06-04-2016
“Que no se quede callado quien quiera
vivir feliz”
Atahualpa Yupanqui
Durante la última sangrienta dictadura militar
en Argentina, cuando arreciaban las protestas por las desapariciones, el
gobierno de turno promovió una infame campaña publicitaria en los medios
audiovisuales. La misma consistía en mostrar diversas imágenes asociadas a
ruidos enloquecedores: un martillo hidráulico, un bebé llorando, una sirena de
ambulancia. El efecto que las mismas lograban era de desesperación. El ruido
prolongado se torna insoportable, eso no es ninguna novedad. Luego de esas
imágenes, aparecía el rostro de una enfermera pidiendo silencio (ícono ya
universalizado, llamando a la calma en cualquier hospital); y sobre su cara, la
leyenda: “el silencio es salud”. El mensaje estaba claro: mejor callarse la
boca, no hablar, no levantar la voz por los desaparecidos que día a día enlutaban
el país. Era una invitación al silencio.
Desde la ciencia psicológica, desde la promoción de
los derechos humanos y desde una perspectiva política crítica debemos decir
exactamente lo contrario: ¡¡el silencio no es salud!! Si algo puede haber sano
ante las injusticias no es, precisamente, quedarse callado. Es su antítesis:
¡¡es hablar!!
La palabra es un instrumento de salud. La salud
mental, en definitiva, es poder hablar, tomar la palabra, no dejar nada oculto.
La basura puesta debajo de la alfombra no es solución: ahí queda. Lo escondido,
aunque se lo intente desaparecer, sigue estando. Lo reprimido siempre retorna.
La violencia, en cualquiera de sus manifestaciones,
deja secuelas tanto físicas como psicológicas.
Si bien el concepto de “violencia” es muy amplio,
en términos generales debe entendérsela como un agente externo que agrede a
quien la padece. En esta perspectiva se inscribe como violencia cualquier
ataque a la integridad del sujeto: desde un desastre natural o un accidente
grave a la guerra, el maltrato intrafamiliar, el abuso sexual o la violencia
política. Las consecuencias que trae esa agresión varían de acuerdo a la
constitución personal del sujeto que la experimenta y del contexto en que se
da. Pero siempre, en mayor o menor medida, un hecho violento deja marcas.
En la experiencia clínica esa afrenta se denomina
“trauma”:
“Acontecimiento de la vida de un sujeto
caracterizado por su intensidad, la incapacidad del sujeto para responder
adecuadamente y el trastorno y los efectos patógenos duraderos que provoca en
la organización psíquica. Ese trauma se caracteriza por un aflujo de
excitaciones excesivo en relación con la tolerancia del sujeto y su incapacidad
de controlarlo”. Laplanche
y Pontalis “Diccionario de Psicoanálisis”.
Muchas veces el padecimiento de un hecho violento
produce un cuadro clínico específico llamado “neurosis traumática”:
“Tipo de neurosis en la que los síntomas aparecen
consecutivamente a un choque emotivo, generalmente ligado a una situación en la
que el sujeto ha sentido amenazada su vida”. (Ídem)
Los efectos psicológicos de la violencia son
variados: puede encontrarse miedo, angustia, desorganización o
desestructuración de la personalidad, sintomatología psicosomática. En algún
caso puede desencadenarse una reacción psicótica, suicidio incluido.
La salud mental de un sujeto o de una comunidad es
un índice particularmente significativo de su calidad de vida. Quien vive
aterrado, atemorizado, quien no puede hablar de sí, de sus problemas, vive mal.
Todo aquel que ha padecido ataques a su integridad arrastra una carga difícil
de sobrellevar, y en muchos casos manifiesta trastornos clínicos, pasajeros o,
en la mayoría de los casos, permanentes.
Diferentes investigaciones con poblaciones que
estuvieron sometidas a hechos violentos (mujeres violadas, el sujeto que vivió
en guerra -como civil o como combatiente-, desplazados de sus regiones de
origen, perseguidos políticos, comunidades víctimas de la discriminación
étnico-racial) dan cuenta que entre un 25 y un 50 % de sus integrantes
evidencian síntomas de disfuncionalidad (lo que algunos llaman estrés
post-traumático). Gente que sufre, que vive mal; poblaciones completas que
padecen aflicciones ligadas a un hecho traumático -y traumatizante-. Todo esto
deteriora la posibilidad de desarrollo y plena realización.
Un método adecuado para devolver la salud
deteriorada es propiciar la palabra ahí donde hay silencio y olvido. La
palabra, en ese sentido, es liberadora.
