence Summers,
por ejemplo, ensaya una explicación al problema de la inversión basada en la
disminución progresiva del precio de los bienes asociados a la tecnología
informática. Argumenta que los precios de dichos bienes declinan a alta
velocidad a la vez que representan una porción cada vez mayor de la inversión
de capital. De modo tal que incluso una porción creciente de “valores de uso”
invertidos en ese sector, podría resultar compatible con una ralentización
general del incremento de la inversión considerada en términos monetarios y
porcentuales con respecto al PBI. El argumento de Summers es atendible. En el
ya mencionado artículo de New York Times se apunta que debido a las
mejoras en el poder de las computadoras, la “nube”, los censores y las nuevas
herramientas de software para recuperar y analizar grandes conjuntos de datos
informáticos, la inversión en el procesamiento de la información estuvo cerca
de duplicarse en términos de dólares con respecto a su nivel de hace una
década. Si se compara la tendencia creciente en este rubro con la tendencia
declinante de la inversión en su conjunto, resulta lógico deducir que los
bienes asociados a la tecnología informática tiendan a ocupar una porción mayor
del capital nuevo. Incluso esta inversión creciente puede muy bien estar
ocultando una incorporación mayor de valores de uso que la que se expresa en
términos de valor de cambio o monetarios. Pero entre la identificación de un
movimiento real, su magnitud y sus efectos en términos cualitativos, media un
largo trecho. Un fenómeno que tiene ya varios años parece expresar resultados
particularmente marginales en términos de su aporte a la productividad total.
Como señala Gordon, el crecimiento de la productividad retornó desde 2004 a los
alicaídos niveles medios del período 1972-96, incluso a pesar de la continuidad
de la innovación. Y, peor aún, se desaceleró todavía más con posterioridad a la
crisis de 2008. Es decir, la productividad arrastra un crecimiento declinante
desde hace más de una década, a pesar de los incesantes adelantos técnicos.
Tomando como base datos de Conference Board, la productividad horaria creció apenas
1,24% anual promedio en Estados Unidos si se consideran los últimos 12 años. Si
el efecto del incremento de la inversión sobre la productividad puede haberse
rezagado unos pocos años durante la década del ’90, el declive acarrea en la
actualidad demasiado tiempo y una persistencia en extremo intensa como para
imaginar que del argumento de Summers pueda deducirse una nueva reversión de la
paradoja de Solow.
Robert Gordon, por su parte, remitiendo a la
relación inversión-productividad, coloca el acento en el rendimiento
decreciente y en el escaso beneficio adicional que generarían las nuevas
tecnologías. Tal como cita
Roberts, Gordon señala que “Las pruebas se acumulan cada trimestre que pasa en
el sentido de apoyar mi opinión de que las contribuciones más importantes a la
productividad de la revolución digital son pasado, no futuro. La razón por la
que las empresas están gastando su dinero en recompra de acciones en lugar de
invertir en plantas y equipos es que la actual ola de innovación no está
produciendo novedades suficientemente importantes como para obtener la tasa de
beneficio requerida”. A decir verdad Gordon muestra, a través de sus distintas
elaboraciones, cierta oscilación entre dos explicaciones. En determinadas
oportunidades parece poner el eje en la circunstancia de que los avances
tecnológicos de las últimas décadas más allá de sus extraordinarias virtudes,
resultan incomparables –en su potencialidad revolucionaria- con aquellos de
fines de siglo XIX, extendidos plenamente al conjunto de la economía entre los
últimos años de la década del ‘30 y la posguerra. Pero en otras oportunidades y
tal como mencionamos en la entrega anterior, el “pesimismo” de Gordon –sobre el que
profundizaremos en una tercera entrega- pone el acento en la baja productividad
de la reciente década y muy particularmente en los “vientos en contra” que asolan a la economía.
Desde el campo del marxismo, autores como Roberts
–como es sabido por los seguidores de su prolífero blog- hacen
hincapié en un prolongado descenso de la tasa de ganancia. En su opinión, el escaso crecimiento de la inversión y por tanto
de la productividad, se asocia a que “la tasa de ganancia mundial (no sólo la tasa de ganancia de
las economías desarrolladas del G-7) ha dejado de crecer hacia fines de los ‘90
y no se ha recuperado (…) hasta el nivel de la edad de oro del capitalismo en
la década del ‘60, a pesar de la masiva fuerza de trabajo global potencial.”
Michel Husson comparte la apreciación de
que las innovaciones necesitan inversiones que deben satisfacer una
rentabilidad elevada pero su posición tiende a recostarse sobre el problema de
la realización del beneficio. Husson argumenta que “Hasta mediados de los ‘80,
la ralentización de los incrementos de productividad se traducía en una baja
tendencial de la tasa de beneficio. Después, durante la fase neo-liberal, el capitalismo
logró reestablecer la tasa de beneficio, a pesar de la ralentización del
incremento de la productividad. Pero ya no pudo hacerlo más que sobre la base
de un aumento de la tasa de explotación y mediante la puesta en pie de los
dispositivos que han desembocado en la crisis.” Husson agrega que si bien la
robotización o la automatización pueden generar incrementos de productividad en
la industria y en una parte de los servicios “La automatización agrava una
cuestión fundamental: la de la realización del beneficio. En efecto es preciso
que existan mercados y aquí volvemos a tropezarnos con la contradicción
fundamental de la automatización: ¿quién va a comprar las mercancías producidas
por los robots?”