Cuando las excitaciones se tornan inmanejables,
cuando se supera la tolerancia, hay una ruptura en el equilibrio psicológico.
El “aparato psíquico” (tomando una vieja idea freudiana), cuya función es
mantener la constancia del sujeto, hace síntoma, siendo éste el intento de
defenderse de esa carga excesiva. Solamente rastreando la historia que llevó a
esa situación, poniendo en palabras y recuperando el tejido donde aparece el
“cuerpo extraño” desestabilizador, así se puede reparar el daño ocasionado a la
organización psicológica. Hablar sobre el hecho traumático, desenmascararlo,
recuperar la historia que quedó elidida tras él; en otros términos, buscar la
verdad en el más puro sentido de los griegos clásicos: alétheia
-des–ocultamiento-, ese es el método psicoterapéutico que puede ayudar a
superar el trastorno ocasionado por esa conmoción.
¿Por qué la palabra es terapéutica? Al hablar, y
más aún, dado cierto encuadre que favorece una situación de intimidad, el
sujeto afectado puede des-ocultar, puede saber algo que, inconscientemente,
prefiere ignorar. El hecho traumático es displacentero; la dinámica
intrapsíquica tiende a desconocerlo para evitarse angustia. La neurosis
traumática es una construcción que intenta mantener a raya la aparición de
ansiedad ligada a ese hecho perturbador; pero en su intento consume una enorme
cantidad de energía y desvía al sujeto de la posibilidad de gozar más
plenamente su vida. La palabra que reconstruye la trama significativa en que
aparece el trauma puede reencauzar esa energía destinada a olvidarlo (olvido
que es siempre parcial: lo reprimido retorna como síntoma). Así, hablando, se
accede a una verdad que, aunque dolorosa, posiciona más sanamente al sujeto.
La experiencia de trabajo con diversas poblaciones
víctimas de algún tipo de violencia enseña que el grupo de pares, de aquellos
que sufrieron el mismo padecimiento, es una instancia muy adecuada para
desarrollar un abordaje terapéutico. Gente que se une por un problema en común,
que busca una respuesta a ese hecho violento compartido; grupo de autoayuda se
lo llama. Gente que hablando sobre su historia, sobre un hecho que los marcó
particularmente, puede encontrar alternativas sanas para seguir viviendo.
Cualquier expresión de violencia, pero en especial
la violencia política, deja profundas y muy especiales marcas en quien la
padece; los países de Latinoamérica, lamentablemente, saben mucho de esto. La
herencia monstruosa de estos últimos años sigue viva. Víctimas que no
encuentran explicación lógica al por qué un día su vida se vio conmocionada de
una forma atroz. La salud mental está estrechamente vinculada a los procesos
sociales y organizativos de la comunidad. Terminados los procesos violentos
donde tuvieron lugar los hechos traumáticos, la mejor manera (¡la única!) en
que la población afectada por ese horror silenciado puede recomponer su salud
afectada es iniciando un proceso de revisión y recuperación de su historia
dormida. La comunidad juega un papel decisivo en esto. La salud mental, así
entendida, no es un campo de acción específico de especialistas -sin dejar de
reconocer que los técnicos tienen mucho que aportar al respecto-. Es, ante
todo, un derecho humano de la población. No puede haber salud mental, óptima
calidad de vida, mientras la gente no pueda decir qué pasó.
¡El silencio no es salud!
Bibliografía
Carrino, L. “Salud Mental Comunitaria: nuevos
enfoques”. Roma, 1991.
De Roux, G. “La participación social en los
programas de salud mental en la comunidad - OPS/OMS”. Washington, 1992.
ECAP. "Psicología Social y Violencia
Política". Guatemala: ECAP. 1996
Freud, S. “Sobre las neurosis de guerra”, en Obras
Completas, Tomo III. Madrid, 1973.
------------- “Más allá del principio de placer”,
en Obras Completas, Tomo III. Madrid, 1973.
Hiegel, J-P y Hiegel-Landrac, C. “Vivre et revivre
au camp de Khao Y Dang. Une psychiatrie humanitaire”. Paris, 1996.
Laplanche, J. y Pontalis, J-B. “Diccionario de
psicoanálisis”. Barcelona, 1971.
Lima B. “La atención comunitaria en salud mental en
situaciones de desastres - OPS/OMS”. Washington, 1992.
Radda Barnen de Suecia. "Restaurando la
alegría. Diferentes enfoques de asistencia a la niñez psicológicamente afectada
por la guerra". Estocolmo: Ed. Radda Barnen de Suecia. 1996.
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