El marxista argentino Rolando Astarita, parece
compartir una posición más cercana a la de Husson. Refiriéndose a los
años de la recuperación posteriores a la crisis de 2008 en Estados Unidos,
señala que lo llamativo es que la inversión se haya mantenido débil “a pesar de
las bajas tasas de interés, de la recuperación de los beneficios y de la tasa
de beneficio”. En su opinión “todo parece indicar que está ocurriendo lo que
señalan Baily y Bosworth (2013): la rentabilidad ha sido alta pero la
rentabilidad esperada de nuevas ampliaciones de capital (de nueva inversión)
parece débil. Es que en muchos sectores las perspectivas de la demanda no están
claras”.
En nuestra opinión, quizás se trate de buscar una
de las claves del problema precisamente en la oposición entre “rentabilidad” y
“rentabilidad esperada” de nueva inversión, por los motivos que exponemos a
continuación.
Productividad, inversión y burbujas
Resulta casi imposible evitar asociar la idea de
debilidad de la “rentabilidad esperada” sobre nueva inversión a una muy gráfica
y norteamericana frase de Summers. El promotor de la tesis del estancamiento
secular reconocía hace poco tiempo -no sin cierta nostalgia y
preocupación- que China en particular y los llamados “mercados emergentes” en
general, habían resultado “los destinatarios sustanciales del capital de los
países desarrollados que no han podido ser invertidos productivamente en casa”.
Sin pretender resolver aquí el complejo y aún
inconcluso debate sobre la evolución de la tasa de ganancia –del que acercamos
hace tiempo una primera posición-, consideramos que la oposición entre una
rentabilidad recuperada –al menos en una parte significativa- del capital
invertido y una baja rentabilidad esperada de nuevas inversiones, podría
resultar una pista clave para investigar el gran dilema de la expansión
económica (capitalista) en nuestra época: debilidad de la inversión y frágil
productividad asociada. Pero en nuestra opinión el problema de la debilidad de
la rentabilidad esperada de nuevas inversiones no se explica solamente por la
estrechez del consumo o las dificultades para la realización sino –y muy
particularmente- por la escasez de “espacio” o de nuevas ramas para la inversión
productiva en términos de plusvalor. Un fenómeno asociado al exceso de capital
acumulado particularmente en los países centrales. Aunque el asunto actualmente
también afecta a China que no por casualidad aceleró con fuerza la exportación
de capitales durante los últimos años. Situación esta que por supuesto
repercute sobre y agrava la situación del “centro”.
Si volvemos a recorrer los distintos momentos del
crecimiento y descenso de la inversión en Estados Unidos –y junto con ella la
productividad-, pueden identificarse relaciones sugerentes. Por ejemplo el auge
de la inversión en los años ‘90 coincide con el incremento de la tasa de
explotación –de acuerdo con el señalamiento de Husson- derivado de la ofensiva
neoliberal. El aumento de la explotación del trabajo tuvo su correlato en el
ascenso de la rentabilidad y la inversión que luego se expresó en el mencionado
boom de productividad. El límite para la inversión por aquellos años puede
haberse asociado, como sugiere Husson, a un agotamiento de la rentabilidad
derivado del incremento de la composición orgánica del capital vinculada al
costo de las inversiones en nuevas tecnologías. Pero el declive de la inversión
(y la productividad) en territorio norteamericano durante la década del ‘2000,
coincide con la entrada de China a la OMC y el poderoso proceso de
deslocalización de inversiones desde Estados Unidos hacia el gigante asiático.
China como destino, combinaba terreno “virgen” para la inversión de capital y
bajísimos salarios.
De modo que, tomado de conjunto, el período de los
años ’90 y ‘2000 aparece íntimamente asociado a ventajas para la inversión del
capital. Pero esas ventajas no quedan formuladas sólo en términos de incremento
del plusvalor sino también en términos de conquista de nuevas áreas para la
acumulación. A su vez, el gran desarrollo del crédito en Estados Unidos durante
la primera década del milenio, operó como mecanismo de garantía para la
realización del beneficio o dicho de otro modo, para el consumo masivo. Aquello
que en Estancamiento secular, fundamentos y dinámica de la crisis
denominamos “burbujas exitosas” que se corresponde con las décadas que el
mainstream denomina la Gran Moderación, tiene su correlato ya sea en el
incremento de la inversión en Estados Unidos o en las deslocalizaciones y el
incremento de la inversión (y la productividad) particularmente en China, junto
con la creación de nuevos mecanismos para la realización del beneficio.
Por oposición a esos años, el período posterior a
la crisis de 2008 podría bautizarse como la Gran Decepción. Si la expansión de capital hacia China y
los llamados “emergentes” continuó en gran escala, lo hizo sobre la base de lo
que podría definirse como una “burbuja exitosa” en China gestada en paralelo al
proceso de sobreacumulación de capitales en su terreno.
Concomitantemente y como fenómeno derivado del enorme endeudamiento de la
década precedente, el crédito al consumo perdió potencia en tanto mecanismo
contrarrestante de la contracción salarial y creciente desigualdad en la
distribución del ingreso.
Por último, las condiciones más novedosas de la
situación actual que expresamos en diversos artículos de esta columna como Recesión global: ¿segunda temporada?, hacen inevitable
pensar que el capital necesitará en el período próximo tanto nuevas fuentes
suficientemente abundantes de trabajo barato como nuevos espacios para la
acumulación. Y esto nos conduce al problema de la “destrucción creativa”
-estrechamente vinculado al asunto de la inversión y la productividad- al que
dedicaremos la próxima y tercera entrega.
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